El viernes, octavo día después del terremoto, informaron a los residentes del refugio de Presidio de que las autopistas y el aeropuerto volverían a estar abiertos al día siguiente. Se había instalado una torre de control provisional. Pasarían meses antes de que se reconstruyera la antigua. La apertura de las autopistas 280 y 101 significaba que se podría ir hacia el sur, pero el Golden Gate no funcionaría hasta al cabo de unos días, así que trasladarse directamente hacia el norte seguiría siendo imposible. Les dijeron que el Bay Bridge estaría cerrado durante muchos meses, hasta que lo repararan. Esto significaba que los que fueran al trabajo desde el este de la bahía tendrían que hacerlo por los puentes Richmond y Golden Gate o por el Dumbarton o el San Mateo, al sur. Esos traslados diarios serían una pesadilla y habría muchos atascos. Además, por el momento, solo los que vivían en la península podrían volver el sábado a su casa.
Se estaba abriendo el acceso a varios barrios, así que los vecinos podrían comprobar en qué estado se encontraba su casa. Otros se encontrarían con las barreras de la policía y la cinta amarilla, si era demasiado peligroso entrar. El Distrito Financiero era todavía un caos y terreno prohibido para todos, lo cual significaba que, de momento, muchas empresas no podrían volver a abrir. A lo largo del fin de semana, solo dispondrían de electricidad en una pequeña parte de la ciudad. Corrían rumores de que no se restablecería completamente hasta pasados unos dos meses, quizá uno si tenían suerte. La ciudad estaba patas arriba y empezaba a levantarse. Después de haber quedado arrasada durante los últimos ocho días, empezaba a dar señales de vida, pero pasarían meses hasta que San Francisco estuviera en pie de nuevo. En los refugios mucha gente había dicho que se iría de la ciudad. Llevaban muchos años viviendo con miedo a un terremoto importante y, ahora que había llegado, el golpe había sido demasiado fuerte. Algunos estaban dispuestos a marcharse; otros estaban decididos a quedarse. Los viejos decían que no vivirían lo suficiente para ver otro como este, así que no importaba. Los jóvenes estaban impacientes por reconstruirlo todo y empezar de nuevo. Y muchos, entre los unos y los otros, decían que no querían saber nada más de la ciudad; habían perdido demasiado y estaban demasiado atemorizados. Por los dormitorios, el comedor y los pasillos por donde la gente paseaba, incluso a lo largo de las playas que bordeaban Crissy Field, se oía un rumor constante de voces preocupadas. En un día soleado, era más fácil olvidar lo que les había pasado. Pero ya entrada la noche, cuando notaban las réplicas que habían empezado un día después del terremoto, todos parecían dominados por el pánico. Había sido una época traumática para los habitantes de la ciudad y todavía no había tocado a su fin.
Después de oír la noticia de que el aeropuerto iba a abrir al día siguiente, Melanie y Tom fueron a sentarse en la playa, para hablar y mirar hacia la bahía. Habían ido a sentarse allí cada día. Melanie le había contado lo sucedido con Jake y Ashley; dormía en el hospital desde entonces. Estaba ansiosa por volver a casa y huir de ellos, pero disfrutaba conociendo mejor a Tom.
– ¿Qué harás ahora? -preguntó ella en voz baja. Estar con él despertaba siempre en Melanie una sensación reconfortante y sosegada. Era de trato fácil, y transmitía confianza y dignidad.
Era agradable conversar con alguien que no estaba directamente relacionado con su trabajo ni con ningún aspecto del mundo del espectáculo. Estaba cansada de actores, cantantes, músicos y de todos los locos con los que trataba cada día. Había salido con varios de ellos y siempre acababa como con Jake; a veces, incluso peor. Eran narcisistas, drogadictos, lunáticos o, simplemente, gente que actuaba con maldad y que quería aprovecharse de ella, de una u otra manera. Por lo que había visto, no tenían conciencia ni moralidad y hacían lo que les venía en gana en cada momento. Pero ella quería algo mejor en la vida. Incluso a sus diecinueve años, era mucho más estable que ellos. No se drogaba y nunca lo había hecho, nunca había engañado a nadie, no mentía, no estaba obsesionada consigo misma y era una persona decente, moral y honesta. Sólo pedía lo mismo de los demás. Habían hablado mucho de la carrera de Melanie en los últimos días y de qué deseaba hacer con ella. No quería dejarla, pero sí tomar las riendas. Sin embargo, era poco probable que su madre se lo permitiera. Melanie le había dicho a Tom que estaba harta de que la dirigieran, controlaran, utilizaran y presionaran todos los que la rodeaban. Tom estaba impresionado por lo lógica, sensata y razonable que era.
– Yo tengo que volver a Berkeley y mudarme de mi apartamento -dijo Tom respondiendo a su pregunta-. Pero parece que pasará un tiempo antes de que pueda hacerlo. Para que pueda ir al este de la bahía, por lo menos el Golden Gate y el Richmond tienen que estar abiertos. Después iré a Pasadena. Iba a quedarme por aquí todo el verano, ya que tengo un trabajo en otoño, pero ahora todo podría cambiar; depende de cuánto tarden las empresas en volver a abrir. Puede que busque algo allá abajo. -Igual que ella, era una persona centrada, práctica y con una visión clara de sus objetivos. Tenía veintidós años, quería trabajar unos cuantos años y luego irá la escuela de negocios, quizá en UCLA-. Y tú, ¿qué? ¿Qué tienes previsto para las próximas semanas?
No habían hablado de ello en detalle hasta entonces. Sabía que se iba de gira en julio, después de un concierto en Las Vegas. Melanie le había dicho lo mucho que detestaba esa ciudad, pero era un lugar importante para ella, y la gira iba a ser un éxito. Después pretendía volver a Los Ángeles en septiembre, cuando acabara la gira. Pero no le había contado lo que pensaba hacer en junio. Todavía estaban en mayo.
– La semana próxima tengo una sesión de grabación para un nuevo CD. Grabaremos parte del material que usaré en la gira. Es un buen precalentamiento para mí. Aparte de eso, estoy bastante libre hasta el concierto en Los Ángeles, en junio, justo antes de marcharme. ¿Crees que habrás vuelto a Pasadena para entonces? -Le dijo la fecha, esperanzada.
El sonreía, escuchándola. Conocerla había sido maravilloso, y volver a verla sería un sueño. Pero no podía evitar pensar que en cuanto volviera a la ciudad, ella lo olvidaría.
– Me encantaría que fueras mi invitado en el concierto de Los Ángeles. Es bastante demencial cuando trabajo, pero podrías pasarlo bien. Puedes llevar a un par de amigos, si quieres.
– Mi hermana se volvería loca -dijo sonriéndole-. También estará en casa en junio.
– ¿Por qué no la llevas? -propuso Melanie. Luego, su voz se convirtió en un susurro-. Espero que me llames cuando vuelvas.
– ¿Contestarás a mi llamada? -preguntó con aire preocupado. Una vez fuera de Presidio y de vuelta a su vida real, Melanie era una gran estrella. ¿Qué podía querer de él? Solo era un ingeniero en ciernes; alguien que no formaba parte de su entorno. Pero parecía que le gustaba estar con él, tanto como él disfrutaba estando con ella.
– Pues claro -respondió ella-. Espero que me llames. -Le anotó el número de su móvil.
Los móviles todavía no funcionaban en la zona de San Francisco y aún tardarían bastante en hacerlo. Los servicios de teléfono y de los ordenadores tampoco se habían restablecido. Se hablaba de que tardarían otra semana en estar en funcionamiento.
Volvieron paseando al hospital y él bromeó, diciendo:
– Supongo que no te matricularás en la escuela de enfermería por el momento, ya que te vas de gira.
– En efecto. Al menos, no en esta vida.
Había presentado a Tom a su madre el día anterior, pero Janet no se había mostrado impresionada. En lo que a ella respectaba, era solo un muchacho y su título de ingeniero no significaba nada. Quería que Melanie saliera con productores, directores, cantantes famosos, actores conocidos, cualquiera que atrajera la mirada de la prensa o que, de alguna manera, pudiera ayudarla en su carrera. Dejando de lado sus fallos, Jake cumplía ese papel: era un señuelo para la prensa. Tom nunca lo sería. Y su aburrida, sana y bien educada familia de Pasadena no tenía ningún interés para Janet. Pero no se sentía inquieta; suponía que Melanie lo olvidaría en cuanto se marcharan de San Francisco, y que no volvería a verlo nunca más. No tenía ni idea de sus planes para volver a encontrarse en Los Ángeles.
Melanie trabajó con Maggie todo el día y hasta bien entrada la noche. Tom les llevó una pizza del comedor y cenaron juntos. La comida seguía siendo sorprendentemente buena, gracias al continuado suministro de carne, fruta y verduras frescas, transportadas en helicóptero, y a la creatividad de los cocineros. Everett se unió a ellas después de su última reunión de AA y les dijo que le había pasado el relevo a una nueva secretaria, una mujer cuya casa en la Marina había quedado destruida y que pensaba quedarse en el refugio de Presidio varios meses. El número de asistentes había aumentado extraordinariamente en los últimos días y había sido una enorme fuente de apoyo para él. Dio las gracias a Maggie, una vez más, por animarlo a iniciar las reuniones. Ella le aseguró, amablemente, que él lo habría hecho de todos modos. Luego continuaron sentados, charlando, después de que los dos jóvenes se marcharan a dar un paseo en su última noche juntos. Eran unos momentos que todos recordarían durante mucho tiempo, algunos con dolor.
– Detesto volver a Los Ángeles mañana -confesó Everett, después de que Tom y Melanie se marcharan. Le habían prometido volver para despedirse. El grupo procedente de Los Ángeles se marcharía a la mañana siguiente, temprano, así que Melanie no volvería a trabajar en el hospital-. ¿Estarás bien aquí? -Parecía preocupado por ella. Estaba llena de fuego y desbordaba energía, pero también había algo vulnerable en ella, algo que había acabado apreciando mucho.
– Por supuesto que sí. No seas tonto. He estado en sitios mucho peores que este. Mi barrio, por ejemplo -respondió, echándose a reír.
El también sonrió.
– Y yo. Pero ha sido muy agradable estar aquí contigo, Maggie.
– Hermana Maggie para ti -le recordó, y luego soltó una risita. Había algo entre ellos y eso, a veces, le preocupaba. El había empezado a tratarla como una mujer, no como una monja. Se mostraba protector, así que ella le recordó que las monjas no eran mujeres corrientes; estaban bajo la protección de Dios-. Mi Hacedor es mi esposo -dijo, citando la Biblia -. El cuida de mí. Estaré bien aquí. Tú asegúrate de que estás bien en Los Ángeles. -Seguía alimentando la esperanza de que pronto fuera a Montana a buscar a su hijo, aunque sabía que todavía no estaba preparado para hacerlo. Pero habían hablado de ello varias veces, así que ella de nuevo lo animó a considerarlo.
– Estaré muy ocupado revelando todas las fotos que he tomado. Mi editor se volverá loco. -Sonrió, impaciente por ver las fotos que había tomado de ella la noche del terremoto y después-. Te enviaré copias de las que te he hecho a ti.
– Me gustaría. -Sonrió. Aquellos días habían sido extraordinarios para todos ellos; para algunos tal vez trágicos, pero positivos para otros. Se lo había dicho a Melanie aquella misma tarde. Esperaba que, en algún momento, Melanie se comprometiera en algún trabajo voluntario. Era muy buena en ese tipo de tareas y había reconfortado a mucha gente con gran dulzura y gentileza-. Melanie sería una gran monja -comentó a Everett.
El soltó una carcajada.
– Deja de intentar reclutar. Esa chica nunca lo hará; su madre la mataría. -Everett había visto a Janet una vez, con Melanie, y la detestó nada más verla. Pensó que era vulgar, dominante, mandona, pretenciosa y grosera. Trataba a Melanie como si tuviera cinco años, mientras explotaba su éxito al máximo.
– Le aconsejé que buscara alguna misión católica en Los Ángeles. Podría hacer un trabajo maravilloso con los sin hogar. Me confesó que, algún día, le gustaría dejar lo que está haciendo y marcharse durante seis meses, para trabajar con los pobres en otro país. Cosas más raras han pasado. Podría ser muy bueno para ella. El mundo en el que trabaja es demencial. Tal vez necesite un descanso, algún día.
– Podría ser, pero no creo que vaya a suceder, con una madre como la suya. No mientras gane discos de platino y Grammys. Supongo que pasará bastante tiempo antes de que pueda hacer algo así. Si es que alguna vez lo hace.
– Nunca se sabe -dijo Maggie. Le había dado a Melanie el nombre de un sacerdote de Los Ángeles que hacía un trabajo maravilloso con la gente de la calle y que iba a México varios meses al año, para ayudar allí.
– ¿Y qué hay de ti? -preguntó Everett-. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Volverás a Tenderloin en cuanto puedas? -Detestaba aquel barrio. Era muy peligroso, tanto si ella lo reconocía como si no.
– Me parece que me quedaré aquí un tiempo. Las otras monjas también se quedan, y algunos sacerdotes. Muchas de las personas que ahora viven aquí no tienen otro sitio a donde ir. Mantendrán abiertos los refugios de Presidio durante por lo menos seis meses. Trabajaré en el hospital de campaña, pero iré a casa de vez en cuando, para ver cómo va todo. Probablemente, hay más cosas que hacer aquí. Puedo usar mis conocimientos de enfermería. -Los había usado bien hasta entonces.
– ¿Cuándo volveré a verte, Maggie? -Parecía preocupado. Le había gustado mucho verla cada día, pero ya empezaba a notar cómo ella iba saliendo de su vida, posiblemente para siempre.
– No lo sé -reconoció ella, también con aire triste; luego sonrió al recordar algo que llevaba días queriendo contarle-. ¿Sabes, Everett?, me recuerdas una película que vi cuando era niña. Ya entonces era antigua, con Robert Mitchum y Deborah Kerr. Una monja y un marine naufragan y llegan a una isla desierta. Casi se enamoran pero, por lo menos, son lo bastante sensatos para no permitir que suceda, y se convierten en amigos. Al principio, él se comporta muy mal y ella se escandaliza. Bebe mucho; creo que incluso esconde el alcohol. Ella lo reforma, de algún modo; se cuidan mutuamente. Mientras están en la isla, tienen que ocultarse de los japoneses. La película transcurre durante la Segunda Guerra Mundial. Al final, los rescatan. El vuelve a los marines y ella al convento. Se llamaba Solo Dios lo sabe. Era una película conmovedora. Me gustó mucho. Deborah Kerr era una monja estupenda.
– Tú también -afirmó él con tristeza-. Voy a echarte de menos, Maggie. Ha sido maravilloso hablar contigo cada día.
– Puedes llamarme cuando vuelvan a funcionar los móviles, aunque me parece que tardarán un poco. Rezaré por ti, Everett -dijo, mirándolo a los ojos.
– A lo mejor yo también rezo por ti -replicó él-. ¿Qué hay de la película, la parte en la que casi se enamoran pero acaban siendo amigos? ¿Nos ha pasado lo mismo a nosotros?
Ella se quedó callada unos momentos, pensando en ello, antes de responder.
– Me parece que nosotros somos más sensatos y realistas. Las monjas no se enamoran.
– ¿Y si lo hacen? -insistió él, queriendo una respuesta mejor.
– No lo hacen. No pueden. Ya están casadas con Dios.
– No me vengas con eso. Algunas monjas dejan el convento. Incluso se casan. Tu hermano dejó el sacerdocio. Maggie…
Lo interrumpió en seco antes de que pudiera seguir o decir algo que fueran a lamentar. No podría ser su amiga si él no respetaba los firmes límites que ella había establecido o si se pasaba de la raya.
– Everett, por favor, no. Soy tu amiga. Y creo que tú eres amigo mío. Demos gracias por ello.
– ¿Y si quiero más?
– No quieres más. -Sonrió con sus eléctricos ojos azules-. Solo quieres lo que no puedes tener. O crees que lo quieres. Hay todo un mundo, lleno de gente, esperándote.
– Pero nadie como tú. Nunca había conocido a nadie como tú.
Ella se rió de él.
– Eso puede ser bueno. Algún día darás gracias por ello.
– Doy gracias por haberte conocido -afirmó él, muy en serio.
– Lo mismo digo. Eres un hombre maravilloso y estoy orgullosa de haberte conocido. Apuesto a que ganarás otro Pulitzer por las fotos que has tomado. -El había acabado confesándoselo, con cierta timidez, durante una de sus largas charlas sobre su vida y su trabajo-. ¡O algún otro tipo de premio! Me muero de ganas de ver qué publican.
Con mucho tacto, estaba llevándolo a aguas más seguras, y él lo sabía. Maggie no iba a abrirle ninguna otra puerta, ni siquiera iba a dejar que él lo intentara.
Eran las diez cuando Melanie y Tom volvieron para despedirse. Eran jóvenes y parecían felices y un poco aturdidos por la novedad de su naciente idilio. Everett los envidiaba. Para ellos la vida no hacía más que empezar. En cambio sentía como si la suya casi hubiera acabado, por lo menos la mejor parte, aunque AA y su rehabilitación se la habían cambiado para siempre, mejorándola infinitamente. Pero su trabajo le aburría y añoraba sus viejas zonas en guerra. San Francisco y el terremoto habían devuelto la chispa a su vida, por lo que esperaba que las fotos fueran estupendas. Sin embargo, también sabía que iba a volver a un trabajo que le ofrecía pocos retos, requería pocas de sus habilidades y muy poco de su experiencia y pericia. La bebida, antes de lograr dominarla, lo había llevado a esa situación.
Melanie dio un beso de buenas noches a Maggie; luego, Tom y ella se marcharon. Everett partiría con Melanie y su grupo al día siguiente. Iban a ser de los primeros en dejar San Francisco; un autobús los recogería a las ocho. La Cruz Roja lo había organizado todo. Otras personas saldrían más tarde, con diversos destinos. Ya les habían advertido que quizá tuvieran que ir por callejones y carreteras secundarias para llegar al aeropuerto, ya que había muchos desvíos en la autopista; podría llevarles dos horas llegar hasta allí, o quizá más.
Everett dio las buenas noches a Maggie, con pesar. La abrazó antes de marcharse y le deslizó algo en la mano. Ella no lo miró hasta que él se alejó; entonces abrió la mano y vio que era la insignia de AA. El la llamaba su moneda de la suerte. Sonrió al verla, con los ojos llenos de lágrimas, y se la guardó en el bolsillo.
Tom acompañó a Melanie hasta su hangar. Era la última noche que iba a dormir allí, y la primera vez que volvía desde el incidente con Jake y Ashley. Los había visto en el patio, pero los había evitado. Ashley había ido varias veces a verla al hospital, para hablar con ella, pero Melanie había fingido estar muy ocupada o se había marchado por la puerta trasera, tras pedirle a Maggie que se ocupara de ella. No quería oír sus mentiras, excusas e historias. Para Melanie, Jake y Ashley estaban hechos el uno para el otro. Ella se sentía mucho más feliz pasando su tiempo libre con Tom. Era alguien muy especial, con una hondura y bondad equiparables a las suyas.
– Te llamaré en cuanto funcionen los teléfonos, Melanie -prometió Tom.
Le entusiasmaba saber que ella estaría encantada de recibir sus llamadas. Se sentía como si le hubiera tocado la lotería; todavía no podía creer su buena suerte. No le importaba quién era ella profesionalmente, le parecía la chica más agradable que había conocido nunca. Y ella estaba igualmente impresionada por él, por las mismas razones.
– Te echaré de menos -dijo Melanie, en voz baja.
– Lo mismo digo. Buena suerte con la sesión de grabación.
– Son fáciles y a veces divertidas -afirmó, encogiéndose de hombros-, cuando van bien. Tendremos que ensayar mucho cuando volvamos. Ya me siento oxidada.
– Eso es difícil de creer. Yo no me preocuparía.
– Pensaré en ti -le aseguró, y luego se echó a reír-. Nunca creí que añoraría un campo de refugiados de San Francisco.
Tom se rió con ella y, luego, sin previo aviso, la cogió entre sus brazos y la besó. Melanie estaba sin aliento cuando lo miró y le sonrió. No lo esperaba, pero le había gustado mucho. Nunca la había besado antes, durante sus paseos o las horas que habían pasado juntos. Hasta aquel momento habían sido amigos y esperaba que siguieran siéndolo, aunque añadieran algo más.
– Cuídate mucho, Melanie -dijo en voz baja-. Que duermas bien. Nos veremos por la mañana.
En el comedor estaban empaquetando almuerzos para todos los que iban a viajar a la mañana siguiente. No sabían cuánto tiempo tendrían que esperar en el aeropuerto o si allí habría comida. No parecía probable, así que el comedor les proporcionaba la suficiente para que se la llevaran y les durara hasta que pudieran abastecerse.
Melanie entró en el hangar como si flotara, con una sonrisa soñadora en los labios; encontró a su grupo en el mismo lugar donde habían estado siempre instalados. Observó que Ashley no estaba en la misma cama que Jake, pero ya no le importaba. Su madre, completamente vestida, estaba profundamente dormida y roncaba. Iba a ser su última noche en el refugio. Al día siguiente, cuando volvieran a las comodidades de su vida en Los Ángeles, todo aquello les parecería un sueño. Pero Melanie sabía que siempre recordaría esa semana.
Vio que Ashley estaba despierta, pero no le hizo ningún caso. Jake le daba la espalda y no se movió cuando ella entró, lo cual fue un alivio. No tenía ganas de verlo ni de viajar con él al día siguiente. Pero no había más remedio. Todos volarían en el mismo avión, con otras cincuenta personas del campamento.
Melanie se metió debajo de la manta, en su cama, y entonces oyó que Ashley susurraba:
– Mel… Mel… Lo siento.
– No pasa nada, Ash… no te preocupes -dijo Melanie, pensando en Tom.
Volvió la espalda a su amiga de la infancia, que la había traicionado; cinco minutos después estaba dormida, con la conciencia tranquila. Ashley permaneció despierta, dando vueltas y más vueltas toda la noche, sabiendo que había perdido a su mejor amiga para siempre. Además, ya se había dado cuenta de que Jake no valía la pena.