Maggie recibió noticias de Melanie después de que esta llegara a México. Le decía que estaba entusiasmada, que el sitio era precioso, los niños eran maravillosos y el padre Callaghan era fantástico. Le confesó que nunca había sido tan feliz en su vida y quería darle las gracias por aconsejarle que lo llamara.
Maggie también tenía noticias de Sarah. Había conseguido el trabajo en el hospital y estaba contenta y muy ocupada. Todavía tenía que enfrentarse a muchos problemas y adaptarse a su trabajo, pero parecía irle bien; además, mantenerse ocupada la ayudaba. Maggie sabía, igual que Sarah, que le esperaban tiempos difíciles, en particular cuando juzgaran a Seth. Y después tendría que tomar algunas decisiones importantes. Había prometido a Seth y a sus abogados que estaría al lado de su marido durante el juicio. Pero trataba de decidir si divorciarse o no. La clave era si podría perdonarlo. Todavía no tenía la respuesta a aquella pregunta, aunque había hablado mucho de ello con Maggie. La monja le había dicho que siguiera rezando y que la respuesta llegaría. Pero hasta el momento no había llegado. Sarah solo podía pensar en lo terrible que era lo que Seth había hecho cuando traicionó a todo el mundo, incluido él mismo, e infringió las leyes. A Sarah le parecía un pecado casi imperdonable.
Maggie seguía en el hospital de campaña, en Presidio. Llevaban allí cuatro meses y los responsables de los Servicios de Emergencia pensaban cerrarlo el mes siguiente, en octubre. Todavía quedaba gente viviendo en las salas y hangares de la residencia y en algunos de los viejos barracones de ladrillo, pero no tanta como antes. La mayoría se había ido a su casa o había elegido otras opciones. Maggie pensaba volver a su apartamento en Tenderloin entrado el mes. Sabía que iba a echar de menos el compañerismo de las personas con las que vivía en el campamento y que había conocido allí. De un modo extraño, habían sido buenos tiempos para ella. El estudio de Tenderloin le iba a parecer muy solitario. Se dijo que así tendría más tiempo para rezar, pero echaría de menos el campamento, a pesar de todo. Había hecho unos amigos maravillosos.
Everett la llamó a finales de septiembre, unos días antes de que volviera al piso. Le dijo que iba a ir a San Francisco para hacer un reportaje sobre Sean Penn y que quería llevarla a cenar. Maggie vaciló y empezó a decir que no podía, tratando desesperadamente de encontrar una excusa, pero no consiguió dar con ninguna que resultara verosímil, así que, sintiéndose estúpida por el intento, aceptó la invitación. Rezó toda la noche, rogando no sentirse confusa, sino solo agradecida por la amistad de Everett, sin querer nada más.
Pero en cuanto lo vio, Maggie notó cómo el corazón le latía con más fuerza. Everett se acercó por el camino que llevaba al hospital, donde ella lo esperaba; sus largas y delgadas piernas, con sus botas de vaquero le daban más aspecto de vaquero que nunca. Esbozó una amplia sonrisa en cuanto la vio y, a su pesar, Maggie notó que una sonrisa iluminaba también su cara. Se sentían muy felices de verse. Él le dio un fuerte abrazo y luego dio un paso atrás, para contemplarla.
– Tienes un aspecto fabuloso, Maggie -dijo él, feliz. Venía directamente desde el aeropuerto. No tenía la entrevista hasta el día siguiente. Esa noche era solo para ellos dos.
La llevó a cenar a un pequeño restaurante francés en Union Street. La ciudad volvía a estar en orden. Habían retirado los escombros y estaban construyendo por todas partes. Cuando aún no habían pasado ni cinco meses del terremoto, casi todos los barrios eran habitables de nuevo, excepto los que ya estaban mal antes; era imposible salvar algunos de ellos y había sido necesario echarlos abajo.
– La semana que viene vuelvo a mi apartamento -le informó Maggie con bastante tristeza-. Echaré de menos vivir aquí, con las otras hermanas. Tal vez habría sido más feliz en un convento que viviendo sola -comentó cuando empezaban a cenar.
Ella había pedido pescado y Everett daba cuenta de un enorme filete mientras hablaban. Como siempre les sucedía, la conversación era animada, inteligente y fluida. Hablaron de muchos y variados temas; finalmente, Everett mencionó el inminente proceso de Seth. Maggie se entristecía solo con oír o leer algo sobre ello, particularmente por Sarah. Era una forma estúpida de que un buen hombre y cuatro vidas se echaran a perder, pero había hecho daño a muchas personas.
– ¿Crees que vendrás para cubrir el proceso? -preguntó Maggie, interesada.
– Me gustaría. Pero no sé si en Scoop estarán interesados, aunque es una historia sensacional. ¿Has vuelto a ver a Sarah? ¿Cómo lo lleva?
– Está bien -contestó Maggie, sin divulgar ninguna confidencia-. Hablamos de vez en cuando. Ahora trabaja en el hospital, en el departamento de recaudación de fondos y desarrollo. No va a resultarle fácil. Sin ninguna duda, él ha arrastrado a mucha gente en su caída.
– Este tipo de gente siempre lo hace -dijo Everett sin mucha compasión. Lo sentía por Sarah y por los hijos de Seth, que ya no podrían conocerlo de verdad si pasaba veinte o treinta años en la cárcel. Pensar en ello le recordó a su hijo. Por alguna razón, siempre pensaba en Chad cuando estaba con Maggie, como si los dos estuvieran conectados de forma invisible-. ¿Sarah va a divorciarse?
– No lo sé -contestó Maggie, vagamente. Tampoco Sarah lo sabía, pero Maggie creía que no debía hablar de ello con Everett, así que desvió la conversación.
Siguieron sentados a la mesa, en el restaurante francés, mucho rato. Era acogedor y confortable y el camarero los dejaba en paz mientras hablaban.
– He oído el rumor de que Melanie está en México -comentó Everett y Maggie sonrió-. ¿Has tenido algo que ver? -Olía su mano en ello.
Maggie se echó a reír.
– Solo indirectamente. Hay un sacerdote maravilloso que dirige una misión allí. Pensé que tal vez harían buenas migas. Creo que se quedará casi hasta Navidad, aunque, oficialmente, no le ha dicho a nadie dónde está. Quiere pasar unos meses como una persona normal y corriente. Es una joven muy dulce.
– Apuesto a que su madre se subía por las paredes cuando se marchó. Trabajar en una misión, en México, no es exactamente una etapa de su camino al estrellato ni debía de estar en los planes de su madre para ella. No me digas que Janet también está allí. -Se echó a reír ante la imagen que le vino a la cabeza.
Maggie negó con la cabeza, también riendo.
– No. Creo que precisamente eso era lo importante. Melanie tenía que intentar volar sola, al menos un poco. Le hará mucho bien alejarse de su madre. Y también le irá bien a Janet. A veces, es difícil cortar esos lazos. A algunas personas les cuesta más que a otras.
– También hay tipos como yo, que no tienen ningún lazo. -Lo dijo como si lo lamentara.
Maggie lo miró atentamente.
– ¿Ya has hecho algo para encontrar a tu hijo? -Lo pinchó suavemente, pero sin presionarlo demasiado. Nunca lo hacía. Siempre creía que un pequeño toque era más efectivo, como en este caso.
– No, pero lo haré uno de estos días. Quizá ha llegado el momento. Aunque esperaré a estar preparado.
Everett pagó la cuenta y empezaron a andar por Union Street. No quedaban señales del terremoto. La ciudad tenía un aspecto limpio y bonito. Había sido un mes de septiembre estupendo, con un tiempo cálido, pero ahora se notaba en el aire el ligero frío del otoño. Maggie rodeó con su mano el brazo de él y siguieron paseando, hablando de esto y de aquello. No pretendían llegar hasta Presidio, pero al final es lo que hicieron. De ese modo pasaron un poco más de tiempo juntos; además, el terreno era llano, lo cual era raro en San Francisco.
Ella acompañó hasta el edificio donde vivía; eran más de las once, lo bastante tarde para que no hubiera nadie fuera. Se habían tomado su tiempo para cenar; siempre parecía que encajaban como las dos mitades de un todo, cada una complementando a la otra, en sus ideas y opiniones.
– Gracias por una velada tan agradable -dijo Maggie, sintiéndose tonta por haber intentado evitarla. La vez anterior que vio a Everett se había quedado confundida, porque sintió una atracción muy fuerte hacia él, pero ahora lo único que sentía era calidez y un profundo afecto. Era perfecto y él la miraba con todo el amor y admiración que sentía por ella.
– Ha sido fantástico verte, Maggie. Gracias por cenar conmigo. Te llamaré mañana cuando me marche. Pasaré por aquí, si puedo, pero creo que la entrevista se alargará mucho, así que tendré que apresurarme para coger el último vuelo. Si no, vendré para tomar un café.
Ella asintió, mirándolo. Todo en él era perfecto. Su cara. Sus ojos, con aquel sufrimiento profundo y antiguo de su alma que asomaba en ellos, junto con la luz de la resurrección y la sanación. Everett había estado en el infierno y había vuelto, pero eso había hecho tic él el hombre que era. Mientras lo miraba, vio cómo inclinaba lentamente la cara hacia ella. Ella iba a besarlo en la mejilla, pero antes de darse cuenta de lo que pasaba, notó unos labios en los suyos y se besaron. No había besado a un hombre desde la guardería e, incluso entonces, no a menudo. Pero ahora, de repente, todo su ser, en cuerpo y alma, se sintió atraído hacia él y sus espíritus se fundieron en uno. Fue la súbita unión de dos seres que se convierten en uno con un solo beso. Se sentía mareada cuando finalmente se separaron. No era solo él quien la había besado, ella también lo había besado a él. Se quedó mirándolo, aterrada. Había sucedido lo inimaginable. A pesar de lo mucho que había rezado para que no fuera así.
– ¡Oh, Dios mío… Everett! ¡No! -Dio un paso atrás, pero él la cogió por el brazo y la atrajo suavemente hacia él y, mientras ella bajaba la cabeza, pesarosa, la abrazó.
– Maggie, no… No tenía intención de hacerlo… No sé qué ha pasado… ha sido como si una fuerza demasiado poderosa para resistirse a ella nos uniera. Sé que se supone que algo no debe pasar, pero quiero que sepas que no lo había planeado. Sin embargo, tengo que ser sincero contigo. Esto es lo que siento desde el momento en que te conocí. Te quiero, Maggie. No sé si esto cambia las cosas para ti, pero te quiero. Haré cualquier cosa que me pidas. No quiero hacerte daño. Te quiero demasiado.
Ella alzó la mirada sin decir nada y vio amor en sus ojos, puro, desnudo y sincero. Sus ojos reflejaban lo que había en los de ella.
– No podemos volver a vernos -dijo Maggie con el corazón roto-. No sé qué ha pasado. -Entonces le ofreció como regalo la misma honradez que él le había dado. Tenía derecho a saberlo-. Yo también te quiero -susurró-. Pero no puedo hacer esto… Everett, no vuelvas a llamarme. -Decirlo le rompió el corazón.
Él asintió. Le habría dado los brazos y las piernas. Ya era dueña de su corazón.
– Lo siento.
– Yo también -respondió ella con tristeza y, apartándose de él, entró silenciosamente en el edificio.
El se quedó mirando la puerta mientras se cerraba, sintiendo que su corazón se iba con ella. Metió las manos en los bolsillos, dio media vuelta y volvió a su hotel en Nob Hill.
En la cama, a oscuras, Maggie tenía la sensación de que su mundo había llegado a su fin. Por una vez estaba demasiado destrozada y estupefacta para rezar. Lo único que podía hacer era permanecer allí, echada, pensando en el momento en el que se habían besado.