Capítulo 5

Melanie estaba de vuelta en el hospital de campaña antes de las nueve de la mañana siguiente. Habría llegado antes, pero se detuvo para escuchar el anuncio emitido por el sistema de megafonía en el patio principal. Cientos de personas se habían reunido para enterarse de cuál era la situación en toda la ciudad. El número de víctimas mortales estaba ya por encima del millar y dijeron que pasaría una semana, como mínimo, antes de que volvieran a tener electricidad. Dieron una lista de las zonas que habían quedado más dañadas y dijeron que dudaban de que los móviles volvieran a estar en servicio antes de, por lo menos, diez días. Informaron que estaban enviando suministros de emergencia por avión desde todo el país. El presidente había hecho una breve visita para ver la devastada ciudad el día anterior y luego había volado de vuelta a Washington, después de prometer ayuda federal y elogiar a los habitantes de San Francisco por su valor y compasión. Por los altavoces comunicaron a los residentes temporales de Presidio que la Sociedad Protectora de Animales había establecido un refugio especial, donde estaban llevando animales de compañía, con la esperanza de poder reunidos con sus amos. También dijeron que disponían de traductores, tanto de mandarín como de español. La persona que leía el comunicado dio las gracias a todos por su cooperación y por obedecerlas normas del campamento temporal. Dijo que, en aquellos momentos, había más de ochenta mil personas en Presidio y que aquel mismo día abrirían dos comedores más. Prometió mantenerlos a todos informados de cualquier acontecimiento en cuanto se produjera y les deseó un buen día.

Cuando Melanie encontró a Maggie en el hospital de campaña, la menuda monja estaba quejándose de que el presidente había sobrevolado Presidio en helicóptero, pero no había visitado el hospital. El alcalde había pasado un momento el día anterior y se esperaba que el gobernador recorriera Presidio aquella tarde. También habían estado allí muchos reporteros. Se estaban convirtiendo en una ciudad modelo dentro de otra que había quedado gravemente dañada por el terremoto de hacía casi dos días. Considerando el alcance de los daños sufridos, las autoridades locales estaban impresionadas por lo bien organizados que estaban y lo comprensivos que eran los ciudadanos. En todo el campamento prevalecía un ambiente de bondad y compasión, una camaradería parecida a la de los soldados en zona de guerra.

– ¡Qué madrugadora! -exclamó la hermana Maggie cuando apareció Melanie.

Parecía joven, guapa y limpia, aunque llevaba la misma ropa que el día anterior. No tenía otra, pero se había levantado a las siete para hacer cola en las duchas. Había sido estupendo lavarse el pelo y tomar una ducha caliente. Después, había desayunado copos de avena y tostadas en el comedor.

Por suerte, los generadores conservaban la comida fresca. Al personal médico le preocupaba que, de no ser así, pudiera producirse una intoxicación por alimentos y disentería. Pero, por el momento, su principal problema eran las heridas, no las enfermedades, aunque a la larga las segundas también podían llegar a serlo.

– ¿Has dormido? -preguntó Maggie.

El insomnio era uno de los principales síntomas de un trauma; muchas de las personas a las que atendían decían que no habían dormido en dos días. Una escuadra de psiquiatras, que se habían ofrecido voluntarios para tratar a las víctimas de un posible trauma, estaban instalados en una sala aparte. Maggie había enviado muchas personas a verlos, en particular a los ancianos y a los muy jóvenes, que estaban muy asustados y fuertemente conmocionados.

Destinó a Melanie a trabajar con los ingresos; a anotar los detalles, los síntomas y demás datos de los pacientes. No cobraban por lo que hacían, no había ningún sistema de facturas; todos los trámites y el papeleo lo realizaban los voluntarios. Melanie se alegró de estar allí. La noche del terremoto había sido aterradora, pero por primera vez en su vida sentía que estaba haciendo algo importante, en lugar de esperar detrás del escenario de algún teatro, grabar en los estudios y cantar. Allí, por lo menos, ayudaba a la gente. Y Maggie estaba muy contenta con su trabajo.

Había otras monjas y sacerdotes trabajando en Presidio, procedentes de diversas órdenes e iglesias de la ciudad. Algunos pastores andaban arriba y abajo, hablando con la gente e incluso habían montado espacios donde quien quisiera podía ir en busca de consejo. Miembros del clero de todas las confesiones visitaban a los heridos y enfermos. Muy pocos llevaban alzacuellos, hábitos o símbolos religiosos del tipo que fuera. Decían quiénes eran y hablaban con la gente mientras recorrían el lugar. Algunos incluso servían comida en el comedor. Maggie saludaba a muchos de los sacerdotes y monjas. Parecía conocer a todo el mundo. Melanie se lo comentó más tarde, cuando se tomaron un descanso. Maggie se echó a reír.

– Llevo mucho tiempo por aquí.

– ¿Te gusta ser monja?

Melanie sentía curiosidad. Pensaba que era la persona más interesante que había conocido en su vida. En sus casi veinte años en la tierra, nunca se había tropezado con nadie que desprendiera tanta bondad, sabiduría, profundidad y compasión. Vivía sus creencias y las llevaba a la práctica, en lugar delimitarse a hablar de ellas. Su dulzura y aplomo llegaban a todos los que conocía. Una de las otras personas que trabajaban en el hospital dijo que Maggie poseía una gracia asombrosa; la expresión hizo sonreír a Melanie. Siempre le había gustado mucho el himno que llevaba ese nombre y lo cantaba con frecuencia. A partir de ahora, le recordaría a Maggie. Estaba en el primer CD que Melanie había grabado y fue el que le permitió usar de verdad su voz.

– Me gusta mucho ser monja -contestó Maggie-. Siempre me ha gustado. Nunca lo he lamentado, ni un solo minuto. Me va a la perfección -dijo, con aspecto feliz-. Me gusta estar casada con Dios, ser la esposa de Cristo -añadió.

Esas palabras impresionaron a su joven amiga. Melanie vio entonces la delgada alianza de oro blanco que llevaba. Maggie le contó que se la dieron cuando hizo los últimos votos, diez años atrás. Dijo que la espera hasta recibir el anillo había sido larga y que simbolizaba la vida y el trabajo que tanto le gustaban y de los que se sentía tan orgullosa.

– Debe de ser difícil ser monja -dijo Melanie, con profundo respeto.

– Es difícil ser cualquier cosa en esta vida -dijo Maggie, sensatamente-. Lo que tú haces tampoco es fácil.

– Sí que lo es -disintió Melanie-. Para mí lo es. Cantar es fácil y es lo que me gusta. Por eso lo hago. Pero a veces las giras de conciertos son duras, porque viajas mucho y tienes que trabajar cada día. Antes íbamos por carretera, en un autobús enorme; no nos bajábamos en todo el día y actuábamos toda la noche, con ensayos nada más llegar. Es mucho más fácil ahora que vamos en avión. -Los buenos tiempos habían llegado de la mano de su enorme éxito.

– ¿Tu madre siempre viaja contigo? -preguntó Maggie, curiosa por saber de su vida.

Melanie le había dicho que su madre y otras personas estaban con ella en San Francisco. Maggie sabía que viajar con un séquito formaba parte de su trabajo, pero pensaba que la presencia de su madre era inusual, incluso para una chica de su edad. Casi tenía veinte años.

– Sí, siempre. Ella dirige mi vida -respondió Melanie, suspirando-. Mi madre siempre quiso ser cantante cuando era joven. Era corista en Las Vegas y está muy entusiasmada porque las cosas me han ido bien. A veces, lo está demasiado. -Melanie sonrió-. Siempre me está presionando para que haga el máximo.

– Eso no es malo -afirmó la hermana Maggie-, siempre que no te presione demasiado. ¿Tú qué opinas?

– Creo que a veces es demasiado -contestó Melanie, sinceramente-. Me gustaría tomar mis propias decisiones. Mi madre está convencida de que siempre sabe qué es lo mejor.

– ¿Y lo sabe?

– No lo sé. Creo que toma las decisiones que habría tomado para ella misma. No siempre estoy segura de que sean lo que yo quiero para mí. Casi se muere de la alegría cuando gané el Grammy. -Melanie sonrió.

Los ojos de Maggie chispearon al mirarla.

– Debió de ser un gran momento, la culminación del duro trabajo que habías hecho. Un honor increíble. -Apenas conocía a la joven, pero estaba orgullosa de ella.

– Se lo di a mi madre -dijo Melanie en voz baja-. Sentía que se lo había ganado. Yo no podría haberlo hecho sin ella.

Algo en la manera en la que lo dijo hizo que la sabia monja se preguntara si ese estrellato era lo que Melanie quería para ella o solo lo hacía para complacer a su madre.

– Es precisa mucha sabiduría y mucho valor para saber qué camino queremos tomar y cuál tomamos para complacer a otros.

El modo en el que lo dijo hizo que Melanie se quedara pensativa.

– ¿Tu familia quería que fueras monja? ¿O se disgustaron? -Los ojos de Melanie estaban llenos de preguntas.

– Estuvieron encantados. En mi familia era algo importante. Preferían que sus hijos fueran sacerdotes o monjas a que se casaran. Hoy parece un poco absurdo. Pero veinte años atrás, en las familias católicas, los padres siempre alardeaban de ello. Uno de mis hermanos era sacerdote.

– ¿Era? -preguntó Melanie.

La hermana Maggie sonrió.

– Lo dejó después de diez años y se casó. Pensé que mi madre se moriría del disgusto. Mi padre ya había muerto, de no ser así eso lo habría matado. En mi familia, una vez que haces los votos no dejas la orden religiosa. Para ser sincera, a mí también me decepcionó un poco. Sin embargo, es un tipo estupendo y no creo que lo haya lamentado. Tienen seis hijos y son muy felices. Así que supongo que esa era su auténtica vocación, no la Iglesia.

– ¿Te gustaría haber tenido hijos? -preguntó Melanie, con aire soñador.

La vida de Maggie le parecía bastante triste, lejos de su familia, sin haberse casado nunca, trabajando en las calles con desconocidos y viviendo en la pobreza toda la vida. Pero parecía irle muy bien. Se veía en sus ojos. Era una mujer feliz, totalmente realizada y era evidente que estaba contenta con su vida.

– Todas las personas que conozco son mis hijos. Las que encuentro en las calles y veo un año tras otro, las que ayudo y dejan las calles. Y luego, hay personas especiales, como tú, Melanie, que aparecen en mi vida y me llegan al corazón. Me alegro mucho de haberte conocido. -Le dio un abrazo, dejaron la conversación y volvieron al trabajo.

Melanie le devolvió el abrazo con sincero afecto.

– Yo también me alegro mucho de haberte conocido. Cuando sea mayor, quiero ser como tú -dijo con una risita.

– ¿Monja? ¡No me parece que le gustara a tu madre! ¡En el convento no hay estrellas! Se supone que es una vida de humildad y alegre privación.

– No, me refiero a ayudar a la gente, como tú haces. Me gustaría hacer algo así.

– Puedes hacerlo, si quieres. No tienes por qué pertenecer a una orden religiosa. Lo único que tienes que hacer es arremangarte y poner manos a la obra. Hay personas necesitadas en todas partes, incluso entre los afortunados. El dinero y el éxito no siempre dan la felicidad.

Era un mensaje para Melanie y ella lo sabía pero, más importante todavía, era un mensaje para su madre.

– Nunca tengo tiempo para hacer trabajo voluntario -se quejó Melanie-. Y mi madre no quiere verme cerca de personas con enfermedades. Dice que si caigo enferma no podré cumplir con las fechas de los conciertos o las giras.

– Tal vez un día encontrarás tiempo para las dos cosas. Quizá cuando seas mayor. -Y cuando su madre aflojara el control de su carrera, si es que lo hacía.

A Maggie le parecía que la madre de Melanie vivía a través de su hija. Vivía sus sueños a través de ella. Era una suerte para ella que Melanie fuera una estrella. La monja de ojos azules tenía un sexto sentido para la gente y percibía que Melanie era rehén de su madre y que, en lo más profundo de su ser, aun sin saberlo, la joven estaba luchando por liberarse.

Luego tuvieron que ocuparse de los pacientes de Maggie. Durante todo el día atendieron una hilera interminable de personas heridas, la mayoría con heridas sin importancia que podía curar una enfermera; no era necesario un médico. Las otras, siguiendo el sistema de selección según la gravedad que utilizaban en el hospital de campaña, eran enviadas a otro sitio. Melanie era una buena ayudante y la hermana Maggie la elogiaba con frecuencia.

Almorzaron juntas, ya bien entrada la tarde. Se sentaron fuera, al sol, a comer unos sándwiches de pavo que eran sorprendentemente buenos. Parecía que entre los voluntarios de la cocina había algunos cocineros muy capaces; la comida aparecía do no se sabía dónde, en muchos casos donada por otras ciudades, incluso otros estados; la enviaban por avión y, a menudo, la entregaban por helicóptero en los mismos terrenos de Presidio. Los suministros médicos, la ropa para vestir y la de cama para los miles de personas que vivían allí también llegaba por aire. Era como vivir en una zona en guerra; constantemente había helicópteros zumbando por encima de sus cabezas, noche y día. Muchas de las personas ancianas se quejaban de que no las dejaban dormir. A los jóvenes no les molestaba; se habían acostumbrado. Era un símbolo de la horrible experiencia que estaban viviendo.

Acababan de terminar de comer los sándwiches cuando Melanie vio pasar a Everett. Al igual que muchos otros, seguía vestido con los pantalones negros del esmoquin y la camisa blanca que llevaba la noche del terremoto. Pasó junto a ellas, sin verlas, con la cámara colgada del cuello y la bolsa al hombro. Melanie lo llamó, él se volvió y las vio, sorprendido. Se acercó rápidamente y se sentó en el tronco donde estaban ellas.

– ¿Qué hacéis vosotras dos aquí? Y además juntas. ¿Cómo ha sido eso?

– Trabajo aquí, en el hospital de campaña -explicó la hermana Maggie.

– Y yo soy su ayudante. Me presenté voluntaria cuando nos trasladaron aquí desde la iglesia. Me estoy convirtiendo en enfermera-dijo Melanie, sonriendo orgullosa.

– Y muy buena -añadió Maggie-. Y tú, ¿qué haces aquí, Everett? ¿Tomas fotos o también estás viviendo aquí? -preguntó Maggie, con interés. No lo había visto desde la mañana después del terremoto, cuando se marchó para ver qué pasaba en la ciudad. Ella no había estado en casa desde entonces, si es que él había intentado encontrarla, lo cual dudaba.

– Puede que ahora venga a vivir aquí. Estaba en un refugio en el centro, pero han tenido que cerrarlo. El edificio de al lado estaba empezando a inclinarse mucho, así que nos sacaron de allí y nos dijeron que viniéramos aquí. Pensaba que ya me habría marchado de la ciudad, pero es imposible. No sale nada de San Francisco, así que todos estamos estancados aquí. Hay quienes tienen peor suerte -dijo a las dos mujeres, sonriendo-, y he hecho algunas fotos estupendas. -Mientras hablaba, les apuntó con la cámara y tomó una foto de las dos sonriendo, sentadas al sol. Tenían un aspecto feliz y relajado, pese a las circunstancias. Ambas estaban siendo útiles y disfrutaban de lo que hacían. Se veía en sus caras y en sus ojos-. Me parece que nadie creería esta imagen de Melanie Free, la superestrella famosa en todo el mundo, sentada en un tronco, con pantalones de camuflaje y chancletas, trabajando en un hospital de campaña como ayudante de enfermera después de un terremoto. Será una foto histórica.

Se moría de ganas de ver las fotos cuando volviera a Los Ángeles. Además, estaba seguro de que en la revista estarían entusiasmados con las instantáneas que había sacado después del seísmo. Y lo que no usaran, podría venderlo en algún otro sitio. Puede que incluso ganara otro premio. Instintivamente, sabía que el material que había conseguido era muy bueno. Las fotos que había tomado le parecían históricamente relevantes. Era una situación única, no se había producido otra igual desde hacía cien años, y quizá no volvería a producirse hasta dentro de otros cien. Aunque esperaba que no se repitiera. Sin embargo, la ciudad había aguantado sorprendentemente bien aquel enorme temblor, igual que la gente.

– ¿Qué vais a hacer ahora? -preguntó-. ¿Volvéis al trabajo o vais a tomaros un descanso?

Cuando lo vieron, solo hacía media hora que habían parado, pero ya estaban a punto de regresar.

– Volvemos al trabajo -respondió Maggie por las dos-. ¿Y tú?

– Iba a apuntarme para una cama. Tal vez luego venga a veros. A lo mejor consigo buenas fotos de vosotras trabajando, si vuestros pacientes no se oponen.

– Tendrás que preguntárselo a ellos -dijo Maggie, modestamente, siempre respetuosa con sus pacientes, sin importar quiénes fueran.

De repente, Melanie se acordó de la chaqueta.

– Lo siento mucho. Estaba hecha un desastre y no creí que volviera a verte. La he tirado.

Everett soltó una carcajada al ver la cara de disculpa de la joven.

– No te preocupes. Era alquilada. Les diré que me la arrancaron durante el terremoto. Tendrían que dármela sin cargo alguno. No creo que la hubieran querido, si se la hubiera devuelto. Sinceramente, Melanie, no ha sido ninguna pérdida. No te preocupes.

Entonces, ella se acordó de la moneda; metió la mano en el bolsillo del pantalón, la sacó y se la dio. Era su insignia por un año de sobriedad y pareció muy feliz de recuperarla.

– Esto sí que lo quiero. ¡Es mi moneda de la suerte! -Le pasó los dedos por encima, como si fuera mágico, y para él lo era. No había asistido a las reuniones de los dos últimos días, y volver a tener la insignia le parecía un vínculo con lo que lo había salvado más de un año atrás. La besó y se la guardó en el bolsillo de los pantalones, que era lo único que quedaba del traje alquilado. Estaban demasiado maltrechos para devolverlos. Los tiraría en cuanto llegara a casa-. Gracias por cuidar de la insignia por mí. -Echaba de menos sus reuniones de AA, que le ayudarían a soportar la tensión, pero no necesitaba beber. Estaba agotado. Habían sido dos días muy largos y duros, e incluso trágicos para algunos.

Maggie y Melanie volvieron al hospital y Everett fue a apuntarse para que le asignaran una cama para la noche. Había tantos edificios en Presidio preparados para albergar a la gente que no había peligro de que se quedaran sin sitio. Se trataba de una vieja base militar que llevaba cerrada varios años, pero todas las estructuras seguían intactas. George Lucas había instalado su legendario estudio en el viejo hospital, en los terrenos de Presidio.

– Vendré a veros más tarde -prometió Everett-. Volveré dentro de un rato.

Un poco más avanzada la tarde, en un breve período de calma, apareció Sarah Sloane, con sus dos hijos y su niñera nepalí. El pequeño tenía fiebre, tosía y se llevaba la mano a la oreja. También llevaba a la niña con ella, porque, según dijo, no quería dejarla en casa. Después de la traumática experiencia del jueves por la noche, no quería apartarse de ellos ni un minuto. Si había otro terremoto, como todos temían, quería estar con ellos. Había dejado a Seth solo en casa, en el mismo estado de angustiada desesperación en el que estaba desde el jueves por la noche. Iba de mal en peor; sabía que no había ninguna esperanza de que los bancos abrieran ni de que él pudiera comunicarse con el exterior por el momento, para encubrir lo que había hecho. Su carrera, y quizá su vida tal como había sido durante los últimos años, había terminado. Y también la de Sarah. Entretanto, ella estaba preocupada por su pequeño. No era el mejor momento para que se pusiera enfermo. Fue al servicio de urgencias del hospital que estaba más cerca de su casa, pero solo admitían personas gravemente heridas. La enviaron al hospital de campaña de Presidio, así que allí había ido, en el coche de Parmani. Melanie la vio en el mostrador de entrada y le dijo a Maggie quién era. Se acercaron juntas a Sarah. En apenas un minuto, Maggie había conseguido que el niño gorjeara y riera, aunque todavía se tocaba la oreja. Sarah le contó lo que le pasaba. Además, el niño parecía un poco acalorado.

– Voy a buscar a un médico -prometió Maggie y desapareció.

Unos minutos después llamó a Sarah, que estaba hablando con Melanie de la gala, de lo fabulosa que había sido su actuación y de lo terrible que fue cuando se produjo el terremoto.

Melanie, Sarah, la niña y la niñera siguieron a Maggie has-la donde las esperaba el médico. Tal como Sarah temía, era una infección de oído. La fiebre había bajado un poco al salir al templado aire de mayo, pero el doctor dijo que tenía un principio de amigdalitis. Le dio un antibiótico, que Sarah dijo que Oliver ya había tomado antes, y a Molly le regaló una piruleta y le alborotó el pelo. El médico fue muy amable con los niños, aunque llevaba trabajando, casi sin dormir, desde que se produjo el terremoto, el jueves por la noche. Todos habían trabajado un número increíble de horas, en particular Maggie, aunque Melanie la seguía de cerca.

Estaban saliendo del cubículo donde los había visitado el médico, cuando Sarah vio llegar a Everett. Parecía que estaba buscando a alguien, y Melanie y Maggie le hicieron gestos con el brazo. Se acercó con sus habituales botas vaqueras de lagarto negro, que eran su posesión más preciada. Habían sobrevivido al terremoto sin daños.

– Pero ¿qué es esto? ¿Una reunión de la gala? -preguntó, burlón, a Sarah-. ¡Menuda fiesta organizó! Un poco peligrosa al final de la noche, pero creo que, hasta entonces, hizo un trabajo fabuloso. -Le sonrió y ella le dio las gracias.

Maggie la observó, con el pequeño en brazos, y vio que parecía alterada. Se había dado cuenta desde el principio, pero pensó que solo estaba preocupada por la fiebre y el dolor de oídos de Oliver; sin embargo, el médico la había tranquilizado, así que Maggie supuso que había algo más. Su poder de observación era acertado y agudo.

Maggie le propuso a Sarah que la niñera sostuviera al pequeño, y Molly se quedara junto a ella, para que ellas dos pudieran charlar un rato. Dejaron a Melanie y a Everett hablando animadamente, mientras Parmani vigilaba a los niños. Se llevó a Sarah lo bastante lejos como para que los demás no oyeran lo que decían.

– ¿Estás bien? -le preguntó-. Pareces disgustada. ¿Puedo hacer algo para ayudarte? -Vio que los ojos de Sarah se anegaban en lágrimas y se alegró de haber preguntado.

– No… yo… la verdad… estoy bien… bueno… en realidad… tengo un problema, pero no hay nada que puedas hacer. -Empezó a sincerarse con Maggie, pero luego se dio cuenta de que no podía hacerlo, sería demasiado peligroso para Seth. Seguía rezando, aunque sabía que no era razonable, para que nadie averiguara lo que su marido había hecho. Con sesenta millones de dólares desviados y en sus manos, ilegalmente, era imposible que su delito pasara inadvertido y quedara impune-. Es mi marido… no puedo hablar de ello ahora. -Se secó los ojos y miró agradecida a la monja-. Gracias por preguntar.

– Bien, ya sabes dónde estoy, por lo menos de momento. -Maggie cogió un bolígrafo y un papel y anotó su número de móvil-. Cuando los teléfonos vuelvan a funcionar, puedes llamarme a este número. Hasta entonces, estaré aquí. A veces, ayuda hablar con alguien, como amigas. No quiero entrometerme, así que llámame si crees que puedo ayudarte en algo.

– Gracias -dijo Sarah, agradecida. Se acordó de que Maggie era una de las monjas que estaban en la gala. Y, al igual que les había pasado a Melanie y a Everett, Sarah pensó que no tenía en absoluto aspecto de monja, sobre todo con vaqueros y unas deportivas altas Converse. Tenía un aspecto encantador y sorprendentemente joven. Aunque sus ojos eran los de alguien que lo había visto todo; no había nada joven en ellos-. Te llamaré -prometió Sarah y, unos momentos después, volvieron con los demás.

Mientras se acercaban a ellos, Sarah se secó los ojos. Everett también se había dado cuenta de que pasaba algo, pero no dijo nada. Volvió a felicitarla por la gala y por el dinero que habían recaudado. Dijo que había sido un acto organizado con mucha clase, gracias también a la ayuda de Melanie. Tenía siempre una palabra amable para todo el mundo. Era un hombre cordial, de trato fácil.

– Me gustaría trabajar de voluntaria aquí-añadió Sarah, impresionada por la eficiencia de todos los colaboradores.

– Debes estar en casa, con tus hijos -respondió Maggie-. Te necesitan. -Sentía que en aquellos momentos Sarah los necesitaba a ellos. No sabía qué problema tenía con su marido, pero era evidente que la afectaba profundamente.

– No creo que vuelva a separarme nunca de ellos -dijo Sarah, estremeciéndose-. El jueves por la noche, hasta que llegamos a casa, sentí que me volvía loca, pero estaban bien.

El chichón de la cabeza de Parmani también había desaparecido, pero se había quedado con ellos, porque no había forma de que pudiera volver a su casa. Su barrio era un caos y lo habían acordonado. Habían ido hasta allí en coche para verlo. La policía no la dejó entrar en su casa, ya que una parte del tejado se había desplomado.

Todas las empresas y servicios de la ciudad seguían cerrados. El barrio financiero también estaba cerrado y aislado. Sin electricidad en toda la ciudad, sin tiendas abiertas, sin servicio de gas ni teléfono era imposible que nadie trabajara.

Sarah se marchó unos minutos después con la niñera y los niños. Subieron al coche de Parmani y se fueron, después de dar las gracias a Maggie por su ayuda. Le había dado a la monja su número de teléfono y su dirección, y también el número del móvil, pero no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo seguirían allí o si perderían la casa. Esperaba que pudieran quedarse un tiempo; quizá Seth consiguiera llegar a un acuerdo, en el peor de los casos. Sarah también se despidió de Everett y de Melanie al marcharse. No creía que volviera a verlos. Ambos eran de Los Ángeles y no era probable que se encontraran de nuevo. A Sarah le había caído muy bien Melanie y su actuación había sido perfecta, tal como había dicho Everett. Todos los que estaban allí habrían estado de acuerdo, pese al espantoso final.

Cuando Sarah se fue, Maggie envió a Melanie a buscar suministros, y Everett y ella se quedaron charlando. Maggie sabía que el almacén principal estaba a cierta distancia, así que la joven tardaría en volver. No era una estratagema; necesita-ba los suministros. En particular el hilo de sutura. Todos los médicos con los que había trabajado le habían dicho siempre que daba unos puntos impecablemente pulcros. Era el fruto de años de trabajo de aguja en el convento. Cuando era más joven, era algo agradable en que ocuparse por la noche, cuando las monjas se reunían después de la cena y charlaban. Desde que vivía sola en el piso, casi nunca hacía trabajos de aguja, pero seguía dando unas puntadas limpias y diminutas.

– Parece una mujer agradable -afirmó Everett, refiriéndose a Sarah-. Sinceramente, me pareció un acontecimiento excepcional -dijo elogiándola, aunque ya se había marchado.

A pesar de que era mucho más tradicional que la gente con la que solía relacionarse, realmente le caía bien. Había algo sustancial e íntegro en ella que brillaba a través de su exterior conservador.

– Es curioso cómo los caminos se cruzan una y otra vez, ¿verdad? -prosiguió-. Me tropecé contigo delante del Ritz y te seguí toda la noche, incluso por la calle. Y ahora, aquí me tienes; he vuelto a tropezarme contigo en un refugio. También a Melanie la conocí aquella noche, y le di mi chaqueta. Luego tú y ella os encontrasteis aquí. Y yo me he encontrado con las dos, de nuevo; entonces, la organizadora de la gala que nos reunió a todos se presenta en el hospital de campaña con su hijo que tiene dolor de oído, y aquí estamos otra vez. La semana de los viejos amigos. En una ciudad tan grande como esta, es un condenado milagro que dos personas se encuentren dos veces, pero nosotros no hemos hecho otra cosa en los últimos días. Por lo menos, es reconfortante ver caras conocidas. Me gusta mucho -declaró, sonriendo a Maggie.

– A mí también -asintió la monja. Conocía a tantos extraños en su vida que ahora disfrutaba particularmente al ver a los amigos.

Continuaron charlando un rato, hasta que finalmente volvió Melanie. Traía lo que Maggie le había encargado y parecía encantada. Estaba tan ansiosa por ayudar que consideraba un triunfo que el encargado de los suministros tuviera todo lo que había en la lista de Maggie, una lista larga. Le había dado todos los medicamentos que Maggie había pedido; también las vendas de los tamaños adecuados, tanto elásticas como de gasa, y una caja entera de esparadrapo.

– A veces, me parece que eres más enfermera que monja. Cuidas muy bien de los heridos -comentó Everett.

Ella asintió, aunque no estaba totalmente de acuerdo.

– Cuido de los heridos de cuerpo y de espíritu -dijo Maggie, en voz baja-. Tal vez crees que soy más enfermera que monja porque eso te parece más normal, pero la verdad es que soy monja más que cualquier otra cosa. No dejes que los zapatos de color rosa te engañen. Los llevo por diversión. Pero ser monja es muy serio, y lo más importante de mi vida. Estoy convencida de que «la discreción es la mejor parte del valor»; siempre me ha gustado esta cita. Aunque no tengo ni idea de quién lo dijo, creo que estaba en lo cierto. La gente se siente incómoda si voy por ahí pregonando que soy monja.

– ¿Por qué? -preguntó Everett.

– Me parece que a la gente le dan miedo las monjas -respondió Maggie con sentido práctico-. Por eso es genial que ya no tengamos que vestir el hábito. Desconcertaba a todo el mundo.

– A mí me parecían muy bonitos. Cuando era joven, siempre me impresionaban las monjas. Eran tan guapas, bueno, al menos algunas de ellas. Ya no se ven monjas jóvenes. Aunque quizá sea algo bueno.

– Tal vez tengas razón. Ya no entran en el convento tan jóvenes. En mi orden, el año pasado, admitieron a dos mujeres cuarentonas y a otra que me parece que tenía cincuenta y era viuda. Los tiempos han cambiado, pero por lo menos ahora saben qué hacen cuando ingresan. En mis tiempos, muchas personas se equivocaban; entraban en el convento cuando no deberían haberlo hecho. No es una vida fácil -dijo sinceramente-. Es un cambio enorme, con independencia de cómo fuera antes tu vida. Vivir en comunidad siempre es un reto. Tengo que reconocer que ahora lo echo de menos. Pero los únicos momentos en los que estoy en el piso son para dormir.

Era un pequeño estudio, en un barrio horrible. Everett solo lo había visto brevemente, desde fuera, cuando la acompañó hasta allí.

En ese momento llegó otra oleada de pacientes, con problemas menores, y Melanie y Maggie tuvieron que volver al trabajo. Everett acordó reunirse con ellas en el comedor, por la noche, si podían escaparse. Ninguna de las dos había cenado la noche anterior. Tal como fueron las cosas, también tuvieron que saltarse la cena esa noche. Entró una urgencia y Maggie necesitó la ayuda de Melanie para coser a la mujer. Melanie aprendía mucho de ella; seguía pensando en ello cuando, más tarde, volvió al edificio donde estaba el resto de su grupo. Permanecían allí, sentados y muertos de aburrimiento, sin nada que hacer. Melanie había propuesto varias veces a Jake y a Ashley que se presentaran voluntarios, para hacer algo, ya que quizá tuvieran que quedarse allí otra semana, según habían dicho los boletines de la mañana. La torre del aeropuerto se había desmoronado, así que era imposible que pudieran marcharse. El aeropuerto estaba cerrado, igual que las carreteras.

– ¿Por qué pasas tanto tiempo en el hospital? -preguntó Janet, quejosa-. Acabarán contagiándote algo.

Melanie negó con la cabeza y miró a su madre a los ojos.

– Mamá, me parece que quiero ser enfermera. -Sonrió al decirlo, medio en broma, medio queriendo irritar a su madre. Pero era feliz en el hospital. Le encantaba trabajar con Maggie, y estaba aprendiendo muchas cosas nuevas.

– ¿Estás loca? -preguntó su madre con una cara y una voz indignadas-. ¿Enfermera? ¡Con todo lo que he hecho por tu carrera! ¿Cómo te atreves a decirme algo así? ¿Crees que me he dejado el culo para convertirte en lo que eres y que ahora lo tires todo por la borda para dedicarte a vaciar orinales?

La madre parecía presa del pánico, además de dolida, ante la sola idea de que Melanie pudiera elegir otro camino profesional, cuando era una estrella y tenía el mundo a sus pies.

– Todavía no he vaciado ningún orinal -replicó Melanie, con firmeza.

– Créeme, lo harías. No vuelvas a decirme algo así, nunca.

Melanie no respondió nada. Charló con el resto del grupo, intercambió bromas con Ashley y Jake y, luego, todavía con la camiseta y los pantalones de camuflaje, se echó en el catre y se durmió. Estaba absolutamente agotada. Mientras entraba en un sueño profundo, soñó que huía y se incorporaba al ejército. Pero, en cuanto lo hacía, descubría que el sargento instructor que la tenía tomada con ella, día y noche, era su madre. Por la mañana, recordando el sueño, Melanie se preguntó si había sido una pesadilla o si era su vida real.

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