Capítulo 19

El día después de Navidad, con la energía acumulada por haber visto a Maggie, Everett se sentó ante el ordenador, entró en internet y empezó a buscar. Sabía que había sitios que hacían búsquedas especiales. Tecleó ciertos datos y apareció un cuestionario en la pantalla. Respondió minuciosamente a todas las preguntas, aunque no disponía de mucha información. Nombre, lugar de nacimiento, nombre de los padres, última dirección conocida. Era todo lo que tenía para empezar. Ninguna dirección actual ni número de la seguridad social ni ningún otro tipo de información. Limitó la búsqueda a Montana. Si no salía nada, podía buscar en otros estados. Se quedó allí sentado, esperando a ver qué aparecía. Tras una breve pausa apareció un nombre y una dirección en la pantalla. Todo había sido muy sencillo y rápido. Después de veintisiete años, allí estaba. Charles Lewis Carson. Chad. La dirección era de Butte, Montana. Había necesitado veintisiete años para buscarlo, pero ahora estaba dispuesto. También había un número de teléfono y una dirección de correo electrónico.

Pensó en enviarle un e-mail, pero decidió no hacerlo. Anotó toda la información en un papel, lo pensó un rato, anduvo arriba y abajo por el apartamento y luego respiró hondo, llamó a la compañía aérea e hizo una reserva. Salía un vuelo a las cuatro de la tarde. Everett decidió cogerlo. Podría llamar cuando llegara allí o, quizá, ir en coche para ver qué aspecto tenía la casa. Chad tenía treinta años y Everett ni siquiera lo había visto en fotografía en todos estos años. Su ex esposa y él habían perdido completamente el contacto después de que él dejara de enviarle los cheques de ayuda, cuando Chad cumplió dieciocho años. Además, el único contacto que habían tenido antes de eso, mientras Chad crecía, eran los cheques que le enviaba cada mes y la firma de ella al dorso, cuando los endosaba. Habían dejado de escribirse cuando Chad tenía cuatro años y no había recibido ni una foto suya desde entonces; aunque tampoco la había pedido.

Everett no sabía nada de él; si estaba casado o soltero, si había ido a la universidad ni qué hacía para ganarse la vida. Entonces tuvo una idea y tecleó las mismas preguntas respecto a Susan, pero no la encontró. Quizá se había trasladado a otro estado o se había vuelto a casar. Podía haber muchas razones para que no apareciera en la pantalla. Además, lo único que deseaba realmente era ver a Chad. Ni siquiera estaba seguro de querer reunirse con él. Echaría una mirada y decidiría, una vez que estuviera allí. Había sido una decisión difícil para él y sabía que tanto Maggie como su recuperación tenían mucho que ver con esa decisión. Antes de que estos dos factores entraran en su vida, no habría tenido el valor de hacerlo. Tenía que enfrentarse con sus fracasos, con su incapacidad para relacionarse o comprometerse, o intentar siquiera ser padre. Tenía dieciocho años cuando nació Chad; era un crío. Ahora Chad era mayor que él cuando nació su hijo. La última vez que lo vio, Everett tenía veintiún años; fue antes de marcharse para convertirse en fotógrafo y recorrer el mundo como si fuera un mercenario. Pero no importaba cómo lo maquillara o que tratara de darle un toque romántico; a efectos prácticos y desde el punto de vista de Chad, lo había abandonado y había desaparecido. Everett se avergonzaba de ello, y era totalmente posible que Chad lo odiara. Sin ninguna duda, tenía el derecho de hacerlo. Por fin, Everett estaba dispuesto a enfrentarse a él, después de todos esos años. Maggie le había dado el empujón que necesitaba.

De camino al aeropuerto estuvo silencioso y pensativo. Compró un café en Starbucks y se lo llevó al avión; luego, se sentó y miró por la ventanilla mientras se lo bebía. Aquel vuelo era diferente del que había cogido el día anterior, cuando fue a San Francisco para ver a Maggie. Incluso si estaba enfadada o lo evitaba, tenían una relación que había sido toda, o en su mayor parte, agradable. Chad y él no tenían nada, salvo el rotundo fracaso de Everett como padre. No había nada en lo que apoyarse ni que cultivar. No había habido ninguna comunicación ni puente entre ellos durante veintisiete años. Aparte del ADN, eran unos extraños.

El avión aterrizó en Butte y Everett le pidió al taxista que pasara por delante de la dirección que había sacado de internet. Era una casa pequeña, limpia, de construcción barata, en un barrio residencial de la ciudad. No era un barrio elegante, pero tampoco pobre. Tenía un aspecto corriente, prosaico y agradable. El trozo de césped delante de la casa era pequeño, pero estaba bien cuidado.

Después de ver el lugar, Everett le dijo al taxista que lo llevara al motel más cercano. Era un Ramada Inn, sin nada distintivo. Pidió la habitación más pequeña y barata, compró un refresco de la máquina y volvió a la habitación. Se quedó allí mucho rato, con la mirada fija en el teléfono, deseando marcar el número, pero demasiado asustado para decidirse, hasta que, finalmente, reunió el valor para hacerlo.

Sintió que necesitaba ir a una reunión. Pero sabía que podría hacerlo más tarde; antes tenía que llamar a Chad. Ya dispondría de tiempo, más adelante, para compartir lo que pasara, y probablemente lo haría.

Contestaron al teléfono al segundo timbrazo. Era una mujer y, por un segundo, se preguntó si se habría equivocado de número. Si era así, resultaría complicado. Charles Carson no era un nombre inusual y debía de haber muchos en el listín telefónico.

– ¿Podría hablar con el señor Carson? -preguntó Everett en tono educado y amable. Notó que le temblaba la voz, pero la mujer no lo conocía lo suficiente para darse cuenta.

– Lo siento, ha salido. Volverá dentro de media hora. -Le dio la información amablemente-. ¿Quiere que le dé algún recado?

– Esto… no… yo… ya volveré a llamar -dijo Everett y colgó antes de que ella pudiera hacerle más preguntas. Se preguntó quién era la joven. ¿Esposa? ¿Hermana? ¿Novia?

Se tumbó en la cama, encendió la tele y se adormiló. Eran las ocho cuando se despertó y volvió a quedarse con la mirada fija en el teléfono. Rodó por la cama y marcó el número. Esta vez contestó un hombre con una voz fuerte y clara.

– ¿Podría hablar con Charles Carson, por favor? -preguntó Everett a la voz del otro extremo, y esperó ansiosamente. Tenía la impresión de que era él y esa perspectiva le producía vértigo. Era mucho más difícil de lo que había pensado. ¿Qué iba a hacer una vez que se hubiera identificado? Quizá Chad no quisiera verlo. ¿Por qué habría de querer?

– Soy Chad Carson -corrigió la voz-. ¿Con quién hablo? -Sonaba ligeramente suspicaz. Preguntar por él con su nombre completo le decía que quien llamaba era un extraño.

– Yo… esto… Sé que parece una locura, pero no sé por dónde empezar. -Entonces, lo soltó-: Mi nombre es Everett Carson. Soy tu padre. -Hubo un silencio sepulcral al otro extremo de la línea, mientras el hombre que había contestado intentaba descubrir qué estaba pasando. Everett imaginaba el tipo de cosas que Chad podía decirle, y «piérdete» era, de lejos, la más suave-. No estoy seguro de qué decirte, Chad. Supongo que «lo siento» es lo primero, aunque no explica veintisiete años. No estoy seguro de que nada pueda hacerlo. Si no quieres hablar conmigo lo entenderé. No me debes nada, ni siquiera una conversación.

El silencio se prolongó mientras Everett se preguntaba si debía continuar hablando o colgar discretamente. Decidió esperar unos segundos más, antes de renunciar por completo. Le había costado veintisiete años tenderle la mano a su hijo e intentar un reencuentro. Chad, que no tenía ni idea de qué estaba pasando, se había quedado mudo de asombro.

– ¿Dónde estás? -fue lo único que dijo, mientras Everett se preguntaba qué estaría pensando. Todo aquello resultaba bastante alarmante.

– Estoy en Butte. -Everett lo pronunció como un natural del lugar. Aunque había vivido en otros sitios, seguía teniendo un ligero acento de Montana.

– ¿Aquí? -Chad pareció asombrado de nuevo-. ¿Qué haces aquí?

– Tengo un hijo aquí -respondió Everett, simplemente-. No lo he visto desde hace mucho tiempo. No sé si querrás verme, Chad. Y no te culpo, si no quieres. Llevo mucho tiempo pensando en hacer esto. Pero haré lo que quieras. He venido a verte, pero eres tú quien decide si quieres que nos veamos. Si no, lo comprenderé. No me debes nada. Soy yo quien te debe una disculpa por los últimos veintisiete años. -Se produjo un silencio al otro extremo, mientras el hijo que no conocía digería sus palabras-. He venido para reparar el daño.

– ¿Estás en Alcohólicos Anónimos? -preguntó Chad, con cautela, reconociendo la conocida fórmula.

– Sí, así es. Veinte meses. Es lo mejor que he hecho nunca. Por eso estoy aquí.

– Yo también -dijo Chad, después de una pequeña vacilación. Y luego tuvo una idea-. ¿Quieres venir a una reunión?

– Sí. -Everett respiró hondo.

– Hay una a las nueve -contestó Chad-. ¿Dónde te alojas?

– En el Ramada Inn.

– Te recogeré. Llevo una camioneta Ford de color negro. Tocaré la bocina dos veces. Estaré ahí dentro de diez minutos. -Pese a todo, quería ver a su padre tanto como este quería verlo a él.

Everett se echó un poco de agua por la cara, se peinó y se miró al espejo. Lo que vio fue un hombre de cuarenta y ocho años, que había vivido tiempos borrascosos y que, a los veintiuno, había abandonado a su hijo de tres. Era algo de lo que no se sentía orgulloso. Había muchas cosas que todavía lo angustiaban, y esta era una de ellas. No había hecho daño a muchas personas en su vida, pero a la que más había herido era precisamente su hijo. No había modo alguno de que pudiera compensarlo por ello ni devolverle los años que había pasado sin padre, pero, por lo menos, ahora estaba allí.

Estaba esperando fuera del hotel, vestido con vaqueros y una chaqueta gruesa, cuando llegó Chad. Bajó de la camioneta y mientras se acercó, Everett vio que era alto y guapo, con el pelo rubio y los ojos azules, de complexión fuerte y con la forma de andar típica de Montana. Llegó hasta donde estaba Everett, lo miró larga e intensamente y tendió la mano para estrechar la de su padre. Se miraron a los ojos y Everett tuvo que esforzarse por contener las lágrimas. No quería avergonzar a ese hombre que era un completo extraño para él, pero que parecía un buen tipo, la clase de hijo del que cualquier padre se habría sentido orgulloso y al que habría querido. Se estrecharon la mano y Chad hizo un gesto de saludo. Normalmente era un hombre de pocas palabras.

– Gracias por venir a recogerme -dijo Everett al subir a la camioneta. Vio las fotografías de dos niñas pequeñas y de un niño-. ¿Son tus hijos? -Everett los miró, sorprendido. No se le había ocurrido, ni por un momento, que Chad tuviera hijos.

El joven sonrió y asintió.

– Y otro que viene de camino. Son muy buenos.

– ¿Cuántos años tienen?

– Jimmy tiene siete; Billy, cinco y Amanda, tres. Pensaba que ya habíamos terminado, pero tuvimos una sorpresa hace seis meses. Otra niña.

– Es toda una familia. -Everett sonrió, y luego se echó a reír-. ¡La leche! Solo hace cinco minutos que he recuperado a mi hijo y ya soy abuelo, cuatro veces. Me está bien empleado, supongo. Empezaste temprano -comentó Everett, y esta vez Chad sonrió.

– Tú también.

– Un poco antes de lo planeado. -Vaciló un momento con miedo a preguntar, pero decidido a hacerlo de todos modos-. ¿Cómo está tu madre?

– Bien. Volvió a casarse, pero no tuvo más hijos. Sigue aquí.

Everett asintió. Era reticente a volver a verla. Su breve matrimonio adolescente le había dejado un sabor amargo en la boca y, probablemente, a ella también. Habían compartido tres años espantosos, que finalmente lo empujaron a marcharse. Eran la peor pareja que cabía imaginar, una pesadilla desde el principio. Ella había amenazado con matarlo dos veces con el rifle de su padre. Un mes más tarde, Everett se marchó. Pensó que, si no lo hacía, la mataría o se mataría. Habían sido tres años de peleas constantes. Fue entonces cuando empezó a beber más de la cuenta y siguió haciéndolo durante veintiséis años.

– ¿A qué te dedicas? -preguntó a Chad con interés. Era un joven muy atractivo, mucho más que él a su edad. Chad tenía un rostro cincelado y era un hombre curtido. Era incluso más alto que Everett y tenía una constitución más fuerte, como si trabajara al aire libre o debiera hacerlo.

– Soy el ayudante del capataz en el rancho TBar7. Está a unos treinta kilómetros de la ciudad. Caballos y ganado. -Tenía el aspecto de un consumado vaquero.

– ¿Fuiste a la universidad?

– Los dos primeros años. Por la noche. Mamá quería que estudiara derecho. -Sonrió-. Pero no me iba en absoluto. La universidad estaba bien, pero soy mucho más feliz sobre un caballo que detrás de una mesa, aunque ahora también tengo que hacer bastante trabajo de oficina. No me gusta mucho. Debbie, mi mujer, es maestra. De cuarto curso. Es una jinete formidable. Este verano participó en el rodeo. -Parecían el perfecto vaquero y su esposa; sin saber por qué, Everett supo que tenían un buen matrimonio. Parecía ese tipo de hombre-. ¿Has vuelto a casarte? -preguntó Chad mirándolo con curiosidad.

– No, ya estaba vacunado -dijo, y los dos se echaron a reír-. He estado vagabundeando por el mundo todos estos años, hasta hace veinte meses, cuando empecé la rehabilitación y dejé de beber, con mucho retraso. Estaba siempre demasiado ocupado y demasiado bebido para que una mujer decente me quisiera. Soy periodista -añadió.

Chad sonrió.

– Lo sé. A veces, mamá me enseña tus fotos. Siempre lo ha hecho. Algunas son muy buenas, sobre todo las de las guerras. Debes de haber estado en muchos lugares interesantes.

– Sí.

Se dio cuenta de que al hablar con el joven sonaba más de Montana. Frases cortas, pocas palabras y abreviadas. Ahí todo era sobrio, como el áspero terreno. Tenía una belleza natural increíble y se dijo que era interesante que su hijo se hubiera quedado cerca de casa, a diferencia de él, que se había ido lo más lejos posible de sus raíces. Ya no le quedaba familia allí; los pocos parientes que tenía ya habían muerto. No había regresado nunca, excepto ahora, finalmente, por su hijo.

Llegaron a la pequeña iglesia donde se celebraba la reunión y, mientras seguía a Chad por la escalera que llevaba al sótano, pensó en lo afortunado que era de haberlo encontrado y de que estuviera dispuesto a verlo. Podría haber ido todo de otro modo. Mientras entraba en la estancia dio gracias a Maggie, en silencio. Debido a su dulce y persistente persuasión, él estaba ahora allí, y se sentía satisfecho de haberlo hecho. Ella le había preguntado por su hijo la noche en la que se conocieron.

Everett se sorprendió al ver que había unas treinta personas en la sala, sobre todo hombres, pero también algunas mujeres. Chad y él se sentaron, el uno al lado del otro, en sillas plegables. La reunión acababa de empezar y seguía el habitual formato. Everett habló cuando pidieron que los recién llegados o los visitantes se identificaran. Dijo que se llamaba Everett, que era alcohólico y que llevaba veinte meses en rehabilitación. Todo el mundo dijo: «¡Hola, Everett!», y la reunión prosiguió.

Compartió con los demás aquella noche, y Chad también lo hizo. Everett habló primero; contó lo temprano que había empezado a beber, su infeliz matrimonio de penalti, cómo se había marchado de Montana y había abandonado a su hijo. Dijo que era el hecho de su vida que más lamentaba, que había ido allí para reparar el daño hecho en el pasado, si era posible, y que se sentía agradecido de estar allí. Chad, sentado, se miraba los pies mientras su padre hablaba. Llevaba unas gastadas botas de vaquero, no muy diferentes de las de su padre, que llevaba su par favorito de lagarto negro. Las de Chad eran las de un vaquero en activo, manchadas de barro, de color marrón oscuro, y muy gastadas. Todos los hombres de la estancia llevaban botas de vaquero, incluso algunas de las mujeres. Los hombres también tenían sombreros Stetson encima de las rodillas.

Chad dijo que llevaba en rehabilitación ocho años, desde que se casó, lo cual fue una información interesante para su padre. Dijo que había vuelto a pelearse con el capataz, aquel mismo día, y que le habría encantado dejar el trabajo, pero que no podía permitírselo, y que el hijo que esperaban para la primavera iba a someterlo todavía a más presión. Confesó que a veces le daban miedo todas las responsabilidades que tenía. Luego afirmó que, en cualquier caso, quería a sus hijos y a su mujer y que, seguramente, todo se arreglaría. Sin embargo, reconoció que el bebé que venía de camino lo ataría todavía más a su trabajo y que, de vez en cuando, sentía cierto resentimiento por ello. Luego miró a su padre y dijo que era extraño encontrarse con un padre al que no conocía, pero que se alegraba de que hubiera vuelto, aunque fuera con mucho retraso.

Más tarde, los dos hombres se mezclaron con el grupo, después de que todos se cogieran de las manos y pronunciaran la oración de la Serenidad. Una vez terminada la reunión, todos dieron la bienvenida a Everett y charlaron con Chad. Todos se conocían. No había forasteros en la reunión, salvo Everett. Las mujeres habían llevado café y galletas; una de ellas era la secretaria de la reunión. A Everett le habían gustado las intervenciones y dijo que pensaba que había sido una buena reunión. Chad lo presentó a su padrino, un viejo vaquero con el pelo entrecano, barba y ojos risueños, y a sus dos ahijadas, que tenían aproximadamente su misma edad. Chad dijo que era padrino en AA desde hacía casi siete años.

– Llevas mucho tiempo en rehabilitación -comentó Everett cuando se iban-. Gracias por dejarme venir contigo esta noche. Necesitaba ir a una reunión.

– ¿Con cuánta frecuencia asistes? -preguntó Chad. Le había gustado la participación de su padre. Fue abierta y honesta, y parecía sincera.

– Cuando estoy en Los Ángeles, voy dos veces al día. Cuando estoy de viaje, una vez. ¿Y tú?

– Tres veces a la semana.

– Llevas una pesada carga, con cuatro hijos. -Sentía mucho respeto por él. De alguna manera, había supuesto que Chad debía de vivir en una especie de hibernación todos aquellos años, permanentemente niño; en cambio, se había encontrado con un hombre que tenía una esposa y una familia. Everett reconoció que, en cierto sentido, había logrado hacer con su vida mucho más que su padre-. ¿Qué pasa con el capataz?

– Es un capullo -dijo Chad, de repente con un aire muy joven e irritado-. No deja de tocarme los huevos. Es un tío muy anticuado y lleva el rancho igual que hace cuarenta años. El año que viene se retira.

– ¿Crees que te darán el puesto? -preguntó Everett con preocupación paterna.

Chad se echó a reír y se volvió a mirarlo mientras iban camino del hotel.

– No hace ni una hora que has vuelto ¿y ya te preocupas por mi trabajo? Gracias, papá. Sí, más vale que lo consiga o me cabrearé. Llevo diez años trabajando allí y es un buen trabajo.

Everett sonrió de oreja a oreja, cuando lo llamó «papá». Era una sensación agradable y un honor que sabía que no merecía.

– ¿Cuánto tiempo te quedarás aquí? -preguntó Chad.

– Depende de ti -contestó Everett francamente-. ¿Qué me dices?

– ¿Por qué no vienes a cenar mañana? No será nada del otro mundo, porque tengo que encargarme yo de cocinar. Debbie tiene muchas náuseas. Siempre le ocurre cuando está embarazada, hasta el último día.

– Debe de ser muy valiente para hacerlo tantas veces. Y tú también. No es fácil mantener a tantos hijos.

– Vale la pena. Espera a conocerlos. De hecho -Chad entornó los ojos, mirándolo-, Billy se parece a ti.

Chad no se parecía a Everett; había notado que se parecía a su madre y a los hermanos de esta, que eran clavados a ella. Eran de origen sueco, grandes y macizos; habían llegado a Montana hacía dos generaciones, desde el Medio Oeste y antes de eso de Succia.

– Te recogeré mañana a las cinco y media cuando vuelva del trabajo. Puedes hacerte amigo de los niños mientras yo cocino. Aunque tendrás que disculpar a Debbie. Está hecha mierda.

Everett asintió y le dio las gracias. Chad era increíblemente cordial, mucho más de lo que él merecía. Pero estaba enormemente agradecido de que su hijo estuviera tan dispuesto a abrirle su vida. Hacía demasiado que Everett era una pieza que le faltaba.

Se dijeron adiós con un gesto mientras Chad se alejaba en el coche. Hacía mucho frío y había hielo en el suelo. Everett se sentó en la cama con una sonrisa y llamó a Maggie. Ella contestó en cuanto sonó el teléfono.

– Gracias por venir ayer -dijo Maggie cálidamente-. Fue muy agradable -continuó, en voz baja.

– Sí, lo fue. Tengo que decirte algo. Tal vez te sorprenda. -Ella se puso nerviosa al oírlo, temiendo que fuera a presionarla-. Soy abuelo.

– ¿Cómo? -preguntó echándose a reír. Pensó que bromeaba-. ¿Desde ayer? Menuda rapidez.

– Al parecer, no tan rápido. Tienen siete, cinco y tres años. Dos niños y una niña. Y otra que viene de camino. -Sonreía ampliamente al decirlo. De repente, le gustaba la idea de tener una familia, incluso si los nietos hacían que se sintiera viejo. Pero ¡qué demonios!

– Espera un momento. Estoy confusa. ¿Me he perdido algo? ¿Dónde estás?

– Estoy en Butte -contestó, orgulloso, y todo gracias a ella. Era otro de los muchos regalos que ella le había dado.

– ¿Montana?

– Sí, señora. He llegado hoy, en avión. Es un chico estupendo. Un chico no, un hombre. Es el segundo del capataz de un rancho de aquí, tiene tres hijos y están esperando otro. Todavía no los conozco, pero iré a cenar a su casa mañana. Incluso sabe cocinar.

– Oh, Everett -dijo Maggie, y parecía tan entusiasmada como él-. Me alegro tanto… ¿Cómo te va con Chad? ¿Acepta las cosas… te acepta a ti?

– Es muy noble. No sé cómo fue su infancia ni cómo se siente al respecto, pero parece contento de verme. Tal vez los dos ya estemos preparados. También está en AA, desde hace ocho años. Esta noche hemos ido a una reunión. Es un hombre realmente firme. Es mucho más maduro de lo que yo era a su edad o, quizá, incluso ahora.

– Lo estás haciendo bien. Me alegro mucho de que te hayas decidido. Siempre tuve la esperanza de que lo harías.

– Nunca lo habría conseguido sin ti. Gracias, Maggie. -Con su insistencia, delicada y persistente, le había devuelto a su hijo y a toda una nueva familia.

– Lo habrías hecho de todos modos. Me alegro de que me hayas llamado y me lo hayas contado. ¿Cuánto tiempo te quedarás?

– Un par de días. No puedo quedarme demasiado tiempo. Tengo que estar en Nueva York en Nochevieja, para cubrir un concierto de Melanie. Pero lo estoy pasando muy bien aquí. Ojalá pudieras venir a Nueva York conmigo. Sé que disfrutarías en uno de sus conciertos. Es increíble sobre un escenario.

– Quizá vaya a uno, un día de estos. Me gustaría.

– Tiene un concierto en Los Ángeles, en mayo. Te invitaré.

Con un poco de suerte, quizá para entonces habría tomado una decisión respecto a dejar el convento. Ahora, era lo único que deseaba, pero no dijo nada. Era una decisión muy importante y sabía que necesitaba tiempo para pensar. Le había prometido no presionarla. Solo la había llamado para contarle lo de Chad y los niños y para darle las gracias por llevarlo hasta allí, a su manera siempre tranquila.

– Pásalo bien con los niños mañana, Everett. Llámame y dime qué tal ha ido.

– Lo prometo. Buenas noches, Maggie… y gracias… -No me des las gracias a mí, Everett-dijo, sonriendo-. Agradéceselo a Dios.

Así lo hizo, antes de quedarse dormido.


Al día siguiente, Everett fue a comprar algunos juguetes para llevárselos a los niños. Compró una colonia para Debbie y un gran pastel de chocolate para el postre. Lo llevaba todo en bolsas de la compra cuando Chad lo recogió, lo ayudó a ponerlo en la parte de atrás de la camioneta. Le dijo a su padre que comerían alitas de pollo a la barbacoa y macarrones con queso. Últimamente, los niños y él decidían los menús.

Los dos hombres se alegraron de verse de nuevo. Chad lo llevó a la casa, pequeña y pulcra, por la que Everett había pasado cuando dio una vuelta por allí para ver dónde vivía su hijo. El interior era cálido y acogedor, aunque había juguetes por todo el salón, niños tumbados encima de todos los muebles, la televisión estaba encendida y una bonita joven, rubia y pálida, estaba recostada en el sofá.

– Tú debes de ser Debbie. -Se dirigió a ella primero.

Ella se levantó y le estrechó la mano.

– Sí. Chad se alegró enormemente de verte anoche. Hemos hablado mucho de ti durante estos años.

Hizo que resultara como si los comentarios del pasado hubieran sido agradables, aunque, siendo realista, no podía pensar que ese fuera el caso. Cualquier mención de él debía de haber puesto furioso o triste a Chad.

Everett se volvió hacia los niños y se quedó sorprendido de lo encantadores que parecían. Eran tan guapos como sus padres y aparentemente no se peleaban entre ellos. Su nieta parecía un ángel y los dos chicos eran fuertes y robustos vaqueros en miniatura, pero grandes para su edad. Parecían una familia de un cartel que hiciera publicidad del estado de Montana. Mientras Chad preparaba la cena y Debbie se echaba de nuevo en el sofá, visiblemente embarazada, Everett jugó con los niños. Les encantaron los juguetes que les había llevado. Luego enseñó a los chicos a hacer trucos de cartas, con Amanda sentada sobre sus rodillas y, cuando la cena estuvo lista, ayudó a Chad a servir los platos de los niños. Debbie ni siquiera pudo sentarse a la mesa; el olor y la vista de la comida le provocaban náuseas, pero participó en la conversación desde el sofá. Everett lo pasó en grande; no le apetecía nada marcharse cuando llegó el momento de que Chad lo acompañara de vuelta al motel. Everett le agradeció efusivamente aquella estupenda noche.

Cuando pararon delante del motel, Chad se volvió y le preguntó:

– No sé qué opinas, pero… ¿quieres ver a mamá? Si no quieres no pasa nada. Es solo que se me ha ocurrido preguntártelo.

– ¿Sabe que estoy aquí? -inquirió Everett, nervioso.

– Se lo he dicho esta mañana.

– ¿Ella quiere verme? -Everett no creía que quisiera, después de tantos años. Sus recuerdos no podían ser mejores que los de él; posiblemente eran incluso peores.

– No estaba segura, pero me parece que siente curiosidad. Tal vez sería bueno para vosotros, para cerrar definitivamente este capítulo. Ha dicho que siempre pensó que volvería a verte y que tú regresarías. Creo que, durante mucho tiempo, estuvo furiosa porque no volviste. Pero lo superó hace años. No habla mucho de ti. Pero ha dicho que podría verte mañana por la mañana. Tiene que venir a la ciudad para ir al dentista. Vive a unos cincuenta kilómetros de aquí, más allá del rancho.

– Tal vez sea una buena idea -dijo Everett, pensativo-. Podría ayudarnos a los dos a enterrar viejos fantasmas. -Tampoco él pensaba mucho en ella, pero ahora que había visto a Chad, no le parecía tan incómodo verla; tal vez unos minutos, o el tiempo que pudieran tolerar-. ¿Por qué no le preguntas qué le parece? Estaré en el motel todo el día. No tengo muchas cosas que hacer.

Había invitado a Chad y a su familia a cenar, al día siguiente. Chad le había dicho que les encantaba la comida china y que había un buen restaurante chino en la ciudad. Luego, Everett se marcharía, pasaría una noche en Los Ángeles y volaría a Nueva York, para el concierto de Melanie.

– Le diré que vaya, si quiere.

– Como ella prefiera -dijo Everett esforzándose por parecer natural, pero se sentía algo tenso ante la perspectiva de volver a ver a Susan.

Cuando ella se marchara, probablemente iría a una reunión como había hecho esa tarde antes de ver a Chad y a los niños. Asistía religiosamente a las reuniones, dondequiera que estuviera. En Los Ángeles había muchos lugares donde escoger, pero allí había menos.

Chad dijo que le daría el recado y que recogería a su padre para cenar, al día siguiente. Everett informó de su visita a Maggie. Le dijo lo bien que lo había pasado, lo guapos que eran los niños y lo bien que se portaban. Pero, por alguna razón, no mencionó que posiblemente vería a su ex mujer al día siguiente. No lo había digerido del todo y sentía cierto temor. Maggie se alegró por él todavía más que el día anterior.

Susan se presentó en el motel a las diez de la mañana, justo cuando Everett estaba acabando de tomarse un bollo danés y un café. Llamó a la puerta de la habitación y, cuando él la abrió, se quedaron mirándose un largo momento. Había dos sillas en la habitación y él la invitó a sentarse en una de ellas. Estaba igual y, al mismo tiempo, distinta. Era alta y había engordado, pero la cara era la misma. Ella escudriñó sus ojos y luego lo miró de arriba abajo. Everett sintió que al verla examinaba un trozo de su historia, un lugar y una persona que recordaba, pero por los que ya no sentía nada. No podía recordar haberla querido y se preguntó si realmente lo había hecho. Los dos eran tan jóvenes, estaban tan confusos y furiosos por la situación en la que estaban… Se quedaron allí, sentados en las dos sillas de la habitación, mirándose, tratando de encontrar algo que decir. Igual que en el pasado, tenía la sensación de no tener nada en común con ella; sin embargo, con su deseo y entusiasmo juveniles, no se había dado cuenta de ello cuando empezaron a salir y ella se quedó embarazada. Recordó lo atrapado que se había sentido, lo desesperado, lo negro que le había parecido el futuro cuando el padre de Susan insistió en que se casaran y Everett aceptó lo que le parecía una condena a cadena perpetua. Siempre que pensaba en ello, sentía cómo los años se extendían frente a él, como si fueran una larga y solitaria carretera, llenándolo de desesperación. Tuvo la sensación de que se ahogaba de nuevo solo de pensar en ello y recordó perfectamente todas las razones de que empezara a beber en exceso y, finalmente, huyera de allí. Había sentido que una eternidad con ella era un suicidio. Estaba seguro de que era una buena persona, pero nunca fue la adecuada para él. Tuvo que esforzarse para volver al presente porque, durante una fracción de segundo, deseó un trago; luego recordó dónde estaba y que era libre. No podría volver a atraparlo nunca más. Las circunstancias, más que ella, eran lo que lo había encadenado. Ambos fueron víctimas de su destino, pero él no había querido compartir el suyo con ella. Nunca había conseguido adaptarse a la idea de estar con ella para siempre, ni siquiera por el bien de su hijo.

– Chad es un chico estupendo -dijo elogiándola. Ella asintió, con una leve sonrisa inexpresiva. No tenía aspecto de ser feliz, pero tampoco desdichada. Era anodina-. Igual que sus hijos. Debes de estar muy orgullosa de él. Has hecho un gran trabajo con él, Susan. Y no precisamente gracias a mí. Lo siento por todos aquellos años. -Era su ocasión de reparar el daño hecho, sin importar lo infelices que habían sido juntos. Comprendió, incluso más claramente, lo desastroso que había sido como marido y padre. Era solo un crío.

– Está bien -dijo ella vagamente.

Él pensó que parecía más vieja de lo que era. Su vida en Montana no había sido fácil, como tampoco la suya en sus viajes. Pero al menos era más interesante. Susan era tan distinta de Maggie… ella estaba llena de vida. Había algo en Susan que hacía que se sintiera muerto por dentro, incluso ahora. Le resultaba difícil recordarla cuando era joven y bonita.

– Siempre ha sido un buen chico -prosiguió ella-. Yo opinaba que debía seguir en la universidad, pero él prefería estar al aire libre, montado a caballo, que haciendo cualquier otra cosa. -Se encogió de hombros-. Supongo que es feliz donde está.

Al mirarla, Everett vio amor en sus ojos. Quería a su hijo. Se sintió agradecido por ello.

– En efecto, lo parece.

Aquella conversación entre progenitores les resultaba extraña. Aunque, probablemente, era la primera y la última que tendrían. Esperaba que fuera feliz, aunque no parecía una persona alegre y extravertida. Su rostro era solemne y desprovisto de emoción. Pero aquel encuentro tampoco era fácil para ella. Parecía satisfecha al mirar a Everett, como si estuviera enterrando algo definitivamente. Eran tan distintos que habrían sido muy desgraciados si hubieran seguido juntos. Cuando la visita terminó, ambos sabían que todo había sucedido como debía suceder.

Susan no se quedó demasiado rato y él volvió a pedirle perdón. Ella se fue al dentista y él a dar un paseo y, luego, a su reunión de A A. Compartió con ellos que la había visto y que el encuentro le había recordado lo desesperado, desdichado y atrapado que se sentía cuando estaba casado con ella. Sentía como si, por fin, hubiera cerrado la puerta al pasado, con una doble vuelta de llave. Verla era lo único que necesitaba para saber por qué la había dejado. Una vida con ella lo habría matado, pero ahora estaba agradecido por tener a Chad y a sus nietos. Así que, al final, Susan había compartido algo bueno con él. Todo había sucedido por una razón, y ahora podía ver cuál era. En el pasado no podría haber sabido que, treinta años más tarde, todo cobraría sentido y que Chad y sus hijos se convertirían en la única familia que tenía. En realidad, Susan había aportado algo bueno a su vida y le estaba agradecido por ello.

Por la noche, la cena en el restaurante chino fue estupenda. Chad y él hablaron sin parar, los niños charlaron, rieron y esparcieron comida china por todas partes. Debbie también fue y se esforzó por tolerar el olor de la comida. Solo tuvo que salir fuera, a respirar aire limpio, una vez. Más tarde, cuando dejó a su padre en el motel, Chad le dio un enorme abrazo, igual que los niños y Debbie.

– Gracias por ver a mamá -dijo Chad-. Creo que ha significado mucho para ella. Nunca sintió que te había dicho adiós. Siempre pensó que volverías.

Everett sabía por qué no lo había hecho, pero no se lo dijo a su hijo. Después de todo, Susan era su madre; además, era quien había estado allí para cuidarlo y quererlo. Tal vez fuera aburrida para Everett, pero había hecho un buen trabajo con su hijo y la respetaba por ello.

– Me parece que volver a vernos nos hizo bien a los dos -dijo Everett, sinceramente, ya que le había recordado la realidad del pasado.

– Me ha dicho que lo habéis pasado bien.

Según la definición de Susan, no la suya. Pero había servido de algo y veía que era importante para Chad, lo cual lo convertía en más valioso.

Prometió volver a verlos y seguir en contacto. Les dejó el número del móvil y les dijo que se movía mucho de un lado para otro, cuando le encargaban reportajes.

Todos le dijeron adiós con la mano, mientras se alejaban en el coche. La visita había sido un gran éxito y, por la noche, volvió a llamar a Maggie para contárselo todo. Estaba realmente triste por dejar Butte al día siguiente. Había cumplido su misión. Había encomiado a su hijo, un hombre maravilloso con una esposa encantadora y una familia estupenda. Su ex esposa no era un monstruo, solo que no era la mujer que habría querido o con la que habría podido vivir. El viaje a Montana había dado a Everett un montón de regalos. Y la persona que había hecho que ello fuera posible era Maggie. Era el origen de muchas cosas buenas en su vida.

El avión despegó y Everett observó cómo Montana se iba alejando debajo de él. Cuando trazaron un círculo antes de dirigirse hacia el oeste, pasaron por encima del lugar donde sabía que estaba el rancho donde Chad trabajaba. Miró hacia abajo, con una sonrisa feliz, sabiendo que tenía un hijo y varios nietos, y que nunca volvería a perderlos. Ahora que se había enfrentado a sus demonios y a sus defectos, podría volver a ver a Chad y a su familia una y otra vez. Esperaba con ilusión el momento de hacerlo, quizá incluso llevaría a Maggie con él. Quería ver al nuevo bebé en primavera. La visita que había temido durante tanto tiempo era la pieza de él mismo que le había faltado durante muchos años, quizá toda su vida. Y ahora la había encontrado. Los dos mayores regalos que había recibido en su vida eran Maggie y Chad.

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