El programa iba con retraso, pues que los invitados entraran en el salón y ocuparan sus asientos en las mesas llevaba más tiempo de lo que Sarah había previsto. El maestro de ceremonias era una estrella de Hollywood que había presentado un programa nocturno de entrevistas, en televisión, durante años y que acababa de retirarse; era fabuloso. Animaba a todo el mundo a sentarse mientras presentaba a las celebridades que se habían desplazado desde Los Ángeles para la ocasión y, por supuesto, al alcalde y a las estrellas locales. La velada se desarrollaba según lo previsto.
Sarah había prometido que los discursos y agradecimientos serían los mínimos. Después de unas breves palabras del médico a cargo de la unidad neonatal, pasaron un breve documental sobre los milagros que realizaban. A continuación, Sarah habló de su experiencia personal con Molly. Y luego pasaron de inmediato a la subasta, que fue muy reñida. Un collar de diamantes de Tiffany fue adjudicado por cien mil dólares. La posibilidad de conocer a las celebridades recogía una cantidad asombrosa de dinero. Un adorable cachorro de Yorkshire terrier consiguió diez mil. Y la subasta por el Range Rover, ciento diez mil. Seth era el segundo postor, aunque, finalmente, bajó la paleta y se rindió. Sarah le susurró que no pasaba nada, que estaba contenta con el coche que tenía. Su marido le sonrió, pero parecía preocupado. Observó de nuevo que parecía estresado, pero supuso que había tenido un día difícil en el despacho.
Durante la noche, vio un par de veces, de refilón, a Everett Carson. Le había indicado el número de las mesas donde había figuras importantes de la sociedad. W estaba allí, al igual que Town and Country, Entertainment Weekly y Entertainment Tonight. Había cámaras de televisión esperando a Melanie para empezar a rodar. La noche estaba resultando un éxito. Habían recaudado más de cuatrocientos mil dólares en la subasta gracias a un subastador muy dinámico. Aunque dos cuadros muy caros donados por una galería de arte local también habían ayudado, al igual que algunos cruceros y viajes fabulosos. Sumado al precio de las entradas, los fondos recogidos hasta el momento superaban todas las expectativas; además, después de la gala y durante algunos días siempre llegaban cheques con donaciones diversas.
Sarah recorría la sala dando las gracias a todos por asistir y saludando a los amigos. Había varias mesas, al fondo, que ocupaban diversas organizaciones benéficas: la Cruz Roja de la ciudad, una fundación dedicada a prevenir los suicidios y una mesa llena de sacerdotes y monjas, reservada por Catholic Charities, que estaba afiliada al hospital donde se albergaba la unidad neonatal. Sarah vio a los sacerdotes con sus alzacuellos y, junto a ellos, a varias mujeres vestidas con trajes oscuros de color azul marino o negro. En la mesa solo había una monja con hábito, una mujer pequeña, pelirroja y con ojos azul eléctrico, que parecía un duendeci-11o. Sarah la reconoció de inmediato. Era la hermana Mary Magdalen Kent, la versión de la Madre Teresa en la ciudad. Era muy conocida por su trabajo en las calles, con los sin techo, y su postura contra el ayuntamiento por no hacer más por ellos suscitaba mucha polémica. A Sarah le habría encantado hablar con ella esa noche, pero estaba demasiado ocupado con los mil detalles que debía vigilar para garantizar el éxito de la gala. Pasó rápidamente junto a la mesa, saludando con un gesto y una sonrisa a los sacerdotes y las monjas que estaban sentados allí, disfrutando de la noche. Hablaban, reían y bebían vino. Sarah se alegró de ver que lo estaban pasando bien.
– No esperaba verte aquí esta noche, Maggie-comentó, con una sonrisa, el sacerdote que dirigía el comedor gratuito para pobres de la ciudad. La conocía bien.
La hermana Mary Magdalen era una leona en las calles, defendiendo a las personas que le importaban, pero un gatito en sociedad. No recordaba haberla visto nunca en una gala. Una de las monjas, vestida con un traje azul, de buen corte, con una cruz de oro en la solapa y el pelo pulcramente corto, era la directora de la escuela de enfermería de la Universidad de San Francisco. Las otras monjas parecían casi modernas y con mucho mundo, sentadas a la mesa, disfrutando de la selecta comida. La hermana Mary Magdalen, o Maggie, como la llamaban sus amigos, se había sentido incómoda la mayor parte de la noche, violenta por estar allí, con la toca algo ladeada porque resbalaba sobre su pelo corto y pelirrojo. Parecía un elfo disfrazado de monja.
– Poco faltó para que no viniera -confesó en voz baja al padre O'Casey-. No me pregunte por qué, pero alguien me dio una entrada. Una trabajadora social con quien trabajo. Ella tenía un compromiso esta noche. Le dije que se la diera a otra persona, pero no quise parecer desagradecida. -Se disculpaba por estar allí; pensaba que debería estar en la calle. Estaba claro que un acontecimiento como aquel no era de su estilo.
– Tómate un descanso, Maggie. Trabajas más que nadie que conozca -dijo el padre O'Casey, magnánimo. El y la hermana Mary Magdalen se conocían desde hacía años, y la admiraba por sus ideas radicalmente caritativas y por su intenso trabajo a pie de calle-. Sin embargo, me sorprende verte con el hábito -añadió, riendo para sus adentros y sir-viéndole una copa de vino, que ella no tocó. Incluso antes de entrar en el convento, a los veintiún años, nunca había bebido ni fumado.
Ella se echó a reír, en respuesta al comentario sobre su ropa.
– Es el único vestido que tengo. Cada día, para trabajar, llevo vaqueros y una sudadera. No necesito ropa elegante para lo que hago. -Miró a las otras tres monjas de la mesa, que parecían amas de casa o profesoras universitarias más que monjas, excepto por la pequeña cruz de oro de la solapa.
– Es bueno que salgas.
Luego se pusieron a hablar acerca de la política de la Iglesia, de la polémica postura que el arzobispo había adoptado recientemente sobre la ordenación de sacerdotes y sobre los últimos pronunciamientos de Roma. A Maggie le interesaba en particular una propuesta ciudadana que estaba evaluando la junta de supervisores y que afectaría a las personas con las que trabajaba en la calle. Opinaba que la ley era limitada e injusta y que perjudicaría a su gente. Maggie era brillante, así que, a los pocos minutos, otros dos sacerdotes y una de las monjas habían entrado en la discusión. Les interesaba lo que ella tenía que decir, ya que sabía más que ellos sobre aquella cuestión.
– Maggie, eres demasiado dura -le recriminó la hermana Dominica, que dirigía la escuela de enfermería-. No podemos resolver de golpe los problemas de todo el mundo.
– Yo trato de resolverlos uno por uno -dijo la hermana Mary Magdalen, humildemente.
Las dos mujeres tenían algo en común, ya que la hermana Maggie se había graduado en enfermería justo antes de entrar en el convento. Descubrió que sus conocimientos eran útiles para aquellos a los que trataba de ayudar. Mientras continuaba la acalorada discusión, se apagaron las luces. La subasta había terminado, se habían servido los postres y Melanie estaba a punto de aparecer en escena. El maestro de ceremonias acababa de anunciarla y la sala fue quedándose en silencio, expectante.
– ¿Quién es? -preguntó, en un susurro, la hermana Mary Magdalen, y el resto de la mesa sonrió.
– La cantante joven más en boga en el mundo. Acaba de ganar un Grammy -murmuró el padre Joe, y la hermana Maggie asintió.
Estaba claro que aquella velada no formaba parte de su mundo. Cuando empezó la música, estaba cansada y con ganas de que se acabara. La orquesta estaba tocando la canción emblemática de la artista; entonces, en medio de una explosión de sonido, luz y color, entró Melanie. Caminó hasta el escenario, como una modelo exquisita, cantando su primera canción.
La hermana Mary Magdalen la observaba, fascinada, como todos los que se encontraban en la sala. Estaban hipnotizados por su belleza y por la asombrosa potencia de su voz. No se oía nada, salvo a ella.
– ¡Uau! -exclamó Seth, mirándola desde un asiento de la primera fila, y dio unas palmaditas en la mano a su esposa. Había hecho un trabajo fantástico. Hasta entonces, estaba distraído y preocupado, pero ahora se mostraba cariñoso y atento con ella-. ¡Joder! ¡Es fantástica! -añadió Seth.
Sarah acababa de ver a Everett, acuclillado justo debajo del escenario, tomando fotos de Melanie mientras actuaba. Estaba tan guapa que quitaba el aliento, con su traje casi invisible. El vestido era casi todo cendal y parecía destellar sobre su piel. Sarah había ido entre bastidores a verla antes de que empezara su actuación. Su madre se estaba ocupando de todo y Jake estaba medio borracho, bebiendo ginebra sola.
Las canciones que Melanie cantaba tenían al público fascinado. Se sentó al borde del escenario para la última, acercándose a ellos, cantando para ellos, llegándoles al corazón. Para entonces, todos los hombres de la sala estaban enamorados de ella y todas las mujeres querían ser ella. Melanie era mil veces más guapa de lo que le había parecido a Sarah cuando estuvo en su suite. En escena tenía una presencia electrizante y una voz que nadie podía olvidar. Había logrado que todos se sintieran muy felices, y Sarah se recostó en la silla con una sonrisa de absoluta satisfacción. Había sido una noche perfecta. La comida había sido excelente, la sala tenía un aspecto magnífico, la prensa en pleno estaba allí, la subasta había recogido una fortuna y Melanie era el gran éxito de la noche. El triunfo era absoluto y, gracias a ello, la gala se vendería todavía más rápido al año siguiente, quizá incluso a precios más altos. Sarah sabía que había hecho su trabajo y lo había hecho bien. Seth le había dicho que estaba orgulloso de ella, y hasta ella estaba orgullosa de sí misma.
Vio que Everett Carson se acercaba todavía más a Melanie, disparando la cámara. A Sarah le daba vueltas la cabeza, por la emocionante velada pero, de repente, notó que la sala se movía ligeramente. Por un instante pensó que estaba mareada. Luego, instintivamente, miró hacia arriba y vio que las arañas oscilaban. No tenía sentido; justo cuando levantaba la vista, oyó un rumor sordo, como un rugido aterrador, rodeándolos. Durante un minuto todo pareció detenerse, mientras las luces parpadeaban y la habitación oscilaba. Alguien cerca de ella se levantó y gritó:
– ¡Terremoto!
La música se interrumpió, las mesas caían y la vajilla se hacía añicos estrepitosamente; justo en aquel momento, las luces se apagaron y la gente empezó a gritar. La habitación estaba totalmente a oscuras; el rugido se hizo más fuerte, la gente gritaba y chillaba, y el balanceo de la sala se convirtió en un aterrador estremecimiento que la recorría de lado a lado. Sarah y Seth estaban ya en el suelo; él la había metido debajo de la mesa antes de que se volcara.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó ella, aferrándose a él, que la rodeó con sus brazos y la estrechó con fuerza.
Lo único en lo que Sarah podía pensar era en sus hijos encasa, con Parmani. Lloraba, llena de temor por ellos, desesperada por volver a casa, si sobrevivían a lo que les estaba pasando. Le pareció que el temblor de la sala y el retumbar seguirían para siempre. Pasaron varios minutos antes de que pararan. Hubo más ruido de objetos rompiéndose y de gente que gritaba y se abría paso a empellones, en cuanto la luz de las salidas se encendió de nuevo. Se habían apagado, pero un generador, en algún lugar del hotel, había vuelto a ponerlas en marcha. Estaban en medio del caos.
– Espera unos minutos antes de moverte -le dijo Seth desde donde estaba. Ella podía sentirlo, pero ya no lo veía en la absoluta oscuridad-. Te aplastarían.
– ¿Y si el edificio se nos cae encima? -Temblaba y no dejaba de llorar.
– Entonces estaremos bien jodidos -contestó, sin miramientos.
Al igual que todos los que estaban en la sala, eran muy conscientes de que se encontraban tres pisos por debajo de la superficie. No tenían ni idea de cómo salir ni por qué camino. El ruido era ensordecedor, porque todos se gritaban los unos a los otros; luego, debajo de las señales de salida de emergencia, aparecieron empleados del hotel, con potentes linternas. Alguien con un megáfono les pedía que conservaran la calma, se dirigieran con cuidado hacia las salidas y no se dejaran dominar por el pánico. Había luces débiles en el vestíbulo, aunque el salón de baile permanecía totalmente a oscuras. Era la experiencia más aterradora que Sarah había tenido en toda su vida. Seth la cogió por el brazo y tiró de ella para que se levantara, mientras quinientas sesenta personas se abrían camino hacia las salidas. Se oía llorar a algunas, otras gemían de dolor, otras gritaban pidiendo ayuda, diciendo que alguien estaba herido.
La hermana Maggie ya estaba de pie, metiéndose entre la multitud, en lugar de tratar de salir de la estancia.
– ¿Qué haces? -lo gritó el padre Joe; se veía un poco gracias a la luz que entraba desde el vestíbulo. Los enormes jarrones de rosas se habían caído y la escena en el salón de baile era de un caos y un desorden absolutos. Cuando vio que iba hacia el interior del salón, el padre Joe creyó que Maggie estaba confusa.
– ¡Nos encontraremos fuera! -respondió Maggie, también gritando, y desapareció entre la multitud.
Al poco, estaba de rodillas junto a un hombre que decía que creía que tenía un ataque al corazón, pero que llevaba nitroglicerina en el bolsillo. Ella alargó la mano, sin ceremonias, y lo ayudó a encontrarla; sacó una tableta, se la metió en la boca y le dijo que no se moviera. Estaba segura de que pronto llegaría ayuda para atender a los heridos.
Lo dejó con su aterrorizada esposa y avanzó entre los escombros, pensando que ojalá llevara sus botas de trabajo y no los zapatos planos que se había puesto esa noche. El suelo del salón era una carrera de obstáculos, con mesas volcadas o incluso patas arriba, con comida, platos y cristales rotos por todas partes, y algunas personas caídas entre los escombros. La hermana Maggie se dirigió decididamente hacia ellas, igual que otras personas que dijeron que eran médicos. Había habido muchos en la sala, pero solo unos pocos se habían quedado para ayudar a los heridos. Una mujer con un brazo lesionado lloraba porque le parecía que se estaba poniendo de parto. La hermana Maggie le dijo que ni se le ocurriera hacerlo allí, antes de salir del hotel; la mujer embarazada sonrió, mientras Maggie la ayudaba a ponerse de pie y a encaminarse hacia la salida, cogida con fuerza del brazo de su esposo. Todos pensaban aterrorizados en la réplica, que podría ser incluso peor que el primer temblor. A nadie le cabía duda de que había estado por encima de siete en la escala de Richter, quizá incluso ocho, y los crujidos que se oían por todas partes, mientras la tierra se asentaba de nuevo, eran cualquier cosa menos tranquilizadores.
En la parte frontal de la sala, Everett Carson estaba junto a Melanie en el momento en el que se produjo el terremoto. Cuando la habitación se inclinó abruptamente, la joven había resbalado fuera del escenario y caído directamente en sus brazos; los dos habían acabado en el suelo. Everett la ayudó a levantarse cuando cesaron los temblores.
– ¿Estás bien? Por cierto, ha sido una actuación fenomenal -dijo como sin darle importancia.
Una vez que abrieron las puertas del salón de baile y entró algo de luz del vestíbulo, vio que se le había desgarrado el vestido y que uno de los pechos quedaba al descubierto. Se quitó la chaqueta del esmoquin y se la puso encima para cubrirla.
– Gracias -dijo ella con aire aturdido-. ¿Qué ha pasado?
– Me parece que un terremoto de escala siete, o quizá ocho -respondió Everett.
– Mierda, ¿y qué hacemos ahora? -Melanie parecía asustada pero no presa del pánico.
– Haremos lo que nos dicen; sacaremos el culo de aquí y procuraremos que no nos aplasten.
A lo largo de los años había vivido terremotos, tsunamis y desastres parecidos en el sudeste de Asia. Pero no había duda de que este había sido uno de los grandes. Hacía exactamente cien años desde el último gran terremoto de San Francisco, en 1906.
– Tengo que buscar a mi madre -dijo Melanie mirando alrededor.
No había señales de ella ni de Jake, y no era fácil reconocer a la gente que había en la sala. Estaba muy oscuro. Además, había demasiadas personas gritando y era tal la confusión a su alrededor que era imposible oír a nadie, salvo a la persona que estuviera justo a tu lado.
– Será mejor que la busques fuera -le aconsejó Everett cuando ella empezaba a dirigirse hacia el lugar donde había estado el escenario. Se había hundido y todo el equipo de la orquesta había resbalado hacia un extremo. El piano de cola se sostenía en un ángulo demencial pero, por fortuna, no le había caído a nadie encima-. ¿Estás bien?
Melanie parecía un poco aturdida.
– Sí… sí, estoy… -Everett la encaminó hacia las salidas y le dijo que él se quedaría unos momentos más. Quería ver si había algo que pudiera hacer para ayudar a los que todavía estaban en el salón.
Unos minutos más tarde tropezó con una mujer que ayudaba a un hombre que decía que había tenido un ataque al corazón. La mujer se alejó para atender a alguien más y Everett ayudó a llevar al hombre al exterior. El y un hombre que dijo ser médico lo sentaron en una silla y lo levantaron. Tuvieron que subirlo tres tramos de escalera. Fuera había ambulancias, camiones de bomberos y paramédicos que asistían a las personas que salían del hotel con heridas leves y les informaban de que dentro había más heridos. Un equipo de bomberos penetró en el interior. No parecía que hubiera fuego en ningún sitio, pero las líneas eléctricas habían caído y había chispas en el aire. Los bomberos, con megáfonos, daban instrucciones de que no se acercaran, y montaban barreras. Everett se dio cuenta de que toda la ciudad estaba a oscuras. Luego, más por instinto que por decisión, cogió la cámara que todavía llevaba colgada al cuello y empezó a tomar fotos de la escena, sin molestar a los heridos graves. Todo el mundo parecía aturdido. El hombre del ataque al corazón ya iba de camino al hospital en una ambulancia, junto con otro que tenía una pierna rota. Había personas heridas desplomadas en la calle; la mayoría habían salido del hotel, pero otras no. Los semáforos no funcionaban y el tráfico se había detenido. Un tranvía se había salido de las vías en la esquina y cuarenta personas, por lo menos, estaban heridas; los paramédicos y los bomberos se ocupaban de ellas. Una mujer que había muerto estaba cubierta con una lona. Era una escena espeluznante. Everett no se dio cuenta de que tenía un corte en la mejilla hasta que llegó al exterior y vio que llevaba la camisa manchada de sangre. No tenía ni idea de cómo había ocurrido. Parecía superficial, así que no le preocupó. Cogió la toalla que le tendía un empleado del hotel y se limpió la cara. Había docenas de empleados repartiendo toallas, mantas y botellas de agua para la gente conmocionada que había por todas partes. Nadie sabía qué hacer. Se limitaban a estar allí, mirándose los unos a los otros y hablando de lo sucedido. Había varios miles de personas que se apiñaban en la calle conforme el hotel se iba vaciando. Media hora después, los bomberos dijeron que ya no quedaba nadie en el salón de baile. Fue entonces cuando Everett vio a Sarah Sloane cerca de él, con su marido. Tenía el vestido roto, empapado de vino y cubierto con los restos de postre que estaban en su mesa cuando se volcó.
– ¿Está bien? -le preguntó. Era la misma pregunta que todos se hacían los unos a los otros, una y otra vez.
Sarah estaba llorando y su marido parecía angustiado, igual que todos. Por todas partes, la gente lloraba, debido a la conmoción, el miedo, el alivio y la preocupación por sus familias, en casa. Sarah había tratado frenéticamente de llamar por el móvil, pero no funcionaba. Seth, que parecía encontrarse mal, también lo había probado con el suyo.
– Estoy preocupada por mis hijos -explicó Sarah-. Están en casa con una canguro. Ni siquiera sé cómo llegaremos hasta allí. Supongo que tendremos que ir a pie.
Alguien había dicho que el garaje donde todos habían dejado el coche se había hundido y que había gente atrapada dentro. No había manera de acceder a los coches, así que todos los que habían aparcado allí no sabían cómo volver a casa. No había taxis. San Francisco se había convertido en una ciudad fantasma en cuestión de minutos. Era pasada la medianoche y el terremoto se había producido hacía una hora. Los empleados del Ritz-Carlton estaban actuando de forma impecable, pasando entre la multitud, preguntando qué podían hacer para ayudar. Nadie podía hacer mucho en aquellos momentos, excepto los paramédicos y los bomberos, que se esforzaban por ocuparse de las víctimas según la gravedad de sus heridas.
Al cabo de unos minutos, los bomberos anunciaron que había un refugio de emergencia a dos manzanas de distancia. Les dieron instrucciones e instaron a la gente a dejar la calle y dirigirse allí. Las líneas eléctricas se habían caído, por lo que había cables electrificados en el suelo. Les advirtieron de que los evitaran y fueran al refugio, en lugar de a su casa. La posibilidad de una réplica seguía aterrándolos a todos. Mientras los bomberos indicaban a la multitud lo que debía hacer, Everett siguió tomando fotos. Este era el tipo de trabajo que le gustaba hacer. No explotaba la desgracia de la gente; era discreto, pero quería captar ese extraordinario momento que ya sabía que era un suceso histórico.
Finalmente, se produjo un movimiento entre la multitud, que empezó a caminar, con piernas temblorosas, hacia el refugio contra terremotos, colina abajo. Seguían hablando de lo ocurrido, de lo que pensaron al principio, de dónde estaban cuando sucedió. Un hombre que estaba en la ducha, en su habitación del hotel, creyó en los primeros momentos que se trataba de algún artilugio vibrador de la ducha. Solo llevaba un albornoz de toalla, e iba descalzo. Se había hecho un corte en un pie con los cristales que había en el suelo, pero nadie podía hacer nada. Otra mujer dijo que mientras caía al suelo pensó que se había roto la cama, pero luego toda la habitación empezó a moverse como una atracción de feria. Aunque no era ninguna atracción, era el segundo mayor desastre que la ciudad había conocido.
Everett cogió una botella de agua que le tendía un botones. La abrió, bebió un largo trago y se dio cuenta de lo seca que tenía la boca. Del hotel salían nubes de polvo procedentes de las estructuras internas que se habían quebrado y de cosas que se habían desplomado. No habían sacado ningún cuerpo. En el vestíbulo, convertido en centro de operaciones, los bomberos tapaban a los que habían muerto. Hasta el momento había unos veinte, pero corrían rumores de que quedaba más gente atrapada en el interior, lo cual hacía que todos se sintieran dominados por el pánico. Aquí y allá había gente llorando porque no encontraba a los amigos o parientes que estaban alojados en el hotel o porque todavía no los había localizado entre el grupo que había asistido a la gala. Estos eran fáciles de identificar, por los trajes de noche desgarrados y sucios. Parecían supervivientes del Titania Fue entonces cuando Everett vio a Melanie y a su madre. La madre lloraba histéricamente. Melanie parecía vigilante y en calma; seguía llevando la chaqueta del esmoquin alquilado de Everett.
– ¿Estás bien? -repitió la consabida pregunta, y ella sonrió y asintió.
– Sí. Mi madre está aterrorizada. Cree que habrá otro mayor dentro de unos minutos. ¿Quieres que te devuelva la chaqueta? -Se habría quedado prácticamente desnuda si se la hubiera devuelto, así que él negó con la cabeza-. Puedo taparme con una manta.
– Quédatela. Te sienta bien. ¿Falta alguien de tu grupo? -Sabía que iba acompañada de mucha gente, pero solo veía a su madre.
– Mi amiga Ashley se hizo daño en el tobillo y los paramédicos se están ocupando de ella. Mi novio estaba muy borracho, así que la gente de la orquesta tuvo que sacarlo. Está vomitando por ahí. -Hizo un gesto vago con la mano-. Todos los demás están bien. -Fuera del escenario, volvía a parecer una adolescente, pero él recordaba su actuación y lo extraordinaria que era. Lo mismo haría todo el mundo después de esa noche.
– Deberíais ir al refugio. Es más seguro -les dijo Everett, y Janet Hastings empezó a tirar de su hija. Estaba de acuerdo con Everett; quería estar fuera de la calle antes de que llegara el siguiente temblor.
– Me parece que me quedaré por aquí un rato -afirmó Melanie con voz tranquila.
Le dijo a su madre que se fuera sin ella, lo cual solo hizo que llorara con más fuerza todavía. Melanie explicó que quería quedarse y ayudar, algo que a Everett le pareció admirable. Entonces, por primera vez, se preguntó si le apetecía tomar un trago y se alegró de darse cuenta de que no lo deseaba. Era una primicia. Ni siquiera con la excusa de un terremoto sentía el deseo de emborracharse. Al pensarlo, su cara se iluminó con una amplia sonrisa. Janet se encaminó al refugio, pero al ver que Melanie desaparecía entre la multitud tuvo otro ataque de pánico.
– Estará bien -dijo Everett, tranquilizándola-. Cuando vuelva a verla, la enviaré al refugio con usted. Vaya con los demás.
Janet parecía insegura, pero el movimiento de la multitud que iba hacia el refugio y sus propios deseos la llevaron hacia allí. Everett supuso que, tanto si la encontraba como si no, Melanie estaría perfectamente. Era joven y tenía muchos recursos, y los miembros de la orquesta estaban cerca; además, no le parecía mala idea que quisiera ayudar a los heridos. Había mucha gente a su alrededor que necesitaba asistencia de algún tipo, más de la que lograban proporcionar los paramédicos.
Estaba de nuevo tomando fotos cuando se tropezó con la mujer menuda y pelirroja que había visto ayudar al hombre del ataque al corazón y marcharse luego. Vio cómo atendía a una niña y luego la entregaba a un bombero para que trataran de encontrar a su madre. Everett tomó varias fotos de la mujer, pero cuando ella se alejó de la niña, dejó caer la cámara.
– ¿Es usted médico? -preguntó, interesado. Parecía muy segura cuando se ocupó del hombre del ataque al corazón.
– No, soy enfermera -contestó sencillamente, mirándolo directa y brevemente con sus brillantes ojos azules. Luego sonrió. Había algo que era a la vez divertido y conmovedor en ella. Tenía los ojos más magnéticos que jamás había visto.
– Esta noche es útil ser enfermera.
Muchas personas estaban heridas, aunque no todas de gravedad. Pero había multitud de cortes y pequeñas heridas, aparte de otras más importantes; además, varias personas estaban en estado de choque. Everett sabía que la había visto en la gala, pero había algo incongruente en su sencillo vestido negro y sus zapatos planos. La toca había desaparecido después del terremoto, así que no se le ocurrió pensar que fuera otra cosa que enfermera. Tenía un rostro joven, intemporal; habría sido difícil adivinar cuántos años tenía. Calculó que estaría a punto de cumplir los cuarenta, quizá los había cumplido no hacía mucho. En realidad, tenía cuarenta y dos años. La mujer se detuvo para hablar con alguien; él la seguía. Luego, volvió a pararse para coger una botella de agua. Todos padecían los efectos del polvo que seguía saliendo en gran cantidad del hotel.
– ¿Va al refugio? Es probable que también necesiten ayuda -comentó. Para entonces ya se había librado de la pajarita y tenía sangre en la camisa, a causa del corte en la mejilla.
Ella negó con la cabeza.
– Me marcharé una vez que haya hecho todo lo que pueda aquí. Creo que la gente de mi barrio también necesitará ayuda.
– ¿Dónde vive? -preguntó, interesado, aunque no conocía bien la ciudad. Había algo en aquella mujer que lo intrigaba. Quizá hubiera una historia en alguna parte, nunca se sabía. Solo mirarla despertaba su instinto de periodista.
Ella sonrió ante la pregunta.
– Vivo en Tenderloin, no muy lejos de aquí. -Aunque en realidad vivía a millones de kilómetros de distancia de todo aquello. En aquel barrio, unas pocas manzanas representaban una diferencia enorme.
– Es un barrio bastante duro, ¿verdad? -Cada vez estaba más intrigado. Había oído hablar de Tenderloin, con sus adictos a las drogas, sus prostitutas y sus marginados.
– Sí, lo es -aceptó ella, sinceramente. Pero era feliz allí.
– ¿Y ahí es donde vive? -Parecía asombrado y confuso.
– Sí -respondió ella, sonriendo, con el pelo y la cara manchados, y sus eléctricos ojos azules chispeando con picardía-. Me gusta.
El sexto sentido de Everett le decía que allí había un reportaje; sabía intuitivamente que ella sería una de las heroínas de la noche. Cuando volviera a Tenderloin, quería estar con ella. Estaba seguro de que en todo aquello había un reportaje esperándolo.
– Me llamo Everett. ¿Puedo acompañarla? -preguntó sencillamente.
Ella vaciló un momento y luego asintió.
– Podría ser peligroso ir hasta allí, por todos los cables eléctricos que han caído en la calle. Además, no se darán prisa en ayudar a la gente de ese vecindario. Todos los equipos de rescate estarán aquí o en otras partes de la ciudad. Por cierto, llámame Maggie.
Pasó otra hora antes de que se alejaran de la escena del Ritz. Para entonces eran casi las tres de la madrugada. La mayoría de la gente había ido al refugio o había decidido marcharse a su casa. No volvió a ver a Melanie, pero no estaba preocupado por ella. Las ambulancias se habían llevado a los heridos graves y los bomberos parecían tenerlo todo bajo control. Se oían sirenas a lo lejos, por lo que supuso que se habrían declarado incendios y que, como las conducciones de agua se habían roto, tendrían muchas dificultades para apagarlos. Siguió a la mujer con obstinación, camino de su casa. Subieron por California Street y luego bajaron por Nob Hill, hacia el sur. Pasaron Union Square, doblaron a la derecha y se encaminaron hacia el oeste por O'Farrell. Se quedaron asombrados al ver que casi todos los cristales de las ventanas de los grandes almacenes de Union Square habían estallado y caído a la calle. Delante del hotel St. Francis, la escena era parecida a la que habían dejado en el Ritz. Habían desalojado los hoteles y dirigido a la gente a los refugios. Les costó media hora llegar hasta donde ella vivía.
Había gente en la calle, aunque su aspecto era notablemente diferente. Iban vestidos con ropa vieja y gastada; algunos todavía iban muy colocados de droga, y otros parecían asustados. Los escaparates de las tiendas estaban hechos añicos, había borrachos tumbados en el suelo y un puñado de prostitutas apiñadas en un grupo. Everett se quedó intrigado al ver que casi todo el mundo conocía a Maggie. Se detenía y hablaba con ellos, preguntando cómo estaban, si alguien había resultado herido, si habían enviado ayuda y si el barrio había salido mal parado. Todos charlaban animadamente con ella. Finalmente, ella y Everett se sentaron en los escalones de entrada a una casa. Eran casi las cinco de la madrugada, pero Maggie ni siquiera parecía cansada.
– ¿Quién eres? -preguntó Everett, fascinado-. Me siento como si estuviera en una extraña película con un ángel que hubiera bajado a la tierra. Quizá únicamente yo puedo verte.
Ella se echó a reír ante esa descripción y le recordó que nadie tenía ningún problema para verla. Era real, humana y totalmente visible, como podía confirmar cualquiera de las prostitutas de la calle.
– Puede que la respuesta a tu pregunta sea «qué», en vez tic «quién» -dijo tranquilamente, deseando poder despojarse de su hábito.
Era un vestido negro, sencillo y feo, pero echaba de menos los vaqueros. Por lo que podía ver, su edificio se había sacudido, pero no había sufrido daños peligrosos y no había nada que le impidiera entrar. Allí no había bomberos ni policía dirigiendo a la gente hacia los refugios.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Everett, perplejo. Estaba cansado. Habia sido una noche larga para los dos, pero ella estaba tan fresca como una rosa, y mucho más animada de lo que estaba en la gala.
– Soy monja -contestó, sencillamente-. Estas son las personas con las que trabajo y de las que cuido. Hago la mayor parte de mi trabajo en la calle. En realidad, todo mi trabajo. Hace casi diez años que vivo aquí.
– ¿Eres monja? -preguntó él con aire asombrado-. ¿Por qué no me lo habías dicho?
– No lo sé. -Se encogió de hombros, tranquilamente; estaba a sus anchas hablando con él, en particular allí en la calle. Era el mundo que mejor conocía, mucho mejor que cualquier salón de baile-. No se me ocurrió. ¿Hay alguna diferencia?
– Diablos, sí… quiero decir, no -se corrigió y luego lo pensó mejor-. Quiero decir que sí… claro que hay diferencia. Es un detalle muy importante sobre ti. Eres una persona muy interesante, sobre todo si vives aquí. ¿No vives en un convento o algo así?
– No, mi congregación se deshizo hace años. Aquí no había suficientes monjas de mi orden para justificar que se mantuviera el convento. Lo convirtieron en una escuela. La diócesis nos da a todas una asignación y vivimos en pisos. Algunas de las monjas viven en grupos de dos o tres, pero nadie quería vivir aquí conmigo. -Le sonrió-. Querían vivir en barrios mejores. Mi trabajo está aquí. Esta es mi misión.
– ¿Cuál es tu nombre real? -preguntó, ahora ya totalmente interesado-. Me refiero a tu nombre de monja.
– Hermana Mary Magdalen -respondió, dulcemente.
– Estoy totalmente apabullado -reconoció, sacando un cigarrillo del bolsillo.
Era el primero que fumaba en toda la noche y ella no pareció desaprobarlo. Parecía perfectamente cómoda en el mundo real, pese a ser monja. Era la primera con la que hablaba desde hacía años, y nunca con tanta libertad como ahora. Se sentían como compañeros de combate, después de lo que habían pasado juntos, y en cierta manera, lo eran.
– ¿Te gusta ser monja? -le preguntó, y ella asintió después de pensarlo un momento; luego se volvió para mirarlo.
– Me gusta mucho. Entrar en el convento fue lo mejor que he hecho nunca. Siempre supe que eso era lo que quería hacer, desde que era niña. Como quien quiere ser médico o abogada o bailarina. Lo llaman vocación temprana. Esto siempre ha sido lo mío.
– ¿Te has arrepentido alguna vez?
– No. -Le sonrió alegremente-. Nunca. Es una vida perfecta para mí. Entré justo después de terminar los estudios de enfermería. Crecí en Chicago; era la mayor de siete hermanos. Siempre supe que esto sería lo indicado para mí.
– ¿Alguna vez has tenido novio? -Le intrigaba lo que le contaba.
– Tuve uno -confesó tranquilamente, sin ningún embarazo. No había pensado en él desde hacía años-. Cuando estaba en la escuela de enfermería.
– ¿Qué ocurrió?
Estaba seguro de que algún tipo de trágico desenlace la había empujado a entrar en el convento. No se la podía imaginar haciéndolo por ninguna otra razón. La idea le resultaba totalmente ajena. Había crecido como luterano y nunca había visto una monja hasta que se fue de casa. Esa elección nunca había tenido mucho sentido para él. Pero allí estaba esa mujer menuda, feliz y satisfecha, que hablaba de su vida entre prostitutas y drogadictos con esa serenidad, júbilo y paz. Lo dejaba totalmente desconcertado.
– Murió en un accidente de coche, en mi segundo año en la escuela. Pero incluso si no hubiera muerto, nada habría cambiado. Desde el principio le dije que quería ser monja, aunque no estoy segura de que me creyera. Nunca volví a salir con nadie después, porque para entonces estaba segura. Es probable que también hubiera dejado de salir con él. Pero éramos jóvenes y todo fue muy inocente e inofensivo. Según las costumbres actuales, claro.
En otras palabras: Everett supo que era virgen cuando entró en el convento y que seguía siéndolo. Todo aquello le parecía increíble. ¡Que una mujer tan bonita se desperdiciara! La encontraba muy viva y vibrante.
– Es asombroso.
– No tanto. Es solo algo que hacen algunas personas. -Lo aceptaba como algo normal, aunque a él no se lo parecía en absoluto-. ¿Y tú? ¿Casado? ¿Divorciado? ¿Hijos?
Percibía que Everett tenía una historia y él se sentía cómodo contándosela. Era fácil hablar con ella y disfrutaba de su compañía. Ahora comprendía que aquel vestido negro tan sencillo era su hábito, lo que explicaba por qué no llevaba traje de noche en la gala, como todo el mundo.
– Dejé embarazada a una chica a los dieciocho años. Me casé con ella porque su padre dijo que o lo hacía o me mataría, y nos separamos al año siguiente. El matrimonio no era para mí, por lo menos a aquella edad. Al cabo de un tiempo, ella presentó una demanda de divorcio y me parece que volvió a casarse. Solo vi a mi hijo una vez después del divorcio, cuando tenía unos tres años. En aquellos momentos tampoco estaba preparado para la paternidad. Me sentí mal al marcharme, pero todo era demasiado abrumador para un chico de mi edad. Así que me fui. No sabía qué otra cosa hacer. Desde entonces, me he pasado la vida recorriendo el mundo, cubriendo zonas de guerra y catástrofes para Associated Press. Ha sido una vida demencial, pero era lo que quería. Me encantaba. A estas alturas, yo me he hecho mayor y él también. Ya no me necesita; además, su madre estaba tan furiosa conmigo que hizo que la Iglesia anulara nuestro matrimonio para poder volver a casarse. Así que, oficialmente, nunca he existido -dijo Everett en voz queda mientras ella lo observaba.
– Siempre necesitamos a nuestros padres -replicó ella, dulcemente, y los dos se quedaron callados unos momentos, mientras él pensaba en lo que ella acababa de decir-. En AP estarán contentos con las fotos que has hecho hoy -dijo, alentándolo.
Él no le habló de su Pulitzer. Nunca hablaba de ello.
– Ya no trabajo para ellos -aclaró, sencillamente-. Adopté algunas malas costumbres por el camino. Se descontrolaron hace alrededor de un año, cuando estuve a punto de morir a causa de una intoxicación alcohólica en Bangkok y una prostituta me salvó. Me llevó al hospital y, al final, volví aquí y entré en el dique seco. Empecé la rehabilitación después de que en AP me despidieran, aunque debo decir que estaba justificado que lo hicieran. Llevo un año sobrio. Es una agradable sensación. Acabo de empezar a trabajar para la revista que me envió a la gala. Pero no es lo mío. No son más que cotilleos de celebridades. Preferiría que me volaran el culo a tiros en algún lugar primitivo que en un salón de baile, vestido de esmoquin, como esta noche.
– Yo también -dijo ella, riendo-. Tampoco es lo mío. -Le explicó que estaba en una mesa que les habían cedido y que una amiga le había dado la entrada; aunque no quería asistir, había ido para no desperdiciarla-. Prefiero estar trabajando en la calle, con esta gente, que haciendo cualquier otra cosa. ¿Qué hay de tu hijo? ¿Alguna vez te preguntas qué ha sido de él o tienes ganas de verlo? ¿Cuántos años tiene ahora?
Ella también sentía curiosidad por él, por ello había mencionado a su hijo. Creía sin reservas en la importancia de la familia en la vida de la gente. Además, era poco habitual que tuviera ocasión de hablar con alguien como él. Y todavía más extraño que él estuviera hablando con una monja.
– Cumplirá treinta dentro de unas semanas. A veces pienso en él, pero ya es un poco tarde. Muy tarde. No puedes volver a entrar en la vida de alguien cuando ya tiene treinta años y preguntarle qué tal le ha ido. Seguramente me odia a muerte por marcharme y abandonarlo.
– ¿Tú te odias por lo que hiciste? -preguntó ella, concisa.
– A veces. No con frecuencia. Pensé en ello cuando estaba en rehabilitación. Pero no te presentas, así sin más, en la vida de alguien cuando ya es una persona madura.
– Tal vez sí -dijo ella, suavemente-. A lo mejor le gustaría saber de ti. ¿Sabes dónde está?
– Antes sí. Podría tratar de averiguarlo. Aunque no creo que deba hacerlo. ¿Qué iba a decirle?
– Puede que haya cosas que él querría preguntarte. Podría ser bueno que sepa que tu marcha no tuvo nada que ver con él.
Everett asintió, mirándola. Era una mujer inteligente.
Después de charlar, anduvieron por el barrio un rato; sorprendentemente, todo parecía en orden. Algunas personas habían ido a los refugios. Unas pocas habían resultado heridas y las habían llevado al hospital. El resto parecía estar bien, aunque todos hablaban de la fuerza del terremoto. Había sido muy grande.
A las seis y media de la mañana, Maggie dijo que iba a intentar dormir un poco y que, dentro de unas horas, volvería a la calle para ver cómo estaba su gente. Everett le informó que probablemente trataría de coger un autobús, un tren o un avión para volver pronto a Los Ángeles, o alquilar un coche si podía encontrar uno. Había tomado muchas fotos. Por interés personal, quería dar una vuelta por la ciudad para ver si había algo más que fotografiar antes de marcharse. No quería perderse un reportaje y se llevaba un material fantástico. En realidad, le tentaba quedarse unos días más, pero estaba seguro de que su jefe protestaría. Por otra parte, de momento, en San Francisco y alrededores no había comunicación telefónica con el mundo exterior, así que no podía conocer su reacción.
– Te he hecho algunas buenas fotos esta noche -dijo a Maggie al dejarla en la puerta de su casa.
Vivía en un edificio de aspecto antiguo, que tenía tan mala pinta como viejo era, pero a ella no parecía preocuparle. Dijo que llevaba años viviendo allí y que formaba parte del barrio.
Everett se apuntó la dirección y le dijo que le enviaría copias de las fotos que le había hecho. También le pidió el número de teléfono, por si alguna vez volvía a la ciudad.
– Si vuelvo, te llevaré a cenar -prometió-. Lo he pasado muy bien hablando contigo.
– Lo mismo digo -respondió ella, sonriéndole-. Va a ser necesario mucho tiempo para limpiar la ciudad. Espero que no haya habido muchos muertos.
Parecía preocupada. No había medio de conseguir noticias. Estaban aislados del mundo, sin electricidad ni móviles. Era una sensación extraña.
Estaba saliendo el sol cuando Everett le dijo adiós; se preguntó si volvería a verla. Parecía improbable. Había sido una noche extraña e inolvidable para todos ellos.
– Adiós, Maggie -dijo, mientras ella entraba en el edificio. Había pedazos de yeso por todo el suelo del vestíbulo, pero ella comentó, con una sonrisa, que aquel aspecto apenas era peor de lo normal-. Cuídate.
– Tú también -respondió con un gesto de despedida, y cerró la puerta. El desagradable olor que había llegado hasta ellos al abrirla hizo que Everett se preguntara cómo podía vivir allí.
Mientras se marchaba, pensó que era realmente una santa, pero de inmediato se echó a reír, bajito. Había pasado la noche del terremoto de San Francisco con una monja. Opinaba que era una heroína y estaba impaciente por ver las fotos que le había hecho. Luego, curiosamente, mientras se alejaba del edificio atravesando Tenderloin, se dio cuenta de que estaba pensando en Chad, su hijo, y en el aspecto que tenía a los tres años, y por primera vez en los veintisiete años transcurridos desde que lo vio por última vez, lo echó de menos. Tal vez fuera a verlo un día, si alguna vez volvía a Montana y si Chad seguía viviendo allí. Era algo en que pensar. Parte de lo que Maggie le había dicho había penetrado en él, pero se obligó a sacárselo de la cabeza. No quería sentirse culpable respecto a su hijo. Ya era demasiado tarde, y no les haría bien a ninguno de los dos. Dando grandes zancadas, con sus botas de la suerte, dejó atrás a los borrachos y a las prostitutas de la calle de Maggie. Se dirigió de vuelta al centro de la ciudad para ver qué historias del terremoto podía encontrar allí. Había innumerables posibilidades para hacer fotos. Y para él, quién sabía, quizá incluso otro premio Pulitzer, algún día. A pesar de los terribles sucesos de esa noche, se sentía mejor que en muchos años. Había vuelto a tomar las riendas de su trabajo de periodista y se sentía más seguro y con más control de su vida de lo que se había sentido jamás.