A la mañana siguiente, Tom y la hermana Maggie fueron a despedir a los que se iban. Se utilizarían dos autocares escolares para transportarlos. Todos sabían que el trayecto hasta el aeropuerto iba a ser largo. La comida para los viajeros ya estaba lista y cargada en el autocar. Tom y otros voluntarios del comedor habían acabado de prepararla a las seis de la mañana. Todo estaba dispuesto.
Para sorpresa de todos, había gente que lloraba al despedirse. Habían esperado sentirse encantados de marcharse pero, de repente, les resultaba difícil separarse de sus nuevos amigos. Se intercambiaban promesas de llamar y escribir, incluso de visitarse. La gente de Presidio había compartido mucho dolor, mucho miedo y mucha tensión. Se había creado un vínculo que los uniría para siempre.
Tom estaba hablando con Melanie, en voz baja, mientras Jake, Ashley y los demás subían al autobús. Janet le dijo que se diera prisa. Ni siquiera se molestó en despedirse de Tom. Dijo adiós con la mano a dos mujeres que habían ido a despedirla. Otros deseaban irse a casa también, aunque muchos habían perdido su hogar y no tenían a donde ir. Los que vivían en Los Ángeles tenían suerte de poder dejar la zona y volver a la normalidad. Pasaría mucho tiempo antes de que nada en San Francisco fuera normal.
– Cuídate, Melanie -le susurró Tom, abrazándola suavemente, y luego la besó otra vez.
La joven no tenía ni idea de si Jake los estaba observando, pero después de lo que había hecho, ya no le importaba. Entre ellos, todo había terminado; debería haberse acabado mucho tiempo atrás. Estaba segura de que, en cuanto llegaran a Los Ángeles, él volvería a las drogas. Por lo menos, se había visto obligado a pasarse sin ellas mientras estaban en el campamento, aunque quizá había conseguido algo. Ya no le importaba lo más mínimo.
– Te llamaré en cuanto llegue a Pasadena -le prometió Tom.
– Cuídate -le susurró ella, lo besó levemente en los labios y subió al autobús con los demás.
Jake le lanzó una mirada asesina cuando pasó junto a él. Al subir, Everett estaba justo detrás de ella en la cola. Él le estaba diciendo adiós a Maggie, y ella le enseñó la insignia que se había guardado en el bolsillo.
– No te separes nunca de ella, Maggie -dijo-. Te traerá suerte.
– Siempre he tenido suerte -respondió ella, sonriendo-. He tenido la suerte de conocerte -añadió.
– No tanta como yo. No corras peligro y ten cuidado. Estaremos en contacto -prometió, la besó en la mejilla, mirándola a aquellos ojos azules insondables por última vez, y subió a bordo.
Everett abrió la ventanilla y dijo adiós a Maggie con la mano, mientras se alejaban. Tom y ella se quedaron allí, mirando al autobús, durante mucho rato; luego, volvieron a sus respectivas tareas. Maggie estaba callada y triste mientras regresaba al hospital; se preguntaba si volvería a ver a Everett alguna vez. Sabía que, en caso de que no fuera así, sería la voluntad de Dios. Creía que no tenía derecho a pedir más. Aunque no volvieran a encontrarse, había compartido una semana extraordinaria con él. Notó la insignia de A A en el bolsillo, la acarició brevemente y volvió al trabajo, entregándose a la tarea con vigor, para evitar pensar en él. Sabía que no podía permitírselo. El regresaba a su vida, y ella, a la suya.
El viaje al aeropuerto resultó todavía más largo de lo previsto. Seguía habiendo obstáculos en la carretera; algunos tramos estaban levantados y habían sufrido graves destrozos. Los pasos elevados se habían desplomado y algunos edificios se habían derrumbado, así que los conductores de los dos autobuses tuvieron que tomar un camino más largo y que daba muchos rodeos. Era casi mediodía cuando llegaron al aeropuerto. Vieron daños en varias terminales, y la torre, que estaba en pie hacía solo nueve días, había desaparecido por completo. Solo había un puñado de viajeros y únicamente habían aterrizado unos pocos aviones, pero el suyo los estaba esperando. Estaba previsto que despegara a la una. Formaban un grupo muy heterodoxo cuando pasaron por facturación. Muchos habían perdido las tarjetas de crédito y solo algunos seguían llevando dinero encima. A los que lo necesitaban, la Cruz Roja les había pagado el billete. Pam, que llevaba consigo las tarjetas de crédito de Melanie, pagó los billetes de todos. Había dejado en Presidio a un numeroso grupo de amigos, después de trabajar muy duro durante una semana. Cuando Pam estaba pagando los billetes, Janet insistió en que Melanie y ella volaran en primera clase.
– No hay ninguna necesidad, mamá -dijo Melanie en voz baja-. Prefiero ir con los demás.
– ¿Después de lo que hemos pasado? Tendrían que regalarnos el avión.
Al parecer, Janet había olvidado que los demás habían pasado por la misma terrible experiencia. Everett estaba cerca de ellas, pagando su billete con la tarjeta de crédito de la revista, que conservaba, y miró a Melanie. La joven sonrió y puso los ojos en blanco, justo en el momento en el que Ashley pasaba con Jake. Todavía parecía apenada siempre que su amiga estaba cerca. Jake parecía totalmente harto.
– Joder, me muero de ganas de estar de vuelta en Los Ángeles -dijo Jake, casi gruñendo.
Everett lo miró con una sonrisa.
– Los demás nos morimos de ganas de quedarnos aquí -replicó, burlón.
Melanie se echó a reír, aunque en el caso del fotógrafo era verdad, y también en el suyo. Ambos habían dejado en el campamento personas que les importaban.
Los empleados de la compañía aérea que los atendían eran excepcionalmente agradables. Eran muy conscientes de lo que habían pasado aquellas personas, y los trataban a todos, no solo a Melanie y a su grupo, como si fueran VIP. Los músicos y los encargados del equipo volaban a casa con ellas. En teoría, disponían de los billetes de la gala, pero se habían quedado en el hotel. Pam lo arreglaría con ellos más tarde. Por el momento, lo único que deseaban era volver a casa. Después del terremoto, no habían tenido la oportunidad de tranquilizar a sus familias, de informarlas de que estaban bien, salvo a través de la Cruz Roja, que los había ayudado mucho. Ahora la compañía aérea tomaba el relevo.
Ocuparon sus asientos en el avión y, en cuanto despegaron, el piloto dijo unas palabras, dándoles la bienvenida y deseando que los últimos nueve días no hubieran sido demasiado traumáticos para ellos. En cuanto terminó, varios pasajeros rompieron a llorar. Everett tomó las últimas fotos de Melanie y su grupo. Su aspecto estaba muy lejos del que tenían cuando llegaron. Melanie llevaba unos pantalones de combate, sujetos con una cuerda, y una camiseta que debió de pertenecer a un hombre diez veces más grande que ella. Janet seguía llevando parte de la ropa que vestía entre bastidores la noche del concierto. Sus pantalones de poliéster le habían hecho un buen servicio, aunque, como todos los demás, al final había tenido que recurrir a las camisetas de las mesas de donación. La que llevaba era varias tallas más pequeña. No tenía un aspecto demasiado glamuroso con sus pantalones de poliéster y sus zapatos de tacón alto, que se había negado a cambiar por las chancletas que todos llevaban. Pam vestía un conjunto completo de ropa del ejército que le había dado la Guardia Nacional. Y los músicos y los encargados del equipo parecían presidiarios con sus monos. Como dijo Everett, aquella foto era la leche. Sabía que Scoop la publicaría, posiblemente en portada, como contraste con las que había tomado de la actuación de Melanie en la gala, con el ajustado vestido de lentejuelas y los zapatos de plataforma. Como decía Melanie, ahora sus pies parecían los de una granjera; su esmerada pedicura de Los Ángeles había desaparecido por completo entre el polvo y la grava del campamento, mientras iba arriba y abajo con las chancletas de goma. Everett conservaba sus queridas botas de vaquero de lagarto negro.
Sirvieron champán, frutos secos y galletitas saladas. Al cabo de menos de una hora, aterrizaban en el aeropuerto de Los Ángeles, entre exclamaciones, hurras, silbidos y lágrimas. Habían sido nueve días espantosos para todos. Algo menos para unos que para otros, pero incluso en las mejores condiciones a todos les había resultado duro. Cada uno contaba su historia: cómo había escapado y sobrevivido, cómo había resultado herido y el miedo que había pasado. Un hombre llevaba la pierna enyesada y andaba con muletas, proporcionadas por el hospital; varias personas se habían roto el brazo y también iban escayoladas. Entre ellas, Melanie reconoció a varios heridos que Maggie había cosido. Algunos días le parecía que habían cosido a la mitad del campamento. Solo de pensar en ello, empezó a echar de menos a Maggie. La llamaría al móvil en cuanto pudiera.
El avión recorrió la pista hasta la terminal; al salir se encontraron con una multitud de periodistas. Eran los primeros supervivientes del terremoto de San Francisco que volvían a Los Ángeles. También había cámaras de televisión, que se lanzaron sobre Melanie en cuanto salió por la puerta, un poco aturdida. Su madre le había dicho que se peinara, solo por si acaso, pero ella no se había molestado en hacerlo. La verdad era que no le importaba. Se alegraba de estar en casa, aunque no había pensado mucho en ello en el campamento. Estaba demasiado ocupada.
Los fotógrafos reconocieron también a Jake y le hicieron algunas fotos, pero él pasó junto a Melanie, sin decir palabra, y se dirigió hacia la calle. Le dijo a alguien que estaba cerca que esperaba no volver a verla nunca más. Por suerte, no lo oyó ninguno de los miembros de la prensa que estaban fotografiando a la cantante.
«¡Melanie! ¡Melanie! Aquí… aquí… ¿Cómo fue?… ¿Pasaste miedo?… ¿Resultaste herida?… Vamos, sonríe… ¡Tienes un aspecto fabuloso!» Con una sonrisa, Everett se dijo que quién no lo tenía a los diecinueve años. La prensa ni siquiera vio a Ashley entre la multitud. Se había apartado y esperaba con Janet y Pam, como había hecho mil veces antes. Los músicos y los encargados del equipo se marcharon por su cuenta, después de despedirse de Melanie y de su madre. Los músicos le dijeron que se verían en el ensayo, a la semana siguiente, y Pam les prometió que los llamaría para organizarlo todo. La próxima sesión de grabación de Melanie era en menos de una semana.
Les costó media hora atravesar la multitud de fotógrafos y reporteros. Everett las libró de algunas molestias y las acompañó hasta los taxis aparcados junto a la acera. Por primera vez en varios años, no había ninguna limusina esperando. Pero lo único que Melanie quería en aquellos momentos era huir de la prensa que la acosaba. Everett cerró la puerta del taxi de golpe, le dijo adiós con la mano y se quedó mirando mientras se marchaban. No podía dejar de pensar que había sido una semana terrible. A los pocos minutos de marcharse Melanie, la prensa desapareció. Melanie había subido al primer taxi, con Pam; Ashley iba en el segundo, con Janet.
Jake hacía tiempo que se había ido, solo. Y los músicos y los encargados del equipo se las habían arreglado por su cuenta.
Everett echó una larga mirada alrededor, aliviado a su pesar, por estar de vuelta. Los Ángeles tenía el mismo aspecto de siempre, como si no hubiera pasado nada. Era difícil creer que allí la vida fuera normal. Parecía imposible que el mundo hubiera estado a punto de acabarse en San Francisco y que, allí, todo siguiera como de costumbre. Era una sensación extraña. Everett tomó un taxi y dio al conductor la dirección de su lugar de reunión favorito de AA. Quería ir allí antes incluso de volver a casa. La reunión fue increíble. Cuando le tocó su turno, les habló del terremoto, del grupo que había organizado en Presidio y luego, sin poder contenerse, les soltó que se había enamorado de una monja. Dado que en las reuniones de diez pasos no estaba permitido hacer comentarios, nadie dijo nada. Fue más tarde, cuando se levantó y la gente se le acercó para hacerle preguntas acerca del terremoto, cuando uno de los hombres que conocía le hizo una observación.
– Vaya, hablando de algo inaccesible… ¿Cómo vais a hacerlo?
– De ninguna manera -respondió Everett en voz baja.
– ¿Dejará el convento por ti?
– No. Le gusta mucho ser monja.
– Entonces, ¿qué pasará contigo?
Everett lo pensó un momento antes de responder.
– Continuaré con mi vida. Seguiré viniendo a las reuniones. Y la amaré siempre.
– ¿Te dará resultado? -preguntó su compañero de A A con cara de preocupación.
– Tendrá que darlo -dijo Everett.
Y con esto, abandonó silenciosamente la reunión, paró un taxi y se fue a casa.