Sarah entró en el apartamento de Seth en Broadway para asegurarse de que estuviera bien. Parecía alternativamente aturdido, furioso y a punto de ponerse a llorar. No quiso ir a casa de Sarah y ver a los niños. Sabía que se darían cuenta de lo destrozado y desesperado que estaba, aunque no supieran nada del proceso. Era obvio que algo terrible les había sucedido a sus padres. En realidad, les había ocurrido meses atrás, la primera vez que él defraudó a sus inversores, convencido de que nunca lo pillarían. Sabía que no pasaría mucho antes de que Sully fuera también a prisión, en Nueva York. Y ahora él se enfrentaba a lo mismo.
Se tomó dos tranquilizantes en cuanto entró y se sirvió un vaso de whisky. Bebió un largo trago y miró a Sarah. No soportaba ver aquella angustia en sus ojos.
– Lo siento, cariño -dijo, entre trago y trago de whisky. No la abrazó ni la consoló. Pensaba en sí mismo. Al parecer, era lo que siempre había hecho.
– Yo también, Seth. ¿Estarás bien esta noche? ¿Quieres que me quede?
No quería, pero lo habría hecho por él, sobre todo teniendo en cuenta cómo bebía y tomaba pastillas. Corría el peligro de matarse, incluso sin pretenderlo. Necesitaba que alguien estuviera allí, con él, después del golpe del veredictoy, si tenía que ser ella, estaba dispuesta a hacerlo. Después de todo, era su esposo y el padre de sus hijos, aunque parecía no darse cuenta del daño que esto le estaba haciendo a ella. Según él lo veía, era él quien iría a la cárcel, no su esposa. Pero ella ya estaba en prisión, gracias a él; lo estaba desde que su vida se había hecho añicos la noche del terremoto, en mayo, once meses atrás.
– Estaré bien. Pillaré una borrachera del carajo. Tal vez me pase todo el mes borracho, hasta que aquel pedazo de gilipollas me envíe al trullo cien años. -No era culpa del juez sino de Seth. Sarah lo tenía muy claro pero, por lo visto, Seth no-. ¿Por qué no vuelves a casa, Sarah? No me pasará nada.
No parecía muy convincente y ella estaba preocupada. Todo giraba en torno a él, como siempre. Pero en una cosa tenía razón: él iría a la cárcel y ella no. Tenía razones para estar alterado, aunque se lo tuviera merecido. Ella podía volver la espalda a lo que había pasado. Él no. Además, dentro de un mes, la vida que él había conocido hasta entonces se acabaría. La de Sarah ya se había acabado. Esa noche, Seth no habló de divorcio, pero tampoco habría soportado que ella lo mencionara. De todos modos, ella no podría haber pronunciado esas palabras. Todavía no había dado forma a su decisión ni a las palabras necesarias en su cabeza.
Finalmente, la cuestión salió a relucir una semana después, cuando él fue a dejar a los niños en casa de Sarah, tras una visita. Solo habían estado con él unas horas. No podía soportar pasar más tiempo con ellos en aquellos momentos. Estaba demasiado angustiado y tenía muy mal aspecto. Sarah estaba espantosamente delgada. La ropa le colgaba por todos lados y se le habían afilado los rasgos. Karen Johnson, del hospital, no paraba de decirle que se hiciera un chequeo, pero Sarah sabía que no había ningún misterio en lo que le pasaba. Su vida se había roto en pedazos y su marido iba a ir a prisión por mucho tiempo. Lo habían perdido casi todo, y pronto perderían lo poco que les quedaba. Ahora no tenía a nadie en quien apoyarse, salvo ella misma. Era así de sencillo.
Cuando dejó a los niños, Seth la miró, con una pregunta en los ojos.
– ¿No crees que deberíamos hablar de lo que vamos a hacer con nuestro matrimonio? Me parece que me gustaría saberlo antes de ir a la cárcel. Y si vamos a permanecer juntos, tal vez deberíamos vivir juntos estas últimas semanas. Probablemente pasará mucho tiempo antes de que podamos hacerlo de nuevo.
Sabía que ella quería otro hijo, pero ella no podía pensar en eso ahora. Había renunciado en cuanto sus actividades delictivas salieron a la superficie. Ahora, lo último que deseaba era quedarse embarazada, aunque era cierto que quería tener otro hijo, pero no con él ni en ese momento. Esto le aclaraba muchas cosas. Y lo que él proponía, vivir juntos durante las siguientes tres semanas, también la afectó. No se veía viviendo con él de nuevo, haciendo el amor con él, cogiéndole todavía más cariño del que ya sentía y que luego tuviera que dejarla para ir a prisión. No podía hacerlo. Tenía que enfrentarse a ello. El tenía razón: mejor ahora que más tarde.
– No puedo hacerlo, Seth -dijo, con voz angustiada, una vez que los niños se fueron arriba con Parmani, para bañarse. No quería que oyeran lo que tenía que decir a su padre. No quería que recordaran ese día. Algún día sabrían lo que había sucedido, cuando tuvieran la edad suficiente, pero, ciertamente, no ahora ni tampoco más tarde de una manera desagradable-. No puedo… no puedo volver. Aunque lo deseo más que cualquier otra cosa. Desearía que pudiéramos dar marcha atrás al reloj, pero no creo que podamos. Sigo queriéndote y, probablemente, siempre te querré, pero no creo que pueda volver a confiar en ti nunca más.
Era doloroso, pero brutalmente honesto. Seth permaneció allí, clavado, deseando que sus palabras hubieran sido otras. La necesitaba, sobre todo cuando tuviera que ir a prisión.
– Comprendo -asintió, y luego se le ocurrió algo-. ¿Habría sido diferente si me hubieran absuelto?
En silencio, Sarah negó con la cabeza. No podía volver con él. Lo había sospechado durante meses y, finalmente, se había enfrentado a ello en los últimos días del juicio, antes del veredicto. Pero no había tenido el valor de decírselo, ni siquiera de admitirlo en su interior. Sin embargo, ahora no le quedaba más remedio. Había que decirlo, para que ambos supieran dónde estaban.
– Supongo que, en esas circunstancias, fue muy amable por tu parte seguir a mi lado durante el juicio. -Los abogados le habían pedido que lo hiciera por cubrir las apariencias, pero ella lo habría hecho de todos modos, por amor a él-. Llamaré y pediré que pongan en marcha los trámites para el divorcio -dijo Seth, destrozado.
Sarah asintió, con los ojos anegados en lágrimas. Era uno de los peores momentos de su vida, solo comparable a cuando su hijita estuvo a punto de morir y a la mañana después del terremoto, cuando él le confesó lo que había hecho. Su castillo de naipes se había ido viniendo abajo desde entonces y ahora estaba totalmente desparramado por el suelo.
– Lo siento, Seth.
El asintió, no dijo nada, dio media vuelta y salió del piso. Todo había terminado.
Unos días después, Sarah llamó a Maggie y se lo contó; la monjita le dijo lo mucho que lo sentía.
– Sé lo difícil que habrá sido para ti tomar esta decisión -afirmó, con una voz llena de compasión-. ¿Lo has perdonado, Sarah?
Hubo una larga pausa, mientras Sarah buscaba en su corazón, intentando ser honrada consigo misma.
– No, no lo he perdonado.
– Espero que lo harás, algún día. Aunque eso no significará que tengas que aceptarlo de nuevo.
– Lo sé. -Ahora lo comprendía.
– Os liberaría a los dos. No es bueno que cargues con esto para siempre, como si fuera un bloque de hormigón en tu corazón.
– De todos modos, lo haré -dijo Sarah, con tristeza.
El tiempo que transcurrió hasta la sentencia fue relativamente tranquilo. Seth dejó su apartamento y se alojó en el Ritz-Carlton las últimas noches. Les contó a sus hijos lo que pasaba y les dijo que estaría fuera un tiempo. Molly se puso a llorar, pero él le prometió que podría ir a verlo, lo cual pareció tranquilizarla. Solo tenía cuatro años y, en realidad, no entendía qué estaba ocurriendo. ¿Cómo podría? Resultaba difícil incluso para los adultos. Seth lo había arreglado todo con el agente de fianzas para que el dinero volviera al banco, donde quedaría en depósito para los futuros pleitos que presentarían contra él los inversores; una pequeña parte iría a Sarah, para ayudarla a mantenerse y a mantener a sus hijos, pero no duraría mucho. A la larga, tendría que contar solo con su trabajo, o con lo que sus padres pudieran hacer por ella, que no sería mucho. Estaban jubilados y vivían con unos ingresos fijos. Incluso era posible que tuviera que irse a vivir con ellos durante un tiempo, si se quedaba sin dinero y no podía mantenerse solo con su salario. Seth lo sentía, pero no podía hacer nada más por ella. Vendió su Porsche nuevo y le dio, algo presuntuosamente, el dinero. Todo ayudaba, por poco que fuera. Seth mandó sus pertenencias a un guardamuebles y dijo que ya pensaría qué hacer con ellas. Sarah le había prometido encargarse de todo lo que sus abogados no pudieran hacer por él. La semana en la que iban a conocer la sentencia, Seth empezó los trámites para el divorcio. Sería definitivo al cabo de seis meses. Al recibir la notificación, Sarah se echó a llorar, pero no podía ni imaginar seguir casada con él. No le parecía que hubiera alternativa.
El juez había investigado la situación económica de Seth y le impuso una multa de dos millones de dólares, lo cual lo dejaría sin un centavo, después de vender todo lo que le quedaba. También le impuso una pena de prisión de quince años, tres por cada una de las cinco acusaciones de las que había sido declarado culpable. Era duro, pero al menos no eran treinta años. Al oír la sentencia, un músculo se tensó en la mandíbula de Seth, pero ahora ya estaba preparado para las malas noticias. La última vez, mientras esperaba el veredicto, tenía la esperanza de que se produjera un milagro y quedara libre. Ahora ya no esperaba ningún milagro. Además, al oír la sentencia, comprendió que Sarah tenía razón al querer el divorcio. Si cumplía toda la condena, cuando saliera, tendría cincuenta y tres años, y Sarah, cincuenta y uno. Ahora tenían treinta y ocho y treinta y seis, respectivamente. Era mucho tiempo para esperar a alguien. Quizá saliera dentro de doce años, si tenía suerte, pero seguía siendo demasiado. Para entonces, ella tendría cuarenta y ocho años; era una eternidad sin su marido a su lado. Molly tendría diecinueve años y Oliver, diecisiete. Esto le hizo ver muy claramente que Sarah tenía razón.
Cuando se lo llevaron de la sala esposado, Sarah se echó a llorar. Lo trasladarían a una prisión federal en los próximos días. Los abogados habían pedido un penal de mínima seguridad, lo cual se estaba considerando. Sarah había prometido ir a verlo en cuanto estuviera allí, a pesar del divorcio. No tenía ninguna intención de expulsarlo de su vida; simplemente, no podía seguir siendo su esposa.
Seth se volvió para mirarla mientras se lo llevaban y, justo antes de que le pusieran las esposas, le tiró su alianza. Había olvidado quitársela y dejarla con el reloj de oro que había metido en la maleta y pedido que enviaran a casa de Sarah. Le había dicho que diera la ropa pero guardara el reloj para Ollie. Todo aquello era horrible. Sarah se quedó allí, con la alianza en la mano, sollozando. Everett y Maggie la sacaron de la sala, la llevaron a casa e hicieron que se acostara.