Seth y Sarah emprendieron el largo camino a casa desde el Ritz-Carlton después de la gala. Era casi imposible caminar con las sandalias de tacón alto que llevaba, pero había tantos cristales rotos por el suelo que no se atrevía a quitárselas y andar descalza. Se le hacían ampollas con cada paso que daba. Intentaban evitar cuidadosamente los cables caídos y las chispas de electricidad que saltaban. Finalmente, consiguieron que un coche que pasaba, conducido por un médico que volvía del hospital St. Mary, los llevara la última docena de manzanas. Eran las tres de la madrugada y volvía tras comprobar cómo estaban sus pacientes después del terremoto. Les dijo que en el hospital todo estaba relativamente bajo control. Los generadores de emergencia funcionaban y solo una parte muy pequeña del laboratorio de radiología en la planta principal había quedado destruida. Todo lo demás parecía en orden, aunque tanto los pacientes como el personal estaban visiblemente conmocionados.
En el hospital, al igual que en toda la ciudad, no había comunicación telefónica, pero podían escucharse los boletines de noticias en las radios y los televisores alimentados con baterías, para saber qué partes de la ciudad habían sufrido los peores daños.
También les dijo que la zona de la Marina había resultado terriblemente afectada, igual que en el terremoto, de menor fuerza, de 1989. Estaba construida sobre escombros y algunos incendios ardían fuera de control. Asimismo, había informes de saqueos en el centro de la ciudad. Tanto Russian Hill como Nob Hill habían sobrevivido al terremoto de fuerza 7,9 relativamente bien, como todos los presentes en el Ritz-Carlton habían podido ver. Pero algunas zonas del oeste de la ciudad habían sufrido graves daños, al igual que Noe Valley, Castro y Mission. Pacific Heights también había resultado parcialmente muy afectada. Los bomberos trataban de rescatar a las personas atrapadas en edificios y ascensores, y todavía disponían de suficientes hombres para luchar contra los fuegos que ardían en muchas partes de la ciudad, lo cual no era un logro menor teniendo en cuenta que las conducciones de agua estaban rotas casi en todas partes.
Mientras su benefactor los llevaba a casa, Seth y Sarah oían sirenas a lo lejos. Los dos puentes principales de la ciudad, el Bay y el Golden Gate, estaban cerrados desde minutos después del terremoto. El Golden Gate había oscilado violentamente y varias personas habían resultado heridas. Dos secciones del paso superior del Bay se habían desplomado sobre el paso inferior y se sabía que había varios coches aplastados con personas atrapadas dentro. Hasta el momento, la patrulla de carreteras no había podido rescatarlas. Las noticias de personas bloqueadas dentro del coche, sin poder salir, gritando mientras agonizaban, habían sido espeluznantes. Hasta el momento, era imposible estimar cuál era el número de muertos. Pero probablemente serían muchos, y habría miles de heridos. Los tres escuchaban la radio del coche mientras recorrían, con precaución, las calles.
Sarah dio al médico su dirección y permaneció en silencio todo el camino a casa, rezando por sus hijos. Seguía sin tener manera de comunicarse con la canguro para tranquilizarse. Todas las líneas telefónicas habían caído y los móviles no funcionaban. La conmocionada ciudad parecía estar completamente aislada del resto del mundo. Lo único que Sarah quería era saber que Oliver y Molly estaban bien. Seth miraba fijamente por la ventanilla, aturdido; seguía tratando de usar el móvil, mientras el médico los llevaba el resto del camino. Finalmente, llegaron a su gran casa de ladrillo, en lo alto de la colina de Divisadero y Broadway, con vistas a la bahía. Parecía estar intacta. Dieron las gracias al médico, le desearon que todo le fuera bien y bajaron del coche. Sarah corrió hasta la puerta de entrada y Seth la siguió, con aspecto exhausto.
Sarah ya había abierto la puerta cuando él la alcanzó. Se había quitado aquellos imposibles zapatos de una patada y corría por el vestíbulo. No había electricidad, así que las luces estaban apagadas; todo estaba inusualmente oscuro, ya que ni siquiera funcionaban las luces de la calle. Pasó corriendo por delante del salón para ir arriba y entonces los vio; la canguro dormida en el sofá, con el pequeño, también dormido, en los brazos y Molly respirando profundamente acurrucada a su lado. Había velas encendidas encima de la mesa. La canguro estaba fuera de combate, pero empezó a despertar al acercarse Sarah.
– Hola… oh… ¡qué terremoto tan fuerte! -dijo, completamente despierta, pero susurrando para no despertar a los niños.
Sin embargo, cuando Seth entró en la sala y los tres adultos se pusieron a hablar, los niños también empezaron a moverse. Al mirar alrededor, Sarah vio que todos los cuadros estaban muy torcidos, había dos estatuas caídas y una pequeña y antigua mesa de jugar a las cartas y varias sillas estaban volcadas. La habitación tenía un aspecto terriblemente desordenado, con libros desparramados por el suelo y pequeños objetos esparcidos por todas partes. Pero sus hijos estaban bien, y eso era lo único que importaba. Estaban vivos e ilesos; luego, cuando se acostumbró a la penumbra que reinaba en la estancia, vio que Parmani tenía un golpe en la frente. Explicó que la librería de Oliver se le había caído encima cuando corría a sacarlo de la cuna, al empezar el terremoto. Sarah dio gracias porque no la hubiera dejado inconsciente o hubiera matado al pequeño, ya que los libros y otros objetos habían salido volando de los estantes. En la Marina, un bebé había resultado muerto de ese modo en el terremoto de 1989, cuando un objeto pesado resbaló de un estante y lo mató en la cuna. Sarah daba gracias porque la historia no se hubiera repetido con su hijo.
Oliver se agitó en los brazos de la canguro, levantó la cabeza y vio a su madre, que lo cogió y lo abrazó. Molly seguía durmiendo profundamente, hecha un ovillo, junto a la canguro. Parecía una muñeca y sus padres sonrieron al mirarla, agradecidos porque estuviera a salvo.
– Hola, tesoro, ¿estabas haciendo una grandísima siesta? -preguntó Sarah al pequeño.
El niño pareció sobresaltarse al verlos; empezó a hacer pucheros y se echó a llorar. Sarah pensó que era el sonido más dulce que había oído nunca, tan dulce como la noche en la que nació. Desde que empezó el terremoto había estado aterrada pensando en sus hijos. Lo único que había deseado era correr a casa y abrazarlos. Se inclinó y acarició levemente la pierna de Molly, como si quisiera asegurarse de que también ella estaba viva.
– Debes de haber pasado mucho miedo -dijo Sarah, comprensiva, a Parmani, mientras Seth iba al cuarto de estar y cogía el teléfono.
Seguía cortado. No había servicio telefónico en toda la ciudad. Seth había comprobado su móvil por lo menos un millón de veces de camino a casa.
– Es absurdo -gruñó, al volver a la habitación-. Como mínimo podrían hacer que los móviles siguieran funcionando. ¿Qué se supone que vamos a hacer? ¿Quedarnos desconectados del mundo durante toda la semana? Mejor será que mañana los pongan en marcha.
Sarah sabía, igual que él, que aquello no era en absoluto probable.
Tampoco tenían electricidad y Parmani, muy sensatamente, había cerrado la llave del gas, así que en la casa hacía frío; por suerte, la noche era cálida. Si hubiera sido una de esas habituales noches ventosas de San Francisco, habrían pasado frío.
– Bueno, tendremos que acampar fuera un rato -dijo Sarah, serenamente. Ahora era feliz, con su hijo en los brazos y su hija a la vista, en el sofá.
– Puede que vaya a Stanford o a San José mañana -dijo Seth, vagamente-. Debo hacer unas llamadas.
– El doctor dijo que en el hospital había oído que las carreteras están cerradas. Me parece que estamos incomunicados.
– No puede ser -se lamentó Seth, que parecía presa del pánico; luego miró la esfera luminosa de su reloj-. Tal vez tendría que marcharme ahora. Son casi las siete de la mañana en Nueva York. Para cuando llegue, en la costa Este la gente ya estará en las oficinas. Tengo que completar una transacción hoy mismo.
– ¿No puedes tomarte un día libre? -preguntó Sarah, pero Seth se marchó corriendo, escaleras arriba, sin contestar.
Volvió a bajar a los cinco minutos, vestido con vaqueros, un suéter y zapatillas de correr, con una expresión de tensa concentración en la cara y el maletín en la mano.
Sus dos coches estaban atrapados y, quizá, perdidos para siempre en el garaje del hotel. No había ninguna esperanza de recuperarlos, si es que lograban encontrarlos; en cualquier caso, no lo lograrían en mucho tiempo, dado que la mayor parte del garaje se había desplomado. Se volvió hacia Parmani con una mirada esperanzada y le sonrió en la casi oscuridad del salón. Ollie había vuelto a dormirse en brazos de Sarah, reconfortado por la sensación familiar de su calidez y el sonido de su voz.
– Parmani, ¿te importa que coja prestado tu coche un par de horas? Voy a ver si puedo ir hacia el sur y hacer unas llamadas. Puede que el móvil se decida a funcionar una vez fuera de la ciudad.
– Por supuesto -respondió la canguro, con expresión asombrada.
Le parecía una petición extraña, y a Sarah todavía más. No era el momento de tratar de llegar a San José. A Sarah le parecía inapropiado que estuviera tan obsesionado con los negocios y los dejara solos en la ciudad.
– ¿No puedes relajarte? Hoy nadie esperará tener noticias de nadie de San Francisco. Es absurdo, Seth. ¿Y si hay otro terremoto o una réplica? Estaríamos aquí, solos, y es posible que tú no pudieras volver.
Peor todavía; se podía hundir un paso elevado y aplastarlo en la carretera. No quería que fuera a ninguna parte, pero él parecía decidido y absorto mientras se dirigía hacia la puerta de la calle. Parmani dijo que había dejado las llaves puestas y que el coche estaba en el garaje de la casa. Era un viejo y abollado Honda Accord, pero la llevaba a donde quería ir. Sarah no dejaba que los niños subieran en él y tampoco le entusiasmaba que Seth lo cogiera. El coche tenía más de ciento sesenta mil kilómetros, no estaba dotado de ninguno de los actuales accesorios de seguridad y contaba una docena de años, por lo menos.
– No os preocupéis, señoras. Volveré. -Les sonrió y se marchó a toda prisa.
A Sarah le preocupaba que se aventurara a conducir, sin semáforos que controlaran el tráfico y, tal vez, con obstáculos caídos en la calzada. Pero vio que nada lo detendría. Se había marchado antes de que pudiera decir ni una palabra más. Parmani fue a buscar otra linterna; las velas oscilaron cuando Sarah se sentó en su pequeño salón, pensando en Seth. Una cosa era ser adicto al trabajo y otra irse corriendo a la península, horas después de un fuerte terremoto, dejando que su mujer y sus hijos se las arreglaran solos. No le gustaba en absoluto. Le parecía una conducta irracional y obsesiva.
Parmani y ella permanecieron en el salón, hablando en voz baja casi hasta la salida del sol. Pensó en ir arriba, a su habitación, y acostar a los niños con ella, en su cama, pero se sentía más segura abajo; así podrían abandonar la casa si había otro temblor. Parmani le dijo que había caído un árbol en el jardín y que, en el piso de arriba, el suelo estaba lleno de cosas: un espejo enorme se había caído y se había roto y varias de las ventanas traseras se habían desencajado y se habían hecho añicos contra el cemento. La mayor parte de la vajilla y la cristalería estaba destrozada en el suelo de la cocina, junto con la comida, que había volado, literalmente, de los estantes. Parmani dijo que varias botellas de zumo y de vino se habían roto. Sarah no quería ni pensar en tener que limpiarlo todo. Parmani se disculpó por no haberlo hecho ella, pero estaba demasiado preocupada por los niños y no quiso dejarlos solos el rato que habría necesitado para ocuparse del destrozo. Sarah dijo que ya lo haría ella. Al cabo de un rato, después de dejar a Oliver en el sofá, todavía dormido, fue hasta la cocina a echar una ojeada. Se quedó horrorizada ante la zona catastrófica en la que se había convertido la cocina en pocas horas. Las puertas de la mayoría de los armarios se habían abierto y todo lo que había en el interior había caído. Le llevaría días limpiarlo todo.
Cuando salió el sol, Parmani fue a hacer café, pero entonces se acordó de que no tenían ni gas ni electricidad. Pasando con cuidado por encima de los escombros y trozos de cristal, echó agua caliente del grifo en una taza e introdujo una bolsita de té. Apenas estaba tibio, pero se lo llevó a Sarah, que lo encontró reconfortante. Parmani peló un plátano para ella. Sarah había insistido en que no quería comer nada; todavía estaba demasiado conmocionada y alterada.
Apenas había terminado el té cuando entró Seth, con aire lúgubre.
– Qué rápido -comentó Sarah.
– Las carreteras están cerradas. -Parecía atónito-. Quiero decir, todas las carreteras. En la entrada a la 101, toda la rampa de acceso se ha derrumbado.
No le habló de la horrible carnicería que había debajo. Había ambulancias y policía por todas partes. Los agentes de la patrulla de carreteras lo habían obligado a dar media vuelta y le habían dicho, secamente, que volviera a casa y se quedara allí. No era momento para ir a ningún sitio. Intentó explicarles que vivía en Palo Alto, pero el policía le dijo que tendría que quedarse en la ciudad hasta que abrieran las carreteras de nuevo. Contestó a la siguiente pregunta de Seth diciendo que no lo estarían hasta dentro de varios días. Tal vez incluso una semana, dados los enormes daños que habían sufrido las vías de comunicación.
– Intenté llegar a la 280 por la avenida Diecinueve, pero ocurrió lo mismo. Por la playa, para llegar a Pacifica, pero allí hay deslizamientos de tierra. Está todo bloqueado. No me molesté en probar por los puentes, porque por la radio dijeron que estaban cerrados. ¡Joder, Sarah! -exclamó, furioso-. ¡Estamos atrapados!
– Por poco tiempo. No sé por qué no te calmas. Además, parece que tenemos mucho que limpiar. En Nueva York, nadie esperará que los llames. Seguro que están más enterados de lo que está pasando aquí que nosotros. Créeme, Seth, nadie echará en falta tu llamada.
– No lo entiendes -masculló, sombrío. Luego se lanzó escaleras arriba y cerró la puerta de la habitación de un portazo.
Sarah dejó a los niños con Parmani, que había observado la escena, intrigada, y siguió a su marido al piso de arriba. Seth recorría la habitación, arriba y abajo, como un león enjaulado. Un león muy furioso, con aspecto de estar a punto de devorar a alguien y, a falta de otra víctima, parecía que fuera a atacarla a ella.
– Lo siento, cariño -dijo Sarah, dulcemente-. Sé que estás en medio de una operación, pero los desastres naturales no se pueden controlar. No podemos hacer nada. La operación esperará unos días.
– No, no lo hará. -Escupió las palabras con rabia-. Algunas operaciones no esperan. Y esta es una de ellas. Lo único que necesito es un maldito teléfono. -Fabricaría uno si pudiera, pero no podía. Solo sentía gratitud porque sus hijos estaban a salvo.
La obsesión de Seth por continuar con sus negocios, en aquellas circunstancias, le parecía más que exagerada. Aunque, al mismo tiempo, sabía que gracias a ello era un hombre de tanto éxito. Nunca paraba. Estaba pegado al móvil día y noche, haciendo negocios. Sin él, ahora se sentía absoluta y completamente impotente, atrapado, como si alguien le hubiera cortado las cuerdas vocales y le hubiera atado las manos. Estaba clavado en el suelo, en una ciudad muerta, sin ninguna posibilidad de comunicarse con el exterior. Sarah, que se daba cuenta de que para él era una crisis muy grave, deseaba convencerlo para que se calmase.
– ¿Qué puedo hacer para ayudarte, Seth? -preguntó, sentándose en la cama y dando unos golpecitos junto a ella. Pensó en un masaje, un baño, un tranquilizante, unas friegas en la nuca o en la espalda, abrazarlo o tumbarse junto a él en la cama.
– ¿Que qué puedes hacer para ayudarme? ¿Te burlas de mí? ¿Es una broma? -Casi estaba gritando en su habitación tan bellamente decorada. El sol ya había salido y los suaves tonos amarillo y azul celeste tenían un aspecto exquisito bajo la primera luz de la mañana. Seth, totalmente ajeno a la belleza de la habitación, la miraba colérico.
– Lo digo de verdad -respondió ella con calma-. Haré todo lo que pueda.
Él siguió mirándola fijamente, como si pensara que estaba loca.
– Sarah, no tienes ni idea de lo que está pasando. Ni la más remota idea.
– Ponme a prueba. Fuimos a la escuela de negocios juntos. No soy estúpida, ¿sabes?
– No, el estúpido soy yo -dijo, sentándose en la cama y pasándose la mano por el pelo. Ni siquiera podía mirarla-. Tengo que transferir sesenta millones de dólares de nuestras cuentas de fondos, hoy, antes de mediodía. -Su voz parecía muerta al decirlo, y a Sarah la impresionó.
– ¿Vas a hacer una inversión de esa envergadura? ¿Qué compras? ¿Materias primas? Parece arriesgado en esas cantidades.
Por supuesto, la compra de materias primas entrañaba un riesgo alto, pero también un beneficio igualmente alto, si se hacía bien. Sabía que Seth era un genio con las inversiones.
– No estoy comprando, Sarah -dijo, mirándola un momento y luego apartando la vista-. Me estoy cubriendo el culo. Es lo único que estoy haciendo y, si no lo consigo, estoy jodido… estamos jodidos… todo lo que tenemos desaparecerá… Incluso podría ir a la cárcel. -Tenía la mirada fija en el suelo, entre los pies, mientras hablaba.
– ¿De qué estás hablando? -Sarah parecía presa del pánico. Seth estaba bromeando, seguro, aunque la expresión de su cara le decía que no era así.
– Tuvimos una auditoría esta semana para comprobar nuestro nuevo fondo. Era una auditoría de los inversores, para asegurarse de que teníamos en el fondo tanto como afirmábamos. Con el tiempo lo tendremos, claro, no hay ninguna duda. Ya lo he hecho antes. Sully Markham me ha cubierto en auditorías así en otras ocasiones. Al final, cuando conseguimos el dinero lo ingresamos en la cuenta. Pero, a veces, al principio, cuando no lo tenemos y los inversores hacen una auditoría, Sully me ayuda a inflar un poco las cosas.
Sarah lo miraba, estupefacta.
– ¿Un poco? Sesenta millones de dólares ¿y dices que es inflarlo un poco? Dios santo, Seth, ¿en qué estabas pensando? Podrían haberte pillado o no lograr reponer el dinero.
– Al decirlo, se dio cuenta de que eso era precisamente lo que estaba sucediendo. Ahí era donde Seth estaba ahora.
– Debo conseguir el dinero, de lo contrario pillarán a Sully, en Nueva York. Es preciso que tenga el dinero de vuelta en sus cuentas hoy. Los bancos están cerrados. No tengo el maldito móvil; ni siquiera puedo llamar a Sully para decirle que lo cubra de alguna manera.
– Seguro que se habrá dado cuenta. Con toda la ciudad paralizada, debe de saber que no puedes hacerlo.
Sarah estaba pálida. Nunca, ni por asomo, se le había ocurrido que Seth no fuera honrado. Y sesenta millones no era un desliz pequeño. Era importante. Un fraude a gran escala. Ni por un momento se le había ocurrido que la codicia corrompería a Seth y lo llevaría a hacer algo así. Ponía en entredicho todo lo que había entre ellos, toda su vida y, lo más importante, quién era él.
– Se suponía que iba a hacerlo ayer -dijo Seth, sombrío-. Le prometí a Sully que lo haría antes de cerrar. Pero los auditores se quedaron hasta casi las seis. Por eso llegué larde al Ritz. Sabía que él tenía hasta las dos del mediodía de hoy, y yo tenía hasta las once, así que calculé que podría ocuparme esta mañana. Estaba preocupado, pero no me dejé llevar por el pánico. Ahora sí. Ahora el pánico me ahoga. Estamos absoluta, total y completamente jodidos. El tiene que pasar una auditoría que empieza el lunes. Debe posponerla, ya que los bancos no habrán abierto para entonces. Y yo ni siquiera puedo hacer una maldita llamada para avisarle. -Seth parecía a punto de echarse a llorar, mientras Sarah no podía dejar de mirarlo, escandalizada e incrédula.
– A estas alturas ya debe de haberlo comprobado y habrá visto que no has hecho la transferencia -dijo, sintiéndose algo mareada. Le parecía estar en una montaña rusa, apenas capaz de sujetarse y sin cinturón de seguridad. No podía siquiera imaginar qué sentía Seth. Se arriesgaba a ir a la cárcel. Y entonces, ¿qué pasaría con ellos?
– De acuerdo, ya sabe que no he hecho la transferencia. ¿Y qué? Como el maldito terremoto ha cerrado la ciudad a cal y canto, ya no puedo hacerle llegar el dinero. Cuando se presenten los auditores, el lunes por la mañana, tendrá un déficit de sesenta millones de dólares, y yo no puedo hacer nada.
Ambos, Sully Markham y Seth, eran culpables de fraude y robo entre diversos estados. Sarah sabía, al igual que Seth cuando lo hizo, que era un delito federal; no podía ser peor. Daba miedo solo de pensarlo. Lo miró, sintiendo que la habitación giraba como una peonza.
– ¿Qué vas a hacer, Seth? -preguntó con un hilo de voz. Comprendía plenamente todas las repercusiones de lo que él había hecho. Lo que no podía entender era por qué lo había hecho ni cuándo se había convertido en un delincuente. ¿Cómo podía estar pasándoles aquello?
– No lo sé -contestó él, sinceramente, y luego la miró a los ojos. Parecía aterrado, igual que ella-. Es posible que este sea el final, Sarah. He hecho este tipo de cosas antes. Y también he ayudado a Sully a hacerlas. Somos viejos amigos. Nunca nos habían pillado hasta ahora, y siempre había podido arreglar las cosas en mi parte del asunto. Esta vez estoy de mierda hasta las orejas.
– Dios mío -musitó Sarah-. ¿Qué ocurrirá si te procesan?
– No lo sé. Esto va a ser difícil de tapar. En todo caso, no creo que Sully pueda posponer la auditoría. Los inversores son quienes deciden cuándo se hace, y no les gusta dar tiempo para que se hagan florituras o se amañen los libros. Y está claro que los amañamos. Está claro que los falsificamos. No sé si habrá tratado de posponer la auditoría al enterarse de que ha habido un terremoto y que no le he transferido los fondos. Aunque es bastante difícil ocultar sesenta millones debajo de la alfombra. Es un agujero que no pasarán por alto. Peor todavía; la pista lleva directamente a mí. A menos que Sully haga un milagro antes del lunes, estamos totalmente jodidos. Si los auditores se dan cuenta, la Comisión Nacional de Mercado de Valores no tardará ni cinco minutos en venir a por mí. Y soy una presa fácil, encerrado aquí, sin poder hacer nada. No puedo salir huyendo. Si tiene que pasar, pasará. Tendremos que conseguir un abogado fuera de serie y ver si podemos hacer un trato con el fiscal federal, si llegamos a eso. De lo contrario, tendría que huir a Brasil, y eso es algo que no quiero hacerte. Así que supongo que no nos queda más remedio que quedarnos aquí, esperando lo inevitable cuando pase el jaleo del terremoto. He intentado utilizar mi BlackBerry hace un rato, pero está absolutamente muerta. Tendremos que esperar y ver qué sucede… Lo siento, Sarah -añadió. No sabía qué más podía decirle.
Los ojos de Sarah estaban llenos de lágrimas cuando lo miró. Nunca, jamás, había sospechado que no fuera honrado y ahora se sentía como si le hubieran dado un mazazo.
– ¿Cómo has podido hacer algo así? -preguntó, mientras las lágrimas caían por sus mejillas. No se había movido. Seguía sentada, mirándolo fijamente, incapaz de creer lo que él acababa de decirle. Pero estaba claro que era verdad. D e repente, su vida se había convertido en una película de terror.
– Pensé que nunca nos pillarían -dijo, encogiéndose de hombros. A él también le parecía increíble, pero por razones diferentes de las de Sarah. Seth no se daba cuenta, no tenía ni idea de lo traicionada que se sentía Sarah por lo que le había confesado.
– Aunque no os atraparan, ¿cómo has podido hacer algo tan deshonesto? Has infringido todas las leyes imaginables, has falseado los activos ante tus inversores. ¿Y si hubieras perdido todo su dinero?
– Creía que podía cubrirlo. Siempre lo hacía. ¿De qué te quejas? Mira qué rápido he construido mi empresa. ¿Cómo crees que tienes iodo esto? -Abrió los brazos, con un gesto que abarcaba toda la habitación. Sarah se dio cuenta de que no sabía quién era. Pensaba que lo conocía, pero no era así. Era como si el Seth que conocía se hubiera desvanecido y un delincuente hubiera ocupado su lugar.
– ¿Y qué pasará con todo esto si vas a la cárcel?
Nunca había esperado que él tuviera tanto éxito, pero ahora vivían a lo grande. La casa de la ciudad, otra enorme en Tahoe, el avión, coches, bienes, joyas. Seth había levantado un castillo de naipes que estaba a punto de desmoronarse y caérseles encima; no lograba evitar preguntarse lo mal que podían llegar a ponerse las cosas. Seth parecía estresado y avergonzado, y tenía razones para estarlo.
– Supongo que se irá al traste -dijo sencillamente-. Aunque no fuera a prisión. Tendré que pagar multas y los intereses del dinero que me prestaron.
– No te lo prestaron; lo cogiste. Tampoco era de Sully, así que no podía dártelo. Es de sus inversores, no vuestro, de ninguno de los dos. Hiciste un trato con tu amiguete para mentir a la gente. No está bien, Seth, nada bien. -No quería que lo atraparan, por él y también por ellos, pero sabía que si lo hacían sería justo.
– Gracias por el sermón sobre moralidad -replicó él, amargamente-. En cualquier caso, respondiendo a tu pregunta, todo acabaría muy rápido. Confiscarían todas nuestras cosas o una parte: las casas, el avión y la mayoría de lo demás. Lo que no se llevaran, podríamos venderlo. -Lo decía casi como si no le importara. En el momento en el que se produjo el terremoto, la noche anterior, supo que estaba perdido.
– ¿Y cómo se supone que viviremos?
– Pidiendo prestado a los amigos, supongo. No lo sé, Sarah. Tendremos que resolverlo cuando ocurra. De momento estamos bien. Nadie vendrá a buscarme en medio del caos que ha dejado el terremoto. Tendremos que ver qué pasa la semana que viene.
Pero Sarah sabía, igual que él, que todo su mundo se estaba viniendo abajo. No había manera de evitarlo, después de todas las trampas que él había hecho.
– ¿Crees que nos quitarán la casa?
De repente, al mirar alrededor, pareció dominarla el pánico. Era su hogar. No necesitaba una casa tan lujosa como esa, pero era donde vivían, la casa donde habían nacido sus hijos. La perspectiva de perderlo todo la aterraba. Si arrestaban y procesaban a Seth, podían quedarse en la miseria en un abrir y cerrar de ojos. Empezó a ser presa de la desesperación. Tendría que encontrar un empleo, un lugar donde vivir. ¿Y dónde estaría Seth? ¿En prisión? Solo unas horas antes, lo único que quería era saber que sus hijos estaban sanos y salvos después del terremoto, que no se les había caído la casa encima. Y de repente, después de lo que Seth le había revelado, todo lo demás se venía abajo y lo único que tenía seguro ahora eran sus hijos. Ni siquiera sabía quién era Seth, después de lo que le había dicho. Llevaba cuatro años casada con un extraño. Era el padre de sus hijos. Lo había querido y había confiado en él.
Al pensar en ello, rompió a llorar con más fuerza. Seth se acercó para abrazarla, pero lo rechazó. Ya no sabía si era amigo o enemigo. Sin pensar siquiera en ella y en los niños, los había puesto en peligro a todos. Estaba furiosa con él, y des-trozada por lo que había hecho.
– Te quiero, cariño -dijo él en voz baja.
Ella lo miró, asombrada.
– ¿Cómo puedes decir eso? Yo también te quiero, pero mira lo que nos has hecho, a todos nosotros. No solo a ti y a mí, sino también a los niños. Quizá nos echen a la calle. Y tú podrías acabar en la cárcel. -Y eso era lo que pasaría, casi con toda seguridad.
– Puede que no sea tan malo.
El trataba de tranquilizarla, pero ella no lo creía. Conocía demasiado bien las normas de la SEC para creer las trivialidades que le decía. Corría un peligro muy real de que lo arrestaran y lo encarcelaran. Y si lo hacían, su vida, tal como la conocían, desaparecía con él. Nunca volvería a ser igual.
– ¿Qué vamos a hacer ahora? -preguntó, abatida, sonándose con un pañuelo de papel.
Ya no parecía la glamurosa dama de la alta sociedad de la noche anterior. Era una mujer terriblemente asustada. Se había puesto un suéter encima del traje de noche y llevaba los pies descalzos, mientras permanecía sentada en la cama, llorando. Parecía una adolescente cuyo mundo hubiera llegado a su fin. Y lo había hecho, gracias a su marido.
Se deshizo el moño y dejó que el pelo le cayera sobre los hombros. Aparentaba la mitad de su edad, allí sentada, mirándolo furiosa, sintiéndose traicionada, como nunca se había sentido antes. No por el dinero y el modo de vida que perderían, aunque también importaban. Todo había parecido tan seguro y había sido tan importante para ella, para sus hijos… Pero lo peor era que él les había arrebatado la vida feliz que había forjado para ellos, la seguridad con la que ella contaba. Al transferir el dinero que Sully Markham les había prestado, los había puesto en peligro a todos. Había hecho saltar su vida por los aires, junto a la de él.
– Creo que lo único que podemos hacer es esperar -dijo Seth, en voz baja, mientras cruzaba la habitación y se quedaba mirando por la ventana.
Había incendios debajo de ellos y, a la luz de la mañana, pudo ver que algunas casas cercanas habían sufrido daños. Había árboles caídos, balcones colgando en ángulos extraños, chimeneas derrumbadas sobre los tejados. La gente caminaba con expresión aturdida. Pero nadie estaba tan aturdido como Sarah, que seguía llorando en la habitación. Solo era cuestión de tiempo que la vida tal como la conocían tocara a su fin y, quizá con ella, su matrimonio.