Maggie tardó dos semanas en poner fin a su vida en San Francisco. Para entonces, Everett ya se había despedido de Scoop; iba a empezar en la delegación de Time en Los Ángeles en junio. Pensaba tomarse dos semanas libres entre los dos trabajos para pasarlas con Maggie. El padre Callaghan había aceptado casarlos el día después de que ella llegara y Maggie había llamado a su familia para decírselo. Su hermano, el ex sacerdote, se había sentido particularmente complacido y le había deseado lo mejor.
Maggie se compró un sencillo traje blanco de seda, con zapatos de satén color marfil, de tacón alto. Estaba muy lejos de su viejo hábito y significaba el principio de una nueva vida para ambos.
Everett pensaba llevarla a La Jolla para la luna de miel, a un pequeño hotel que conocía bien; allí podrían dar largos paseos por la playa. Ella empezaría a trabajar con el padre Callaghan en julio; tenía seis semanas para prepararse antes de que él se marchara a México a mediados de agosto. Ese año, el sacerdote se iría antes de lo habitual, porque sabía que su misión en Los Ángeles quedaba en buenas manos. Maggie tenía muchas ganas de empezar. Ahora, todo en su vida era apasionante. Una boda, un traslado, un nuevo trabajo, una nueva vida. Le había sorprendido darse cuenta de que tendría que usar su verdadero nombre. Mary Magdalen era el nombre que había tomado al entrar en el convento. Antes de eso, había sido siempre Mary Margaret. Everett dijo que él siempre la llamaría Maggie. Era como pensaba en ella, como la había conocido y a quien identificaba con ella. Los dos estuvieron de acuerdo en que le sentaba bien, así que decidió conservar el nombre. Ahora, su nuevo apellido sería Carson. Señora de Everett Carson. Lo pronunció varias veces, mientras hacía las maletas y echaba una ojeada al estudio por última vez. Le había sido útil durante los años pasados en Tenderloin. Unos días que ya habían tocado a su fin. Había metido el crucifijo en la maleta; el resto lo había regalado.
Entregó las llaves al casero, le deseó lo mejor y se despidió de los conocidos que estaban en los pasillos. El travesti al que había cobrado mucho afecto le dijo adiós con la mano cuando ella entró en el taxi. Dos de las prostitutas que la conocían la vieron cargada con la maleta y también le dijeron adiós mientras el taxi se alejaba. No le había dicho a nadie que se marchaba ni por qué, pero era como si supieran que no iba a volver. Mientras se alejaba, rezó una oración por ellos.
Su vuelo a Los Ángeles aterrizó puntualmente. Everett la estaba esperando en el aeropuerto. Por unos momentos, tuvo el alma en vilo. ¿Y si ella cambiaba de parecer? Pero entonces vio a Maggie, una mujer menuda con vaqueros azules, el pelo de un pelirrojo intenso, unas botas deportivas de color rosa y una camiseta blanca donde decía «Amo a Jesús», que se acercaba a él con una sonrisa irresistible. Esa era la mujer a la que había esperado toda su vida. Había sido muy afortunado al encontrarla y, por su aspecto al agarrarse de su brazo, parecía que ella se sentía igual de afortunada. Everett le cogió la maleta y se marcharon. La boda se celebraría al día siguiente.
La prisión a la que habían enviado a Seth era de mínima seguridad, estaba en el norte de California y les habían comentado que las condiciones eran bastante buenas. Había un campamento forestal anejo y los presos trabajaban allí de guardas; vigilaban la seguridad de la zona y luchaban contra los incendios cuando se producían. Seth confiaba poder ir pronto al campamento.
Entretanto, le habían dado una celda individual, después de que su abogado moviera algunos hilos. Estaba cómodo y no corría ningún peligro grave. Los otros presos estaban allí por delitos administrativos. De hecho, la mayoría de los delitos eran parecidos al suyo, aunque a escala mucho menor. Aquellos hombres incluso podían considerarlo un héroe. Había visitas conyugales para los que estaban casados; les permitían recibir paquetes y la mayoría de los presos leían The Wall Street Journal. La llamaban el club de campo de las prisiones federales, pero era una prisión, a pesar de todo. Echaba de menos su libertad, a su esposa y a sus hijos. No lamentaba lo que había hecho, pero lamentaba profundamente que lo hubieran pillado.
Sarah había ido a verlo con los niños en la primera prisión donde había estado, en Dublin, al sudeste de Oakland, mientras lo estaban procesando. Había sido incómodo, espantoso y una conmoción para todos. Visitarlo ahora era más como ir de visita a un hospital o a un mal hotel en medio del bosque. Había una pequeña ciudad cerca, donde Sarah y los niños podían alojarse. Sarah podría haber tenido visitas conyugales con él, ya que el divorcio todavía no era definitivo, pero en lo que la concernía a ella, el matrimonio había terminado. Seth lo lamentaba, tanto como el pesar que le había causado. Lo vio claramente en sus ojos la vez anterior que fue a visitarlo con los niños, dos meses atrás. Era la primera vez que los vería aquel verano. No era fácil llegar hasta allí; además, habían estado fuera. Sarah y los niños habían estado en las Bermudas con sus padres desde junio.
Aquella calurosa mañana de agosto, mientras los esperaba, se sentía nervioso. Se planchó los pantalones y la camisa de color caqui y se lustró los zapatos reglamentarios, de piel marrón. Entre las cosas que echaba en falta estaban sus zapatos ingleses hechos a mano.
Cuando llegó la hora de las visitas, fue hasta la zona de césped, en la parte delantera del campamento. Los hijos de los presos jugaban allí, mientras maridos y mujeres hablaban, se besaban y se cogían de la mano. Mientras miraba atentamente la carretera, vio el coche llegar. Sarah aparcó y sacó una cesta de picnic del maletero. A las visitas se les permitía llevar comida. Oliver caminaba junto a ella, cogido de su falda, con aire cauto, y Molly avanzaba dando saltos, con una muñeca bajo el brazo. Por un momento, notó el escozor de las lágrimas en los ojos, y entonces Sarah lo vio. Lo saludó con la mano, cruzó el control, donde registraron la cesta que llevaba y luego permitieron que los tres entraran. Sarah sonreía mientras se acercaban. Vio que había recuperado un poco de peso y que tenía un aspecto menos demacrado que antes del verano, después del juicio. Molly se lanzó a sus brazos; Oliver se quedó atrás un momento y luego se aproximó con cierta desconfianza. Entonces, Seth cruzó la mirada con Sarah. Ella lo besó levemente en la mejilla y dejó la cesta en el suelo, mientras los niños corrían a su alrededor.
– Tienes buen aspecto, Sarah.
– Tú también -dijo ella sintiéndose incómoda al principio.
Había pasado un tiempo y habían cambiado muchas cosas. El le enviaba e-mails de vez en cuando, y ella le contestaba, hablándole de los niños. A Seth le habría gustado decirle más cosas, pero ya no se atrevía. Sarah había fijado los límites y él no tenía más remedio que respetarlos. No le dijo que la extrañaba, aunque así era. Y ella no le dijo lo difícil que seguía siendo todo sin él. En su relación, ya no había lugar para eso. La ira la había abandonado; lo único que quedaba era tristeza, pero también una especie de paz, ahora que empezaba a seguir adelante con su vida. No quedaba nada que reprocharle ni lamentar. Había sucedido. Estaba hecho. Se había acabado. Durante el resto de sus vidas, compartirían a sus hijos, las decisiones sobre ellos y los recuerdos de otros tiempos.
Sarah sirvió el almuerzo para todos en una de las mesas de picnic. Seth acercó unas sillas y los dos niños se turnaron para sentarse en sus rodillas. Había comprado unos sándwiches deliciosos de una charcutería local, fruta y el pastel de queso que sabía que le gustaba a Seth. Incluso se había acordado de llevarle sus bombones favoritos y un puro.
– Gracias, Sarah. Ha sido un almuerzo delicioso. -Se recostó en la silla, fumando el puro, mientras los niños correteaban arriba y abajo.
Sarah vio que le iba bien, se había adaptado al cambio en su suerte que lo había llevado allí. Parecía aceptarlo, sobre todo desde que Henry Jacobs le había confirmado que no había base para apelar. El juicio se había desarrollado correctamente y el proceso había sido limpio. Seth no parecía amargado y ella tampoco.
– Gracias por traer a los niños -dijo él.
– Molly empieza la escuela dentro de dos semanas. Y yo tengo que volver al trabajo.
Seth no sabía qué decirle. Quería que supiera que sentía que hubieran perdido la casa, que hubiera tenido que vender las joyas, que todo lo que habían construido juntos hubiera desaparecido, pero no conseguía encontrar las palabras. Simplemente permanecieron sentados, juntos, mirando a sus hijos. Ella llenó el incómodo silencio con noticias de su familia, y él le contó la rutina de la cárcel. No era una conversación impersonal, pero sí distinta. Había cosas que ya no podían decir, y nunca más podrían. Él sabía que ella lo quería; el almuerzo que le había llevado lo confirmaba; al igual que la cariñosa manera de prepararlo en la cesta y que hubiera llevado a sus hijos a verlo. Y ella sabía que él seguía queriéndola. Llegaría un día en el que incluso eso sería diferente, pero por el momento era lo único que quedaba de un vínculo que habían compartido y que se desharía o alteraría con el tiempo, pero que ahora todavía seguía estando allí. Hasta que algo o alguien lo sustituyera, hasta que los recuerdos se hicieran demasiado viejos y el tiempo, demasiado largo. Era el padre de sus hijos, el hombre con el que se había casado y al que había amado. Eso no cambiaría nunca.
Los niños y ella se quedaron hasta el final de la hora de visitas. Un silbato les advirtió que se acercaba el momento de marcharse. Les avisaba de que guardaran las cosas y tiraran los desechos a la basura. Sarah guardó los restos del almuerzo y las servilletas de cuadros rojos en la cesta de picnic. Había llevado utensilios de casa para que la reunión fuera tan festiva como fuera posible.
Llamó a los niños y les dijo que se marchaban. Oliver puso cara triste cuando le dijo que se despidiera de papá y Molly se abrazó a la cintura de Seth.
– No quiero dejar a papá -dijo con cara de pena-. ¡Quiero quedarme con él!
Eso era a lo que los había condenado, pero Seth también sabía que hasta eso cambiaría con los años. Al final, acabarían acostumbrándose a verlo allí y en ningún otro lugar.
– Pronto volveremos a verlo -dijo Sarah esperando que Molly soltara a su padre, lo cual hizo finalmente. Seth los acompañó tan cerca del control como le estaba permitido, igual que hacían otros presos.
– Gracias de nuevo, Sarah -dijo, con la voz familiar de siete años de historia en común-. Cuídate.
– Lo haré. Tú también. -Empezó a decirle algo y luego vaciló, mientras los niños se adelantaban-. Te quiero, Seth. Confío que lo sepas. Ya no estoy furiosa contigo. Solo triste por ti, por todos nosotros. Pero estoy bien.
Quería que lo supiera, que no se preocupara por ella ni se sintiera culpable. Seth podía recriminarse cuanto quisiera, pero durante el verano, Sarah había comprendido que ella iba a estar perfectamente. Estas eran las cartas que el destino le había dado, y era con las que iba a jugar, sin mirar atrás ni odiarlo, sin desear siquiera que las cosas fueran de otra manera. Ahora comprendía que nunca podrían serlo. Incluso aunque no sabía lo que estaba sucediendo, había estado sucediendo de todos modos. Solo habría sido cuestión de tiempo que aflorara a la luz del día. Ahora lo comprendía plenamente. Seth nunca había sido el hombre que ella pensaba que era.
– Gracias, Sarah… por no odiarme por lo que hice. -No trató de explicárselo. Ya lo había intentado y sabía que ella nunca lo comprendería. Todo lo que le había pasado por la cabeza en aquel entonces era algo totalmente ajeno a como era ella.
– Está bien, Seth. Pasó. Somos afortunados por tener a los niños.
Todavía lamentaba no tener otro hijo, pero quizá lo tendría, algún día. Su destino estaba en otras manos que las suyas. Era lo que Maggie le había dicho cuando le contó que se había casado. Y pensando en ella, se volvió hacia Seth y sonrió. No se había dado cuenta antes, pero sin ni tan siquiera intentarlo, lo había perdonado. Un peso de un millón de kilos había desaparecido de sus hombros y de su corazón. Sin ni tan siquiera desear que desapareciera, había desaparecido.
Seth se quedó mirándolos mientras cruzaban la verja de salida y entraban de nuevo en el aparcamiento. Los niños le dijeron adiós con la mano y Sarah se volvió una vez para sonreírle y mirarlo largamente. El también les dijo adiós mientras se alejaban en el coche; luego, volvió lentamente a su celda, pensando en ellos. Aquella era la familia a la que había sacrificado y, en última instancia, desperdiciado.
Cuando dobló una curva de la carretera y la prisión se desvaneció detrás de ella, Sarah miró a sus hijos, sonrió para sus adentros y comprendió lo que había sucedido. No sabía cómo ni cuándo, pero, de algún modo, había llegado. Era a lo que Maggie se había referido tantas veces y que Sarah nunca conseguía encontrar. Lo había encontrado o aquello la había encontrado a ella; se sentía tan ligera que creyó que podría echar a volar. Había perdonado a Seth y alcanzado un estado de gracia que, al principio, no podía ni imaginar. Era un momento de perfección absoluta, congelado en el tiempo para siempre… una gracia asombrosa.