Capítulo 6

El domingo por la mañana, por los altavoces de Presidio se informó de que en la ciudad habían sido rescatadas muchas personas, liberadas de donde estaban atrapadas: de los ascensores del centro, de debajo de edificios desplomados o inmovilizadas bajo estructuras caídas. Desde el terremoto de 1989, las normas de construcción eran más estrictas, así que los daños eran menores de lo esperado, pero el alcance de este temblor había sido tal que, de todos modos, se había producido una enorme destrucción y el número de víctimas mortales conocido se elevaba a cuatro mil. Y todavía se estaban explorando algunas zonas. Los operarios del Servicio de Emergencias seguían buscando supervivientes entre los escombros y bajo los pasos elevados de acceso a la autopista, que se habían desplomado. Solo habían pasado sesenta horas desde que se había producido el terremoto, el jueves por la noche, así que seguía habiendo esperanzas de rescatar a muchas personas que permanecían atrapadas.

Las noticias eran aterradoras y alentadoras al mismo tiempo; por todo ello, todos tenían un aspecto sombrío mientras se alejaban de la zona de hierba donde cada día se emitían los comunicados. La mayoría se dirigió al comedor a desayunar. También les habían dicho que probablemente pasarían varias semanas antes de que pudieran volver a sus casas. Los puentes, autovías, aeropuertos y muchas zonas de la ciudad continuaban cerradas. Tampoco había manera de saber cuándo volvería la electricidad y menos aún cuándo la vida regresaría a la normalidad.

Everett estaba charlando tranquilamente con la hermana Maggie, cuando llegó Melanie, después de haber desayunado con su madre, su secretaria, Ashley, Jake y varios miembros de la orquesta. Todos se estaban poniendo nerviosos e impacientes por volver a Los Ángeles, lo cual, evidentemente, no era ni remotamente posible por el momento. No tenían más remedio que esperar y ver qué pasaba. Para entonces, por el campamento había corrido la voz de que Melanie Free estaba allí. La habían visto en el comedor con sus amigos, y su madre había alardeado tontamente de ella. Sin embargo, hasta entonces, en el hospital nadie le había prestado mucha atención. Incluso cuando la reconocían, sonreían y seguían su camino. Era evidente que estaba trabajando duro como voluntaria. Pam se había apuntado para ayudar en el mostrador de ingreso al campamento, ya que continuaba llegando gente. La comida se estaba agotando en la ciudad y todos acudían a Presidio en busca de refugio.

– Hola, pequeña -la saludó Everett sin ceremonias, y ella sonrió.

La joven se había hecho con una nueva camiseta en las mesas de donaciones y un enorme suéter de hombre, lleno de agujeros, que le daba aspecto de huérfana. Todavía llevaba los pantalones de camuflaje y chanclas. También la hermana Maggie se había cambiado de ropa. Cuando había acudido a presentarse voluntaria llevaba consigo una bolsa con algunas cosas. En la camiseta que se había puesto ese día decía: «Jesús es mi colega». Everett soltó una fuerte carcajada al verla y bromeó:

– Supongo que esta es la versión moderna del hábito.

Llevaba botas deportivas de color rojo y seguía pareciendo una monitora de un campamento de verano. Su menudez contribuía a dar la impresión de que era bastante más joven de lo que en realidad era. Podría haber pasado, fácilmente, por treintañera. Tenía una docena más; solo era seis años más joven que Everett, aunque él parecía mucho más viejo, lo bastante como para ser su padre. Sin embargo, cuando alguien hablaba con Maggie se daba cuenta de la relatividad de la edad y de los beneficios de la sabiduría.

Everett se marchó a tomar fotos alrededor de Presidio. Les dijo que iría hasta la zona de la Marina y a Pacific Heights, para ver qué estaba pasando por allí. Insistían en que la gente no fuera al barrio financiero ni al centro, porque los edificios eran más altos, más peligrosos y los daños mucho mayores. La policía seguía preocupada por el riesgo de que objetos pesados o cascotes se desprendieran de los edificios. Era más fácil moverse por los barrios residenciales, aunque también muchos de ellos estaban bloqueados por la policía y los Servicios de Emergencia. Los helicópteros continuaban patrullando por toda la ciudad; por lo general volaban muy bajo, de forma que incluso se podía ver la cara de los pilotos. De vez en cuando aterrizaban en Crissy Field, en Presidio, y los pilotos charlaban con los que se acercaban para pedir más noticias de lo que estaba ocurriendo en la ciudad o en los alrededores. Muchas de las personas que estaban en los refugios de Presidio vivían en el este de la bahía, en la Península, y en Marín, y con los puentes y las autovías cerradas, no tenían ningún medio de volver a casa por el momento. Las noticias Hables eran escasas; en cambio, los rumores de muerte, destrucción y mortandad, corrían desenfrenadamente por la ciudad. Siempre era reconfortante enterarse por los que de verdad sabían, y los pilotos de helicóptero eran la fuente más fiable de todas.

Melanie pasó el día ayudando a Maggie, como había hecho los dos días anteriores. Seguían llegando heridos, y los hospitales de los alrededores de la ciudad seguían enviándoles personas con problemas. Por la tarde llegó un gran avión que les llevó más medicamentos y comida. Las comidas que se servían eran abundantes; parecía que no escaseaban los cocineros sorprendentemente hábiles y creativos. El propietario y chef de uno de los mejores restaurantes de la ciudad estaba en uno de los hangares con su familia, y se había hecho cargo del comedor principal, con gran alegría de todo el mundo. Las comidas eran realmente muy buenas, aunque ni Melanie y ni Maggie solían tener tiempo de comer. En lugar de parar para almorzar, ambas fueron con la mayoría de los médicos del campamento a recibir los suministros que llegaban en el avión y llevarlos al interior.

Melanie estaba teniendo problemas para transportar una caja enorme, cuando un joven, con vaqueros rotos y un suéter hecho jirones, acudió justo antes de que ella la dejara caer. Llevaba un letrero de frágil, así que Melanie agradeció la ayuda. Él le cogió la caja con una sonrisa, y ella le dio las gracias, aliviada de que la hubiera ayudado a evitar el desastre. Dentro había viales de insulina y jeringas para los diabéticos del campamento, que al parecer eran muchos. Todos se habían registrado en el hospital al llegar. Un hospital del estado de Washington les enviaba todo lo que necesitaban.

– Gracias -dijo Melanie, sin aliento. La caja era enorme-. Por poco se me cae.

– Es más grande que tú. -Su benefactor sonrió-. Te he visto por el campamento -continuó con voz agradable mientras se dirigía hacia el hospital con ella, cargado con la caja-. Tu cara me suena. ¿Nos conocemos? Estoy en el último curso, en Berkeley, en ingeniería, especialidad en países sub-desarrollados. ¿Estudias en Berkeley? -Sabía que la había visto antes.

Melanie sonrió.

– No, soy de Los Ángeles -dijo vagamente mientras se acercaban al hospital de campaña. El joven era alto, con ojos azules, y tan rubio como ella. Parecía sano, joven y saludable-. Solo estaba aquí por una noche -explicó.

Él le sonreía, pasmado por lo guapa que era, incluso despeinada, sin maquillaje ni ropa limpia. Todos tenían aspecto de haber naufragado. Él llevaba unas zapatillas que no eran suyas; estaba pasando la noche en la ciudad, en casa de un amigo, cuando tuvo que salir corriendo en calzoncillos y descalzo justo antes de que el edificio se derrumbara. Por suerte, todos los que vivían allí habían sobrevivido.

– Soy de Pasadena -dijo él-. Antes estudiaba en UCL A, pero me cambié aquí el año pasado. Me gusta. Al menos, me gustaba -añadió, sonriendo-. Aunque también tenemos terremotos en Los Ángeles.

La ayudó a llevar la caja dentro y la hermana Maggie le dijo dónde colocarla. Él deseaba quedarse hablando con Melanie. La joven no le había contado nada de ella misma y él no dejaba de preguntarse a qué universidad iba.

– Me llamo Tom. Tom Jenkins -se presentó.

– Yo soy Melanie -dijo, bajito, sin añadir el apellido.

Maggie sonrió mientras se alejaba. Era evidente que Tom no tenía ni idea de quién era Melanie, y pensó que debía de ser agradable para ella. Por una vez, alguien hablaba con ella como con cualquier ser humano y no porque fuera una estrella.

– Estoy trabajando en el comedor -añadió Tom-. Parece que aquí estáis muy ocupadas.

– Sí que lo estamos -dijo Melanie alegremente mientras él la ayudaba a abrir la caja.

– Supongo que estarás aquí un tiempo. Igual que todos. Me han dicho que la torre del aeropuerto se desmoronó como un castillo de naipes.

– Sí. No creo que podamos marcharnos pronto.

– Solo nos quedaban dos semanas de clase. Supongo que ya no volveremos. Tampoco creo que celebremos la ceremonia de graduación. Tendrán que enviarnos los diplomas por correo. Yo iba a pasar el verano aquí. Tengo un trabajo en la ciudad, pero supongo que también eso se habrá ido a paseo; aunque, quién sabe, porque van a necesitar ingenieros. Pero volveré a Los Ángeles cuando pueda.

– Yo también -dijo Melanie, mientras vaciaban la caja.

El no parecía tener ninguna prisa en marcharse y volver al comedor. Estaba pasándolo bien charlando con ella. Parecía dulce y tímida, una chica realmente agradable.

– ¿Tienes formación médica? -preguntó, interesado.

– No, hasta ahora. La estoy consiguiendo aquí, de primera mano.

– Es una excelente ayudante de enfermera -dijo Maggie, respondiendo por ella cuando volvió para comprobar el contenido de la caja. Todo lo que les habían prometido estaba allí y se sintió muy aliviada. Habían recibido una provisión inicial de insulina de los hospitales de la ciudad y del ejército, pero la habían agotado rápidamente-. Sería una enfermera fabulosa -añadió con una sonrisa, y luego se llevó el contenido de la caja al lugar donde almacenaban los suministros.

– Mi hermano estudia medicina. En Syracuse -explicó Tom.

El chico estaba intentando alargar la conversación, y Melanie lo miró con una larga y lenta sonrisa.

– Me encantaría estudiar enfermería -reconoció-. Mi madre me mataría si lo hiciera. Tiene otros planes.

– ¿Como cuáles? -preguntó, interesado. Le seguía intrigando que su cara le resultara tan conocida. En cierto sentido, parecía la típica chica de la casa de al lado, solo que mejor. Además, nunca había tenido una vecina que se pareciera a ella.

– Es complicado. Tiene muchos sueños que se supone que tengo que vivir por ella. Es la estúpida historia de madre e hija. Soy hija única, así que toda su lista de deseos recae en mí. -Era agradable quejarse ante él, aunque no lo conocía. Era comprensivo y la escuchaba de verdad. Por primera vez parecía que a alguien le importaba lo que ella pensara.

– Mi padre estaba desesperado porque yo fuera abogado. Me presionó mucho para lograrlo. Opina que ser ingeniero es aburrido, y no deja de repetir que trabajando en países subdesarrollados no ganaré dinero. En parte tiene razón, pero, con un título de ingeniería, siempre puedo cambiar de especialidad más adelante. Habría detestado estudiar leyes. Él quería tener un médico y un abogado en la familia. Mi hermana tiene un doctorado en física; da clases en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Mis padres están locos por la educación. Pero los títulos no te convierten en un ser humano decente. Yo quiero ser algo más que un hombre con educación. Quiero cambiar cosas en el mundo. Mi familia está más interesada en tener educación para ganar dinero.

Era evidente que procedía de una familia con un nivel de educación alto y Melanie sabía que no podía explicarle que lo único que su madre quería era que ella fuera una estrella. Melanie seguía soñando con ir algún día a la universidad, pero con su agenda de grabaciones y giras de conciertos nunca tenía tiempo y, de seguir a este ritmo, nunca lo tendría. Leía mucho para compensar y, por lo menos, estaba enterada de lo que pasaba en el mundo. El negocio del espectáculo nunca le había parecido suficiente.

– Será mejor que vuelva al comedor -dijo él, finalmente-. Se supone que tengo que ayudar a hacer sopa de zanahoria. Soy un cocinero desastroso, pero hasta ahora nadie se ha dado cuenta. -Se echó a reír con naturalidad y dijo que esperaba volver a verla por el campamento.

Ella le dijo que volviera si se hacía daño, aunque esperaba que no se lo hiciera. Tom le dijo adiós con la mano y se marchó. La hermana Maggie llegó y comentó su encuentro con una sonrisa.

– Es guapo -dijo con ojos chispeantes.

Melanie soltó una risita, propia de la adolescente que era, no de una estrella de fama mundial.

– Sí que lo es. Y agradable. Está a punto de graduarse en Berkeley en ingeniería. Es de Pasadena.

Era totalmente opuesto a Jake, con su aire escurridizo, su carrera de actor y sus frecuentes estancias en rehabilitación; aunque lo había querido durante un tiempo. Sin embargo, recientemente se había quejado a Ashley de que era muy egocéntrico. Ni siquiera estaba segura de que le fuera fiel. Tom parecía un tipo decente, sano y agradable. De hecho, como le habría dicho a Ashley, era realmente muy guapo. Macizo. Un tío bueno. Con cerebro. Y una sonrisa encantadora.

– Quizá lo veas alguna vez en Los Ángeles -dijo Maggie, esperanzada.

Le encantaba que los jóvenes se enamoraran. No le había impresionado demasiado el actual novio de Melanie. Solo se había dejado caer por el hospital una vez; había dicho que apestaba y había vuelto al hangar a no hacer nada. No se había ofrecido voluntario para ninguno de los servicios que otros le proporcionaban a él, y creía que era absurdo que alguien de la talla de Melanie jugara a ser enfermera. Opinaba como su madre, a quien le irritaba lo que hacía Melanie y se quejaba de ello cada noche, cuando la joven volvía y se dejaba caer en el catre.

Melanie y Maggie se pusieron a trabajar. Tom estaba en el comedor hablando con el amigo en cuya casa se encontraba la noche del terremoto. Su anfitrión de aquella noche aciaga era un estudiante del último curso en la Universidad de San Francisco.

– He visto con quién hablabas -dijo con una sonrisa picara-. Eres endiabladamente de listo ligándotela así.

– Sí -dijo Tom, sonrojándose-, es una monada. Y, además, muy agradable. Es de Los Ángeles.

– No me digas. -Su amigo se rió de él, mientras ponían calderos de sopa de zanahorias en el enorme fogón de butano que les había proporcionado la Guardia Nacional -. ¿Dónde creías que vivía? ¿En Marte?

Tom no tenía ni idea de por qué a su amigo le divertían tanto los escasos detalles que le había dado de ella.

– ¿Qué quieres decir con eso? Podría haber sido de aquí.

– ¿Es que no lees los cotilleos de Hollywood? Pues claro que vive en Los Ángeles, con una carrera como la suya. Joder, tío, acaba de ganar un Grammy.

– ¿De verdad? -Tom lo miró, estupefacto-. Se llama Melanie… -De repente sintió vergüenza, al darse cuenta de lo que había hecho y de quién era ella-. Por todos los santos, debe de pensar que soy un completo imbécil… No la reconocí. Dios mío… pensé que solo era una rubia bonita a punto de dejar caer una caja. Con un bonito culo, por cierto -comentó a su amigo, riendo. Pero lo mejor era que parecía una persona agradable y que se había mostrado natural y en absoluto pretenciosa. Sus comentarios sobre las ambiciones de su madre tendrían que haberla delatado-. Me dijo que le habría gustado estudiar enfermería, pero que su madre no la dejaba.

– Pues claro. ¡Con la cantidad de dinero que gana cantando! Joder, si yo fuera su madre tampoco la dejaría. Debe de ganar millones con sus discos.

Ahora, Tom parecía molesto.

– ¿Y qué, si detesta lo que hace? El dinero no lo es todo.

– Sí que lo es cuando estás donde ella está -dijo el universitario, con espíritu práctico-. Podría guardar un montón de pasta debajo del colchón y, más tarde, hacer lo que quisiera. Aunque la verdad es que no la veo de enfermera.

– Parece gustarle lo que está haciendo, y la voluntaria con la que trabaja ha dicho que lo hace muy bien. Debe de resultarle agradable estar aquí, sin que la reconozca nadie. -De nuevo, parecía avergonzado-. ¿O soy el único habitante del planeta que no sabía quién es?

– Me parece que sí. Me dijeron que estaba aquí, en el campamento, pero yo no la había visto hasta esta mañana, cuando habéis estado hablando. No hay ninguna duda, está muy buena. Vaya tanto te has marcado, tío -lo felicitó su amigo, por su buen gusto y por su juicio.

– Ya, claro. Debe de pensar que soy el tío más estúpido del campamento. Y probablemente el único que no sabía quién era ella.

– Seguramente pensó que era muy tierno -le aseguró su amigo.

– Le dije que su cara me resultaba conocida y le pregunté si nos habíamos visto antes -recordó con un gemido-. Pensé que a lo mejor estudiaba en Berkeley.

– ¡No! -exclamó su amigo con una amplia sonrisa-. ¡Mucho mejor que eso! ¿Vas a volver a verla? -Esperaba que sí. También él quería conocerla. Verla una vez, para poder decir que la conocía.

– Es posible. Si consigo dejar de sentirme tan estúpido.

– Supéralo. Ella lo vale. Además, no tendrás otra oportunidad de conocer a una gran estrella.

– No actúa como una estrella. Es totalmente real -afirmó Tom. Era una de las cosas que le habían gustado de ella, que parecía muy natural. Tampoco estaba mal que fuera lista y agradable. Y, evidentemente, que trabajara mucho.

– Pues deja de lloriquear por sentirte tonto. Ve a verla otra vez.

– Bueno, ya veremos -dijo Tom, que no parecía convencido y se dedicó a remover la sopa. Se preguntaba si Melanie iría al comedor a almorzar.


Everett regresó de su paseo por Pacific Heights a última hora de la tarde. Había tomado fotos de una mujer cuando la sacaban de debajo de una casa. Había perdido una pierna, pero estaba viva. Fue un momento muy conmovedor y hasta a él se le habían saltado las lágrimas. Aquellos días estaban siendo muy emotivos y, pese a su experiencia en zonas de guerra, en el campamento había visto muchas escenas que le habían enternecido. Se lo estaba contando a Maggie mientras estaban sentados al aire libre, durante su primer descanso en muchas horas. Melanie estaba dentro, entregando insulina y agujas hipodérmicas a los que habían ido a buscarlas después de que se anunciara por los altavoces.

– ¿Sabes? -dijo sonriendo a Maggie-. Voy a lamentar volver a Los Ángeles. Me gusta esto.

– A mí también. Siempre me ha gustado -respondió ella, en voz baja-. Me enamoré de esta ciudad cuando vine de Chicago. Llegué para incorporarme a una orden carmelita, pero acabé en otra orden. Me entusiasmaba trabajar con los pobres, en las calles.

– Nuestra Madre Teresa particular -comentó él, tomándole el pelo, sin saber que habían comparado a Maggie con la monja santa muchas veces. Tenía las mismas cualidades de humildad, energía y compasión infinita, que emanaban de su fe y de su naturaleza bondadosa. Casi parecía que la iluminara una luz interior.

– Me parece que las carmelitas habrían sido demasiado sumisas para mí. Mucho rezar y poco trabajo práctico. Encajo mejor en mi orden -afirmó, con aire plácido, mientras ambos bebían agua.

De nuevo hacía calor, como lo había hecho, de forma impropia para la estación, desde antes del terremoto. En San Francisco nunca hacía calor, pero ahora sí. El sol de final de la tarde era una sensación agradable en la cara.

– ¿Alguna vez te has hartado o has dudado de tu vocación? -preguntó, interesado. Ahora eran amigos y se sentía fascinado por ella.

– ¿Por qué tendría que hacer algo así? -Parecía asombrada.

– Porque la mayoría lo hacemos, en algún momento. Nos preguntamos qué estamos haciendo con nuestra vida o si hemos elegido el camino acertado. A mí me ha ocurrido muchas veces -admitió.

Ella asintió.

– Has hecho elecciones más difíciles -dijo con delicadeza-. Casarte a los dieciocho, divorciarte, dejar a tu hijo, marcharte de Montana, aceptar un trabajo que era más una vocación que un empleo. Significaba sacrificar cualquier tipo de vida privada. Y luego renunciar al trabajo y renunciar a la bebida. Todas fueron decisiones muy importantes que debieron de ser difíciles de tomar. Mis opciones siempre han sido más fáciles. Voy donde me envían y hago lo que me ordenan. Obediencia. Hace que la vida sea muy sencilla. -Al decirlo, parecía serena y confiada.

– ¿Es así de sencillo? ¿Nunca disientes de tus superiores y quieres hacer algo a tu manera?

– Mi superior es Dios -dijo ella con sencillez-. En última instancia, trabajo para El. Y sí -continuó, con cautela-, a veces pienso que lo que la madre superiora quiere o lo que el obispo dice es tonto, o miope o anticuado. La mayoría de ellos creen que soy muy radical, pero la verdad es que ahora prácticamente me dejan hacer lo que quiero. Saben que no los avergonzaré y yo procuro no decir abiertamente lo que pienso sobre la política local. Es algo que molesta a todo el mundo, sobre todo cuando tengo razón -concluyó, sonriendo.

– ¿No te importa no tener una vida propia? -No podía ni imaginarlo. Era demasiado independiente para vivir obedeciendo a nadie, en particular a una Iglesia o a las personas que la regían. Pero esa era la esencia de su vida.

– Esta es mi vida. Me gusta. No importa si vivo en Presidio, en Tenderloin o con las prostitutas o los drogadictos. Estoy aquí para ayudarlos, al servicio de Dios. Es parecido al ejército que sirve a su patria. Me limito a obedecer órdenes. No tengo que hacer las normas.

Everett siempre había tenido problemas con las normas y la autoridad, lo cual, en determinado momento de su vida, fue la razón de que bebiera. Era su manera de no jugar según las reglas y escapar de la aplastante presión que sentía cuando otros le decían lo que debía hacer. Maggie tenía mejor carácter que él, incluso ahora que ya no bebía. A veces, la autoridad seguía irritándolo, aunque la toleraba mejor. Era más viejo, más flexible y haber hecho rehabilitación había ayudado.

– Haces que parezca tan sencillo… -dijo Everett con un suspiro.

Terminó el agua y la miró atentamente. Era guapa; sin embargo, se mostraba retraída, intentaba no relacionarse con nadie de una manera personal, femenina. Tenía un aspecto encantador, pero siempre había un muro invisible entre ellos y ella no permitía que desapareciera. Era más poderoso que el hábito que no vestía. No importaba que los demás lo vieran o no; ella siempre era absolutamente consciente de que era monja, y así quería que fuera.

– Es sencillo, Everett -dijo con dulzura-. Recibo mis instrucciones del Padre y hago lo que me dicen, lo que parece estar bien en cada momento. Estoy aquí para servir, no para dirigir las cosas ni para decirle a nadie cómo tiene que vivir. Ese no es mi trabajo.

– Tampoco el mío -respondió él, lentamente-, pero tengo mis opiniones sobre la mayoría de las cosas. ¿No te gustaría tener tu propia casa, una familia, un marido, hijos?

Ella negó con la cabeza.

– En realidad, nunca he pensado en ello. Nunca he creído que eso fuera para mí. Si estuviera casada y tuviera hijos, solo me ocuparía de ellos. De esta manera, puedo cuidar de muchos más. -Parecía totalmente satisfecha.

– ¿Y qué hay de ti? ¿No quieres nada? ¿Para ti misma?

– No -sonrió francamente-. No. Mi vida es perfecta tal como es y me gusta así. A esto se refieren cuando hablan de vocación. Estaba llamada a hacer esto y estaba hecha para ello, lis como ser elegida para un propósito especial. Es un honor. Ya sé que tú no lo ves de esta manera, pero para mí no es un sacrificio. No renuncié a nada. Recibo mucho más de lo que nunca habría soñado o deseado. No se puede pedir más.

– Eres afortunada -dijo él, con tristeza, al cabo de un momento. Era evidente que ella no quería nada para sí misma, no tenía necesidades en las que se permitiera pensar, ningún deseo de ascender ni de adquirir nada. Era totalmente feliz y se sentía realizada entregando su vida a Dios-. Yo siempre quiero cosas que nunca he tenido; me pregunto cómo sería compartir mi vida con alguien, tener una familia y unos hijos a los que ver crecer, en lugar del que no he llegado a conocer. Simplemente, tener a alguien con quien disfrutar de la vida. Pasada cierta edad, no es divertido hacerlo todo solo. Parece egoísta y vacío. Si no lo compartes todo con alguien que quieres, ¿qué sentido tiene? Y luego, ¿qué? ¿Mueres solo? Por alguna razón, nunca he tenido tiempo de hacer nada de eso. Estaba demasiado ocupado cubriendo zonas de guerra. También es posible que me asustara demasiado ese tipo de compromiso, después de que me atraparan en el matrimonio cuando no era más que un muchacho. Que te dispararan resultaba menos aterrador que seguir casado. -Parecía deprimido, y ella le tocó el brazo con dulzura.

– Deberías tratar de encontrar a tu hijo -dijo con voz queda-. Es posible que él te necesite, Everett. Podrías ser un gran regalo para él. Y él podría llenar un vacío en ti. -Veía que se sentía solo y creía que, antes que mirar hacia delante, a ese futuro vacío que veía ante él, debía volver sobre sus pasos, por lo menos durante un tiempo, y buscar a su hijo.

– Tal vez tengas razón -respondió él, reflexionando.

Sin embargo, había algo en la idea de buscar a su hijo que lo asustaba. Era demasiado difícil. Todo había pasado hacía mucho tiempo y, probablemente, Chad lo odiaba por abandonarlo y perder el contacto. En aquel entonces, Everett solo tenía veintiún años y aquella responsabilidad había pesado mucho sobre él. Así que huyó y se dio a la bebida los siguientes veintiséis años. Envió dinero para mantener a su hijo hasta que este cumplió dieciocho años, pero eso había ocurrido una docena de años atrás.

– Echo de menos mis reuniones -dijo cambiando de conversación-. Siempre me siento como una mierda cuando no voy a AA. Procuro ir dos veces al día. A veces, incluso más. -Y ahora hacía tres días que no iba. No había reuniones en la destrozada ciudad y él no había hecho nada para organizar un grupo de AA en el campamento.

– Creo que tendrías que organizar uno aquí -lo animó ella-. Quizá tengamos que quedarnos otra semana, o más. Es mucho tiempo para que no asistas a ninguna asamblea y lo mismo debe de pasarles a todos los demás que echan en falta sus reuniones. Con tanta gente, apuesto a que tendrás una respuesta asombrosa.

– Tal vez sí -respondió con una sonrisa. Siempre lograba que se sintiera mejor. Era una persona extraordinaria en todos los sentidos-. Me parece que te quiero, Maggie, en el buen sentido -afirmó plácidamente-. Nunca había conocido a nadie como tú. Eres como la hermana que nunca tuve y que desearía haber tenido.

– Gracias -dijo ella dulcemente. Sonrió y luego se puso en pie-. Sigues recordándome un poco a uno de mis hermanos. El que era sacerdote. Creo sinceramente que deberías hacerte sacerdote -continuó, tomándole el pelo-. Tendrías mucho que compartir. ¡Y piensa en las morbosas confesiones que escucharías!

– ¡Ni siquiera por eso! -dijo Everett poniendo los ojos en blanco.

La dejó en el hospital y fue a ver a uno de los voluntarios de la Cruz Roja que se encargaba de la administración del campamento. Luego regresó a su sala para hacer un letrero: Amigos de Bill W. Los miembros de A A sabrían qué quería decir. La contraseña era para informar de una reunión utilizando el nombre de su fundador. Con aquel tiempo cálido, incluso podían celebrar la reunión al aire libre, en algún lugar un poco apartado. Había un bosquecillo tranquilo que había descubierto paseando por el campamento. Era el sitio perfecto. El administrador le había prometido que anunciaría la reunión por el sistema de altavoces a la mañana siguiente. El terremoto los había reunido a todos allí, a miles de ellos, cada uno con su propia vida y sus problemas personales. Se estaban convirtiendo en una ciudad dentro de la ciudad, en la ciudad de todos ellos. Una vez más, Maggie tenía razón. Después de decidir organizar una reunión de AA en el campamento, ya se sentía mejor. Pensó de nuevo en Maggie y en la influencia positiva que ejercía sobre él. A sus ojos, no era únicamente una mujer o una monja; era mágica.

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