Capítulo 7

Alzando de nuevo la cabeza, Yeager dejó escapar un suspiro. Podía sentir la tensión de Zoe entre sus brazos. Había llegado el momento de enfrentarse a los hechos. Ella no iba a ayudarle con aquel beso.

Eso no le sorprendió en absoluto, dado que tampoco le había puesto las cosas nada fáciles hasta el mometito.

Pero un hombre ciego podía necesitar un poco de ayuda, ¿es que ella no se daba cuenta? Poco después de su accidente, había recibido la visita de un par de mujeres y había descubierto que incluso un simple beso necesitaba la colaboración de ellas. Creía que después de años de hacerlo a oscuras ya se había convertido en un experto, pero en su nueva noche perpetua su sentido de la orientación parecía haberse desajustado. Una vez había besado un botón en lugar de la punta de una nariz, y otra casi se había comido el pendiente de una señora amiga de su padre.

Y aquellas mujeres estaban completamente tranquilas.

Aquello le hacía replantearse todo el asunto, ¿por qué siempre estaba intentando tocar a Zoe? Susan, Elisabeth y Desirée se habían despedido de él aquella noche con insistentes saludos y la promesa por su parte de que se había grabado en el cerebro sus números de teléfono. Y ninguna de ellas le parecía que fueran del tipo de las que, ante la insinuación de un beso, se van a echar atrás en el último momento.

No, pero tampoco ninguna de ellas olía como Zoe.

Yeager suspiró. Había intentado seguirles el juego, realmente lo había intentado. Pero las reglas de aquel juego no tenían sentido para él cuando las otras mujeres le atraían tanto como una sopa de avena fría, y entre Zoe y él había una electricidad que producía chispazos cada vez que se rozaban. Pero aquel juego podría ser mucho más divertido para los dos si ella fuese capaz de sacar la cabeza de debajo de la arena y oler el aire fresco del mar. Aunque en algún momento aquello tendría que suceder y, tras la reciente falta de fiabilidad en su libido, él se iba a agarrar a ese momento con tanto entusiasmo como pudiera.

Volviendo a aspirar el aroma del champú de ella, Yeager trazó otro círculo con el dedo sobre la fina y suave piel del antebrazo de Zoe. Vamos, muchacha, pensó él.

Ella todavía estaba rígida, temblando, y un suave suspiro de ansiedad escapó de su boca. Yeager apretó los dientes.

– Zoe -susurró intentando ser paciente-. Solo un beso. -Pensó que era mejor empezar así-. Solamente quiero que me des un beso, no que me entregues el alma.

Zoe se tensó todavía más y él creyó que de un momento a otro se apartaría de su lado. Pero no se movió del sitio.

Sus manos estaban apoyadas sobre el pecho de él.

Cinco dedos ardiendo como el tridente del diablo. Aquellos dedos tocaban tímidamente su pecho y lo empujaban a actuar como lo había estado deseando desde que escuchara cierto tono de preocupación en la voz de Zoe aquella noche. No, desde que ella le había hecho reír describiéndole la banda de música de la isla o quizá desde que había probado su cocina casera.

No. Desde que el primer soplo de su fragancia había entrado en su vida y se había arremolinado a su alrededor como un dulce y cruel encantamiento.

Él agachó la cabeza.

– Zoe.

– ¿Sí?

Dios, si aquello era una petición esperaba que ella lo mirara y se lo pusiera un poco más fácil esta vez.

Allí. Sus labios rozaron una piel suave -su mejilla- y notó que ella se ponía en movimiento.

– Tranquila, tranquila -susurró Yeager volviendo la cabeza y frotando la mejilla contra la cara de ella.

Sabía que no se había afeitado durante los últimos días, pero aun así necesitaba frotarse contra ella de alguna manera, en algún lugar. Zoe dejó escapar de nuevo aquel sonido de ansiedad, pero esta vez él sonrió, pues ella estaba apretando los cinco dedos contra su pecho de una manera que no significaba ansiedad, sino más bien excitación.

Él también sentía aquella misma excitación. Ahora que había conseguido controlar un tanto su nerviosismo, no tenía intención de apresurarse.

Su boca se deslizó hacia la oreja de ella. Y se frotó también allí con su mejilla sin afeitar. Zoe no llevaba pendientes y su perfume también venía de allí. Era una fragancia que lo rodeaba por todas partes, pero sin estrangularlo, sino envolviéndolo y acercándolo más a ella, y animándolo a continuar.

Después utilizó las manos, apartándolas de los hombros de ella y pasándoselas por el cuello hasta llegar a abarcar toda su cara. Ahora que ella parecía más confiada, podía arriesgarse a recorrer su cuerpo, y de esa manera también le sería más fácil encontrar su boca. Le pasó los labios por las sienes, por encima de las cálidas cejas, y luego trazó con la lengua un pequeña línea recorriendo su corta y recta nariz. Zoe no se rio.

Ella no hacía nada más que temblar y apretar la mano que tenía apoyada con fuerza en su pecho. Con tanta fuerza que si no hubiera llevado puesta la camiseta le habría dejado marcas.

Más tarde le permitiría que lo hiciera.

Yeager volvió a sonreír y luego pasó la lengua por encima de la pequeña punta de su nariz. El aliento de Zoe le llegaba cálido y húmedo frotándole la mejilla. Su boca estaba exactamente debajo de sus labios -no había posibilidad de equivocarse- y dispuesta para que él la tomara.

Zoe volvió a emitir otro sonido de súplica y entonces él se aproximó más a ella, preparándose para probar por primera vez su verdadero sabor.

Pero ella le besaba como un niño con tirantes, con los labios tan apretados y tensos como habían estado sus hombros hasta hacía un momento. Yeager se apartó un poco de ella.

– Cálmate, cariño.

– Estoy calmada -contestó Zoe con los dientes apretados.

¡Bueno, demonios, él había notado que tenía los dientes apretados!

Yeager le acarició el cabello con los dedos.

– No es más que un beso, Zoe. Dame una oportunidad.

– Te estoy dando una oportunidad.

Ahora su voz sonaba un tanto contrariada, como si él hubiera encontrado algún defecto en algo que ella había estado practicando durante mucho tiempo.

Cielos. ¿Qué tipo de mujer puede besar a un hombre como si fuera un compañero de clase de segundo de primaria? Una idea espantosa le pasó por la cabeza, y le dio un vuelco el corazón. Se apartó un poco para mantenerse alejado del torbellino de aquel hechizador perfume.

– Oye, Zoe, dime ¿qué edad tienes exactamente?

– Veintisiete.

¡Vaya!, pensó Yeager sintiendo que sus rodillas se relajaban con alivio.

– Ah, entonces está bien.

– ¿Qué es lo que está bien, entonces?

– Esto.

Esta vez él agachó la cabeza con determinación. Sus labios se apretaron contra los labios de ella. Los encontró a la primera, y ahora no le sorprendió notar que ella los tenía tan fuertemente apretados como una abuelita. Jugueteó pasando la punta de la lengua por el contorno de su boca y luego mordiéndole ligeramente los gruesos labios, para sorpresa de ella.

Zoe soltó un leve chillido.

Entonces él aprovechó para meter furtivamente la lengua en la pequeña abertura entre su labios.

Ella tembló de los pies a la cabeza, pero a continuación abrió la boca para dejar que él le introdujera la lengua cómodamente.

Y justo antes de que Yeager decidiera aceptar aquella invitación, se dio cuenta de que ella apenas sabía cómo besar y comprendió por qué se había sentido tan asustada hasta entonces.

Seguramente tenía razón para haberse sentido asustada.

Zoe tenía un sabor maravilloso. Aquel beso le explotó en la boca con el fuego y la fuerza de un cohete de ignición. Yeager metió los dedos entre el pelo de ella y luego los deslizó hacia abajo por la espalda para mantenerla pegada a él.

Zoe estaba temblando de nuevo -o quizá era él quien temblaba- y Yeager trató de calmar a quien fuera de los dos que lo hacía con un suave toque de la lengua sobre la boca de ella. Uno de los dos gimió. Había sido Zoe -estaba seguro-, porque su propio cuerpo estaba enviando cada pizca de energía que le sobraba hacia abajo. En un instante, todo su sistema nervioso se concentró en provocarle una erección. Una descarada erección.

Sexo.

Aquella necesidad se hizo sitio en su cerebro y en cualquier otra parte de su cuerpo que fuera necesaria para eso. Mientras la besaba con más pasión todavía -entrando y saliendo de su boca con la lengua-, sus manos temblorosas empezaron a sacarle la camiseta por encima de la cintura de los tejanos. Debajo de la camiseta, la piel de Zoe estaba caliente y los huesos de su columna vertebral delicadamente cincelados, y Yeager deseaba…

Sexo.

Él levantó la cabeza para dar a los dos la oportunidad de tomarse un respiro, pero ella lo volvió a atraer hacia sí, metiendo los dedos entre su dorada cabellera. Yeager gimió dentro de su boca.

Aquello era maravilloso. Por una vez Zoe y él parecían estar en la misma frecuencia de onda. Si la podía seguir besando un poco más, el resto del nerviosismo de ella se disolvería por completo y nada podría evitar que se dirigieran derechos hasta su cama.

La lengua de Zoe tocó su lengua.

Yeager sintió que empezaba a arderle la sangre. Palpitaba dentro de su cuerpo con calor, pero no con tanto calor como Zoe, no con tanto calor como el que notó en ella cuando dejó que sus manos descendieran un poco más hasta atrapar su trasero. Estaban los dos lo suficientemente cerca para que él pudiera meter las manos en los bolsillos traseros del pantalón tejano de Zoe, como si fuera un joven en la edad del pavo.

Yeager volvió la cabeza y ella abrió la boca todavía más para ofrecerle un mejor acceso. Se estaba volviendo loco con el sabor de aquella boca. Era igual que su olor, adictivo y dulce, y algo de lo que siempre necesitaba más. Lo mismo que necesitaba más de otra cosa.

Sexo.

– Zoe -suspiró él casi sin aliento, mientras sacaba una reticente mano del bolsillo de ella, para tocar el frío e inflexible pomo de la puerta de su apartamento. Quería que entrara allí con él.

– Hum -dijo ella echándose sobre él, y Yeager utilizó la mano que aún tenía metida en su bolsillo para mantenerla pegada a su cuerpo, con su erección presionando contra el suave regalo de su vientre-. Bésame -susurró Zoe.

En un minuto la haría entrar en su apartamento. Su siguiente beso ardió con más fuego que el anterior. Y Yeager le habría desabrochado la blusa -y le habría bajado la cremallera del pantalón allí mismo- si no hubiera sido porque, al no ver, no sabía si allí estaban a buen resguardo de miradas curiosas.

– Zoe, deberíamos…

– Esto es hermoso -murmuró ella-. Es como en las películas. Casi puedo oír la música.

Zoe volvió a mover su lengua dentro de la boca de él y Yeager se olvidó de la razón por la que se había preocupado antes. Se olvidó de lo que ella le estaba diciendo. Se perdió en un abismo de caliente deseo y se metió en su boca mientras le pasaba la mano por la parte superior del brazo.

De repente, Zoe giró la cabeza de manera que la lengua de Yeager acabó posándose en la mejilla de ella.

– Es verdad que estoy oyendo música. ¿Qué puede ser?

– Nada.

Nada podía ser tan importante como la necesidad que tenía Yeager de meterse de nuevo en su boca. La agarró dulcemente por la barbilla e hizo que ella volviera a girar la cabeza hacia él y hacia lo que los dos tanto estaban deseando.

Zoe se dejó besar con bastante deseo, pero al momento se volvió a separar de él.

– Música -dijo ella con un tono de voz somnoliento.

– Sí, sí.

Él bajó la boca hacia el cuello de Zoe y aspiró allí su piel perfumada.

– Yeager, ¿tú no lo oyes? -dijo ella en un gemido.

Él le mordisqueó el lóbulo de la oreja apasionadamente.

– Entremos adentro, cariño. Allí estaremos más tranquilos.

– Yeager…

La parte posterior de sus índices se curvaron contra los pechos de ella. Ella tembló.

– Vamos adentro -repitió Yeager antes de volver a pegarse una vez más a su boca.

Zoe se dejó besar. A Yeager seguía palpitándole la sangre en el cuerpo y la necesidad de sexo lo convulsionaba. Pero a pesar de eso, pudo notar que ella lo apartaba de golpe de aquel aturdimiento sexual.

– Yeager.

¡No!, pensó él tratando de apretarla más contra su cuerpo.

Pero ella se separó de nuevo de él.

– Yeager, estoy oyendo…

– Son campanas.

¿No es eso lo que oyen las mujeres en tales situaciones? ¿Campanas? En cualquier caso, el único sonido del que Yeager era consciente era el de su propia respiración, desesperadamente acelerada.

– Estoy oyendo… estoy oyendo…

Estaban muy cerca de su cama. Yeager intentó desesperadamente retomar su atención metiéndole una mano entre el cabello y atrayéndola de nuevo hacia su cuerpo para volver a besarla.

Pero Zoe se puso tensa en lugar de ablandarse.

– ¿Qué es…? -dijo ella.

Los dedos de Zoe, ahora fríos, rodearon su muñeca -la muñeca en la que Yeager llevaba puesto aquel reloj infantil- y luego ella se apartó unos pasos de él. Con una triste sensación de decepción, Yeager se dio cuenta de que acababa de perderla.

La voz de Zoe volvió a romper el silencio de la noche, pero esta vez con un tono de alarma y total incredulidad.

– ¿Eso que estoy oyendo es una melodía de Disney?

Después de aquello, Yeager guardó a Mickey para siempre en el fondo de un cajón. Al volver a la realidad, Zoe había tomado aire profundamente y luego lo había dejado escapar de sus pulmones lentamente, mientras se alejaba por el camino del jardín; y a continuación él se había metido en su apartamento y se había quedado allí solo, con su cara de póquer y su enfado.

Luego conectó el televisor, para que el ruido del aparato tapara el sonido de la sarta de maldiciones que salían por su boca.

Yeager se había dejado caer sobre la cama, quejándose y apoyando la cabeza en las manos. ¡Sí, sí, sí! Después de todo, el mundo era un lugar demasiado pequeño. Porque, por supuesto, en cuanto puso en marcha el televisor, de allí salió el sonido del jodido canal Disney.


Con los ojos medio entornados, Zoe arrastró los pies como una zombi hasta la cafetera.

– Buenos días.

Sorprendida, Zoe tropezó con sus zapatillas amarillas. Por primera vez aquella mañana, había abierto los ojos completamente.

– Lyssa. -Su hermana estaba sentada a la mesa de la cocina, con un aspecto tan ajado y cansado como el que probablemente habría visto Zoe de sí misma si se hubiera parado delante del espejo-. Te has levantado muy pronto.

O puede que, al igual que Zoe, apenas hubiera podido dormir.

– Hum. -Lyssa cerró la revista que tenía entre manos y la dejó encima del montón de periódicos a los que estaban suscritas para que los huéspedes pudieran leerlos.

– ¿Qué estabas leyendo? -preguntó Zoe parpadeando.

– Nada en especial -dijo Lyssa encogiéndose de hombros.

Con curiosidad, Zoe cogió la revista que su hermana acababa de dejar sobre la mesa. Lyssa era una lectora de libros, no de revistas. La cubierta era de papel satinado y en ella aparecía una mujer de la que no se veía apenas otra cosa que los pechos, con un pequeño pintalabios rojo metido en el escote. Zoe se quedó boquiabierta mirando a su hermana.

– ¿El Cosmopolitan?

Lyssa no contestó. Era la última cosa que habría imaginado que su hermana podría leer.

Zoe echó otro vistazo a la portada. Sí, era el Cosmopolitan. ¡Y Lyssa estaba leyendo el Cosmopolitan! O acaso Zoe todavía estaba soñando. ¡Puede que lo que había pasado la noche anterior en el porche de Yeager no hubiera sido nada más que un sueño!

Qué idea tan genial. Porque entonces, en lugar de tener que preocuparse por los vergonzosos momentos de apasionados besos, podría haberlos despachado como las divagaciones inexplicables de una mente ensoñadora.

– ¿Qué es eso que tienes en el cuello? -preguntó Lyssa.

Instantáneamente, Zoe se levantó las solapas de la bata hasta las orejas.

– ¿Qué cuello?

«¡Ah!» Se dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia la cafetera. «¿Qué cuello?» Pero qué idiota era. Por supuesto que lo que había pasado la noche anterior no había sido un sueño. Normalmente los sueños no suelen dejarte reveladoras marcas de mordiscos. Iba a matar a Yeager.

Y, además, así después no tendría que volver a verlo durante el resto de su vida.

– Zoe…

Ella no tenía ningunas ganas de hablar de la marca que tenía en el cuello.

– ¿Algo interesante en el Cosmopolitan?

Un silencio extraño llenó la habitación. Zoe frunció el entrecejo y miró por encima de un hombro. Lyssa no solía titubear, sino que siempre le hacía preguntas directas. Zoe se había tomado en serio el papel de hermana protectora, y Lyssa simplemente se lo confiaba todo con naturalidad. ¿Les habría visto la noche anterior a Yeager y a ella en el porche? ¿Sería esa la causa de su nueva actitud silenciosa?

– Zoe. -Lyssa se meció en la silla con su largo pelo rubio rozándole los hombros.

Zoe pasó una mano por su pelo de cortos rizos y recordó los dedos de Yeager enredados entre ellos y la boca de él contra la suya. Un estremecimiento le recorrió la nuca, pero ella lo ignoró despiadadamente.

– ¿Qué sucede? -preguntó a Lyssa empezando a sentirse preocupada-. ¿No te encuentras bien?

– Estoy bien. Solo que… -Hizo un gesto vago en dirección a la portada de la revista. Zoe frunció el entrecejo.

– ¿La revista? -Se quedó un momento pensando-. ¿Por qué te has puesto a leer eso?

– Estaba… mirando la moda.

Zoe parpadeó y dio unos pasos hacia la mesa de la cocina.

– ¿Qué moda? -preguntó Zoe mirando de nuevo la portada y leyendo un par de titulares-: «¿Por qué te ha dicho él que no?» «¿Secretos sexuales que él querrá que le susurres al oído?»

– Eh, bueno, eso también son modas -intentó defenderse Lyssa.

Zoe hojeó las páginas rápidamente.

– Oh, claro, sobre todo si quieres darte una vuelta por la carnicería de Dave Palmeri, vestida con un corsé y unas medias de encaje. -Zoe hizo una mueca de desagrado-. Por supuesto que, en ese caso, el joven Dave sería capaz de renunciar a que le pagaras los pedidos del mes.

– Zoe…

– Sea como sea, si te interesa la moda, en la tienda de Rae-Ann hay montones de cosas preciosas. ¿No había dicho que estaba esperando que le llegara esta semana un nuevo pedido para la tienda?

Las mejillas de Lyssa enrojecieron.

– Puede que lo que yo quiera no se pueda conseguir en la isla.

Una sensación de inquietud hizo que a Zoe se le encogiera el estómago. ¿Algo que no se podía encontrar en la isla?

– Entonces lo puedes pedir por correo.

Lyssa no parecía convencida. Los nervios se agarraron de nuevo al vientre de Zoe y empezó a sentir un sudor frío que le recorría la base de la espalda.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó a su hermana. La isla era su casa. La isla era donde habían decidido instalarse para estar a salvo-. ¿Hay algo que quieras contarme?

– No -contestó Lyssa bajando la mirada al suelo mientras el rubor del rostro empezaba a desaparecer-. No te preocupes. No tengo nada que contar, desgraciadamente.

Zoe se sintió más relajada y no hizo caso del comentario final de su hermana: «desgraciadamente». Por supuesto que no pasaba nada. El plan para el festival estaba en marcha, los gobios iban a regresar a la isla y sus vidas seguirían tan a salvo como siempre.

Acabó de prepararse el café y luego se acercó a la despensa para sacar de ella un tarro de cristal de mermelada casera.

– Tendremos que desayunar deprisa si queremos tener tiempo para darnos una ducha antes de preparar el almuerzo de los invitados.

Lyssa no contestó, y Zoe alzó la mirada para observar de nuevo a su hermana. Estaba otra vez ojeando la revista con una expresión triste en la cara.

– ¿Lyssa?

Su hermana seguía pasando las páginas.

– Tengo que hacerte una pregunta, Zoe. ¿Qué harías tú si quisieras algo? ¿Si quisieras algo con toda tu alma?

Zoe no sabía si estaban hablando de un vestido o de un sueño. Pero se le ocurrió pensar en Abrigo. En su sustento en la isla y en la manera de hacerlo posible. En el lugar seguro que habían encontrado aquí y en lo determinada que estaba ella a no permitir que nada cambiara.

– Si quisiera algo, intentaría hacer que sucediera. Haría todo lo que estuviera en mi mano para conseguir que sucediera.

Lyssa sonrió por primera vez aquella mañana.

– Eres una tipa muy lista, hermanita.

Zoe le devolvió una amplia sonrisa.

– Eso te lo podría haber dicho yo misma -le replicó Zoe, aunque por dentro se sentía como un fraude.

Se puso a recoger los cuencos de los cereales para apartarse de la mirada de admiración de Lyssa. Una mujer lista no se habría estado besando con Yeager Gates. Una mujer lista no habría dejado que se diera una situación con la que tendría que enfrentarse durante toda la estancia de él en la isla.


El problema de trabajar para uno mismo, pensó Zoe más tarde, es que tienes demasiadas oportunidades para oír tus propias sabias palabras.

«Si quisiera algo, intentaría hacer que sucediera. Haría todo lo que estuviera en mi mano para conseguir que sucediera.»

Soltó un suspiro mientras retiraba la última pieza de porcelana de la mesa del almuerzo. La misma mujer que había pronunciado aquellas palabras se había pasado toda la mañana escondiéndose del único huésped que no se había presentado a la hora del almuerzo. Si ella quería algo -como, por ejemplo, aclarar la situación con Yeager-, entonces debería hacer que sucediera.

Pero la cuestión era que odiaba tener que pedir disculpas, y sabía que a él le debía una muy grande.

Aquella situación incómoda había sido totalmente culpa suya. Ella se había propuesto presentarle a Susan, Elisabeth y Desirée. Hacía más de cinco años que se había acostumbrado a quedarse siempre fuera en ese tipo de asuntos; desde que se había quedado sola en el mundo, con Lyssa, y se había pasado los días entre análisis de sangre, batas de laboratorio y el miedo a los resultados de las pruebas.

Lyssa tenía entonces diecisiete años. Zoe acababa de matricularse en la universidad, recién cumplidos los veintiuno, y ambas estaban todavía de luto por sus padres. Pero cuando el extraño agotamiento que sufría Lyssa fue diagnosticado como leucemia, se dio cuenta de que tenía que sobreponerse rápidamente a su dolor. Había decidido encontrar a los mejores especialistas, con la ayuda del dinero del seguro de sus padres, y hacer que aplicaran a Lyssa los tratamientos más modernos para llevar a cabo la lucha más importante de toda su vida.

A nadie le gustaba dar malas noticias a dos muchachas jóvenes, pero Zoe había peleado para conseguir todo tipo de información y había decidido que lo primero que tenía que hacer cada día era ponerse una sonrisa en los labios. Las dos hermanas se habían enfrentado solas al mundo de la medicina: su hermana con su cara de un ángel y ella con el alma de un estafador.

Había decidido que solo una cosa valía la pena conseguir en la vida: la recuperación de Lyssa. Y no iba a aceptar un no por respuesta.

Y si algunas veces lloraba por las noches, tragándose sus propios sollozos, lo hacía siempre escondida bajo las sábanas. Lyssa nunca pudo ver el miedo que ella sentía.

Cuando volvieron a instalarse en la isla, después de que Lyssa recobrara la salud, Zoe se había prometido a sí misma que nunca más volvería a enfrentarse a un reto tan grande. Tras la muerte de sus padres, y después de que Lyssa hubiera rozado la muerte, Zoe había comprendido que perder a otra persona amada la destrozaría.

De modo que cada vez que la seguridad de ellas dos se veía amenazada, Zoe se las arreglaba para conseguir que los demás hicieran lo que ella quería.

Así había conseguido que se siguiera adelante con el Festival del Gobio, cuando los demás hablaban ya de cancelarlo.

Y de la misma forma había actuado con Yeager cuando este había pretendido coquetear con ella.

A excepción del pequeño desliz de unos cuantos besos en el porche de su apartamento.

Pero ahora se daba cuenta de que tenía que enfrentarse a esa equivocación. Tenía que admitir ante él que era una birria como casamentera y dejarle claro que no iba a volver a intentarlo. Y dejarle mucho más claro que no tenía intención de volver a hacer absolutamente nada con él.

Desde ese momento ella solo se iba a encargar de sus necesidades como huésped.

El sol de la mañana acarició dulcemente su cara y él olor de las hierbas del jardín la tranquilizó mientras recorría el sendero hasta el apartamento de Yeager. Se demoró un momento en el camino, agachándose para recoger un tierno diente de león. Una abeja zumbaba delante de su nariz, y un cuervo que graznaba sobre su cabeza pasó volando lo bastante cerca como para sentir el batir de sus alas removiéndole el pelo.

Miró a aquel bicho con mala cara. ¿Acaso era demasiado pedir un poco de espacio para estar sola?

El cuervo volvió a graznar, como si la estuviera desafiando, y en ese momento Zoe oyó la voz de Yeager.

Yeager estaba de nuevo sentado a su mesa en el patio, vestido con un pantalón tejano y una camiseta con cuello de pico, y con su amiga de plástico sentada en una silla delante de él. Zoe sintió un cosquilleo en la mano al recordar la cálida rigidez de su pecho masculino. Tragó saliva y se colocó bien la camiseta. Era una camiseta sin mangas de cuello de cisne. La había escogido porque le tapaba la marca que tenía en el cuello, una marca que podía denunciar ante todo el mundo que la noche anterior había pasado un buen rato con alguien que no era precisamente su hermana.

Zoe tomó aliento con determinación.

«Solo tienes que aclarar las cosas con él. Cuando te hayas disculpado, podrás marcharte de aquí.»

Entonces Yeager volvió a hablar y esta vez ella pudo entender lo que decía.

– Dolly, ahora juegas tú.

Zoe se dio cuenta de que Yeager sostenía una baraja de cartas en una mano y que mientras hablaba iba lanzándolas una a una sobre la mesa en dirección a la mujer de plástico. Por supuesto, Dolly no hacía ningún esfuerzo por atraparlas, aunque una de ellas le dio incluso de pleno en la cara, haciendo que se ladearan sus gafas de sol, lo único que llevaba puesto.

– ¿Qué quieres, Dolly? ¿Cinco cartas a ciegas? Así que tú quieres cinco cartas y yo estoy a ciegas, ¿eh? -dijo Yeager riendo con buen humor-. ¿Sabes que eres muy bromista, chiquilla? ¿No te lo había dicho nadie?

Zoe podía haber pensado que estaba montando todo aquel espectáculo para ella, pero su voz denotaba una emoción apenas controlada y parecía que no fuese a dejar de jugar a las cartas en ningún momento. Al contrario, siguió lanzándolas una tras otra en dirección a Dolly, produciendo al hacerlo un ruido seco con la muñeca sobre la mesa.

– Ya sé que estás cansada de jugar, querida, pero aquí me muero de aburrimiento. Y cada minuto que pasa me aburro más.

A Zoe le dio un vuelco el corazón. No se le había ocurrido pensar en eso. Él se pasaba la mayor parte del día sentado en el apartamento. Casi todo el tiempo estaba solo. Por lo que ella sabía, solo había salido de allí un par de veces con Deke en uno de los cochecitos de golf. Pero sin poder ver nada, ni podía mirar la televisión, ni leer, ni siquiera jugar a las cartas.

Aunque seguía lanzándoselas a Dolly.

– Lo único que intento es darte una oportunidad, corazoncito. Ya sé que ahí no tienes más que una pareja, pero… -Su voz se interrumpió en seco y alzó la cabeza enfocando con las gafas de sol hacia el cielo.

Poco después de que él levantara los ojos hacia el cielo, Zoe oyó aquel característico ruido. Entornando los ojos y mirando hacia el sol, ella pudo ver un pequeño aeroplano que cruzaba el cielo por encima de sus cabezas. Había en Abrigo una pequeña pista de aterrizaje que se utilizaba ocasionalmente. Durante años se había hablado de construir un aeropuerto en condiciones, pero hasta el momento no parecía que nadie estuviera interesado en llevar a cabo aquel proyecto.

Volvió a mirar a Yeager y sintió una nueva sacudida en el corazón. Incluso con ias gafas de sol puestas, Zoe podía ver la expresión de nostalgia en su rostro.

Se pasaba el día sentado solo y en la oscuridad. Pensando todo el tiempo en aquello que había perdido y que ya no podría volver a tener.

Zoe se mordió el labio. Ahora entendía por qué se había acercado a ella. No tenía ninguna otra cosa que hacer. Ella era la primera distracción que había encontrado a mano.

Por alguna razón, aquella idea le pareció reconfortante en lugar de insultante. Yeager no la quería a ella, solo quería tener algo que hacer para llenar el tedio de sus días.

Con eso sí que podía enfrentarse Zoe. Eso no era una amenaza para el confortable refugio que representaba su vida en la isla. Incluso era algo en lo que ella podría ayudar.

Pero ¿cómo?

El aeroplano volaba ya lejos del alcance de su oído, pero otro zumbido distante llamó su atención desde más cerca. Zoe miró hacia la bahía de Haven. En el agua cristalina pudo ver una lancha rápida que frenaba hasta detenerse, dejando tras ella una estela de espuma blanca. Se quedó allí meciéndose sobre su propia estela, y las letras pintadas en rojo sobre el costado se movían arriba y abajo.

A Zoe se le ocurrió una idea.

– ¡Hola, Yeager! -le gritó.

Las manos de él se detuvieron con un estremecimiento.

– Déjame en paz, Zoe -le contestó Yeager en un tono de voz en absoluto amistoso.

– Yo… eh… he venido por lo de anoche.

– ¿Quieres que sigamos donde lo dejamos anoche?

– ¡No!

– Claro, ¿por qué será que no me sorprende? -se preguntó Yeager con ironía. Una carta salió disparada de su mano para aterrizar en el regazo de Dolly-. Pues entonces déjame en paz, Zoe. Simplemente vete por dónde has venido.

Zoe frunció el entrecejo. No estaba dispuesta a permitirle que se deshiciera de ella tan fácilmente, y menos ahora que entendía perfectamente lo que le pasaba; no cuando sabía que podía conseguir que por lo menos el día de hoy no fuera tan amargo para él.

También eso lo había aprendido con Lyssa. Hay momentos en los que solo vale la pena pensar en el presente. Vas a ver una película divertida o a tomar un helado o haces manzanas de caramelo y te diviertes como un niño.

A veces lo único que sabes con certeza que posees es el día de hoy.

Zoe avanzó hacia el apartamento.

– Escucha, acabo de tener una fabulosa y brillante idea.

Él no se movió del sitio.

– Olvídame, Zoe, porque ya he sido víctima antes de una de tus fabulosas y brillantes ideas, tus habilidades de casamentera, y haberme pasado toda la noche en vela ha sido el único resultado que he obtenido.

Ella saboreó aquel ligero baño de satisfacción. ¿De manera que no había sido ella la única?

Pero enseguida recordó que coquetear con ella no era para él nada más que una distracción. Y ahora ella tenía algo para que se distrajera que sabía que le gustaría incluso más.

– ¿Por qué no firmamos una tregua amistosa?

A él se le curvaron los labios hacia arriba.

– ¿Amistosa?

– Creo que sería justo, ¿no te parece? -insistió ella tragando saliva.

– ¿Sin más mujeres casaderas?

– Lo prometo. Y te pido disculpas.

Sus labios se curvaron un poco más.

– No sé si me puedo fiar de ti, Zoe.

– Vamos. Sé que te va a gustar lo que traigo.

– De eso estoy seguro -dijo Yeager ahora ya sonriendo abiertamente.

– La idea que traigo -añadió ella enseguida.

Cuando se dio cuenta de que él la ignoraba de nuevo, Zoe insistió.

– Es mejor que lo que te puede ofrecer Dolly -dijo ella.

– No estoy seguro -contestó él, aunque suspiró y luego apartó la silla para levantarse y echar a andar hacia la puerta corredera que daba entrada a su apartamento-. Me parece que está dispuesta a ofrecérmelo todo.

Al pasar al lado del juguete y rozarlo, Yeager se demoró acariciando con la palma de la mano uno de sus enormes pechos tipo Cosmopolitan.

Zoe apretó los labios y cruzó los brazos por encima de su propio pecho.

Yeager le ofreció a la mujer de plástico otra persistente caricia.

– Y todavía no ha salido corriendo.

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