Lyssa echó a correr todo lo rápido que pudo por el sendero que la alejaba de la casa de Deke, sorbiéndose las últimas lágrimas y tratando de tomar desesperadamente las riendas de sus caprichosas emociones. ¡No podía perder el control de aquella manera!
Cuando se paró en seco en la última curva antes de Haven House, sus sandalias de suela fina resbalaron en el polvo. Ir a casa no era una buena idea. Por mucho que hubiera deseado en ese momento encerrarse en su habitación, el radar de su superhermana Zoe sin duda sería capaz de detectar su estado de ánimo. Lyssa no tenía ganas de explicar lo que le acababa de suceder.
Tenía buenas razones para no hablar a Zoe de Deke. Zoe la protegía con el celo de un guerrero. La muerte de sus padres y su posterior enfermedad habían afectado a Zoe de manera mucho más profunda de lo que su hermana estaba dispuesta a admitir. Zoe sería capaz de romper la cabeza a cualquiera si llegaba a imaginar que habían hecho daño a su hermana.
Pero, en lo más profundo de su corazón, Lyssa no podía pensar que Deke fuera capaz de hacerle daño.
Abofeteó una vez más sus húmedas mejillas. Tenía montones de dudas acerca de lo que le estaba pasando.
Tratando de controlar el deseo de ponerse a gritar -y con la extraña sensación de una angustia que la quemaba por dentro-, Lyssa giró a la derecha y ascendió por un sendero poco transitado que se elevaba hacia las colinas. Aspiró profundamente e intentó aminorar la marcha. Para tratar de relajarse y salir de su confusión, dejó que su memoria la guiara hacia un refugio secreto que había descubierto años atrás.
Aquel lugar secreto era la fuente de su habitual serenidad, aunque no podía decirse que lo hubiera descubierto ella sola. Una niña de ocho años llamada Dánica -que estaba en el último estadio de la misma enfermedad que ella había sufrido- habló a Lyssa de ese lugar durante su primera reunión del grupo de apoyo de niños con cáncer.
Desconcertada y todavía paralizada por su propio diagnóstico, Lyssa se había quedado mirando a aquella niña de pelo cortado a cepillo, mientras esta describía lo mucho que le había ayudado durante su enfermedad dejar que su espíritu viajara a su refugio secreto, mientras su cuerpo se quedaba atrás, peleando con las realidades del tratamiento.
Durante el transcurso de su propio cáncer, Lyssa no siempre había sabido encontrar ese lugar secreto. Pero con tiempo y práctica había conseguido llegar a ese punto cada vez más a menudo.
Aunque ya no le hacía falta aquel lugar secreto para escapar del miedo y del dolor, Lyssa lo seguía considerando valioso como un refugio ante cualquier problema y fracaso. Mientras que Zoe solía preocuparse siempre por lo que pudiera pasar o lo que debería pasar, Lyssa solía aceptar los acontecimientos de la vida tal y como se le presentaban.
¡Excepto este! ¡Excepto el rechazo de Deke!
Lyssa soltó un grito fuerte para deshacerse de aquella sensación de decepción y luego miró a su alrededor inquieta y avergonzada por su propio arrebato. Pero estaba sola, gracias a Dios, caminando hacia la cima de una colina tan remota que incluso ella, una mujer que había crecido en la isla, necesitaba cierto tiempo para orientarse.
Mirando a su alrededor, solo podía ver colinas y maleza y un cielo azul brillante.
Lyssa puso mala cara. Perfecto, pues. Necesitaba estar un rato a solas. Necesitaba tiempo para aplacar aquel estúpido enfado. Absorta en sus confusas emociones, eligió al azar uno de los caminos que descendían por la montaña.
¿Por qué Deke le estaba poniendo las cosas tan difíciles? ¿De verdad era ella tan poco atractiva?
Los ojos se le nublaron de nuevo. Mientras parpadeaba para limpiarse las lágrimas, no vio un ancho surco de barro seco en el camino y acabó cayendo al suelo de rodillas.
– ¡Ay! -Una roca puntiaguda le había hecho un tajo profundo, y una sangre roja y brillante salió de la herida y resbaló pierna abajo.
Lyssa se quedó mirando la herida horrorizada. Mientras se metía la mano en el bolsillo con rapidez, su corazón empezó a latir a la velocidad del picoteo de un pájaro carpintero. No llevaba ningún pañuelo, de modo que tuvo que taparse la herida con la mano.
Diez minutos, se recordó a sí misma. Tenía que hacer presión sobre la herida durante diez minutos y después ir a su casa deprisa para lavársela. Una infección podría llegar a matarla.
Matarla.
Aquella idea la sobresaltó, y Lyssa se sentó sobre su trasero al borde del camino. Tomó una larga y difícil bocanada de aire para hacer desaparecer el nudo que sentía en la garganta.
No había nada de que preocuparse. Aquel era un miedo antiguo. Ella estaba curada. La quimioterapia ya no estaba destruyendo su salud, a la vez que destruía las células que luchaban contra las infecciones y acababa con el cáncer.
Por supuesto, eso lo sabía. Pero aquella situación con Deke estaba haciéndole perder la cabeza. ¡Una superviviente como ella debería ser capaz de controlar sus emociones!
Rechinando los dientes, agarró la piedra con la que se había lastimado y la lanzó lejos con todas sus fuerzas.
– ¡Al diablo con él! -gritó en voz bien alta, y luego miró alrededor sintiéndose de nuevo avergonzada.
Pero todavía estaba sola, por supuesto, y pronunciar aquellas palabras la hacían sentirse mejor. Asombrosamente mejor.
– ¡Al diablo con él! -gritó de nuevo con todas sus fuerzas.
Luego agarró una piedra con cada mano y, tomando aire con toda la fuerza de su enfado, las lanzó las dos a la vez lo más lejos que pudo.
– ¡Que se vaya de una vez al infierno!
Una inesperada voz masculina sonó a su espalda.
– ¿Me deberían estar pitando los oídos?
Lyssa apretó los dientes. ¡No! No quiso dar media vuelta para verlo.
– ¡Vete de aquí! -le dijo a Deke.
Los pasos de Deke cuando se acercó a ella desobedeciéndola hicieron saltar por los aires una fina lluvia de barro seco.
Lyssa frunció el entrecejo. Lo último que le apetecía era que él la viera sentada en el barro y llorando sobre su herida sangrante como si fuera una niña pequeña. Ella era una mujer fuerte y valiente que había sobrevivido a cosas mucho peores.
– ¡Vete de aquí!
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó él agachándose a su lado.
Ella abrió la boca para replicarle de forma airada, pero luego la cerró. Su refugio secreto. Tenía que encontrar ese lugar de calma interior. Ella era famosa por su serenidad. Lo único que tenía que hacer era recuperaría, y volvería a recuperar su dignidad.
– Me he caído -dijo Lyssa manteniendo la palma de la mano firmemente apretada contra la rodilla y sin siquiera mirarlo.
Él se acercó con la intención de apartarle la mano de la rodilla.
– ¡No! -Lyssa encorvó los hombros y apretó las piernas contra el pecho. «El lugar secreto.» «La serenidad.» Bajó la voz y se permitió mirarlo a la cara-. No, gracias. Estoy bien.
Deke tenía una mancha de barro junto a la boca y Lyssa sintió un escalofrío al recordar su beso. Sus labios la habían quemado como el agua caliente quema las manos. Ella lo había aceptado y se había deleitado en él, y luego todo el hielo que tenía dentro se había deshecho y se había mezclado con las aguas de un río caliente que le corría por los brazos y las piernas. Lyssa se había preguntado si él se habría dado cuenta de que estaba preparada para navegar por aquel río.
Pero entonces ella sintió algo diferente. Había una extraña tensión y un amargo propósito en el beso de Deke y en él mismo; y luego… luego ella se dio cuenta. Él creía que se había echado a llorar de miedo, pero no había sido así. Había llorado porque había querido. Porque había querido asustarlo a él.
– Déjame que lo vea.
Lyssa se quedó mirándolo fijamente.
– No.
– ¿Estás haciendo pucheros? -preguntó Deke contrayendo los labios.
Ella parpadeó.
– Hace años que no hago pucheros. -Un cuervo cruzó el cielo por encima sus cabezas y ella lo siguió con la mirada-. ¿No te he dicho ya que te vayas de aquí?
– Sí, y de muy malas maneras -dijo él bromeando-. Pero creo que realmente debes de haberte hecho daño.
Lyssa dejó escapar un extraño sonido gutural.
– ¿Y cómo has podido encontrarme, por cierto?
– La verdad es que no estoy seguro. -Deke se metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y sacó un pañuelo doblado en cuatro-. Simplemente sentí una necesidad urgente de explorar la isla.
Lyssa se quedó mirando el trozo de algodón que él sostenía en la mano.
– Mi padre también solía llevar un pañuelo en el bolsillo. No había visto un hombre que lo hiciera desde hacía años.
Algo que no era realmente una sonrisa hizo que los extremos de los labios de Deke se doblaran hacia arriba. Luego se encogió de hombros.
– Será cosa de la edad.
Lyssa sintió una bruma roja que le nublaba los ojos y una caliente irritación que ni siquiera se tomó la molestia en tratar de dominar. Serenidad, pensó de nuevo ella sabiendo que aquello era una maldición personal.
– Tú no eres mi padre -dijo Lyssa con convicción.
Tratando de no hacer caso de su enfado, él tomó las puntas del pañuelo y lo dobló dándole forma de venda. Con una habilidad sorprendente, le apartó la mano de la pierna y ató el pañuelo alrededor del corte, tocándola lo mínimo y de la manera más impersonal.
Pero a Lyssa, de todas formas, se le puso la carne de gallina. Y eso la hizo sentirse todavía más enferma.
A Deke se le tensó un músculo de la mandíbula.
– Te llevaré a casa -le dijo-. El coche de golf no está lejos de aquí -añadió haciendo un gesto con la mano en dirección a donde había dejado el vehículo.
Para su mortificación, ella sintió que sus traicioneras lágrimas volvían a hacer acto de presencia. Había estado realmente muy equivocada con respecto a él. Deke no era la persona apropiada. Ella no podía enamorarse de un hombre que le hacía perder el control y sentirse como una masa burbujeante de emociones, para luego darle la espalda.
Se puso de pie y se quedó mirándolo a través de la neblina de humedad de sus lágrimas.
– No soy una llorona -dijo ella-. Y no soy una persona que suela caerse o que pierda la calma fácilmente. ¡Maldita sea! ¡Ni siquiera soy una persona que suela enfadarse a menudo!
– Y yo soy Pat Boone -dijo él alzando las cejas y volviendo a arrugar los labios.
Lyssa se quedó callada un momento, luego parpadeó y dejó que le cayera por la mejilla una solitaria lágrima.
– ¿Pat qué? -preguntó ella desconcertada.
Él se quedó inmóvil, poniendo de nuevo su rostro de serio predicador y haciendo que en sus ojos muriera aquella leve llama de humor.
– Vamos.
Ahora era el turno de que se riera Lyssa. Y eso fue lo que hizo, de manera engreída, y luego apuntó a Deke con el dedo como si estuviera apuntándole con una pistola.
– Te he pillado, viejo. -Lyssa hizo un giro de bailarina delante de sus narices (¡Lyssa haciendo aspavientos!) y le lanzó otra sonrisa por encima del hombro-. Pero juraría que el rockero Pat Boone tampoco es precisamente un músico de tu generación.
Él tardó un minuto en seguirla, pero cuando lo hizo, una sonrisa adornó de nuevo su cara, y sus ojos grises adquirieron un matiz casi azulado.
– Yo no estaría tan seguro, pequeña -dijo Deke, y esta vez aquel apelativo no sonó tan insultante-. Presentó un disco de heavy metal en el callejón dónde yo vivía -añadió guiñándole un ojo.
Alentada por aquella pequeña muestra de buen humor, Lyssa le dedicó otra amistosa y provocadora sonrisa mientras se subía al coche que estaba aparcado en la cuesta. Pero él había vuelto ya a su estilo precavido y aparentó que no la había visto.
Volvieron a Haven House en silencio; Lyssa todavía molesta y avergonzada por su poco habitual arrebato. Cuando el vehículo se detuvo ante la puerta delantera de la casa, Lyssa miró a Deke y tragó saliva. Luego juntó los dedos de las manos apretándolos y formando una bola.
– Sobre lo que pasó antes… -¡Dios! No quería que él pensara que estaba hablando del beso-. Sobre lo de antes, en la colina, cuando me lastimé la pierna…
Deke no decía nada, solo miraba sus manos agarradas al volante.
Lyssa tragó saliva de nuevo.
– Lo siento. Creo que me he comportado como… como una… bruja.
– Es divertido. -Ahora Deke volvió la cabeza hacia ella lanzándole una profunda mirada con aquellos ojos glaciales-. Pensé que te habías comportado como una mujer.
Lyssa se quedó boquiabierta. ¡Una mujer! Y luego se quedó helada y atónita mientras levantaba el seguro de la portezuela. Una mujer.
Y de repente comprendió que hasta entonces nunca lo había sido. Nunca, en toda su vida, se había comportado como una mujer.
Ya no era una víctima del cáncer o una superviviente del cáncer, sino una mujer: un ser vivo que respiraba, que a veces era voluble y que a veces perdía la calma.
Haber sobrevivido a aquella larga enfermedad le había ofrecido mucho tiempo para examinar su vida y examinarse a sí misma. Creía que conocía y entendía ambas cosas perfectamente. Pero entonces llegó Deke y de repente empezó a sentir que ya no estaba segura de nada. ¿Quién era? ¿Qué eran todas aquellas emociones que la conmovían por dentro?
Su corazón latía, vivo y despierto, en su pecho. Todos aquellos sentimientos debían de tener algún sentido. Tenía que existir una razón para que se hubiera enamorado de Deke. Sí, había sobrevivido, pero el amor era lo que finalmente la hacía sentirse viva.
Mientras bajaba del vehículo como una autómata y caminaba hacia el porche de su casa, otra oleada de lágrimas le nubló los ojos, pero esa vez ya no se molestó en esconderlas. Al llegar a la puerta de entrada dio media vuelta para decir algo a Deke, pero él ya había puesto en marcha el coche y en ese momento avanzaba callé abajo.
Lyssa se quedó mirándolo hasta que dobló la esquina. Su hombre se había marchado, y su feminidad y su corazón victorioso iban con él.
Al día siguiente de su aventura en paracaídas, Yeager se presentó en la cocina de Zoe justo cuando ella estaba recogiendo los últimos platos del desayuno.
– ¿Cómo va eso? -preguntó entrando por la puerta de atrás.
El sol de última hora de la mañana entraba a raudales formando un aura alrededor de Yeager. Zoe se apretó el corazón con los dos manos; tuvo que agarrarlo para que no se le saliera del pecho y se lanzara contra aquella radiante imagen de él, entrando en la cocina con todo su atractivo y con aquel brillo extraterrestre que lo rodeaba.
– ¿Zoe? -Yeager se apoyó en el marco de la puerta y se cruzó de brazos.
– ¿Hum? -Zoe se apartó de él y guardó un plato deportillado en el armario inferior de la cocina.
– Diviérteme -dijo Yeager.
Ella no pudo evitar reír. Aquella petición era engreída y a la vez encantadora; muy de su estilo.
– Por favor -añadió él con retraso riendo burlonamente.
Muy propio de él. Le había dicho «Diviérteme». Y eso confirmaba por qué podía estar a salvo a su lado. Todo lo que él había estado haciendo no era más que intentar divertirse. Todo su coqueteo. Incluso los besos. Y una vez que ella le había demostrado que podía divertirlo de otra manera -como por ejemplo llevándolo a volar en paracaídas-, él estaría dispuesto a olvidar lo que posiblemente no era más que una simple reacción automática de un hombre ante cualquier mujer que estuviera disponible. Zoe ya lo había sospechado desde el primer día.
Aun así, e incluso en plan amistoso, no era fácil enfrentarse a él.
– Esta mañana tengo cosas que hacer -dijo ella.
La sonrisa no desapareció de la cara de Yeager.
– Vamos, Zoe.
Ella se mordió el labio inferior.
– ¿Quieres volar en paracaídas otra vez?
Él negó con la cabeza.
– Me gustó mucho, Zoe, pero no creo que… no creo que lo pueda hacer todos los días.
A ella aquello no le sorprendió. Después de su vuelo, Yeager había estado un rato aturdido, y ella no había llegado a entender si su idea había sido buena o nefasta. Sin embargo, tras unos momentos, le pareció que él estaba contento, o al menos ya no tan arisco. Y más tranquilo, como si hubiera decidido tomárselo todo con más calma.
Y Zoe se había alegrado por él.
– Hoy quisiera pasar el día contigo -dijo Yeager.
Zoe se quedó mirándolo fijamente.
– Solo tienes que darme algo que hacer -intentó convencerla él dedicándole una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora-. ¿Qué tienes que hacer hoy? Quizá yo te podría ayudar.
– Yeager…
– Por favor, Zoe.
Ella miró el reloj.
– Tengo varios recados que hacer y luego… -Por muy brillante que fuera el análisis que acababa de hacer (y la conclusión de que estaría a salvo con él mientras lo entretuviera), ¿era realmente una buena idea andar con Yeager de aquí para allá?-. Y luego tendré un rato libre -concluyó ella reticente.
– Zoe, te lo estoy rogando -dijo él quejándose de nuevo-. Si paso más tiempo en compañía de Dolly no me hago responsable de lo que pueda suceder.
Zoe rio. ¿Cómo podía sentirse asustada por un hombre que todavía jugaba con muñecas?
– Vale, de acuerdo. -Zoe se agachó, rebuscó de nuevo en el armario y sacó de él una pequeña cesta en la que guardar comida para un picnic. Se suponía que él lo había entendido ya. Ser una compañera de picnic no era lo mismo que ser una compañera de juegos-. Te llevaré de picnic.
– ¿Te he dicho ya que te quiero?
Zoe sacudió la cabeza y rio entre dientes.
– No, y no espero que lo hagas.
Yeager también se rio y hasta resultó medianamente útil intentando no ponerse en medio mientras ella guardaba las cosas para el almuerzo. Se sentó a la mesa de la cocina y estuvo contándole historias tontas sobre el tipo de cosas que solía hacer de niño cuando iba al campo. Ella se tranquilizó. Y mientras metía en la cesta la ensalada de atún que encontró en el fondo de un estante del frigorífico, desapareció el último de sus recelos sobre el hecho de pasar más tiempo con Yeager.
Él propuso ir de excursión en motocicleta. Ella había propuesto el coche de golf, pero Yeager le dijo que antes prefería que le pegaran un tiro y que quería estar en condiciones de controlar él mismo el vehículo, en caso de que le diera por volver a conducir a ciegas.
Riendo ante la idea de un ciego guiando a otro ciego, Zoe ató la cesta del almuerzo en el portaequipajes de su motocicleta y amablemente se echó hacia delante para hacerle sitio en el sillín.
Solo cuando él apretó su cuerpo contra el ella, Zoe volvió a tener una nueva sensación real de recelo. Ella movió el trasero hacia delante para dejarle más sitio, pero solo consiguió que él la agarrara con los brazos por la cintura.
– Hay que agarrarse fuerte -le dijo Yeager al oído con un tono de voz que era casi un susurro.
– Estás demasiado cerca -se quejó Zoe, sintiendo un escalofrío que le recorría la columna vertebral y se hacía más persistente al llegar a la parte baja de su espalda.
Él se aclaró la garganta antes de volver a hablar.
– ¿No tenías que hacer un par de recados?
Zoe suspiró. De acuerdo, al menos aquel escalofrío solo lo sentía en un lado del cuerpo y podía tratar de olvidarlo. Los nervios hicieron que arrancara la motocicleta con una ligera sacudida, y él se agarró aún más fuerte a su cintura, rodeándola exactamente por debajo de los pechos con uno de sus brazos.
Por supuesto que lo que hizo que se le endurecieran los pezones no fue nada más que la brisa de la mañana.
Zoe condujo con los dientes apretados hasta su primera parada. Mientras ella entraba corriendo en la peluquería El Terror de la Esquila, dejó a Yeager sentado en la motocicleta. Agarró la caja que Marlene había dejado allí para ella y le dijo a su amiga que ya charlarían en otra ocasión. De vuelta en la motocicleta, ató la caja sobre la cesta del almuerzo con un pulpo y luego se puso en marcha. Se dirigieron hacia la zona de casas lujosas que salpicaban las cimas de las colinas de Abrigo.
Haciendo caso omiso de la sirena que empezó a sonar en cuanto se acercó a la verja de entrada, Zoe se coló por entre las puertas de hierro entreabiertas y frenó junto a la puerta de entrada de una mansión, justo bajo las sorprendidas narices de dos leones de mármol italiano. Los dos animales tenían la misma fiera expresión y la misma pata levantada, como si estuvieran dispuestos a dar un zarpazo al primer ratón -o en su caso al primer intruso- que osara acercarse por allí.
La puerta de entrada se abrió inmediatamente, y detrás de la uniformada ama de llaves -Donna- apareció el hermoso rostro de la arisca Randa Hills.
– Llevaba horas esperándote -dijo Randa con tono de desaprobación, mientras sus labios se doblaban hacia abajo en su exuberante boca pintada.
Zoe aparcó la motocicleta y desmontó quitándose el caso.
– Perdona, Randa. Hola, Donna. -Desató la caja que Marlene le había dado-. Aquí traigo la corona. Es que esta mañana he tenido mucho trabajo.
No tenía ningún sentido puntualizar que debería haber sido Randa quien se preocupara de haber ido a recoger en persona el condenado chisme -y de paso haberlo mandado a limpiar ella misma-, en lugar de hacer que Zoe y Marlene se encargaran de todo.
Pero a Randa le importaban muy poco Zoe y sus excusas.
– Vaya, ¿quién es ese?
Zoe dio media vuelta sin sorprenderse de que Yeager también se hubiera quitado el casco y estuviera sonriendo amablemente en dirección a la voz de Randa.
– Es Yeager Gates -dijo Zoe-. Uno de mis huéspedes. Yeager, esta es Randa Hills. La señora Randa Hills. Y esta es Donna Kelly.
– Señora Hills. Señora Kelly -contestó él inclinando la cabeza.
Randa lanzó una mirada perpleja a Zoe.
– Randa -le corrigió ella-. La única persona que me llama señora Hills es el señor Hills.
Zoe se encogió de hombros. Eso era verdad. Pero alguien tenía que recordarle de vez en cuando que estaba casada. Zoe subió las escaleras de la entrada y entregó la caja a Donna.
– ¿Cómo está Jerry? ¿Sigue en viaje de negocios?
– Sí, todavía voy a estar aquí muy sola durante unos cuantos días -contestó Randa mientras lanzaba una mirada interrogativa en dirección a Yeager.
Zoe sonrió para sus adentros cuando Yeager -quien no podía ver las miraditas que Randa le lanzaba- pareció inmune a sus indirectas.
Frunciendo el entrecejo, Randa se volvió hacia Zoe.
– Y me ha dicho que quiere tener una charla contigo en cuanto vuelva.
Oh, oh. Había llegado la hora de marcharse.
– Bueno, me tengo que ir, Randa.
Zoe bajó corriendo las escaleras y saltó sobre la motocicleta pateando a Yeager en el estómago con las prisas.
– Uf.
– Ponte otra vez el casco -dijo ella como única disculpa por haberle golpeado.
Volvió a cruzar la verja de entrada cuando él todavía se estaba ajustando el casco con una mano y con la otra la agarraba fuertemente de la cintura para no perder el equilibrio mientras ella tomaba una curva a gran velocidad.
– Dios, ¡qué mujer! -exclamó Yeager, y se agarró fuertemente con ambas manos a la cintura de ella-. ¿Qué es lo que estás haciendo? ¿Es que intentas matarme? Ya he tenido antes un accidente en moto y no me gustaría repetir la experiencia.
Zoe se sintió culpable y redujo la velocidad.
– Perdona -dijo por encima del ronroneo del motor de la motocicleta-. No tenía ganas de seguir escuchando a Randa, ¿vale?
– ¿Tenías miedo de lo que pudiera decirte de Jerry? ¿Y qué era esa historia de la corona?
Sí, tenía miedo de lo que Jerry tenía que decirle. Jerry era el dueño de la mayor inmobiliaria de la isla, del banco y de casi la mitad de los inmuebles alquilados de Abrigo. También había contribuido al Festival del Gobio con más de la mitad del presupuesto necesario. Afortunadamente para Zoe, los dos últimos meses había estado viajando continuamente por asuntos de negocios. Zoe estaba segura de que aquellas banderas del festival no habrían llegado a ondear aquel año si Jerry hubiera conocido los pésimos pronósticos de los estúpidos biólogos marinos. Jerry era el típico especulador. Y esperaba poder recuperar el dinero que había invertido en el festival. Pero si hubiera imaginado que aquel año los gobios no iban a dejarse ver por allí, Jerry habría puesto en cuestión la necesidad de montar el festival.
– ¿Zoe?
Zoe decidió que era mejor contestar a la más sencilla de las dos preguntas.
– Randa es Miss Isla de Abrigo. Durante el desfile del Festival del Gobio ella sale con la corona puesta y nosotras la hemos llevado a que la limpien.
Hubo un breve silencio.
– ¿Miss Isla de Abrigo? Corrígeme si me equivoco, pero ¿no me has dicho que Randa era la señora Hills?
Zoe se encogió de hombros y metió la motocicleta por un camino de tierra que conducía a uno de sus lugares favoritos en la isla. Su voz sonó entrecortada mientras avanzaban dando saltos por el camino sin asfaltar.
– Randa es Miss Isla de Abrigo desde 1989, que fue cuando Jerry le echó el ojo. Luego se casó con ella. Dado que Jerry es quien pone la mayor parte del dinero del festival, también es el que decide cada año quién será Miss Abrigo. Y ha estado eligiendo a su mujer, o ella ha estado haciendo que la elija, durante los últimos diez años.
Fue de agradecer que Yeager se quedara en silencio durante los siguientes diez minutos. Cuando por fin se detuvieron a la sombra de unos robles -junto al río Gumbee en la colina de Harry-, ella imaginó que él habría perdido el interés por aquel tema.
Y a Zoe aquello le pareció perfecto. Extendió en el suelo la manta que había traído y colocó la cesta del almuerzo junto a ella. Ofreció a Yeager un brazo para que se agarrara y lo condujo desde la motocicleta hasta el lugar donde acababa de preparar el picnic.
– Ya hemos llegado. -Zoe hizo que Yeager se sentara sobre la manta y se sentó a su lado-. Bienvenido al rincón secreto de Zoe.
Él estiró las piernas hacia delante.
– ¿Qué es lo que me hace pensar que soy bienvenido solo porque no sería capaz de descubrir yo solo el camino para llegar hasta aquí?
Zoe sonrió.
– Tengo que mantener algunas partes de mí misma en secreto.
– ¿Y por qué será que tengo la impresión de que este no es tu único secreto?
A Zoe se le hizo un nudo en la garganta.
– Dame un respiro, Yeager. Además, ¿qué sabrá de secretos un hombre como tú, cuya vida está expuesta siempre para que todo el mundo la examine?
La luz del sol se colaba en forma de rayos brillantes entre los mechones de pelo de Yeager.
– ¿Qué quieres decir con eso?
Zoe se alegró de haber conseguido que su interés pasara a otro tema. Hablar sobre él le parecía mucho más seguro.
– Lyssa me lo ha contado todo. Y yo misma he visto en una revista un artículo que hablaba de ti.
– No debes creer todo lo que lees.
– De modo que no estuviste emparejado con una actriz con enormes… -Ella hizo un gesto con las manos perfilando un imaginario busto prominente, pero enseguida se dio cuenta de que él no podía verlo-. Bueno, ya sabes a lo que me refiero.
Yeager se apoyó sobre un codo y le sonrió burlonamente.
– ¿Y cuál es la pregunta? ¿Hasta qué punto conozco eso a lo que te refieres?
– No tengo ninguna pregunta al respecto -contestó ella con remilgos-. Tu pasado, o para el caso tu futuro -añadió rápidamente-, no son asunto mío.
Yeager se acercó a ella.
– ¿Y qué me dices de mi presente? ¿Te interesa eso lo más mínimo?
Zoe se apartó de su lado. Yeager estaba empezando otra vez con aquella estúpida manía de cortejarla.
– Imagino que debes de estar hambriento.
– Sí.
Ella hizo caso omiso del tono jocoso de su voz.
– No creas que he traído nada especial: bocadillos de ensalada de pollo, uvas y pastelillos de chocolate y nueces.
– Debería haberte dicho que te quiero.
Cuando Yeager exageraba tanto, a ella le era fácil no sentirse afectada.
– Vaya, así que eres de los que se conquistan con una buena comida casera, ¿no? -replicó ella riéndose tontamente.
Luego se acercó hasta la cesta del almuerzo y colocó un bocadillo envuelto y un pequeño racimo de uvas sobre la lisa tabla de planchar que era el estómago de Yeager.
– Es que nunca pude disfrutar mucho de esas cosas. Mi madre murió al poco de nacer yo, y el brigadier general, o sea mi padre, era capaz de conseguir que el solomillo tuviera gusto a palitos de pescado. Es uno de los requisitos de las Fuerzas Aéreas.
– ¿Y qué piensa él de tu… situación? ¿De tu ceguera? -preguntó ella con curiosidad.
Yeager se ajustó las gafas negras al puente de la nariz.
– Los dos sabemos que no es más que un problema temporal.
De pronto pareció que Yeager se sentía claramente incómodo y Zoe decidió reconducir la conversación hacia un tema más relajado y trivial.
– Así que tú padre estaba en las Fuerzas Aéreas.
Zoe se dio cuenta de que los hombros de Yeager se relajaban.
– Y todavía lo está -contestó él-. En este momento está con las fuerzas de pacificación de las Naciones Unidas, en Europa. Cuando era niño, en solo doce años llegamos a vivir en ocho bases diferentes.
Zoe no podía imaginar una vida con tantos cambios de residencia. Era algo que ella odiaba.
Yeager se tragó el último pedazo de su bocadillo.
– Aunque nunca antes había vivido en una isla.
Zoe miró a su alrededor: hacia el riachuelo que corría por entre las rocas; hacia las altas montañas y los valles que se abrían entre ellas; y luego hacia el océano azul que lo rodeaba todo como un manto protector.
– Entonces la verdad es que te has perdido algo.
Yeager se encogió de hombros a la vez que se metía un enorme grano de uva en la boca.
– En todas partes existen Jerrys y Randas.
– Sin duda tienes razón -dijo ella estirándose sobre la manta y colocando las manos bajo la cabeza a modo de almohada-. Pero en otros lugares no están mi amiga Marlene, o mi hermana Lyssa, o Gunther, nuestro medio cartero, o las muchas otras personas y cosas que hacen que Abrigo sea casi el mejor lugar del mundo.
Él rio de su entusiasmo.
– ¿Casi el mejor?
Zoe sonrió a las nubes que cruzaban el cielo por encima de su cabeza.
– De acuerdo, el mejor lugar. Yo creo que hay alguna razón para que los gobios de cola de fuego hayan elegido nuestra isla durante todos estos años. Hemos construido aquí algo especial. Nuestra comunidad es como una familia. Y vivimos en una isla que no cambia y que nos mantiene a nosotros a salvo.
Yeager se tumbó a su lado y estiró los brazos por encima de la cabeza. Cuando su tórax se hinchó, se le levantó la camisa y dejó a la vista una dorada franja de su estómago. Por encima de la cintura de sus tejanos podía verse la espiral de su ombligo y una rala mata de pelo rubio que sobresalía.
– ¿Zoe?
– ¿Hum?
Cada vez que Yeager respiraba la camisa se le subía aún más arriba.
– Te he preguntado por tus padres. ¿Te has quedado dormida mientras estaba hablando?
Zoe parpadeó y luego volvió a dirigir rápidamente la mirada hacia el cielo azul.
– Perdona. Ellos… eh… murieron cuando yo acababa de empezar la universidad. Durante un viaje que hicieron para ir a visitarme. Yo estaba en una universidad de Los Ángeles y vivía en una residencia privada, solo para mujeres, y ellos habían venido a visitarme en autocar… -Zoe tragó saliva-. Lyssa fue la que me llamó y me dio la noticia. Aunque los habían llevado a un hospital a solo cincuenta minutos de mi residencia, sus carnets de identidad tenían la dirección de la isla.
Las hojas del roble que había por encima de sus cabezas se movieron tristemente.
Yeager le tocó la cara con una mano a la vez que se volvía hacia ella.
– Lo siento -dijo él. Su pulgar se paseó por las mejillas de Zoe como si estuviera buscando alguna lágrima-. ¿Estás bien?
– Hum.
A Zoe le dieron ganas de frotar su mejilla contra la mano de él. La tarde que le dieron la noticia de que sus padres acababan de morir no había tenido a nadie que la consolara. Era un día especialmente frío, y después habían pasado meses -puede que años- antes de que ella volviera a sentir de nuevo calor.
Yeager seguía acariciándole la mejilla.
– Entonces -dijo él con una voz deliberadamente suave- cuéntame qué es lo que hace que este sea el lugar favorito de Zoe.
Mientras Zoe le describía cómo eran las colinas que los rodeaban y cómo era el río Gumbee -que tenía agua durante todo el año excepto el mes seco de septiembre-, Yeager no dejó de acariciarle la mejilla con la mano.
Luego recorrió con los dedos el contorno de una de su cejas. Ella pensó en apartarse, pero aquella caricia le pareció dulce y amistosa.
– ¿Era este el lugar al que te traías a los ligues? ¿O acaso estamos en el palco de observación de las especies submarinas locales? -preguntó Yeager.
Zoe imaginó que él habría podido notar cómo se le arrugaba ligeramente el entrecejo.
– Solo te voy a decir una cosa, amigo. En mi colegio, en la clase de último curso, había veintiséis alumnos; dieciocho de ellos éramos chicas.
Los dedos de Yeager avanzaron por la línea del nacimiento de su pelo y se posaron sobre una de sus sienes.
– Vaya, ya me habría gustado a mí estar en aquella clase -dijo él.
Zoe se tragó un suspiro y se quedó tan inmóvil y fría como pudo, temiendo que él no fuera capaz de detenerse; y temiendo a la vez que acaso se detuviera.
– No lo dudo.
Yeager se acercó más a ella.
– ¿De manera que eso significa que no seré yo el primero al que hayas besado en este lugar?
– Oh, Yeager.
Él no debería haberlo dicho. Y ella no debería desearlo. Pero aquella mano que acariciaba delicadamente su cabello estaba haciendo que todas sus. dudas y sus deseos empezaran a darle vueltas de nuevo en la cabeza. Aquella mano era grande, caliente, seductoramente masculina; una extraña y traicionera sensación de ahogo la pilló desprevenida.
Zoe tragó saliva intentando refrenar aquella desconocida afluencia de deseos. ¿No se suponía que era capaz de tenerlo todo bajo control? Yeager le había pedido que le divirtiera y ella había pensado que un paseo por la isla y un almuerzo al aire libre serían todo lo que él deseaba.
Uno de los hombros de Yeager se frotó contra el hombro de ella.
– Demuéstrame que somos amigos, Zoe. Bésame.