Capítulo 8

Yeager se dijo a sí mismo que no habría permitido que Zoe lo metiera en un coche de golf hacia un destino secreto si no hubiera perdido dos veces seguidas con Dolly; no dos partidas, sino dos barajas.

– ¿Por qué no me dices adónde vamos? -preguntó.

– Deja de estar de mal humor -contestó ella alegremente. El coche atravesó un bache y Yeager se dio cuenta de que acababan de pasar el escalón del camino de entrada a Haven House-. Relájate y disfruta.

Él decidió mostrar a Zoe Cash una sincera antipatía. Lo estaba tratando como si fuera un niño asustadizo, cuando solo hacía doce horas que habían estado abrazándose y besándose con pasión. Aunque, aparentemente, aquella situación se había borrado con facilidad de la memoria de ella.

Yeager intentó acomodarse en el incómodo asiento de plástico del coche de golf y trató de recordar por qué se había sentido tan contento el día que se encontraron por primera vez. Todo lo que había sacado de aquella relación había sido una ración mensual de decepción y una erección de caballo.

El coche giró hacia la izquierda haciendo que él se golpeara con el hombro de ella, y Zoe lo empujó rápidamente para ponerlo derecho.

– ¿No hace un día maravilloso? -dijo ella con entusiasmo.

– Un día condenadamente espléndido -contestó él intentando agarrarse a algo mientras Zoe tomaba otra curva-. Siempre me gustó esta vida negra como el alquitrán.

– ¡Oh, deja ya de ser tan gruñón! Respira profundamente el aire limpio de la isla.

¡Gruñón! Yeager se echó hacia atrás en su asiento, sintiendo una emoción que le ardía en la nuca.

– Decir eso es fácil para ti. Pero si supieras… -Se tragó el resto de su queja mordaz.

– Tienes razón -dijo Zoe disculpándose-. Pero deja al menos que lo intente.

Zoe se calló un momento y luego continuó hablando con entusiasmo.

– Aún sigo pensando que hace un día maravilloso -dijo ella mientras el coche seguía descendiendo por la pendiente-. Aunque tenga los ojos cerrados, puedo oler el aroma salado del océano y oír el canto de los pájaros. -El coche dio otro giro violento.

¿Con los ojos cerrados? ¡Mierda!

– ¡Zoe! -Yeager lanzó una mano en dirección al volante del coche-. ¡Ábrelos!

– Tranquilo -dijo ella apartándole la mano mientras tomaba otra curva cerrada-. Podría encontrar el camino hacia dónde vamos incluso a ciegas.

– Dime que estás bromeando -insistió él.

Pero en ese momento oyó el chirrido de unos frenos a su izquierda que hicieron eco con un chillido en el corazón de Yeager.

– ¡Mierda, Zoe! Abre los ojos.

Yeager pudo notar un tono de burla en la voz de ella.

– No te preocupes tanto. No era más que el señor Curtis en su viejo El Dorado del setenta y dos. Él conduce con cataratas… pues yo conduzco con los ojos cerrados. Creo que eso nos hace estar en igualdad de condiciones.

La autocompasión de Yeager se evaporó al imaginarse el carrito de golf estrellándose y convirtiéndose en miles de pequeños fragmentos cromados. Y le ponía enfermo la idea de que Zoe pudiera herirse o siquiera lastimarse un poco.

– Por favor, Zoe -dijo él poco dispuesto a correr el riesgo de darse un revolcón de ese tipo con ella.

– De acuerdo -admitió Zoe a regañadientes-. Pero eres capaz de quitarle la emoción a cualquier cosa.

Él no volvió a respirar con tranquilidad hasta que el vehículo se detuvo por completo y oyó el chirrido de protesta del freno de mano del coche. El sonido del romper de las olas y un olor salado que acarició sus fosas nasales le hicieron entender dónde se encontraban. Lo había llevado a la playa.

Zoe salió del coche, se dirigió a su lado y le ofreció un brazo para que se agarrara a él.

– Vamos, gruñón. Te tengo preparada una sorpresa. Seguro que no te imaginas por qué estamos aquí.

Yeager se dejó conducir fuera del vehículo. El roce frío de la mano de ella sobre su brazo envió una caliente puñalada de reacción en dirección a su entrepierna y, sin siquiera pensarlo, él alzó una mano y le acarició la mejilla.

Ella estaba de pie, tan cerca de él, que pudo sentir cómo temblaba todo su cuerpo.

Aquella respuesta le hizo sentir una extraña satisfacción. Puede que, después de todo, ella aún siguiera recordando la noche anterior. Yeager pensó que debería probar el agua.

– Se me acaba de ocurrir una cosa.

Oyó cómo Zoe tomaba aire con fuerza y luego notó que tiraba de él en dirección a la orilla.

– ¿Crees que sabes por qué hemos venido aquí? Vamos, dime.

Mientras avanzaban por la playa -con Zoe ligeramente a la cabeza y sintiendo unos finos granos de arena golpeándole las pantorrillas-, empezó a cojear un poco de la pierna herida.

– Tienes ahí a cincuenta mujeres en fila y yo he de averiguar cuál de ellas eres tú guiándome solo por el tacto.

Ella se paró de golpe y Yeager se dio contra su espalda. Aprovechó la ocasión para deslizar la mano que tenía libre por su cintura y apretar su cuerpo contra él, rozando con la punta de los dedos el hueco entre sus pechos. El pelo de Zoe era suave al contacto con sus mejillas.

– Sabes que te puedo encontrar solo por el tacto.

El aire vibraba en los pulmones de ella y Yeager sonrió satisfecho. ¿Quién estaba ahora al volante del vehículo? Pero Zoe se soltó de su abrazo.

– ¿Quieres divertirte un rato o no?

– Creo que eso podría ser divertido -dijo él en voz baja.

Ella siguió avanzando por la fina arena, que se había hecho más dura bajo los pies. Luego se paró y dio un agudo silbido juvenil.

– ¡Caramba! -Yeager se tapó los oídos con las manos.

Ella ignoró su queja y volvió a silbar para, a continuación, gritar en dirección al agua.

– ¡David! ¡Leif!

Yeager experimentó una punzada de aprensión en las tripas.

– Zoe, ¿qué…?

Ella volvió a gritar.

– ¡Eh! ¡David! ¡Leif!

Él tragó saliva intentando imaginar qué era lo que ella tenía en mente.

– Zoe, escúchame. ¿No estarás, eh, de nuevo en tu papel de casamentera, verdad?

La voz de Zoe sonó llena de diversión.

– Te había prometido que no volvería a hacerlo, ¿verdad?

Él sintió que sus tripas se relajaban un poco. ¿Eso era una respuesta?

Antes de que pudiera decidirlo, unos pies pesados que se dirigían hacia ellos pisotearon la arena acompañados por el tintineo de algo metálico y ligero. Unas voces jóvenes que no le eran familiares les saludaron.

– ¿Cómo va eso, Zoe? ¿Así que tu amiguete quiere que le demos un paseo?

Yeager nunca lo admitiría, pero necesitó hacer acopio de toda su disciplina militar para no salir de allí por piernas.

– Zoe -dijo tragando saliva- ¿De qué va todo esto? Escucha, sea lo que sea lo que hice, si te he ofendido…

Zoe se echó a reír realmente divertida y Yeager no fue capaz de entender qué era lo que estaba pasando hasta que aquellos tipos se acercaron más y empezaron a ponerle el equipo.

– Deberías verte la cara -dijo ella entre carcajadas.

Le pasaron unas correas entre las piernas y otras cruzándole el pecho, y Yeager tuvo un primer indicio de lo que estaba a punto de suceder.

– ¿Tú quieres ir sola, Zoe? -preguntó uno de los muchachos-. Podemos hacer un tándem, si quieres.

– Estos pies no van a separarse de la tierra de Abrigo, chicos -contestó ella algo nerviosa al cabo de un momento.

Yeager frunció el entrecejo, aunque todavía no estaba del todo seguro de qué pasaba.

– Zoe…

Una mano dio un tirón final a las correas. Zoe volvió a silbar y un tremendo regocijo llenó su voz:

– ¡A toda máquina! -gritó ella-. Sigue las instrucciones de Leif -le susurró al oído, y luego le dio un suave beso en la mejilla y una descarada palmada en el culo.

Yeager se quedó allí de pie, devanándose los sesos, consciente de que los demás se estaban alejando de él. ¿Se trataba de algún tipo de broma que le estaba gastando Zoe? ¿Se trataba de atarlo allí como si fuera un pavo relleno para dejarlo solo y ver si era capaz encontrar el camino de vuelta a casa? Quizá creía que eso era lo que se merecía después de haber estado besándose la noche anterior.

El sonido agudo de una lancha motora acelerando le llegó a los oídos. Casi de inmediato sintió que algo le empujaba desde detrás, y luego todas las demás sensaciones vinieron juntas: las correas, el mar, la barca y el regocijo en la voz de Zoe porque le estaba ofreciendo a él algo que le parecía importante.

En aquel momento Yeager se dio cuenta de que a su espalda un paracaídas se estaba llenando de aire, un paracaídas atado mediante una larga cuerda a una barca que estaba junto a la orilla. El corazón se le aceleró hasta alcanzar la velocidad del sonido y a continuación sintió un entusiasmo que le subía por la garganta, mientras su cuerpo se separaba del suelo y se daba cuenta de que Zoe acababa de ofrecerle lo que más había echado de menos.

Estaba volando.

En cuanto a la velocidad y a la posibilidad de maniobrar, volar en paracaídas no tenía ni punto de comparación con el vuelo en un aeroplano, pero a Yeager no le importó. Mientras alzaba la cara para que el viento le diera de pleno, sus músculos se relajaron en la horquilla de su arnés, entre las cuerdas y el chirriante metal.

Sin poder ver nada -y sin mandos que manejar-, lo único que le quedaba era disfrutar de los otros sentidos. El aire le mantenía a flote, alzando su cuerpo y haciendo que se sintiera muy lejos de los músculos desgarrados, de los irritantes puntos de sutura y de los dolores de cabeza que había sufrido desde los primeros días que pasó en el hospital.

El aire también hacía que su espíritu flotara, y Yeager se sintió como si fuera otra vez un niño: con solo ocho años de edad, en el patio de recreo de hierba y gravilla de una base de las fuerzas aéreas, balanceándose en el columpio que chirriaba y se quejaba, y que había sido el primer vehículo de sus sueños por el cielo.

Como en aquellos días, Yeager cerró los ojos con fuerza y se imaginó que estaba volando por encima de la tierra. La isla estaba bajo sus pies y él la vio con la imaginación. Vio los blancos rizos de las olas avanzando hacia la dorada orilla. Y en la orilla pudo ver las palmeras y las laderas verde oscuro que se elevaban hacia las algodonosas nubes. El sol le calentaba el rostro y allí arriba se encontraba en medio del silencio -ese tipo de silencio que tanto había echado de menos- de un hombre a solas con aquello que más ama en el mundo.

Y lo mismo que cuando tenía solo ocho años, su visión imaginaria siguió moviéndose hacia fuera, lejos de la tierra. Océanos, playas, árboles y colinas, y todos los detalles, se iban haciendo más pequeños en su imaginación conforme él volaba cada vez más alto. La isla se convirtió en una mota de polvo y el océano en una planicie de color azul. Soñó que cruzaba las frías nubes y ascendía todavía más alto, y luego más alto aún, metiéndose en el oscuro vacío del espacio.

– ¡Yeager!

Hizo caso omiso de aquel fragmento de molesta realidad.

– ¡Yeager!

La realidad volvió a zumbar de nuevo a su alrededor y él se estremeció, reacio a salir de su sueño, al darse cuenta de que estaba descendiendo y de que Zoe y sus amigos le estaban gritando instrucciones para dirigirlo de nuevo hacia la playa.

Sin pensarlo, respondió a las instrucciones incorporándose automáticamente para localizar las cuerdas de descenso del paracaídas, y tiró de ellas a un lado y a otro, tal y como le indicaban.

Enseguida estuvo de vuelta sobre la dura arena, con todos sus ruidos terrestres -las olas, el tintineo de los arneses y la charla entre Zoe, David y Leif. Pero él oía todo eso como en la distancia, como si su alma estuviera todavía flotando por el aire, libre y sin ataduras. No estaba seguro de si había dado las gracias a los dos muchachos antes de que estos salieran corriendo para atender a otro cliente.

Todavía era demasiado pronto para quedarse de nuevo a solas con Zoe.

– ¿Y bien? -le soltó ella todavía radiante de alegría y amable regocijo.

Yeager pudo ver su postura con la imaginación, con una mano apoyada sobre la femenina cadera.

No sabía qué decir.

Zoe soltó un silbido que casi se podía palpar.

Pero él seguía sin saber qué decirle.

– ¿He hecho algo mal? -preguntó ella dudando, con una voz apenas audible a causa del estruendo de una ola que rompía en la orilla.

El negó con la cabeza. Después de la noche anterior, se había prometido mantenerse alejado de aquella mujer. Ella era su ración de decepción y de continua y endemoniada erección. Pero ahora se reía, se estaba riendo con él, y le había llevado desde la casa hasta la orilla conduciendo con los ojos cerrados.

Solo para demostrarle que hacía un día precioso.

Se había prometido a sí mismo que no volvería a tocarla. Aquella mujer tenía muchos problemas y le causaba muchos problemas, y él ya tenía bastante con los suyos para seguir con aquel molesto baile de atracción-distancia-atracción.

Pero Zoe le había mostrado lo que era volver a volar.

Tenía que darle las gracias, pero no sabía cómo hacerlo. Lo único que sabía era que su alma podría seguir sobreviviendo un poco más con aquella maldita ceguera ahora que había vuelto a experimentar lo que era estar en el cielo.

– ¿Yeager? -La voz de ella todavía tenía un tono de inseguridad.

– Llévame a casa -le dijo él amablemente.

Zoe le rozó la muñeca y Yeager le agarró la mano haciendo que colocara el brazo alrededor de su cintura. Luego él pasó un brazo por encima de los hombros de ella abrazándola, y apretando los dientes ella se apoyó completamente y sin reparos en él.

Yeager depositó un beso sobre el cabello calentado por el sol de Zoe. Su olor comenzó a envolverlo de nuevo y él se dio cuenta de algo con claridad.

Ahora que sabía que le gustaba aquella mujer -y además le debía algo-, y teniendo en cuenta aquella permanente erección, tendría que volver a meterse en el baile y esperar, por lo que más quisiera, no acabar tropezando con los zapatos de Zoe.


Deke asomó la cabeza por encima de la desconchada barandilla del balcón para estimar la altura que había hasta el espinoso acebo que tenía debajo. Casi diez metros.

Luego se metió en el dormitorio del tercer piso y se dirigió hacia el hueco de la escalera. Observando a través los restos de las tablas del segundo piso -aparentemente podridas desde hacía años-, no le sorprendió ver la escalera de mano que había utilizado para subir allí arriba tirada ahora a un lado en el suelo, en la primera planta.

No esperaba otra cosa; cuando subió allí la había golpeado accidentalmente con el pie al resbalar su bota en el polvoriento suelo de madera.

Estaba realmente colgado.

Deke se metió las manos en los bolsillos del tejano y volvió a aventurarse de vuelta al balcón del dormitorio. En aquella habitación había dormido durante todos los veranos que había pasado en la isla. Maldijo la nostalgia que le había hecho subir por la escalera de mano para ver aquella parte de la casa. Si no se hubiera dejado llevar por ese arrebato de sentimentalismo ahora no estaría en aquella situación.

Apretando los dientes salió de nuevo al balcón y se quedó observando aquella vista que le recordaba sus años de infancia. Nada había cambiado. Quizá los árboles de las colinas y del desfiladero -que llegaba hasta el agua- fueran un poco más altos, lo mismo que él.

E igual que entonces, desde allí podía ver su cabaña en el árbol. ¡Maldita sea! Deke se maldijo otra vez a sí mismo y volvió a aspirar indignado una bocanada de aire. ¿Por qué no podía sacarse aquello de la cabeza?

Y ella. ¿Por qué no podía sacarse de un plumazo a Lyssa de la cabeza?

Aquellas iníciales y el corazón que las rodeaba le habían hecho venirse abajo en cuanto los vio. Pero enseguida había recuperado el juicio y había decidido bajar con ella de aquel árbol y volver a la civilización. Se había puesto tenso por las protestas de Lyssa, pero al final había logrado que se marchara de allí de bastante buena gana.

De buena gana y con una sonrisita y una actitud paciente, como de triunfo, que le habían preocupado. Incluso se había despedido de él con un tranquilo «buenas noches» y una expresión que se podía leer a kilómetros de distancia: «Ya he dicho lo que quería decir y ya estoy satisfecha, por ahora».

Se agarró con las manos a la barandilla y cerró los ojos. Desde entonces tenía los nervios de punta y se sobresaltaba al mínimo sonido que oía, esperando a que cayera el golpe. Esperando a que Lyssa hiciera su inoportuna aparición.

– ¡Hola, Deke! -una voz jovial lo llamó desde abajo.

Él empezó a menear la cabeza lentamente sin necesidad de echar un vistazo para saber de quién se trataba. Aquel golpe imaginario acababa de caerle justo en medio del pecho con la fuerza de una patada. ¿Cómo era capaz de hacerlo? En cuanto se le ocurría pensar en ella, ella acababa por presentarse.

– Hola, Lyssa -masculló él.

– ¿Cómo va eso?

Echó la cabeza hacia atrás para mirarle su larga melena rubia de portada de revista, que se meció contra su trasero. Deke tragó saliva. Quizá podría echar la culpa de sus deseos a esa cabellera. Aquel pelo largo con la raya en medio le recordaba sus sueños húmedos de adolescente, cuando se satisfacía fantaseando con la ayuda de un póster de Cheryl Tiegs.

– ¿Cómo va eso? -preguntó de nuevo Lyssa.

Deke cambió de postura. Solo pensar en el sexo con ella ya le hacía sentirse culpable, como si estuviera manchando su dulzura con aquellos pensamientos sucios. Tragó saliva de nuevo y pensó con rapidez.

– Yo, eh…, bueno, estaba trabajando.

Una pequeña arruga apareció entre las doradas cejas de ella.

– ¿Trabajando en qué?

– Eh…, bueno, en una cosa -contestó él.

Por supuesto, lo mejor era que dejase de mentir y que sencillamente le pidiera ayuda para bajar del tercer piso. Pero si ella se enteraba de que estaba atrapado allí arriba, ¿quién sabía lo que podría hacer? Mirando hacia abajo, hacia ella, Deke volvió a cambiar de postura, nervioso. El aire limpio de la mañana la envolvía. Sus ojos eran de un azul tan claro que él podía sentir su luz incluso en la distancia. Su cabello rubio, aquellos ojos azules que lo embelesaban y aquel dulce cuerpo de sinuosas curvas que apenas se escondía bajo un vestido de tela fina; todo en ella lo aterraba.

Sí, aquello era ridículo, como si se sintiera aterrorizado por un gatito, pero era la inoportuna oleada de deseo que sentía por ella, que ahora incluso llenaba sus ajustados tejanos, lo que le apretaba los tornillos.

– Te veré luego -dijo él gritando hacia abajo, y luego se dio media vuelta y se dispuso a volver a entrar en la casa, mientras intentaba que se le ocurriera alguna manera de salir de aquel aprieto.

– ¡Oye!

Él se quedó helado, pero se volvió de nuevo hacia Lyssa con desgana.

En su frente todavía se podía ver aquella pequeña arruga.

– ¿Estás seguro de que no te pasa nada?

«Sí, claro, estoy perfectamente. Completamente preparado para jugarme la vida antes de dejar que te acerques más a mí.»

Mierda, era un tonto de remate.

Se pinzó el puente de la nariz y luego dejó escapar un suspiro.

– La verdad es que me vendría bien un poco de ayuda. Me he quedado atrapado aquí por accidente.

Ella abrió los ojos como platos y empezó a andar hacia delante.

Deke levantó una mano.

– No es tan sencillo. He tirado la escalera de mano con la que he subido aquí. Está en el suelo del primer piso, detrás de la puerta de entrada, que se cierra automáticamente, y las llaves están en el bolsillo de mi camisa. -Se tocó el pecho desnudo-. Pero la camisa también la he dejado dentro… a los pies de la escalera de mano.

Él no hizo caso de la leve sonrisa que empezaba a dibujarse en el rostro de Lyssa.

– ¿Te importaría ir al pueblo a buscar a un cerrajero? -le preguntó Deke.

Ella negó con la cabeza.

– No creo que haga falta. -Metió una mano en el bolsillo de su vestido-. Resulta que hoy es tu día de suerte.

Deke vio cómo sacaba del bolsillo una llave brillante y frunció en entrecejo.

– Llevo esto en el bolsillo desde hace unos días y ahora ya sé por qué.

Deke la miró de soslayo.

– ¿Quieres decir que esa es la llave de la puerta?

– Me apostaría lo que fuera a que sí -contestó ella sonriendo.

Deke volvió a fruncir el entrecejo.

– ¿De dónde la has sacado? Mi abogado me ha dicho que solo tenía una llave.

Lyssa sonrió de nuevo abriendo mucho los ojos.

– La encontré en uno de mis días de suerte -contestó ella sin darle importancia-. De modo que solo tengo que entrar ahí, volver a colocar la escalera en su sitio y serás libre de nuevo, ¿no es así?

Él todavía no podía creer que la llave que ella acababa de sacar del bolsillo fuera la de su casa.

– No lo sé. La escalera de mano es bastante larga y pesada. Es posible que necesites ayuda para colocarla de pie, incluso aunque consigas entrar en la casa.

Lyssa apretó los labios como si estuviera pidiendo un beso.

– Cuando estoy decidida a hacer algo, soy mucho más fuerte de lo que parece.

Él sabía que no podía discutirle eso, aunque lo intentó:

– Pero…

Ella le cortó sin dejarle continuar:

– ¿Quieres jugar a Robinson Crusoe o prefieres que te rescate?

Deke decidió dejar de protestar:

– Quiero salir de aquí. -Y mentalmente añadió: Y alejarme de ti.

Lyssa dio un paso en dirección a la puerta de entrada, pero inmediatamente se detuvo.

– Espera un momento -dijo ella con una sonrisa picara en los labios-. No te voy a dejar salir tan fácilmente.

¡Oh!, tendría que haberse dado cuenta de que aquello era demasiado bueno para ser cierto.

– ¿De qué estás hablando? -preguntó él, y luego, tratando de convencerla, le ordenó-: Vamos, abre la puerta.

Cruzándose de brazos, ella retrocedió al lugar donde estaba antes, justo debajo de él.

– No, no -dijo Lyssa meneando la cabeza-. Veo que esta es la oportunidad perfecta para el chantaje.

– ¿Chantaje? -gruñó Deke-. ¿Qué demonios puedo tener yo que a ti te interese?

– Información, entre otras cosas -contestó ella riéndose.

Él hizo ver que no había oído el comentario de «entre otras cosas», aunque su pene sí que oyó aquellas palabras y se puso aún más duro por la sutil insinuación. Ignorando la respuesta de su cuerpo, él imitó la pose de ella.

– Puede que no me importe quedarme aquí arriba.

– Oh, vamos -dijo ella-. Solo has de contestar unas pocas preguntas.

– Tengo cuarenta y tres años, trabajo para la NASA y quiero salir de aquí de una maldita vez, así que abre la puerta.

Lyssa le sonrió descaradamente.

– Cuéntame algo que yo no sepa.

– Como qué.

– Como… -Incluso en la distancia él pudo ver el rubor que le teñía las mejillas-. Como si hay otra persona.

Deke se quedó helado durante un momento, pero inmediatamente encontró la solución.

– Sí. Por eso… -Pero decidió no adornar más la mentira-. Sí, hay alguien.

Ella bajó la mirada hacia sus sandalias de cuero de suela plana.

– Oh. -Y luego lo volvió a apuñalar con aquellos dos ojos azules-. Tú no me mentirías, ¿verdad?

Deke alzó las cejas.

– ¿Cómo puedes pensar eso de mí?

Lyssa ladeó la cabeza.

– No te lo tomes a mal, pero no me pareces precisamente el tipo de hombre que se dedica a cortejar a las mujeres.

Por un momento él se tomó a mal aquella insultante indirecta. Pero enseguida reaccionó.

– Eso no quiere decir que no haya una mujer en mi vida.

– De modo que ya hay una mujer en tu vida. -Lyssa se mordió el labio inferior y miró para un lado-. ¿Tiene… tiene ella algún niño?

Esta vez la voz de Lyssa no era tan tranquila y desapasionada, y Deke se quedó mirando embelesado el perfil finamente labrado de su rostro. «¿Ella? ¿Quién?», pensó quedándose por un momento ausente, completamente fascinado por la insolente curva su nariz. Consiguió volver en sí justo antes de soltar aquella pregunta en voz alta. Por Dios, si hubiera una mujer en su vida, ¿sabría él si tenía hijos? ¿Acaso lo habría preguntado?

– Escucha. -Su voz se tiñó de un tono ronco-. Tengo cuarenta y tres años. El tipo de relaciones que tengo y el tipo de mujeres con las que las mantengo es algo que una chica como tú no podría entender.

Ella no podía acobardarse.

– ¿Quieres decir relaciones sexuales?

Él emitió un sonido a medio camino entre un gemido y una súplica.

Ella volvió a fruncir los labios.

– ¿Crees que no puedo imaginarme a mí haciendo el amor contigo?

¡Mierda!, pensó él.

– ¡Basta ya! -Deke se metió las manos en los bolsillos para hacer un poco más de espacio en sus pantalones-. ¡Si quieres, sácame de aquí, y si no, vete a casa, pero deja de torturarme!

Ella se quedó mirándolo con aquella determinación de la que antes había hablado.

– No sin que antes me digas por qué imaginas que no sé nada sobre el sexo -dijo con contundencia-. Hay algo en mí que…

– Lyssa -le gritó él a la vez que alzaba los ojos al cielo-. ¡No!

– Bueno -dijo ella dejando escapar un suspiro de alivio.

Deke sacudió la cabeza al tiempo que apretaba los dientes.

– Y ahora sácame de aquí.

Ella no se movió. Y lo que era peor, estaba sonriendo de nuevo.

Con una de sus sandalias dibujó un semicírculo en el polvo.

– Todavía estoy pensando cómo me vas a tener que pagar este servicio.

Él rechinó los dientes.

– Si acabas de una vez con esta insensatez, lo pensaré dos veces antes de estrangularte. ¿No tienes ya la información que querías?

Lyssa se rio.

– Eso no es suficiente. -Su pie dibujó otro semicírculo en el polvo-. Quiero un beso.

¡Un beso! El cuerpo de Deke se puso en alerta máxima aunque su cerebro luchaba desesperadamente por neutralizar esa respuesta. Tuvo que tragar saliva dos veces antes de poder emitir sonido alguno.

– ¿No te ha dicho nunca nadie -puso un tono de voz cínico, frío y lo más desapasionado que pudo- que eres demasiado precoz?

Ella sacudió la cabeza y su mata de pelo rubio y sedoso se agitó por encima de sus hombros.

– No. Porque nunca lo he sido. -Le dedicó otra limpia y descarada sonrisa-. Hasta ahora.

Él cerró los ojos. Habría prometido cualquier cosa con tal de dejar de hablar con ella. Para hacer que dejara de sonreírle de aquel modo.

– De acuerdo, de acuerdo -dijo Deke moviendo una mano en dirección a Lyssa. Una vez estuviera libre ya vería cómo se deshacía de ella.

Eso sería lo mejor para los dos.

Ella tenía razón en cuanto a la llave y a su determinación. En un par de segundos ya estaba dentro de la casa, y no le costó mucho más echarse la escalera de mano al hombro y colocarla en la posición adecuada. Por una recompensa tan pequeña hizo el trabajo en un santiamén.

Incluso le aguantó la escalera mientras él descendía, y hasta tuvo él que ahuyentarla cuando llegó al final. En cuanto estuvo en el suelo, Deke agarró la camisa y se la puso, abrochándosela rápidamente y tratando de no cruzarse con la mirada de Lyssa.

Pero al final tuvo que enfrentarse con ella.

– Bien… -dijo él limpiándose las manos de polvo en las perneras de sus tejanos.

– ¿Bien? -le soltó ella con los ojos muy abiertos. Deke dio un paso hacia atrás. -Gracias.

– De nada -contestó ella sonriendo.

Él movió los hombros arriba y abajo tratando de aliviarse de la repentina tensión que sentía.

– Puede que nos veamos más tarde en la casa. Tengo que hacer un par de cosas allí.

– ¿No se te ha olvidado algo?

No. No estaba dispuesto a besarla.

Pero ella se acercó a él y le puso las manos sobre el pecho. Deke se quedó tieso como una estatua y luego se puso a mirar aquellos dedos pequeños, mientras abrochaban un botón que se había dejado sin abrochar.

– Ya está -dijo Lyssa, pero no se apartó de él. Al contrario, dejó que las palmas de sus manos reposaran contra la pechera de su camisa.

El corazón de Deke empezó a latir con fuerza contra el muro de sus costillas. Se quedó allí parado, con los brazos caídos a los lados, esperando a que llegara aquella reveladora y dolorosa punzada de dolor y recorriera su brazo derecho hacia abajo. Sin duda estaba a punto de sufrir un infarto. Y dejaría la vida a los pies de Lyssa, ¡maldita sea!

Pero el dolor no llegó; solo sintió más latidos acelerados en el pecho. Mirando hacia abajo, hacia su hermosa cara, Deke se dio cuenta de que no podría presentarle batalla por mucho más tiempo.

Ella iba a acabar consiguiendo lo que quería.

Su respiración se hizo más rápida, casi rasgando sus pulmones, cuando finalmente sus manos rodearon aquel joven cuerpo caliente y lo apretaron contra el suyo. Presionó su pene erecto contra el vientre de ella, haciéndole ver en términos que no dejaban lugar a dudas qué era lo que le estaba haciendo.

Luego ladeó la cabeza y miró fijamente aquellos ojos, que se dilataban pasando del color azul al negro mientras él acercaba la boca a sus labios.

Hambriento y excitado, no le importó la suavidad o la delicadeza. Apretó la boca contra aquellos dulces y blandos labios que se abrieron para él, para que pudiera introducir la lengua en la caliente oscuridad de aquella boca que sabía como…

Aquel sabor hizo que la cabeza empezara a darle vueltas tan deprisa que no pudo averiguar si había probado en toda su vida algo parecido.

Lyssa gimió y él estuvo a punto de apartarse de ella rápidamente, pero enseguida hizo caso omiso de aquel primer impulso y ladeó la cabeza para besarla aún más profundamente. ¡Por Dios, cuánto la deseaba! ¡Y por Dios, cuánto deseaba hacer que se alejara de su lado!

Le succionó la lengua. Gimió dentro de su boca. Paseó las manos por sus pechos y luego por sus hombros; y de allí las hizo descender hasta atraparle la nalgas y alzarla consiguiendo que las caderas de ella se aplastaran contra las suyas.

Sintió que empezaba a perder la cabeza con el tacto de su cuerpo y con la emoción de tenerla en sus brazos, y empezó a recorrerla con la lengua, besándola en el cuello, mordiéndole los lóbulos de las orejas y regresando de nuevo a su boca.

Entretanto, ella dejaba escapar ligeros sonidos guturales. Se daba cuenta de que la estaba asustando, pero siguió agarrándola con fuerza, presionando sus labios contra los de ella, con todo su cuerpo duro y caliente pegado al suave cuerpo de Lyssa. Solo se detuvo cuando le llegó hasta la lengua el gusto salobre de unas lágrimas. Entonces se apartó de ella.

Lyssa tenía los ojos muy abiertos y su pecho jadeaba con esfuerzo. Un mechón de cabello le caía sobre una húmeda y rosada mejilla. Deke alargó la mano para apartárselo, pero ella se zafó de él precipitadamente.

Él sintió una presión en la garganta, pero no hizo caso de aquella sensación. Eso era lo que ella había estado buscando. Era lo que le había estado pidiendo.

Lyssa dio otro par de pasos hacia atrás y con mano temblorosa se estiró la parte delantera del vestido.

Deke apartó la mirada, sintiéndose herido por el miedo que veía reflejado en sus ojos.

– Ese era tu beso -le dijo con un tono rudo.

– No -le replicó ella negando con la cabeza pero sin dejar de retroceder. Se pasó las palmas de las manos por la humedad de las mejillas y luego se frotó los labios con el revés de una mano-. Ese era «tu» beso -añadió Lyssa con voz ronca-. Todavía me debes el mío.

Y entonces se dio media vuelta y salió corriendo por la puerta, abandonando la casa con un portazo y levantando una nube de polvo tras de sí, que envolvió la profunda vergüenza y los incipientes remordimientos que empezaba a sentir Deke.

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