Era la hora de la fiesta de medianoche a la luz de la luna llena en la playa de Haven. Zoe intentaba confundirse entre el murmullo de la gente que esperaba con ansiedad, saludando a los amigos y recibiendo muestras de apoyo de los que estaban preparando las hogueras que serían la señal de que los gobios habían llegado.
Al probar un sorbo de la bebida que TerriJean vendía en un carrito de golf aparcado junto a la playa, Zoe degustó el aroma de la cafeína. Los gobios siempre solían aparecer hacia medianoche, pero todavía faltaba un par de horas. Con los apartamentos de Haven House llenos de huéspedes que requerían atenciones y el desfile de aquella mañana, ella ya había tenido un día completo.
De pronto apareció Lyssa a su lado.
– Te he estado buscando por todas partes.
Zoe se sintió un poco culpable. Desde la inquietante conversación que había tenido con Yeager, ella se había ido de Haven House, poco dispuesta a quedarse cerca de él y aún menos dispuesta a pensar siquiera en lo que le había propuesto, algo que jamás le habría contado a nadie.
– ¿Me necesitabas para algo? -preguntó Zoe.
Lyssa negó con la cabeza.
– Pensé que por una vez serías tú la que me necesitaras.
Zoe se quedó mirando el vapor que ascendía de su taza de café.
– Estoy bien.
– He hablado con Yeager, Zoe. O mejor debería decir que fue él quien me abordó.
¿Que abordó a su hermana? Zoe frunció el entrecejo.
– No tiene ningún derecho a…
Lyssa apoyó una mano en el hombro de su hermana.
– Está confundido. Me ha dicho que no te tomaste el tiempo suficiente para aclarar las cosas con él.
Zoe miró hacia las olas. Pronto, se dijo a sí misma, las cosas volverían a la normalidad. Pronto las olas se iban a teñir de un color plateado que anunciaría que finalmente habían regresado los gobios. Pronto Yeager y Deke se marcharían y Abrigo volvería a ser lo que había sido, y ella y su hermana volverían a correr hacia su confortable refugio de Haven House. Sus vidas volverían a la seguridad y a la predecible calma de siempre.
– Me ha dicho que le dijiste que no querías irte de la isla. Que no puedes irte.
Zoe apretó la taza de café entre sus manos y evitó la mirada de su hermana.
– Me pidió que me marchara con él de vacaciones -contestó ella en lugar de darle la razón-. Pero a mí no me apetece.
– ¡Maldita sea! -Lyssa se quedó callada un momento y luego se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra-. ¡Estoy tan cabreada conmigo misma!
Zoe se sobresaltó ante aquella expresión tan poco propia de su hermana, y el café le salpicó la mano.
– ¿Cabreada? ¿Por qué? ¿Qué te ha pasado?
– Yo he tenido la culpa de todo -murmuró Lyssa-. Sabía lo que te estaba pasando y no hice nada por evitarlo. Todos lo sabíamos.
Zoe se volvió de nuevo mirando hacia las olas con atención y esperando ver en ellas de un momento a otro cualquier atisbo de los gobios.
– No sé de qué me estás hablando.
Lyssa tocó de nuevo el brazo de su hermana.
– ¿Para qué negarlo ya, Zoe? Se lo has confesado a Yeager.
Zoe frunció el entrecejo.
– Me hizo decir cosas que no quería decir.
– Te ha hecho decir la verdad -le replicó Lyssa-. La cruda verdad de que no eres capaz de abandonar la isla.
Zoe se sintió embargada por una mezcla de vergüenza, desdicha y humillación.
– Eso no… -Pero mirando a su hermana se dio cuenta de que no podía decirle que no era verdad. Se encogió de hombros-. La verdad es que no había pensado demasiado en eso.
Lyssa dejó escapar un largo suspiro.
– Bueno, yo sí. Y Marlene y otras personas que realmente te conocen. Pero yo era la única que podría haberte dicho algo. Estaba en mi mano ayudarte, pero te he fallado.
No. Zoe era la hermana mayor, la que se suponía que debía hacer las cosas bien.
– No, tú no me has fallado, porque yo no quiero irme de Abrigo. Eso no es un gran problema.
– Sí es un gran problema. Es un gran problema cuando estás tan asustada, o tan herida, que no eres capaz ni de dar un paso fuera de la isla.
– Dame un respiro -refunfuñó Zoe bruscamente-. ¿Acaso no te he oído decir más de una vez que no tienes ningunas ganas de ir a la Antártida? -añadió-. Y no creo que eso signifique que te pasa algo malo.
– No estoy diciendo exactamente que te pase algo malo, es solo que… -Lyssa se calló y suspiró de nuevo-. Volvamos a casa y hablemos con calma, por favor, Zoe.
Ella negó con la cabeza.
– ¿Estás de broma? ¿Quieres que me pierda mi momento de triunfo cuando regresen los gobios?
Zoe sintió que se le encogía el estómago, pero intentó esconder el miedo a que quizá no se presentaran.
– Zoe…
– Todo mejorará una vez que hayan llegado los gobios.
Zoe se aseguró de que Lyssa no la seguiría incordiando tomándola de las manos y llevándola hacia donde estaban Marlene y otros amigos más, sentados en primera línea de mar. A pesar de las descorteses quejas de Lyssa, esta al final se sentó con ella y con los demás sobre una manta en la playa.
Conforme avanzaba la noche, se fueron apagando las risas, y el ir y venir de la gente decayó. Y cuando faltaban pocos minutos para la medianoche, todos estaban ya sentados en mantas por la playa mirando hacia el agua. Las olas rompían frente a ellos y Zoe las miraba con atención, segura de que sería la primera en divisar el regreso de los gobios.
La mayoría de los barcos de recreo estaban anclados muy cerca de la orilla de la bahía de Haven, pero había dos todavía mar adentro, enfocando con linternas al agua a su alrededor. Eran los biólogos marinos. Zoe miró hacia aquellos dos barcos con el ceño fruncido, sabiendo que estaban tomando muestras de agua de mar y de Dios sabe qué otras cosas. Mientras miraba el balanceo de los barcos, sintió un molesto peso en el estómago. Pensó que se trataba de un mareo por mirar detenidamente aquel movimiento, pero la sensación de náusea no desapareció cuando apartó la vista de los barcos.
Y tampoco desapareció mientras se quedaba miranr do las olas que barrían la arena de la playa con un movimiento monótono.
Ni tampoco cuando el primero de los turistas que había en la playa se cansó de esperar y echó a andar de camino al pueblo.
Zoe entrelazó las manos con fuerza intentando no mirar nada más que las olas que llegaban hasta la orilla una tras otra. Buscaba su tesoro entre la espuma de las olas, aquellos plateados cuerpos de los gobios que se movían sin cesar, mientras daban vida a una nueva generación de peces y ofrecían un nuevo año de vida a aquella isla.
A pesar de que la espuma siguió siendo espuma y pasó una hora más, Zoe no apartó la mirada del agua, ni siquiera para contestar a las despedidas en voz baja de muchas personas -¡amigos suyos!- que se levantaban, recogían sus mantas y meneando las cabezas decepcionados echaban a andar de camino al pueblo.
Ni siquiera contestó a Lyssa, sino que se quedó mirando fíjamente al mar, recordando cada uno de los veranos que había pasado allí sentada, en esa misma playa, esperando la llegada de los gobios. Y luego recordó los veranos que no había pasado allí.
Los primeros eran los veranos en que su familia solía ir a la isla de vacaciones. Típicas noches de verano en pequeños apartamentos de playa, en los que ella y su hermana Lyssa compartían el sofá del salón que utilizaban como cama.
Los segundos, los veranos pasados tras la muerte de sus padres, cuando Lyssa estaba peleando contra el cáncer y Zoe se pasaba las noches en vela, a oscuras, llorando con la cabeza hundida en la almohada para apagar el sonido de su llanto. Noches de verano en las que había soñado y rezado esperando el momento en que podrían regresar a la seguridad de Abrigo, cuando todo volviera a la normalidad.
– Zoe -dijo Lyssa tocándole un brazo-. Zoe, es hora de volver a casa.
Zoe parpadeó mirando a su alrededor. No había ni mantas, ni gente, ni nadie de pie alrededor de las pilas de leña para las hogueras. En la playa solo quedaban ellas dos. Incluso los dos barcos que había mar adentro habían regresado ya a puerto.
Todos se habían dado por vencidos.
Sintió que un escalofrío le recorría la espalda, se apretó las piernas contra el pecho y las rodeó con los brazos.
– Me quedaré a esperar -contestó Zoe con obstinación.
– Zoe. -Los ojos de Lyssa estaban llenos de lágrimas-. Por favor, volvamos a casa.
Zoe frunció el entrecejo.
– ¿Por qué estás llorando? No llores. -Zoe apartó el pelo de la frente de su hermana con una mano-. ¿No te encuentras bien?
Lyssa cerró los ojos y una gruesa lágrima rodó por su mejilla.
– Voy a hacerte daño -le dijo enterrando la cara entre las manos de su hermana-. Perdóname, pero sé que voy a hacerte daño.
El ya revuelto estómago de Zoe dio un par de vueltas más.
– Por supuesto que no -dijo Zoe-. Nada de lo que tú hagas podría hacerme daño.
Lyssa tomó las manos de su hermana y miró hacia arriba.
– Me he enamorado, Zoe.
Zoe tragó saliva tratando de engullir el nudo de pánico que acababa de formarse en su garganta.
– Bueno, bueno. Eso no es una gran sorpresa. ¿De quién se trata? ¿Uno de los Dave? O… Hum… -Intentó pensar en otros posibles candidatos.
– Es Deke, Zoe. Me he enamorado de Deke y me voy a marchar con él.
– No.
– Zoe…
– No. -Zoe sonrió a Lyssa y volvió a apartarle el pelo de la frente, como solía hacer cuando su hermana no era más que una niña. Como solía hacer también cuando su hermana estaba luchando contra la leucemia y ya no tenía pelo que apartarle de la frente-. Aquí es donde te curaste -le dijo tranquilamente-. Aquí estamos a salvo.
Lyssa cerró los ojos.
– Zoe, escúchame. Estaré a salvo y segura vaya a donde decida ir. Esté donde esté. Estoy bien, he sobrevivido. El pasado ha terminado y ya es hora de que las dos empecemos a vivir.
El pánico ascendió de nuevo a la garganta de Zoe y tuvo que tragar saliva dos veces para mantenerlo a raya.
– Lyssa…
Su hermana le tomó una mano y la apretó contra su húmeda mejilla.
– Escúchame, Zoe. Soy feliz. Muy feliz. Deke hace que me sienta siempre tan feliz como tú te has sentido con Yeager. -Lyssa besó la mano de Zoe-. Sé feliz por mí -le susurró.
Los ojos de Zoe empezaron a llenarse de lágrimas, pero ella parpadeó para detenerlas a la vez que intentaba apartar de su cabeza aquellas estúpidas palabras de Lyssa. No era el momento de hablar de eso. Zoe sacudió la cabeza y volvió a quedarse mirando las olas.
– Te estás imaginando cosas que no son. O puede que solo estés cansada. Mañana por la mañana te sentirás mejor, ya lo verás -dijo Zoe-. Mañana hablaremos de esto. Ahora tenemos que esperar la llegada de los peces. No podemos perdernos el regreso de los gobios.
Lyssa dejó escapar un largo y profundo suspiro.
Zoe lanzó una mirada rápida a su hermana.
– ¿Has traído cerillas? Cuando lleguen los gobios podemos encender nosotras mismas las hogueras.
Lyssa se quedó mirándola durante un momento, abrió la boca, luego la volvió a cerrar y finalmente asintió con la cabeza.
– Tengo cerillas -le contestó.
Otra lágrima rodó por su mejilla. A continuación pasó un brazo por encima del hombro de Zoe y se sentó a su lado.
Zoe sonrió aliviada.
– Pégate a mí, peque -le dijo Zoe pasando un brazo alrededor de la cintura de su hermana.
Lyssa apoyó la cabeza en el hombro de Zoe.
– Te quiero, ¿lo sabes?
Zoe no apartó la mirada de las olas.
– Por supuesto que lo sé. Y todo va a ir bien -dijo Zoe obligándose a que aquellas palabras salieran de su boca como había hecho tantas otras veces antes-. Ya lo verás.
A la mañana siguiente de que no aparecieran los gobios, Yeager ya había hecho el equipaje y estaba preparado para marcharse de la isla. Pero no pensaba ir a ninguna parte, no hasta que hubiera hablado con Zoe una vez más.
Nunca había pedido algo dos veces a una mujer. Pero ahora que aquellos peces la habían abandonado, pensó que posiblemente estaría más dispuesta a tomarse unas vacaciones. Sí, seguramente eso de no salir nunca de la isla no era más que una de sus cabezoncrías, pero, tal y como él lo veía, ahora Zoe se lo pensaría mejor antes de contestar.
¿Acaso no había sido reticente a hacer el amor con él? Sin embargo, sus negativas tampoco habían durado demasiado.
Y, maldita sea, lo único que Yeager quería era pasar un poco más de tiempo con ella. ¿Por qué tener que pasar el mono de una adicción inofensiva con la que los dos seguían disfrutando?, se preguntó a sí mismo mientras recorría el camino que separaba su apartamento de la casa de Zoe. La brisa movía un aire caliente condimentado con montones de perfumes de hierbas y mar. Se dio cuenta con sorpresa de que también iba a echar de menos aquel lugar. Aquella isla le había ofrecido un buen refugio, que no tenía nada que ver con la docena de lugares por los que había pasado en sus treinta y tres años de vida.
Como esperaba, Yeager encontró a Zoe en la cocina de Haven House. El sol de la mañana llenaba la gran sala y él miró por un momento a su alrededor, viéndola realmente por primera vez: brillantes azulejos, pulido suelo de madera, plantas que crecían de manera exuberante sobre la repisa de la ventana. Pensó que era un lugar casero y cómodo, único y tan hermoso como la misma Zoe.
Pero aquel día faltaban en la habitación los embriagadores olores de la comida y los dulces que solía preparar ella. Y en lugar de sus vivos movimientos yendo de un lado a otro por la cocina, Zoe estaba tranquilamente sentada a la mesa, encorvada sobre una taza de té y con algún tipo de labor de costura extendida frente a ella.
Aguzó la vista a través de los cristales oscuros de las gafas de sol, que todavía llevaba puestas para proteger sus ojos sensibles de la luz.
– Tienes un aspecto horrible -le dijo él.
Zoe dio un sorbo a su taza.
– Muy divertido -contestó ella con una voz carente de expresión-. Precisamente hoy que me siento fuerte como un toro.
Él frunció el entrecejo y apartó una silla de la mesa para sentarse a su lado. Ella cambió de postura y un rayo de sol que entraba por la ventana se reflejó en su pelo formando un halo alrededor de su cabello.
A Yeager se le hizo un nudo en la garganta y se quedó mirándola en silencio durante varios minutos. Pensó que otra razón por la que debería marcharse con él era que eso la ayudaría a renovar su fuerte carácter. Aunque ya conocía de antes su olor, su forma y su voz, no se había dado cuenta de lo bien que encajaban todos aquellos rasgos con su figura. Su desarreglado y corto pelo rubio, su grueso labio inferior e incluso sus nuevas ojeras le fascinaban.
Era imposible que llegara a cansarse alguna vez de mirar aquella cara.
Aunque quizá eso pudiera llegar a suceder. Pero le parecía malsano terminar con una relación que de hecho todavía no había empezado a arder.
Yeager se aclaró la garganta.
– He oído decir que no aparecieron los peces -dijo él con voz ronca.
– Sí -dijo ella sin que hubiera ninguna emoción en sus ojos ojerosos.
Él intentó retomar de nuevo la conversación.
– ¿Estás bien?
Ella se encogió de hombros.
– Solo un poco cansada. Lyssa y yo esperamos despiertas toda la noche.
A pesar de que se alegraba de haberla encontrado ya despierta, sabía que debía de estar exhausta.
– ¿No has dormido nada?
– Me iré a la cama en cuanto se levante Lyssa.
Al pronunciar el nombre de su hermana, su cuerpo se contrajo. Yeager frunció el entrecejo.
– ¿Habéis tenido algún problema entre vosotras?
– No lo sé -susurró Zoe, y por un momento él pensó que iba a desmoronarse. Pero entonces ella tomó aire lentamente y secalmó-. Tengo que hablar con ella en cuanto se despierte.
Zoe colocó las manos alrededor de la taza de té y se quedó mirando el líquido del interior.
Yeager dejó escapar un largo suspiro, tratando de calmarse, sin saber cómo continuar, sin saber qué hacer con ella y con su extraño estado de ánimo. Alargó una mano y tomó un mechón de su cabello. Entonces se dio cuenta de que, al contrario de las demás mujeres que había conocido, ella no llevaba pendientes en las orejas.
– Me marcho en el próximo barco -le dijo en voz baja-. Vente conmigo, Zoe.
Al igual que aquellos lóbulos de las orejas no agujereados, le quedaban todavía incontables cosas que descubrir de ella.
Zoe se quedó quieta, y luego agachó la cabeza sobre su taza de té haciendo que el mechón de cabello se escapara de entre los dedos de Yeager.
– No quiero -le dijo.
Yeager levantó las cejas.
– ¿No quieres ir? -le preguntó él perplejo-. Pero yo tengo cosas que hacer allí. -Le acarició la mejilla rozando con los nudillos su piel suave como la de un niño-. Vente conmigo.
Y aquella era la tercera vez que se lo pedía, pero ¿qué sentido tenía ponerse a contarlas?
Ella negó con la cabeza como dando a entender que no la había entendido.
– Hubiera preferido que no me lo preguntaras. Yo no puedo irme de la isla, Yeager.
¿Estaba esperando que se lo suplicara? Yeager frunció el ceño sintiéndose repentinamente herido en su orgullo.
– No seas tan reservada -le dijo bruscamente-. Por el amor de Dios, ahora que el festival ha terminado y los peces no han aparecido, necesitas tomarte un respiro. Y te estoy pidiendo que te vengas conmigo.
– ¿Reservada? -Ella levantó la cabeza y quedó mirándolo con un extraño brillo en el fondo de los ojos-. ¿Estás insinuando que estoy siendo reservada contigo?
Él sintió una nueva sacudida de irritación.
– ¿Y cómo lo llamarías tú?
Ella volvió a bajar la mirada hacia su taza de té.
– ¿Qué te parecería sincera? -dijo Zoe-. He sido más sincera contigo de lo que lo he sido con nadie en toda mi vida.
Él se quedó inmóvil. Incluso su corazón se detuvo durante unas décimas de segundo.
– Espera un momento. ¿Me estás diciendo que de verdad no quieres salir de la isla?
– No puedo -le corrigió ella. Luego hizo una larga y tensa pausa-. No espero que lo entiendas, tú que has explorado incluso el universo, pero yo no he salido de esta isla desde que llegué hace tres años.
– ¿Qué? -Yeager no pudo evitar recordar que Marlene le había dicho que había muchas cosas de ella que no sabía.
– No es algo que le haya contado a nadie, ni siquiera a mí misma; ni siquiera lo he pensado mucho, pero estoy… bien aquí.
– Eso es ridículo. Seguro que habrás salido de la isla alguna vez. Habrás tenido que… que…
– No he hecho nada más que mantener a Lyssa con salud y mantener nuestras vidas alejadas de cualquier posible tragedia.
Él sacudió la cabeza sin creerla y luego se hizo un largo silencio entre los dos.
– No lo entiendo -dijo Yeager al final.
– ¿Es tan difícil de comprender? -preguntó Zoe-. Nuestros padres murieron en el continente. Y allí fue donde Lyssa tuvo que pelear contra el cáncer. Pero aquí… aquí estamos a salvo.
– Zoe… -¿Qué podía replicar ante una lógica tan disparatada? ¡Aquello era una locura!-. Las cosas malas, la enfermedad, la muerte, eso es algo que está en todas partes.
Ella negó con la cabeza obstinadamente.
– La isla nos cuida. Y yo pertenezco a esta isla.
La irritación de Yeager empezó a transformarse en impaciencia. Nunca le había gustado la idea de perder algo, ya fuera una discusión o una mujer.
– De manera que el pasado es lo que te ha hecho tener miedo. ¿Y eso significa que te vas a encerrar en esta casa como si fueras una abuelita durante el resto de tu vida?
Incapaz de seguir allí sentado ni un segundo más, Yeager se puso de pie bruscamente haciendo que las patas de su silla se arrastraran sobre el suelo al levantarse.
– ¿Simplemente te vas a dar por vencida y vas a dejar que te dominen tus miedos? -insistió él.
Ella ni siquiera se molestó en contestar, y eso le puso aún más furioso.
– ¿Eso es lo que vas a hacer, Zoe? ¿Por culpa de tu pasado, por culpa de tus miedos, vas a darle la espalda a lo que hay entre nosotros?
Ella alzó la cabeza para mirarle.
– ¿Qué nosotros? ¿Te refieres a las dos semanas más que tan amablemente me estás ofreciendo? -Zoe entornó los ojos-. Un par de semanitas de juerga, ¿no es así?
Aquello le dolió. Pero no pensaba dejar que ella se saliera con la suya. No estaba dispuesto a aceptar que ella fuera capaz de dejarlo marchar así sin más de su vida.
– Maldita sea, Zoe, ¡eres muy cobarde! ¿No te das cuenta de que te niegas a vivir por miedo de lo que pudiera pasar?
Ella abrió los ojos de par en par y se puso también de pie.
– ¿Y eso me lo dices tú?
El retrocedió ante aquella muestra de desdén.
– ¿Y por qué no puedo decírtelo yo? Yo no dejo que los contratiempos me detengan. -Sintió que le crecía dentro una rabia caliente e impetuosa-. ¿Por qué piensas que voy a ir a Cabo Cañaveral? Porque no acepto el no de la NASA. A la mierda el accidente. A la mierda los médicos. Yo voy a pilotar la nave Millennium. No esta vez, pero sí muy pronto. Y por eso tengo que estar allí.
Zoe se quedó mirándolo como si él acabara de ponerse una escafandra de astronauta. Yendo aún más lejos, se acercó a Yeager y golpeó con los nudillos en un lado de su casco imaginario.
– Hola, ¿hay un poco de cerebro ahí dentro o está todo lleno de egocentrismo?
Él se quitó las gafas oscuras.
– ¿Qué demonios quieres insinuar? Por este cuerpo que ves aquí no corre sangre sino lava, caliente y burbujeante lava.
Los azules ojos de ella brillaron.
– Insinúo que también tú te has estado escondiendo en esta isla durante todo este tiempo. En lugar de reconocer y aceptar que tus días de astronauta ya han quedado en el pasado, te has estado escondiendo aquí, en Abrigo, posiblemente utilizando el hecho de hacer el amor conmigo como otra manera de ocultarte la verdad.
Yeager cruzó los brazos sobre su pecho tan furioso que apenas podía respirar. Tardó un buen rato en ser capaz de articular palabra.
– Creo recordar que te había dicho que no te metieras en mi cabeza -le replicó al final de manera brusca.
De inmediato, pareció como si todo el cuerpo de Zoe empezara a desmoronarse.
– Lo hiciste -dijo ella con voz cansina mientras se dejaba caer de nuevo sobre la silla-. Y debería haberte hecho caso.
Luego se quedó de nuevo mirando el interior de su taza de té.
A Yeager ya no le quedaba nada más que hacer que salir de aquella cocina, volver a su apartamento y sacar de allí sus cosas. Y luego salir de la vida de Zoe, y marcharse lejos de ella y de aquella isla.
El barco avanzaba resoplando hacia el continente, y Yeager se hundió en su asiento y cerró los ojos. Quizá si se quedaba dormido podría olvidar la miríada de emociones que había visto en el rostro de Zoe mientras discutían.
Su última conversación.
Pero ella volvía a aparecer en la pantalla de sus párpados fuertemente cerrados con una nitidez inolvidablemente viva. Aquella mujer que había empezado siendo su cura había acabado convirtiéndose en mucho más que eso.
Veía su rostro, cansado y abatido, lamentando la pérdida de aquellos peces. Posiblemente no había sido lo suficientemente comprensivo con ella en ese aspecto. Acaso debería haber pasado más tiempo con ella intentando darle ánimos. Pero en lugar de eso, se había empeñado en llevársela de vacaciones lejos de la isla.
Cuando él hizo un comentario desafortunado acerca de «nosotros», su rostro adoptó una expresión de incredulidad -especialmente sus azules ojos muy abiertos-. La airada respuesta de Zoe volvía a ponerle de mal humor solo con recordarla. Estiró las piernas y trató de acomodarse en su asiento. ¿Qué esperaba que hiciera él? Solo se trataba de dos semanas. Él no podía ofrecerle toda la vida.
Maldita sea, ahora ya ni siquiera quería esas dos semanas. No con alguien que lo acusaba de estar anclado en el pasado y huyendo de sus problemas. No con alguien que lo acusaba de haberla utilizado como una distracción.
Ella había sido su alegría.
Había sido su risa, su amiga, su compañera en la batalla de barro, la mujer que le había hecho recordar lo mucho que le gustaba volar.
¿Y él? ¿Qué había sido él para ella?
Se la imaginó en la cocina, con el pelo revuelto y las oscuras ojeras bajo los ojos. Sintió un dolor interno, una amarga punzada de pena. ¡Por Dios, debería haber besado su increíble boca una vez más! Debería haberle pedido que le sonriera por última vez. ¡Oh, sí, ella había sido su alegría!
Y entonces aquella pregunta levantó una vez más su fea cabeza. ¿Qué había sido él para ella?
En el peor momento de su vida -sin los gobios y con algún problema obvio entre ella y su hermana-, él no había sido nada para ella. Nada.
Y ahora la había abandonado.
Se hundió aún más en su asiento y recostó la cabeza en el respaldo de plástico. ¿Qué sentido tenía seguir dando vueltas a eso? El hecho era que él estaba regresando para enfrentarse a sus propios demonios y no podía hacer nada por una mujer que seguía dejándose conducir por los suyos.
Obligándose a respirar lenta y constantemente, intentó quedarse dormido.
Y de pronto sintió que alguien lo estaba mirando.
Gruñó. El barco estaba bastante lleno cuando él subió a bordo, pero se las había apañado para encontrar un lugar tranquilo en la popa. Con las gafas oscuras puestas y la gorra de béisbol calada hasta los ojos, había pensado que podría pasar inadvertido.
Pero al igual que había sucedido seis semanas antes durante su travesía hacia la isla, alguien le estaba echando el aliento encima.
– Oiga, señor.
Yeager decidió que ignorar la voz de aquel niño entraba en la categoría de estar huyendo de los problemas. No queriendo dar otro argumento más a Zoe, aunque fuera uno que ella no llegaría a conocer jamás, Yeager abrió los ojos y se echó para atrás la visera de la gorra.
– ¿Sí?-preguntó Yeager.
Su nueva admiradora debía de pesar unos cuarenta kilos, no mediría más de un metro de altura y tenía un pelo rubio y corto como el de Zoe. De pie a su lado estaba su hermano mayor, de unos nueve años, que parecía totalmente avergonzado. La pequeña Zoe en miniatura le dio un codazo a su hermano en las costillas.
Este se quejó y farfulló algo en dirección a su hermana.
– Hemos estado en Disneyland -le soltó a Yeager de golpe-. Ella tiene a Aurora, a Minnie y a Cenicienta.
La niña asintió con la cabeza enfáticamente y Yeager se dio cuenta de que llevaba en sus manos un libro de autógrafos de plástico rosa.
– ¿Sí? -preguntó de nuevo Yeager.
El autógrafo de un astronauta le parecía un poco raro para una niña coleccionista de estrellas, pero alargó la mano para coger el libro de autógrafos.
La niña apretó el libro contra su barriga y lanzó una mirada a su hermano.
Éste puso los ojos en blanco.
– Quiere un autógrafo del pez Flossie, ¿sabe? Le ha reconocido del desfile de ayer y ha pensado que quizá pudiera conseguirle usted un autógrafo.
Yeager se quedó mirando a los dos sorprendido. ¿Tan bajo había caído? ¿Ahora era reconocido como el compañero de un enorme e hinchado pez falso? Aquello era deprimente. Era horrible. Era ridículo.
Pero enseguida Yeager sintió que su boca se torcía en una mueca burlona. Rió entre dientes, notando que en su interior se desvanecía cierta tensión. Aquello era ridículo. Rió de nuevo meneando la cabeza.
¿Se reiría Zoe por algo así?
Sin dejar de reír, Yeager recibió un trozo de papel con la dirección de la pequeña y prometió que conseguiría el autógrafo de Flossie y se lo mandaría. Si las cosas se ponían mal, siempre podría comprar un bolígrafo de esos de tinta brillante y falsificar él mismo la firma, pero antes pensaba en ponerse en contacto con Zoe y ver qué se podía hacer al respecto.
Seguramente ella iba a divertirse con aquella anécdota.
Yeager se echó a reír una vez más mientras volvía a recostarse en su asiento. Vaya una manera de descubrir que ya no era astronauta.
Zoe también tenía razón en eso. Nunca volvería a serlo. A pesar de sus estúpidas fanfarronadas, en el fondo sabía que aquello se había acabado para él. Necesitaba una nueva vida, una nueva identidad.
Se sonrió de nuevo pensando en aquella isla de locos y en la gente que vivía allí. Habían creado una comunidad muy especial. Un grupo de gente que se preocupaba por los demás y que se protegían los unos a los otros.
Meneó la cabeza. De manera que, cuando tuviera que buscarse una nueva identidad, puede que allí donde era conocido como el amigo de Flossie no fuese, después de todo, un lugar tan deprimente para empezar una nueva vida.
El barco cabeceó ligeramente contra el muelle del puerto. Cuando Yeager recogió su petate, el último de los taxis ya se había marchado, así que se sentó en un banco a la sombra, a esperar que llegara otro taxi.
El aire del continente olía de manera diferente al aire de la isla. Inhaló una bocanada y notó que, aunque se trataba de un aire salado y fresco por estar tan cerca del mar, le faltaba algo que le resultaba difícil de reconocer. Estiró los brazos sobre el respaldo del banco y se quedó mirando el paisaje que había a su alrededor: una hilera de coches polvorientos, que se le hacían extraños después de tantas semanas viendo cochecitos de golf y motocicletas, unas poco inspiradoras calles asfaltadas y a lo lejos una nube de contaminación suspendida bajo el cielo azul.
Alzó la vista hacia la extensión que se abría sobre su cabeza. Sintió que se le encogía el corazón al recordar el día que había subido en paracaídas y había saboreado de nuevo la sensación del vuelo y de la libertad. Tendría que volver allí muy pronto. Sintió un cosquilleo en las palmas de las manos, ansiosas por agarrar de nuevo los mandos de un avión. Incluso una pequeña avioneta podía ser una buena llave para volver a entrar en su paraíso favorito.
¿O acaso era su segundo paraíso favorito, después del pequeño e impaciente cuerpo de Zoe?
Trató de apartar aquella pregunta de su mente. Ahora que su vista era buena, casi podía estar seguro de que, pasados unos meses, todo aquello -la isla y Zoe- sería como si no hubiera existido jamás. Podría llegar a pensar que su ceguera no había sido nada más que un mal sueño.
Suspiró. Por supuesto, aquella fantasía podía llegar a hacerse añicos en el momento en que viera la nave Millennium alzarse del suelo sin él.
Alzarse del suelo sin él.
Yeager se incorporó y pasó su mano por la cicatriz que tenía en la cara. ¿Qué demonios estaba haciendo allí?
¿Realmente estaba regresando para enfrentarse a sus demonios o volvía porque era más fácil agarrar un viejo sueño por la amarga cola en lugar de intentar encontrar uno nuevo?
¿Por qué no empezaba ya a buscarse una nueva vida?
Fácil: Porque no tenía ni idea de dónde demonios empezar a buscar.
Pero ¿era esa toda la verdad? Cerró los ojos y allí estaba de nuevo ella, protagonista única tras la pantalla de sus párpados apretados. Zoe.
Zoe riéndose.
Zoe abrazándolo.
Zoe deseándolo.
Y él deseando a Zoe.
Se levantó del banco sin saber todavía qué hacer. ¿Podría encontrar una nueva vida en la isla? ¿Podría ofrecer a Zoe algo más que un par de semanas?
Porque, si regresaba, ella se merecería todo lo que él pudiera darle.
Tomando aliento se volvió a tocar la cicatriz de la mejilla. ¿Qué era lo que debía hacer?
Se frotó de nuevo la cicatriz andando inquieto de un lado a otro. ¿Qué era lo que le había dicho en una ocasión Lyssa? ¿Que el destino tenía su propio plan?
– Vamos, destino -murmuró agarrando su petate-, haz tu trabajo.
Si el barco estaba todavía en el embarcadero, entonces quería decir que debía regresar a Abrigo. Si no estaba allí, tendría que continuar su viaje hasta Cabo Cañaveral.
Yeager empezó a respirar jadeante mientras echaba a correr hacia el muelle. Por encima del techo de la taquilla podía verse aún el barco meciéndose sobre las olas. Con el corazón saliéndose del pecho, Yeager echó a correr más deprisa, dando codazos a la gente con la que se cruzaba para llegar hasta la taquilla.
Se metió en ella esperando poder conseguir un billete en cubierta mientras echaba una rápida ojeada afuera a través de la ventana, para comprobar que el barco seguía aún en el puerto.
Pero entonces se dio cuenta de que la nave empezaba a apartarse del muelle lentamente, dejando tras de si una muy gruesa y muy definitiva estela.