Deke se entretuvo más de la cuenta recogiendo los platos. Lyssa le ayudaba; su larga melena iba rozándole los hombros y la tela de su vestido flotaba alrededor de sus caderas.
Deke intentó apartar la mente de ella y centrarse en lo que tenía que decirle. Era obvio que aquel beso en su casa no había funcionado. Incluso después de las lágrimas y del enfado de aquella tarde, ella seguía mirándolo de una manera que no dejaba de intimidarlo.
¿Cómo podía un hombre de mediana edad no sentirse halagado, fascinado, y no perder la cabeza por una muchacha rubia, de ojos azules y de solo veintitrés años?
Pero también se había mirado a sí mismo al espejo por la mañana y había decidido que tenía que conseguir acabar con el interés que Lyssa sentía por él. Era lo mejor. Ella era joven, dulce y pura, y él era un perro viejo al que ya habían pateado más de una vez; y al que acababan de patear hacía muy poco.
Mientras Lyssa iba de acá para allá recogiendo los platos del fregadero y colocándolos en el lavavajillas, Deke se apoyó en el mostrador de la cocina y se pasó una mano por la cara.
– Escucha -dijo él finalmente.
Ella continuó aclarando los platos.
– Escucha -repitió más alto.
Lyssa lo miró por encima de un hombro mientras se dirigía al lavavajillas. Aquel gesto suyo tan natural le hizo sentirse culpable por pensar en ella en términos de sexo salvaje y lujurioso, y luego fijó la vista en su boca. Era rosada y húmeda, y casi no pudo evitar que un temblor le recorriera la espalda ante aquella visión. Fresas y melocotones. Aquel beso le había sabido como una ensalada de frutas de verano.
– Te estoy escuchando -dijo ella.
Deke volvió a frotarse la cara. Lyssa parecía completamente tranquila y relajada. Por supuesto que él no había imaginado que tendrían una escena, pero lo que tenía que decirle no iba a ser fácil para ella y tendría que haberse dado cuenta ya de lo que se le avecinaba. Deke sabía que así era.
– No me gusta tener que hacer esto -empezó a decir él.
– Pero te ves obligado a ser sincero conmigo -dijo ella completando su frase.
– Bueno, sí. -La manera en que Lyssa le había contestado le hizo perder por un momento el hilo argumental y ahora intentaba recordar qué era lo que estaba intentando decirle-. En primer lugar, tengo que pedirte disculpas.
– Aceptadas -dijo ella.
– ¡Ni siquiera sabes por qué me disculpo!
Lyssa pasó un puñado de cubiertos de plata bajo el chorro de agua del grifo y luego los metió en la cesta del lavavajillas con sumo cuidado.
– Te disculpas por haberme besado de aquella forma.
– Bueno, sí -dijo él metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón-. No pretendía asustarte de aquella manera.
Al oír esas palabras, ella giró en redondo manteniendo una de sus rubias cejas levantada.
Deke se sintió como un chinche a punto de ser aplastado.
– Vale -murmuró él-. Intentaba mostrarte… lo que podía pasar entre nosotros dos.
La otra ceja de Lyssa fue a colocarse al lado de la anterior.
– ¿Y se suponía que eso iba a asustarme?
La manera como ella había pronunciado aquellas palabras hizo que el recuerdo del beso estallara de nuevo en su cabeza. La sangre se le calentó y el pulso se le aceleró. Lyssa no se había asustado. Su boca tenía el sabor del verano, su piel olía igual que la miel y sus brazos jóvenes y suaves le habían rodeado la cintura. Y Deke había deseado enterrarse en el éxtasis de ella.
Deke se aclaró la garganta y miró para otro lado.
– De acuerdo. Puede que fuera una mala idea. Pero lo cierto es que… -dijo dando un paso adelante y otro atrás.
Ella volvió a acercarse al fregadero.
– Que yo soy más joven que tú.
Era mucho más fácil cuando ella no le estaba mirando.
– Lyssa. -Él volvió a aclararse la garganta-. Yo también he tenido tu edad. Y he creído en lo mismo que tú quieres creer ahora, ¿de acuerdo?
– Pero de eso hace ya mucho tiempo.
Le fastidiaba que ella estuviera leyéndole el pensamiento o completando sus propias frases.
– Exacto -dijo él lacónico-. Incluso me llegué a casar una vez.
Y probablemente fue el matrimonio más corto de la historia.
Lyssa agarró una esponja grande y la introdujo en un bote de agua con jabón.
– ¿Estás divorciado?
– Sí.
No tenía sentido aclararle que su matrimonio terminó al tercer día y que, por lo tanto, técnicamente la boda se había anulado.
Lyssa se puso a frotar el mostrador de la cocina.
– Y eso te hizo estar en contra del matrimonio.
Aparentemente a ella aquella idea no la sorprendió.
– Exacto.
– ¿También te hizo estar en contra de las mujeres? -preguntó Lyssa de manera prosaica.
– ¡No! Sí. No. -Él apretó los dientes con desesperación. ¿Cómo podía explicarle los cambios que aquella experiencia había producido en su vida?-. Simplemente empecé a ver las cosas de otra manera, ¿vale?
Lyssa no dijo nada, y continuó haciendo círculos con la esponja sobre los azulejos. Deke sabía que la estaba hiriendo con sus palabras y se odiaba a sí mismo por ello, pero tenía que intentar salvarla de alguna manera.
De él.
Porque si seguía persiguiéndolo día tras día, si seguía mirándolo de aquella manera, si seguía respirando tan cerca de él, con aquellos pechos frotándose contra la pechera de su vestido, no iba a sentirse responsable por lo que pudiera pasar entre ellos.
– Lyssa -dijo Deke en voz baja-. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo…?
Ella se volvió hacia él y lo atravesó con la mirada.
– Que ahora no confías en las mujeres ni en las emociones. Y puede que creas que no volverás a amar como aquella vez. Posiblemente no quieres que suceda.
Deke se quedó boquiabierto. Ella le había quitado las palabras de la boca. Puede que lo hubiera dulcificado un poco, pero eso era exactamente lo que él quería hacerle entender.
Pero Lyssa lo había dicho con tanta frialdad, de una manera tan poco emotiva, que Deke estaba convencido de que no le había entendido.
– Lyssa…
– Ni siquiera deseas volver a estar cerca de una mujer.
Él volvió a apretar los dientes. Lyssa estaba hablando de él como si hablara de un personaje de película. Como si todo aquello no fuera real para ella. Pero tenía que hacerle entender de qué estaban hablando. Él solo no podía luchar contra los dos, contra ella y contra sí mismo.
– Mira…
Lyssa intentó interrumpirle de nuevo.
– Deke…
– Déjame acabar. Déjame que te lo diga, ¿de acuerdo?
– Pero…
Tengo que decirlo, pensó él mirándola de nuevo fijamente y determinado a acabar con aquello en aquel preciso instante.
– Prométeme que no vas a volver a interrumpirme.
Ella apretó los labios.
– Vale -aceptó Lyssa alzando una mano-. Suéltalo.
Él dejó escapar un suspiro.
– Te llevo muchos años. Y experiencias. Cualquier sueño que tengas ahora en la cabeza no es más que eso: un sueño. ¿Lo entiendes? Una fantasía.
Para evitar ver lo mucho que aquellas palabras la estaban afectando, Deke apartó la vista de Lyssa e intentó recordar que él era un viejo perro achacoso y ella una joven e inocente criatura. No tenían nada que hacer juntos, ni siquiera jugando en la misma acera.
– Tú has estado muy protegida y por eso eres ingenua. ¿Qué sabes tú de la vida?
Sin mirarla a la cara, Deke dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta de la cocina, lejos de la tentación de su juventud y de su inocencia. Volvió a sentir un dolor en el pecho, un dolor punzante, un dolor casi de infarto que apenas le dejaba respirar.
– Vivimos en mundos muy diferentes, ¿sabes? -Deke puso la mano en el frío pomo de la puerta y lo hizo girar antes de que pudiera cambiar de opinión. Ella tenía que comprender la enorme distancia que los separaba-. Date un poco más de tiempo para crecer, pequeña.
Deke cerró la puerta con suavidad a su espalda y echó a andar por la fría y silenciosa noche. No estaba seguro de si lo que esperaba era oír las lágrimas y las protestas de Lyssa, pero cuando se metió en el sendero que conducía a su apartamento, no oyó nada más que el sonido de su desapacible y desesperada respiración.
El chirrido de los frenos del jeep de Gunther hizo que Zoe saliera de la cocina hasta la puerta de entrada de la casa. Era el día en que aquel hombre de pelo gris se dedicaba a hacer de cartero, y cuando ella abrió la puerta de la casa, él ya había salido de su vehículo -aparcado en diagonal en la estrecha calle frente a su casa- y subía las escaleras hacia el porche. Llevaba en una mano una gran caja alargada, como si fuera una bandeja, y encima de ella un puñado de cartas desparramadas como si fueran una ensalada.
– ¡Hola, Zoe! -Gunther sonrió al llegar al último escalón-. Facturas, una carta para uno de tus huéspedes y un paquete para ti de la Island Dreams que Rae-Ann me ha pedido que trajera en persona. ¿Algo especial?
Zoe le devolvió la sonrisa. Gunther no era una persona que apreciara demasiado la privacidad del correo de los demás. A veces incluso hacía ver que no sabía qué era lo que te acababan de enviar o que no había leído el reverso de tus tarjetas postales. Por supuesto que el paquete de Island Dreams no era exactamente correo. La tienda de Rae-Ann estaba en la puerta contigua a la oficina de correos, y al pedirle a Gunther que se lo llevara, había ahorrado a Zoe el viaje.
– Debe de ser mi vestido para el baile del festival -explicó a Gunther.
El acto inaugural del festival era un baile en el auditorio de la escuela. El vestido que había comprado en la tienda del pueblo era demasiado largo y Rae-Ann se lo había arreglado.
Gunther hizo un gesto de aprobación con la cabeza mientras le daba la caja y el fajo de cartas.
– He aquí una muchacha de la isla de las que a mí me gustan -dijo él-. Las demás mujeres, cuando tienen que ir de compras, siempre insisten en hacerlo en el centro comercial del continente.
Zoe se movió incómoda.
– Bueno, eh…
Gunther siguió hablando:
– Tu hermana tomó el barco ayer mismo, ¿no es así?
Zoe se encogió de hombros.
– Tenía unas cuantas cosas que hacer y también varias compras.
Gunther asintió con la cabeza.
– Pero ahí estás tú, Zoe. Tú encuentras todo lo que necesitas aquí. ¿Cuándo fue la última vez que saliste de la isla?
Zoe dudó un instante y entonces un coche que intentaba pasar por la calle -y que se quejaba con el claxon de que el jeep de Gunther estaba estorbando- la salvó de tener que contestar.
Gunther giró en redondo.
– Vaya, tengo que irme. Hay gente que me está esperando, ya ves.
Zoe sonreía mientras el hombre bajaba corriendo las escaleras con su canosa coleta golpeando contra la ajustada camisa azul de su viejo uniforme de trabajo. Gunther se detuvo un instante antes de saltar al asiento del coche.
– ¿Nos vemos en la reunión del festival?
Zoe asintió con la cabeza y le saludó con la mano.
– ¡Jerry ha vuelto! -le gritó Gunther mientras el coche empezaba a ponerse en marcha.
Zoe soltó un bufido. Jerry. Intentando apartar de su mente la idea de otra negativa, echó un vistazo a los sobres esparcidos encima del paquete.
Uno de ellos le llamó inmediatamente la atención. Dirigido a Yeager, en la parte superior izquierda podía leerse la palabra «NASA».
A duras penas consiguió entrar en la casa, y tuvo que sentarse en la banqueta que había en el recibidor. Dejó la caja con el vestido a sus pies y tomó el sobre dirigido a Yeager sopesándolo sobre la palma de la mano.
Sintió un escalofrío.
Durante dos días había intentado no pensar en lo que Yeager les había dicho la noche de la cena. No le fue fácil, a pesar de que no había vuelto a hablar con él en privado desde aquella noche. Yeager seguía viniendo a desayunar, pero se quedaba charlando con los demás huéspedes. Luego pedía a Lyssa que le preparara un poco de fruta y unas magdalenas, y se marchaba enseguida, posiblemente con la intención de evitarla.
A ella.
Zoe pasó un dedo por las afiladas esquinas del sobre. Una cosa era averiguar que la razón por la que se había detenido aquella mañana en el acantilado no había sido porque no le gustara ella -lo cual le había proporcionado una extraña forma de alivio-. Y otra era descubrir que había estado mintiendo al respecto de la posibilidad de que volviera a volar.
Pero a eso no se le podía llamar realmente mentir. Se había dado cuenta de que se estaba engañando más a sí mismo que a los demás.
Se quedó mirando el sobre, sopesándolo de nuevo en la palma de la mano. Luego lo puso a contraluz y lo observó con atención. Con sentimiento de culpabilidad lo volvió a dejar sobre la caja. ¡Estaba empezando a ser tan chismosa como Gunther!
Lo más inteligente sería dar la carta a Deke cuando volviera por la noche a su apartamento. De todas formas, Yeager no podía leerla, y ese plan podría evitarle tener que involucrarse más todavía.
Pero sabía que Yeager estaba esperando aquella carta.
Zoe tragó saliva para intentar aliviar el dolor que sentía en el corazón. Aquel era el tipo de sentimiento que le daba miedo. Y esa era la razón por la que debería dejar aquel asunto en manos de Deke.
Se había pasado los últimos tres años de su vida protegiéndose de situaciones que la asustaban, de situaciones como esa, que tuvieran que ver con aquel pequeño órgano que bombeaba sangre dentro de su pecho y que con tanta facilidad podían llegar a romperle.
Aquella carta podía devolverle a Yeager la libertad que tanto había añorado o bien podía ser una sentencia de muerte para sus sueños. Pero nada de eso le concernía a ella. Yeager no era asunto suyo. Él era el Apolo dorado acostumbrado a vivir en una órbita que estaba muy lejos de su alcance.
Pero aun así, estaba esperando aquella carta.
Sintió una nueva punzada de dolor que le encogía el corazón y, a pesar de sus buenas intenciones, Zoe se encontró poniéndose de pie. Cuando estuvieron en el acantilado, cuando él se había detenido en lugar de seguir adelante, lo había hecho pensando en ella. Le parecía que ahora tenía que devolverle el favor.
Desde el camino hacia el apartamento lo vio sentado a la sombra, apoyado en el muro trasero de la casa, con Dolly sentada al otro lado de la mesa, delante de él. La muñeca llevaba todavía puestas las gafas de sol infantiles de color amarillo y ahora también llevaba un desgastado collar de cuentas alrededor del cuello, que le caía sobre uno de sus voluptuosos pechos.
– ¡Hola! -dijo Zoe llamando su atención.
Yeager volvió la cabeza hacia ella y, en la sombra, los cristales negros de sus gafas le parecieron insondables pozos sin fondo.
– ¿Zoe?
Ella tragó saliva.
– Correo -dijo Zoe alzando el sobre aunque sabía que él no podía verlo.
Su silla golpeó contra la pared cuando se levantó precipitadamente. En ese momento su nuevo grupo de huéspedes -tres mujeres y dos hombres- se acercaban a Zoe caminando por el sendero y pidiéndole a gritos que les dijera el nombre de varias plantas. Una pareja se sentó en el banco que había a su lado, estirando las piernas relajadamente.
Mientras intercambiaban saludos y ella les daba las informaciones que le pedían, Yeager se había acercado ya a su lado y alargó los brazos hacia ella.
– ¿Quieres que vayamos a tu apartamento? -preguntó ella.
– ¿Qué te parecería llevarme un poco más lejos? -murmuró él.
Consciente de las miradas especulativas de los demás huéspedes, Zoe no se molestó en contestar, pero lo condujo hacia el sendero de piedra que llevaba hasta su casa. Cuando llegaron a la zona de tierra, lo siguió conduciendo hacia delante -pasando por la hilera de parejas de palmeras que enmarcaban los terrenos cultivados de Haven House- hasta que llegaron a la parte silvestre de la colina. Allí nadie podría molestarles.
No lejos de una oxidada toma de agua -de la que salía una manguera verde que estaba enrollada en el suelo- había una zona que Zoe y el señor Duran -el compañero de su empleada doméstica- habían limpiado de hierbas y preparado para hacer un huerto de árboles frutales. Aunque ya había pasado el momento óptimo para plantar, estaban decididos a tener listo el huerto aquel mismo verano.
Zoe invitó a Yeager a que se sentara en una caja de plástico vuelta hacia abajo y ella se sentó en otra a su lado. Entonces se dio cuenta de que el rectángulo de tierra de diez por veinte estaba empapado de agua, tal y como le había indicado al señor Duran que hiciera. Había pensando remover el terreno con una pala, pero la tierra dura había que reblandecerla antes. Aquella mañana estaba perfectamente saturada de agua, acaso incluso demasiado pringosa.
– ¿Y bien? -preguntó Yeager con impaciencia-. ¿Me has dicho que había llegado correo para mí?
Una brisa fría le revolvió el cabello.
– Sí -contestó ella después de tragar saliva.
– ¿Qué dice? -preguntó Yeager con un rostro inescrutable.
– Yo… no la he abierto.
– Entonces ábrela.
Yeager apoyó los codos en las rodillas y entrelazó las manos y apoyó la cabeza en ellas. Era una postura engañosamente relajada.
Zoe tragó saliva y empezó a rasgar el sobre con dedos temblorosos.
– Podría decirle a Deke… -Prefirió no acabar la frase.
– Léela, Zoe -dijo él, y a su alrededor empezó a zumbar la tensión como si fuera un enjambre de avispas.
El resistente sobre no se dejaba abrir con facilidad, y finalmente Zoe se lo acercó a la boca y rasgó con los dientes una de las esquinas. Cuando pudo meter una uña en él, lo desgarró por la parte superior tras forcejear un rato.
Yeager se estremeció.
Zoe tragó saliva de nuevo y extrajo del sobre dos cuartillas de papel dobladas.
– ¿Estás seguro de que no prefieres que Deke…? -preguntó ella con el corazón en un puño.
– Zoe.
Notó en su voz un tono de mando. Tomando aliento desdobló las páginas.
– Es del doctor…
– Ya sé quién me la manda -dijo él cortante-. Cuéntame solo qué dice.
Zoe sostuvo la carta en una mano y frotó la otra palma sudorosa contra la pernera de sus ajustados tejanos.
– «Querido comandante Gates.»
– ¡Ve al grano! -le cortó Yeager con voz ronca.
Zoe leyó la carta en voz baja con manos temblorosas y un nudo en el estómago. Luego la dejó caer en su regazo y se agarró con ambas manos a uno de los rígidos antebrazos de Yeager.
– Yeager.
Él se quedó inmóvil.
– Se acabó -dijo al fin.
Alzó las manos, dejó escapar un hondo suspiro y luego se pasó los dedos por el pelo.
– Sí -susurró ella.
Yeager apretó los labios y se quedó en silencio durante un buen rato.
– Por supuesto, ya lo sabía. O al menos debería haberlo sabido. Deke tenía razón.
A Zoe no le gustaba el contenido tono de moderación que había en su voz.
– Lo siento.
– No hace falta. -Yeager alzó una mano y la movió en el aire en un gesto de quitarle importancia-. Esto se había acabado hace mucho tiempo. Hace semanas. -Una risa sin alegría le arañó los nervios-. Solo he estado jugando un juego estúpido conmigo mismo. -A pesar de que sus palabras sonaran despreocupadas, un músculo palpitaba en su mandíbula.
Zoe levantó una mano y la colocó sobre sus hombros.
– Está bien. Tenías que preguntar. ¿Y si hubieran cambiado de opinión?
Yeager se apartó de su caricia.
– ¿Y si…? -dijo él con dureza-. He ahí una pregunta muy propia de ti. -Ella notó que Yeager estaba luchando consigo mismo. Al cabo de un instante, tomó aliento y dijo en un tono de voz inquietantemente bajo-: Ya tengo bastantes «¿Y si…».
– ¿De verdad? -Zoe no sabía qué otra cosa decir.
– Sí. -Yeager rio de nuevo, pero el sonido de aquella risa a ella le pareció doloroso-. He aquí una que ya no puedo quitarme de la cabeza: ¿Y si no hubiera decidido salir de casa aquella noche?
Zoe se mordió el labio inferior.
– Yeager…
– ¿Y si hubiera hecho algo más inteligente, como quedarme en casa con una caja de cerveza y una suscripción por horas a un canal porno? -dijo él volviendo a reír.
Zoe sintió un hormigueo que le empezaba en la base del cráneo y le bajaba lentamente por la columna vertebral.
– ¿Y si hubiera cogido el coche? ¿O si aquella viejita se hubiera resfriado y en lugar de salir a toda prisa para jugar al bingo se hubiera quedado en su casa rodeada de pañuelos de papel y Vicks Vaporub?
Yeager volvió la cabeza hacia Zoe con una sonrisa tan helada en el rostro que ella sintió otra ráfaga de escalofríos recorriéndole la espalda.
– Vino a visitarme al hospital, ¿sabes? Aquella viejita vino para disculparse por haberme atropellado. Por supuesto que no pude verle la cara, pero olía a Vaporub y me dijo que se había resfriado.
– ¿Y qué le dijiste?
Uno de los extremos de los labios de Yeager se torció hacia arriba y se pasó una mano por la cicatriz de la cara.
– Le dije que mi abuela siempre recomendaba el té caliente con miel. Una buena taza y estaría curada.
Zoe sonrió un poco.
– ¿De veras?
– ¡Demonios, claro que no! Ni siquiera conocí a mi abuela. A ninguna de las dos. -Yeager se encogió de hombros-. Pero aquella señora y yo no teníamos mucho que decirnos.
Zoe se puso una mano en el pecho imaginándose la escena: Yeager tumbado en una cama de hospital, ciego, hablando con la anciana que había provocado el accidente; dándole consejos para curarse el resfriado en lugar de mandarla al infierno por haber sido la causa de aquel cambio en su vida. Un cambio irrevocable.
Entre los dos se hizo el silencio, pero era un silencio sonoro porque contenía los tácitos pensamientos de Yeager.
– Debes de sentirte impotente -dijo ella para romper aquel tenso silencio.
– No me digas cómo me siento.
Zoe ignoró la brusquedad de su respuesta.
– Sé que no es fácil.
Los días que había pasado cuidando a Lyssa, mientras su hermana luchaba contra la muerte, habían hecho cambiar a Zoe.
– Sí, como seguramente tú ya sabes -dijo él mientras se pasaba los nudillos por la cicatriz, arriba y abajo.
– Sí, lo sé. Sé cómo se siente uno cuando pierde algo.
No había vuelto a sentirse segura de sí misma hasta que regresó a la isla.
– No tienes ni la más remota idea de lo que se siente.
A Zoe el corazón le dio un vuelco y tuvo que tragar saliva. Ahora aquel hombre ya no parecía radiante y dorado, sino tan solo un hombre. Un hombre dolido y de mal humor. La idea de que en el fondo él no estaba tan lejos de ella la aterrorizó. Pero intentó olvidarse de aquel miedo, porque también sabía que él estaba indefenso, perdido y lleno de emociones que debería dejar a un lado si quería seguir sobreviviendo. Zoe se irguió incómoda y estiró las piernas; el lodo del huerto inundado le manchó los zapatos.
Intentando hallar alguna manera de ayudarle, se agachó y agarró un puñado de barro húmedo. Hizo con él una bola y echó la mano hacia atrás como si fuera a arrojarla.
Pero luego se detuvo. Giró la cabeza y se quedó mirando a Yeager.
– Toma -dijo Zoe agarrando una de sus manos y colocando la bola de barro sobre su palma.
Yeager cerró los dedos alrededor de la bola en un acto reflejo.
– ¿Qué…?
– Es una pella de barro. -Ella miró a su alrededor y vio una palmera que se alzaba como un voluntario a unos pocos metros delante de ellos-. Tírala contra el tronco de aquella palmera. Verás cómo te sentirás mucho mejor.
Las cejas de Yeager se alzaron por encima de la montura de sus gafas.
– Zoe, ni siquiera puedo ver ninguna jodida palmera.
– Oh -dijo ella-. Tienes razón. -Pero no dejó que aquello la desalentara, sino que se volvió a agachar y tomando otro trozo de barro hizo una bola para ella-. Bueno, entonces tírala a cualquier parte.
– Zoe.
Ella le dirigió una sonrisa.
– Dame una oportunidad, ¿vale?
Zoe echó la mano hacia atrás y lanzó la bola de barro en dirección al árbol. Reventó a unos pocos pasos del objetivo, pero de todas maneras ella gritó de alegría.
– ¡Un tiro perfecto! -le dijo a su ciego compañero.
Yeager meneó la cabeza.
– ¿Por quién iba eso?
Ella se agachó y recogió más barro.
– Por esos estúpidos biólogos marinos que afirman que los gobios de cola de fuego no volverán más. -Lanzó otra bola de barro que aterrizó muy cerca del árbol causando un audible chapoteo-. Y esta… esta es por El Jodido Niño que ha cambiado las corrientes de nuestro océano.
– Estás loca.
Zoe se agachó de nuevo y apretó los dedos alrededor de su nueva bola de barro.
– No lo critiques hasta que no lo hayas probado.
Ella aguantó la respiración y entonces, todavía meneando cabeza, Yeager lanzó su bola con fuerza.
Zoe chasqueó los dientes.
– Oh, tío, ahora ya entiendo por qué te han dado la patada en el culo, señor Hombre del Espacio. Tiras como un marica.
Hubo un instante de tenso silencio. Pero luego Yeager se agachó y tomó un trozo de barro con una expresión indescifrable en la cara.
– Eso lo vamos a ver ahora.
¡Sí!, pensó Zoe orgullosa de sí misma, mientras veía cómo él hacía una enorme bola de barro, una que necesitaba de las dos manos para ser lanzada. Luego la colocó sobre la palma de la mano derecha y la lanzó con un gruñido, haciendo que la bola pasara por encima de la palmera y fuera a aterrizar sobre unos matojos de manzanilla que había a varios metros detrás del árbol.
Zoe soltó un chillido de júbilo.
– ¿Y esa por quién era?
– Por los médicos de la NASA, por supuesto -dijo él agachándose a recoger más barro.
– Muy bien hecho, tío -lo animó ella dando palmadas.
Su siguiente pella de barro reventó en el suelo a pocos metros de la manzanilla.
– Esta es por las carreteras resbaladizas y la lluvia de Houston.
Zoe se metió de lleno en el juego. Hizo otra bola de barro y lanzó el tercer disparo hacia su afortunada palmera.
– Por Jerry y por Randa, y por cualquiera que vuelva a decir una palabra, ¡una sola palabra!, contra la banda de la isla.
Yeager refunfuñó.
– ¿No estarás pensando seriamente en dejarles tocar? Sea quien sea su director, haría un gran favor al festival si sencillamente se retiraran con una elegante reverencia.
Zoe lo miró con los ojos rojos de furia. Él tenía el pelo levantado y una mancha de barro en la mejilla.
– Yo soy la directora de la banda -dijo ella-. ¿Es que no lo sabías?
– ¡No! -contestó Yeager frunciendo los labios-. Con la mano en el corazón, te juro que no tenía ni idea.
De repente a ella no le gustaron sus labios fruncidos y su camisa impecablemente limpia, ni aquella mancha de barro solitaria en la mejilla. Metió la mano rápidamente en el barro y, sin molestarse en hacer una bola, pasó los dedos manchados de barro por la mejilla y por la camisa de Yeager.
– Oh -dijo ella en tono arrepentido-. He fallado el tiro.
Yeager se quedó de piedra. Un grueso reguero de barro le bajaba por la mandíbula.
– Eso no ha sido un accidente -replicó Yeager al cabo de un rato.
Ante el tono aparentemente calmado de su voz, Zoe prefirió apartarse hacia el extremo de su asiento.
– Por supuesto que sí -dijo ella.
– No. -Moviéndose hacia un lado, Yeager la agarró por los hombros con una mano y dejó caer el barro que tenía en la palma de la otra sobre su cabeza-. Esto sí que es un accidente.
Zoe dio un grito y se puso de pie.
– No deberías haber hecho eso -le advirtió ella.
– ¿Ah, no? -Él se agachó de nuevo y agarró dos montones de barro con las manos-. ¿Y por qué no?
Porque ella tenía la ventaja de ver. Y manteniendo un ojo en él, se movió rápidamente hacia el huerto inundado de agua y se armó. Luego, andando de puntillas, se colocó detrás de él.
– ¿Zoe? -la llamó Yeager con desconfianza-. ¿Dónde estás, cariño?
– Aquí mismo -le susurró ella al oído, y luego le apartó el cuello de la camisa y le metió el barro húmedo por dentro.
Yeager gritó y se volvió hacia ella, pero Zoe se alejó de allí dando saltos de alegría.
– ¡Te pillé, te pillé, te pillé! -chillaba Zoe triunfante.
Pero Yeager ya estaba preparando una gran pella de barro. Una leve sacudida de excitación estremeció el cuerpo de Zoe y no pudo resistir la tentación de seguir torturándolo.
– ¡Aquí estoy! -le gritó ella. Y luego, moviéndose varios pasos hacia el otro lado, añadió-: ¡Y aquí!
Yeager disparó hacia donde ella había estado la primera vez y luego en dirección hacia donde había hablado la segunda.
– No juegues conmigo, Zoe -le advirtió.
Zoe tuvo que taparse la boca con el dorso limpio de la mano para ahogar la risa. Oh, cielos, ya sabía dónde quería embadurnarlo ahora de barro. Con cautela, dio un par de pasos y se quedó parada en medio del huerto para hacer la más sucia, suculenta y húmeda pella de barro.
Yeager estaba de pie en un extremo de la zona seca, al lado de un montón de hierbas pisoteadas, aparentemente esperándola con paciencia. Zoe echó a andar despacio hacia él, con las rodillas dobladas.
Se oyó un ruido en los matorrales e inmediatamente él se dio la vuelta en aquella dirección.
– ¿Zoe?
Ella tenía las manos demasiado llenas de barro para poder reprimir el siguiente acceso de risa. Se tragó la risa lo mejor que pudo, pero Yeager debió de oír algo porque se dio la vuelta en dirección a donde estaba ella. Aquello era perfecto para sus planes. Zoe se detuvo a un par de pasos de Yeager, plantando los pies en el grueso barro e intentando respirar con calma. Luego alargó una mano muy lentamente y la acercó hasta la cintura de los tejanos.
Tenía que ser muy rápida.
Tomó aliento y lo agarró de la pretina de los tejanos. Tiró de ella y luego le metió la mano llena de barro por el vientre hasta llegar a su…
Yeager la agarró de la cintura en un abrazo embarrado, pero de hierro.
Zoe gritó.
– ¡Eh! ¿Estás buscando algo? -preguntó él.
Zoe intentó apartarse de él echándose hacia atrás, pero sus pies no podían moverse hundidos como estaban en el barro. Sus bruscos movimientos hicieron que Yeager se abalanzara sobre ella. Al momento, los dos estaban intentando encontrar un apoyo para sus pies, mientras Yeager aún mantenía las manos alrededor de su cintura y Zoe las suyas metidas en…
Zoe cayó sobre el barro.
Yeager cayó encima de ella.
Zoe se quedó de espaldas en el barro, aturdida -con Yeager tumbado a su lado y rodeándole la cintura todavía con un brazo-, mientras seguía con una mano metida bajo sus calzoncillos y los dedos alrededor de su…
Ella se quedó mirando a Yeager. Los cristales de sus gafas estaban llenos de barro y todo él parecía el monstruo del lago Ness. El silencio entre los dos se hizo tenso y traicionero.
Zoe tragó saliva.
– ¿Te has metido un plátano ahí o es que estás contento de verme?
Yeager se echó a reír a carcajadas. Y ella tampoco pudo suprimir un loco ataque de risa. Rodaron a lo largo del huerto embarrado, riendo como un par de niños histéricos bajo un sol tan caliente como frío era el barro. En cierto momento se detuvieron retorciéndose y Zoe se dio cuenta de que su mano estaba ya fuera de los pantalones de él, de modo que utilizó los dos brazos para estrujar a Yeager contra ella, con una mejilla apretada contra el latido rítmico de su corazón.
Yeager la rodeó también con un brazo y la apretó contra su pecho. Ella alzó la vista. Yeager todavía seguía sonriendo, pero Zoe pudo ver una línea limpia que se deslizaba por una mejilla, abriendo un surco entre el barro de su cara. Puede que se hubiera puesto a llorar de tanto reír.
Quizá simplemente estaba llorado.
Zoe se frotó la mejilla contra la mugrienta pechera de la camisa de Yeager y decidió que era mejor no preguntarle cuál de las dos cosas era cierta.