Capítulo 6

Deke no podía creer que la vieja cabaña en el árbol todavía estuviera allí. La última vez que había estado en la isla no había ido a comprobarlo. Pero aquella tarde, después de podar la maleza que rodeaba la casa de su tío abuelo, había visto el viejo roble -treinta años más viejo de lo que lo recordaba- con sus fuertes y largas ramas extendiéndose horizontalmente aún más lejos y las ramas altas como nudosos dedos que se alzaban hacia el cielo.

En otro tiempo, de una de las ramas horizontales colgaba un columpio de cuerda que ahora había desaparecido, pero aún seguían estando allí los siete trozos de dura madera que él había clavado en el tronco como escalones. Apoyada en una de las horquillas entre las ramas más bajas, el suelo de la cabaña de madera parecía estar casi intacto, aunque parte de la barandilla que la rodeaba había desaparecido.

Tras comprobar que los peldaños soportaban su peso, Deke ascendió hasta la altura de la cabaña. Colgándose de una rama más alta, pasó una pierna con cautela por encima de la poco sólida barandilla. El suelo de la cabaña aguantó. Tanteó poniendo el otro pie encima. El suelo siguió aguantando el aumento de peso.

Encogiéndose de hombros y confiando en sus habilidades de carpintero de cuando tenía trece años, se soltó de la rama a la que estaba agarrado, se sentó sobre el suelo de la cabaña -antaño su lugar favorito- y se apoyó en una de las ramas que se elevaban hacia el cielo; desde allí se quedó mirando hacia la playa de los Enamorados y hacia el Pacífico, hacia el mar abierto, donde no se podía llegar a ver el continente.

Sintió una extraña tensión que apretaba los músculos de sus hombros. Había estado trabajando todo el día en las reparaciones de la casa, sacando las tablillas rotas del techo y tirándolas en el improvisado vertedero donde iba amontonando todo el material de deshecho. Le iba a costar un ojo de la cara que le enviaran el material de construcción a la isla, pero no le importaba. Ya había decidido gastarse todo el dinero que hiciera falta. Y también había planeado contratar a alguien para que hiciera el trabajo con el que hasta ahora se estaba castigando los músculos.

No tenía ni idea de por qué se estaba castigando así, cada día, en lugar de estar tumbado al sol tomando cervezas con Yeager.

Maldita sea, sí sabía por qué.

Era por culpa de Lyssa.

Desde el primer momento que se había cruzado con ella, su sola visión hizo que se sintiera como si se acabara de tomar una pócima medicinal. Ella, con sus jóvenes curvas y con su cabello rubio ondeando al viento, le había tendido las llaves del apartamento y le había mirado directamente a los ojos sonriendo. Sus gruesos labios curvados habían hecho que se le pusiera dura y le flojearan las rodillas.

Temeroso de ponerse a tartamudear en cualquier momento, había agarrado las llaves y le había hecho una rápida reverencia que lo había alejado de ella al instante. Aunque era un sueño erótico vivo y real, desde entonces había sido su única pesadilla nocturna. Una mujer que se había quedado pegada a su imaginación algo más que temporalmente.

Una mujer joven e inocente. Su visita a la casa se lo había demostrado. ¡Realmente ella creía que podía estar a salvo cerca de él!

Desde su posición elevada vio un pequeño y hermoso barco que petardeaba cruzando la bahía de la playa de los Enamorados. Parecía que hubiera estado navegando por Breakers Point y ahora regresara para fondear en la bahía de Haven antes de que cayera la noche. También él debería estar regresando. Pero cada noche postergaba todo lo que podía su regreso a Haven House.

Y sabía perfectamente cuál era la razón.

Era por culpa de ella, de Lyssa.

Entonces, como si solo pensar en ella pudiera haberla hecho realidad, Deke la vio.

Desde donde estaba podía ver hasta medio kilómetro del estrecho sendero que conducía hasta la colina y de ahí a la casa. Lyssa ascendía la cuesta con paso decidido, con la larga falda de su vestido amarillo revoloteando alrededor de sus caderas. Se detuvo un instante mirando en dirección a la casa e instintivamente él se escondió detrás de una rama. La brisa de la tarde revolvía su larga cabellera rubia y alzaba los pliegues de su falda; contra el fondo del valle verde y el mar azul, parecía una llama de colores.

Deke apretó los dedos y oprimió los recientes callos de sus palmas. ¡Por Dios, una llama! Debía de estar pensando en las luces amarillas de precaución o en las señales de peligro.

Intentó apartar la vista pero se encontró de nuevo mirándola, admirándola en aquel entorno de colores que la rodeaba a ella y lo cegaba a él como si fuera un cuadro impresionista. Lyssa pertenecía a aquel lugar, y posiblemente el hecho de que pareciera formar parte de las bellezas de la isla -un lugar en el que él había sido tan feliz como desgraciado-, era lo que hacía que él la encontrara tan fascinante.

O quizá estaba sufriendo la crisis de los cuarenta.

Ella seguía caminando, ascendiendo hacia la casa. Deke aplastó la espalda en la rama del árbol. Si no lo encontraba en la casa se marcharía de allí y le dejaría tranquilo. Esa era la mejor curación para un típico ataque de lujuria en la edad madura.

Pero, ¡cielos!, aquella muchacha era un buen sabueso. En unos minutos había llegado hasta la casa y, caminando sin vacilación la bordeó y se dirigió a la parte de atrás de la misma, hasta donde estaba su árbol.

Pudo oír el crujido de la maleza al pasar Lyssa entre ella y cerró los ojos a la imagen de la muchacha acercándose a él. Demasiado tentadora. Demasiado fácil llamarla y luego invitarla a subir a su refugio privado.

– ¿Deke?

Él se tragó un gemido. Aquella joven y dulce voz venía directamente del pie del árbol. Si no la miraba, puede que ella se marchara.

– ¿Hay algo que deba saber antes de subir al árbol?

Que no me fío de mí mismo si te tengo demasiado cerca, pensó él.

– ¿Crees que estos frágiles escalones aguantarán mi peso? -preguntó ella.

Él abrió los ojos para agarrarse a la oportunidad que se le presentaba.

– ¡No!

Al mirar hacia abajo, se encontró de golpe hipnotizado por los ojos de Lyssa. Estaban abiertos de par en par y eran de un color azul cristalino; y parecían tan confiados que hicieron que el corazón le diera un vuelco.

– ¡No! -gritó de nuevo mintiendo entre dientes-. No puedes subir aquí arriba.

Ella debió de imaginar que lo que él quería decir era que no podía subir «por aquel camino», porque antes de que Deke pudiera volver a protestar ella se puso de puntillas y se agarró a una de las ramas más bajas. Entonces empezó a levantar las piernas. La falda de su vestido largo se le subió hasta las caderas y él estuvo a punto de sufrir un infarto.

Además, Lyssa había empezado a jadear.

Deke se quedó de piedra, mirándola con horrorizada fascinación.

Ella no conseguía subirse a la rama y seguía alzando las piernas y jadeando. Su cara estaba empezando a teñirse de rojo.

Finalmente Lyssa rompió el silencio y dijo con la voz ahogada por el esfuerzo:

– Creo… que… necesito… ayuda.

Sacudiendo la cabeza, Deke intentó tragarse la sonrisa y el deseo, aunque una parte de él le estaba diciendo que alargara una mano y tirara de ella hasta subirla a su lado.

– Déjalo ya y suelta la rama -dijo él-. Los escalones son seguros, pero ya voy a bajar de aquí.

Apenas hubo acabado de pronunciar aquellas palabras, ella ya estaba ascendiendo por los escalones y llegando a su lado. Se sentó en el sucio suelo entre él y el último de los escalones, con la falda abierta alrededor de las piernas como si fuera una flor, y con los pétalos lo suficientemente separados como para casi rozar con ellos sus botas de faena.

– Te he dicho que iba a bajar -insistió Deke frunciendo el entrecejo.

Ella meneó la cabeza haciendo que los suaves bucles de su pelo le rozaran las todavía sonrojadas mejillas.

– Me apetecía subir aquí.

– ¿Ya sabías que había una cabaña en este árbol? -preguntó él con mirada seria.

– Zoe y yo la encontramos cuando éramos niñas. Aunque no había vuelto a estar aquí desde hace muchos años. -Ella miró a su alrededor como si quisiera comprobar si aquella cabaña de cuatro metros cuadrados había sido remodelada durante aquel tiempo-. ¿Cómo sabías tú que aquí había una cabaña?

– La construí yo. Cuando tenía trece años.

Aquello pareció sorprenderla. Lyssa abrió sus ojos azules como platos y él intento no caerse dentro de ellos.

– ¿Tú has vivido en la isla? -preguntó ella.

– Durante varios veranos, cuando era niño.

Al parecer, Lyssa se puso a pensar en ello. Él recordó la primera vez que la vio. Como ahora, entonces se había sentido golpeado por un intenso y ardiente impulso, por un calor que lo ponía nervioso. Era un calor que le hacía sentirse incómodo a su lado.

– Ya es hora de que nos marchemos -dijo Deke de pronto-. Se está haciendo de noche.

– Tú cuidarás de mí -replicó Lyssa sin pensarlo.

Él volvió a clavarse las uñas en las palmas de las manos. ¡Cómo se atrevía! Le ponía de mal humor que pensara que podía contar con él.

Intentó imaginarse a sí mismo dejándola allí sola en medio de la noche.

Pero lo que realmente le ponía de mal humor era saber que ella tenía razón.

Se agarró a aquella sensación de enfado, tratando que ese sentimiento se superpusiera a la tensión que sentía estando tan cerca de ella. Dejó que sus ojos enfadados se pasearan por la joven y delicada curva de sus mejillas, por la casi obstinada elevación de su barbilla, por su pequeño cuello, por sus no tan pequeñas…

¡Cielos! Tenía que marcharse de allí inmediatamente. Todas aquellas estupideces sobre calores e impulsos ardientes no eran más que un exceso de lujuria provocado por aquella jovencita. Debería sentirse avergonzado de sí mismo.

– Yo me marcho -dijo él.

En lugar de contestarle, Lyssa se agarró a una de las gruesas ramas y se acercó hasta la barandilla que rodeaba la cabaña de madera. Le rozó las botas con la falda y Deke sintió el contacto del algodón sobre el cuero como si fuera la caricia de una piel sobre otra piel. Y notó una nueva punzada en el pecho. «Mierda.» Quizá estaba a punto de sufrir un infarto.

Lyssa se puso de rodillas, se estiró y pasó la yema de uno de sus dedos por encima de la corteza de una rama.

– DN. Aquí hay unas iniciales grabadas. Las encontré hace años. Son tus iniciales, ¿no es así? Deke Nielsen.

Su cabello rubio se rizaba a lo largo de su espalda como si fuera un ángel.

– Sí -farfulló Deke-. Supongo que sí.

Ella se sentó de golpe sobre los talones y se quedó mirándolo fijamente; el color rosado de sus mejillas desapareció de repente de su rostro.

– Yo…

– ¿Qué? -Deke gateó hacia ella temiendo que estuviera de nuevo a punto de desmayarse y que fuera a caerse del árbol-. Por el amor de Dios, ¿qué te pasa?

Ella volvió a señalar la rama del árbol con un dedo tembloroso.

– Yo puse también mis iniciales aquí. LC.

Él no iba a permitirse tocarla. Aunque desde la poca distancia que los separaba podía apreciar perfectamente su fina y lisa piel, y aquellos labios rosados que parecían estar pidiendo que los besara. Se apartó unos centímetros de ella. El deseo puede hacer que un hombre se comporte como un estúpido.

Lyssa tragó saliva y él tuvo que apartar la vista de los vulnerables músculos de su cuello.

– Creo que lo sabía -dijo ella-. Desde entonces.

– ¿Que sabías qué?

– Nosotros -contestó ella sencillamente.

Maldita muchacha. Ya volvía a empezar de nuevo.

– Escúchame, pequeña -dijo Deke poniéndose nervioso-. Aquí no hay ningún nosotros. Y no va a haber ningún nosotros. No sé tú, pero yo puedo asegurarte que he pasado por esto mismo cientos de veces.

– Deke…

– Escúchame. No tenemos nada que hacer juntos, piénsalo bien. Y no vamos a hacer nada juntos. El deseo es algo que viene y se va, y eso no significaba absolutamente nada.

Ella también parecía un tanto impaciente. Pero en absoluto decepcionada o intimidada, ni siquiera un poco dolida.

– ¿Puedes mirar un momento esto? -insistió Lyssa señalando de nuevo la rama del árbol-. Cuando yo tenía trece años también grabé aquí mis iniciales. Y como era una niña romántica e imaginativa, les añadí un pequeño adorno.

Con un suspiro de desaprobación, Deke le dio el gusto de mirar el lugar que ella le señalaba. Tuvo que acercarse más a Lyssa para ver lo que le estaba indicando, pero lo hizo tratando de ignorar la dulce calidez que emanaba de su joven cuerpo.

Y entonces se olvidó de aquella calidez.

Y también se olvidó de respirar.

Porque lo vio muy claro. Sus iniciales, DN, grabadas de manera un poco tosca en la corteza del árbol cuando tenía trece años. A su lado, las iniciales de Lyssa, LC. Y entre las dos un signo de suma.

Y rodeándolo todo un corazón.

– Mira -la voz de Lyssa parecía susurrarle desde el centro de su propio corazón-, y entonces lo sabía.


Tras la reunión del Festival del Gobio, Zoe recorrió la sala de estar recogiendo servilletas usadas y tazas de café, y volviendo a colocar los muebles en sus lugares de siempre. Lo tuvo que recoger todo ella sola, porque Lyssa había desaparecido sin decir adónde iba y porque el hombre que estaba confortablemente y en apariencia firmemente instalado en su canapé no era demasiado bueno encontrando cosas cuando estas no estaban en su lugar.

Si, Yeager. No solo estaba ciego, sino que había desarrollado el molesto hábito de seguir merodeando por la casa cuando todos los demás ya se habían marchado.

¿Acaso no había organizado aquella velada para deshacerse de él? ¡Para sacárselo de la cabeza, para sacárselo de la imaginación, o, por lo menos, para sacarlo de la sala de estar!

Metió una servilleta usada en un vaso de papel intentando no mirar las musculosas y bronceadas manos de Yeager, abiertas y relajadas sobre las perneras de sus ajustados pantalones tejanos. Tenía unos dedos largos y fuertes, y cuando sus nudillos le rozaron la mejilla a primera hora de la noche, a ella se le puso la carne de gallina, igual que se llenaba de pecas cuando se ponía al sol.

Se dio cuenta de que de nuevo estaba observándolo.

Menuda novedad. Había estado pendiente de él durante toda la noche. De cualquier risa ocasional, del calor que desprendía su cuerpo cuando se sentó a su lado, del tono tan masculino de su voz cuando charlaba con la otra mujer al final de la reunión.

Haber escuchado cómo bromeaba con ella no habría sido tan malo si aquello no le hubiera traído a la cabeza lo que él le había confesado unos días antes: que había estado coqueteando con ella.

Y aunque aquella revelación no había sido una sorpresa -por supuesto que se había dado cuenta de que él estaba coqueteando-, él también le había sugerido, de manera implícita, que sentía por ella una atracción que era algo más que un gesto reflejo masculino.

Otra inesperada oleada de calor la recorrió de pies a cabeza. ¡Ah! Gesto reflejo o no, tres días antes ella habría sido lo suficientemente inteligente como para apagar aquellos fuegos. Ella no estaba interesada. Y así se lo había dicho.

Ya era hora de tomar las riendas de aquel asunto, se dijo con firmeza.

– Debes de estar muy cansado -dijo Zoe intentando poner el tono de voz frío de una enfermera-. ¿Necesitas que te ayude a encontrar la puerta?

Él no se movió del sitio.

– Oh, sí. Estoy exhausto de estar sentado todo el día mirando a ninguna parte. No, creo que te haré compañía todavía un rato más. -Estiró sus largas piernas hacia delante y las cruzó una sobre otra como si realmente se dispusiera a quedarse allí-. ¿Ha quedado algo de comer?

Por supuesto, Yeager no pensaba hacer caso de su indirecta. Emitiendo un ligero gruñido de enfado, Zoe le dejó un plato de galletas en la mano y luego siguió recogiendo la habitación. Quizá debería maldecirse a sí misma. Quizá debería haberle buscado otro tipo de mujeres. ¿Acaso ninguna de ellas era lo suficientemente inteligente como para llevarse a aquel hombre a casa o al menos a tomar una copa por ahí?

Como ella había imaginado, Yeager había deslumbrado a las tres. Las vendedoras de casas Susan y Elisabeth lo observaban como si fuera un terreno en construcción, libre de gravámenes y con vistas al mar, de la isla de Abrigo… Desirée había sido el as que Zoe se guardaba en la manga. Aquella mujer coleccionaba hombres lo mismo que los expertos coleccionaban sus vidrieras de colores, y Zoe había esperado que Desirée tuviera ganas de aumentar su colección.

La mitad de su plan había salido tal y como ella lo había planeado.

Pero Yeager, como ya venía siendo usual, no era una persona fácil de predecir. Mientras que las tres mujeres parecían estar bastante interesadas en él, no había quedado nada claro a cuál de las tres prefería. Zoe no tenía ni idea de por cuál se iba a decidir: ¿la jovialidad de Susan? ¿La alegría de Elisabeth? ¿O la descarada sexualidad de la tetuda Desirée?

Zoe se quedó mirando a aquel condenado hombre con una mueca de enfado. Por alguna ilógica, inoportuna, irracional, estúpida y completamente banal razón, la simple idea de que hubiera respondido tan fácilmente a las tres hacía que se la llevaran los demonios.

Lo mínimo que podría hacer era salir de su sala de estar para que al menos ella pudiera disfrutar de su enfermizo malhumor en paz. Volvió a mirarlo con cara de enfado.

– ¿Qué pasa con Deke? -preguntó Zoe colocando un jarrón de porcelana reina Ana en el lugar donde había estado hasta hacía un momento la cafetera-. ¿No crees que deberías ir a buscarlo?

– ¿Ir a buscarlo? ¿Por qué?

Zoe mantuvo los ojos clavados en los tallos de las blancas y delicadas flores.

– No lo sé -contestó ella-. Quizá le quieras contar cómo te ha ido la velada.

– Oh, claro. -Yeager se rio entre dientes, claramente divertido-. Y después tendré que escribir todos los detalles en mi diario.

Zoe hizo una mueca. De nuevo le había desbaratado los planes. La cuestión era que sencillamente no podía concentrarse en nada mientras él estuviera en la misma habitación; la verdad era que no podía concentrarse en nada estuviera él donde estuviera. Zoe se frotó las manos contra las caderas del vestido. ¿Cuál de aquellas mujeres interpretaría el papel protagonista de sus sueños esa noche?

– ¿Estás seguro de que no necesitas tomar un poco de aire fresco? -le dijo Zoe desesperadamente antes de que la lengua la traicionara y empezara a preguntarle otras cosas.

– Me estoy recuperando perfectamente aquí, muchas gracias.

Ella frunció el entrecejo volviéndose hacia él.

– ¿Es que te encuentras mal?

– Me encuentro perfectamente. Me refería a todo el encanto femenino al que me has expuesto esta noche -contestó él sonriendo.

También les había sonreído del mismo modo a las otras tres.

¡Oh, al demonio con eso!, pensó Zoe cruzando los brazos sobre el pecho.

– ¿Cuál? -le preguntó de pronto-. ¿Cuál de ellas?

Yeager alzó la cabeza en dirección hacia donde estaba ella. En ese momento él tenía una galleta en cada mano: una de chocolate y otra de uvas pasas. Tragó saliva y a continuación preguntó:

– ¿Cuál?

Zoe se odió a sí misma por verse obligada a preguntar.

– Sí -dijo ella-. ¿Cuál de ellas?

Yeager alzó las cejas por encima de la montura de sus gafas negras.

– ¿Cuál de las galletas? Me gustan todas…

Ella le interrumpió impaciente:

– Cuál de las galletas, sí, ya me entiendes: Susan, Elisabeth o Desirée.

Yeager apretó los labios con fuerza y luego chasqueó la lengua.

– ¿«Galletas», Zoe? ¿Eso no es violar los principios de hermandad femenina o algo por el estilo?

Tenía que haber imaginado que él se burlaría de su pregunta. Sin molestarse en replicar, le dio la espalda mientras colocaba la última silla plegable en el recibidor, para que la asistenta a tiempo parcial que la ayudaba en la casa las recogiera por la mañana. Violar un principio de hermandad, ¡ja! Sus sentimientos hacia aquellas tres mujeres no eran en ese momento precisamente de hermandad, pero no tenía ganas de detenerse a examinar el porqué.

La única cosa sensata que podía hacer en aquel momento era dedicarse de nuevo a la limpieza. Si él no se decidía a abandonar la sala de estar, lo haría ella. Con prisas y sin hacer caso a Yeager, acabó de llevar a cabo la limpieza diaria. Lo único que quedaba por recoger era el plato de galletas que poco antes le había dado a Yeager.

Lo agarró del cojín que había sobre la butaca de al lado de la de Yeager, donde él lo había dejado.

– Ya he acabado -dijo ella-. Ahora me voy arriba.

Aunque por supuesto se iba arriba con la curiosidad todavía no satisfecha. Sabía que iba a tardar horas en dormirse dándole vueltas a la cabeza al asunto de Su-san, Elisabeth y Desirée, pero que ardiera en el infierno si se le ocurría preguntar de nuevo.

– Buenas noches -dijo Zoe con firmeza.

El sonido de la puerta de la calle al abrirse le anunció que había vuelto Lyssa.

Yeager giró la cabeza al oír la puerta y luego miró hacia arriba.

– ¿No piensas acompañar a este muchacho a casa? -Había algo en la expresión de su rostro, un hoyuelo que se marcaba sobre la cicatriz de su mejilla, que le indicaba que todavía se estaba divirtiendo con algo.

Con ella. Zoe frunció el entrecejo.

– No, no voy a acompañarte a casa. -Afuera haría frío y habría luna llena, y él debería haber dado aquel romántico paseo con Susan, con Elisabeth o con Desirée. Una pequeña y desagradable punzada de curiosidad la pinchó de nuevo-. ¿Por qué debería hacer tal cosa?

El hoyuelo que había aparecido en su mejilla se hizo aún más profundo.

– ¿Porque no podría encontrar el camino solo en la oscuridad?

Zoe se quedó con la boca abierta. Seguro que se le había puesto cara de tonta. Yeager encontraba aquel camino de ida y vuelta en la oscuridad cada día.

– No… -empezó a hablar, pero se interrumpió.

Yeager no era en absoluto estúpido. Quería quedarse a solas con ella por alguna razón -ahora que Lyssa había vuelto a casa-, si sus suposiciones eran correctas.

– ¿Por favor? -añadió él.

De alguna manera, el esbozo de una sonrisa de Yeager recorrió los pocos pasos que los separaban y ella empezó a sentir un suave y agradable cosquilleo a la altura de la cintura. Miró hacia abajo, hacia Yeager, y se maravilló del reflejo dorado de su cabello, la fuerte columna de su cuello y la pronunciada extensión de sus hombros.

Zoe tragó saliva a la vez que tiraba del cuello de su camiseta, que de repente sintió que le apretaba demasiado. Seguro que se trataba de nuevo de la curiosidad, se dijo a sí misma sin demasiado convencimiento. Si lo acompañaba a casa, puede que la brisa fresca de la noche se llevara todas aquellas incómodas sensaciones.

– De acuerdo -farfulló ella-. Vamos.

Uno al lado del otro, caminaron lentamente por el sendero que llevaba al apartamento de Yeager. El aire era frío y Zoe enterró las manos en los bolsillos de su tejano y encorvó los hombros para mantenerse caliente. Yeager parecía haber olvidado que ella estaba a su lado.

Cuando estaban a medio camino de su apartamento, él carraspeó y luego dijo:

– Zoe, respecto a esta noche… -Su voz se apagó poco a poco.

A Zoe le sorprendió ver a Yeager dudando. No le había parecido en absoluto el tipo de persona que duda ante algo. Pero la frase «respecto a esta noche» había quedado colgada en el aire sin ningún peso que la pudiera hacer caer, y Zoe arrugó el entrecejo. ¿Qué era lo que le preocupaba para sacarlo ahora a colación?

La respuesta le golpeó la cara con la frialdad de una ola. Se trataba de aquellas mujeres, por supuesto. Después de todo el silencio anterior, ahora quería hablar de Susan, o de Elisabeth, o de Desirée. Pero seguramente se trataba de Desirée. La sexy Desirée, con aquellas largas uñas que se habían sentido como en casa encima de la rodilla de Yeager. Pero ¿qué quería él de Zoe? ¿Que le diera su número de teléfono?

Y luego la golpeó otra oleada de comprensión. Ciego como estaba, posiblemente quería tener su número de teléfono. Pero seguramente de nada habría servido que le hubiera pedido a ella que se lo escribiera o haberles pedido a Susan, a Elisabeth o a Desirée que se lo leyeran. Sintió un escalofrío incómodo que le recorría la columna vertebral. ¿Y si lo que le quería pedir era que le marcara el número de teléfono)

Zoe dio un traspié. Para mantener el equilibrio, alargó un brazo y golpeó con él a Yeager sin querer. Este la agarró con su fuerte mano y cerró su dedos recios alrededor del antebrazo de ella para sostenerla.

El calor de la palma de la mano de Yeager traspasó la piel de su brazo, y la mujer que llevaba dentro -aquella que había despertado cual Bella Durmiente en el momento en que lo vio- se puso otra vez completamente en guardia sin siquiera tener que desperezarse o bostezar.

Pero él no le soltó el brazo.

El dulce y hechizante aroma de jazmín de la radiante noche los rodeaba. Una ligera brisa formaba olas en el cabello de Zoe y acariciaba la carne ardiente de sus mejillas, pero ella apenas si podía sentirla. Zoe se quedó mirando a Yeager y vio el reflejo de la luz de la luna en los cristales oscuros de sus gafas de sol.

El silencio se hizo más denso entre los dos y Zoe pensó que acaso debería decir algo, lo que fuera, para romper aquel momento de hechizo.

– Hoy hay luna llena -dijo ella susurrando las primeras palabras que le pasaron por la cabeza.

Puede que aquella enorme luna fuera la explicación del agobiante calor que sentía en la piel y del errático martilleo de su corazón golpeando contra las costillas.

Las manos de él se apretaron aún más alrededor de su brazo. Al cabo de un momento, Yeager alzó la cabeza hacia el cielo y por un segundo pareció que había olvidado de nuevo que ella estaba a su lado. Pero luego se puso a hablar otra vez:

– Descríbemela -dijo Yeager con una voz calmada pero tensa.

– ¿La luna? -preguntó Zoe tragando saliva.

– Todo. La noche. Los árboles. Pero sí, descríbeme también la luna. ¿Hay nubes? ¿Han salido ya las estrellas? -Su mano se apretaba de nuevo alrededor del brazo de ella urgiéndola a contestar-. Háblame de cómo es el cielo.

Había algo en el timbre de su voz que Zoe no había denotado hasta entonces. Acaso tristeza. O nostalgia.

El astronauta ciego quería que le hablaran del cielo. A ella se le detuvo el corazón por un momento y luego tuvo que volver a tragar saliva. Forzando a sus ojos a desviarse de la cara de él, Zoe miró hacia arriba tratando de recordar desesperadamente dónde estaba cada constelación. ¿Aquello era el fajín de Casiopea o el cinturón de Orion? ¿La estrella polar estaba en la Osa mayor o en la Osa menor?

– Yo soy una mujer pegada a la tierra -le confesó finalmente ella-. Soy más consciente de la isla que hay bajo mis pies que de lo que está por encima de mi cabeza.

Yeager sacudió su delgado brazo. No de mala manera, sino con impaciencia, como si realmente necesitara que ella hiciera aquello por él.

– Cuéntame, Zoe.

Ella tomó una profunda bocanada de aire.

– Puedo ver la luna y un montón de estrellas. Muchísimas más de las que puede ver la gente en el continente. Lo recuerdo de cuando fui a la universidad en Los Ángeles. La abundancia de luces de la ciudad no te deja ver el cielo.

Él asintió con la cabeza y volvió a apretarle el brazo.

Zoe trató de ignorar otra oleada de calor que le llegaba desde el lugar donde aquella mano la tenía sujeta, y que ascendía recorriéndole todo el brazo. Y lo que era todavía más raro, había empezado a temblar, a pesar de que ya no sentía frío en absoluto.

– El cielo. ¿De qué color es el cielo? -preguntó Yeager.

– No es negro. Al menos todavía. -Zoe intentaba encontrar las palabras para describir aquello que estaba más allá de la simple vista-. Es profundo, de un azul intenso. La luna es blanca y está enorme, pero parece tan delgada como los pirulíes que comprábamos de pequeños en el quiosco.

Volviendo la cara hacia Yeager, ella sonrió ligeramente.

– Con los ojos cerrados habría dicho que la luna está flotando en la superficie del cielo en lugar de estar suspendida de él.

Yeager no contestó y ella volvió a mirar una vez más hacia arriba.

– Y las estrellas… -Zoe se había quedado sin inspiración y se encogió de hombros- centellean. -Como él seguía sin decir nada, ella, sintiéndose incómoda, cambió ligeramente de posición-. Bueno, creo que tú las puedes describir mucho mejor que yo.

Zoe tiró del brazo que él tenía agarrado.

Pero Yeager no abrió la mano para soltarla.

– En el espacio, las estrellas no centellean -dijo él.

Ella se lo quedó mirando fijamente. La luz de la luna y su menor estatura le dejaban ver que Yeager tenía los ojos cerrados detrás de sus gafas de sol.

– ¿Es eso cierto? -preguntó Zoe.

– Lo que hace que parezca que las estrellas centellean es la atmósfera de la tierra.

– Y desde el espacio ¿cómo son?

– Son claras y brillantes, aunque siguen estando todavía muy lejos de nuestro sistema solar. No es que te parezca que puedes acercarte a una de ellas para hacer una visita ni nada por el estilo.

Zoe tomó aliento llenándose los pulmones con el aire de la isla, que olía a jazmín y agua salada.

– Tú has estado ahí afuera -dijo ella haciendo un gesto con la mano que tenía libre-, ¿no es así?

– En varias misiones del transbordador espacial.

También ella había pasado varios años ahí afuera, en el continente. Zoe suspiró. Es verdad, él era Apolo, con cada uno de los dos pies apoyados en un cohete y la cabeza en las estrellas.

– ¿Y cómo es la Tierra vista desde allí arriba?

– En el transbordador espacial nunca estás lo suficientemente lejos como para verla toda entera. Sin embargo… -en su voz había un tono de exaltación-. Sin embargo, no deja de ser una visión impresionante. Océanos de un color azul brillante y desiertos rojos sobre el fondo de la oscuridad del cielo. Es como echar un vistazo a un reluciente mapa topográfico. También se ven las ciudades más grandes y algunos aeropuertos, y carreteras y puentes.

Zoe arrastró sus zapatillas de goma por aquel camino, que había sido abierto por las manos de su abuelo.

– Pero no Abrigo. Desde allá no habrías podido ver nunca la isla.

Yeager negó con la cabeza.

– Posiblemente no. Pero ¿qué significa eso a cambio de la compensación? Cada veinticuatro horas llegas a ver sesenta amaneceres y sesenta puestas de sol. Y desde la luna… -su voz se hizo tan suave que casi era un murmullo-. Bueno, quitémosle importancia al asunto y digamos solo que la visión de la tierra desde la luna debe de ser impresionante.

La luz de la luna parecía fría. Y el propio satélite parecía estar observándolos a los dos con no muy buenos ojos. Zoe tragó otra vez saliva.

– Yeager… -empezó a decir ella sin tener ni idea de lo que estaba intentando contarle.

Pero entonces Yeager se estremeció y la soltó del brazo, como si acabara de librarse de un hechizo hipnótico. Carraspeó y a continuación dijo:

– Aunque esa no es la razón por la que te he pedido que me acompañaras.

Ella tuvo que recuperar el equilibrio ahora que Yeager ya no la sujetaba del brazo.

– ¿O sea que tenías algo planeado?

– Por supuesto que tenía algo planeado. Yo siempre tengo un plan.

De repente el tono de voz de Yeager y su humor se habían hecho más radiantes, y Zoe se relajó -riéndose entre dientes- mientras echaban de nuevo a andar.

– De acuerdo, de acuerdo, me parece que he picado.

Ni siquiera su «Quiero que me prometas algo» la preocupó lo más mínimo.

Zoe se puso a reír de nuevo.

– Estoy dispuesta a tener en cuenta tu petición. ¿De qué se trata? ¿Quieres que te haga tu postre favorito? ¿Necesitas un juego extra de toallas?

– Se trata de esas mujeres.

Ahora Zoe se rio a carcajadas. ¡Oh, claro! Por supuesto que se trataba de aquellas mujeres. Todo aquel viaje por el espacio solo había sido para despistar.

– De acuerdo, dime.

Números de teléfono, los tenía. Y sabía el tipo de flores que prefería cada una. También sabía el tipo de comida que preferían. Bueno, no en el caso de Desirée, ya que no le había quedado del todo claro si simplemente odiaba la comida o si se alimentaba chupando la sangre de los hombres con los que salía.

– Esto no va a salir bien.

Ya habían llegado hasta el pequeño porche de entrada del apartamento de Yeager.

– ¿Qué quieres decir?

Ella oyó cómo salía de su garganta la chirriante pregunta. Pero se le hacía difícil pensar cuando sentía que el estómago se le encogía y cuando estaban tan cerca el uno del otro, en la intimidad de las sombras.

– Zoe. -Yeager apoyó uno de los hombros en la puerta de entrada. Luego alargó una mano y volvió a agarrada del brazo acercándola hacia él-. No me gusta ninguna de esas mujeres.

El pulgar de Yeager se deslizó por debajo de la corta manga de la blusa de ella, dibujando pequeños círculos sobre su piel. Unos escalofríos salvajes empezaron a recorrer la espalda de Zoe.

– ¿Qué… qué quieres decir? -preguntó ella sin aliento.

– Lo que he dicho. -Yeager colocó la otra mano sobre el hombro de ella y la atrajo hacia su ancho y fuerte pecho-. No me interesa ninguna de esas mujeres. -Luego se calló y a continuación trazó un nuevo círculo con el pulgar sobre la piel del brazo de ella-. Tú ya sabes qué es lo que yo deseo.

¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Zoe apartó de él la mirada. Desde lo alto la luna se quedó mirándola con un inquebrantable ojo crítico.

Lo que Yeager quería era explorar el universo. Ella era una mujer que no quería otra cosa más que quedarse en su isla. Ellos dos estaban a miles de planetas y galaxias de distancia.

Zoe se humedeció los labios.

– Ninguna de esas mujeres, ¿eh? -dijo ella intentando detener de alguna manera lo que fuera que estaba a punto de pasar allí. Incluso intentó sonreír con guasa mientras añadía-: Después de todo, la primera impresión que me diste no era del todo equivocada, ¿no es así?

Yeager no le devolvió la sonrisa. En lugar de eso, le sacudió cariñosamente la cabeza como si ella estuviera loca de remate.

– Zoe. Cariño.

¡Oh, cielos, aquel hombre no parecía dispuesto a detenerse ante nada!

Por supuesto que ella podría haberse apartado de él, aunque sus fuertes manos aún la tenían agarrada. Pero su pecho estaba muy cerca. Y hasta parecía que la luna había dejado de hacer su papel de juez intransigente, para convertirse en un foco romántico que iluminaba algo que a ella cada vez la excitaba más; y cada vez le daba más miedo.

Yeager agachó la cabeza hacia ella y Zoe apretó los ojos, cerrándolos con fuerza, como si fuera una niña que piensa que si no ve la aguja que se acerca tampoco sentirá el pinchazo.

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