Capítulo 1

Alguien estaba respirando sobre el brazo derecho de Yeager Gates. Las exhalaciones -con aroma de pirulí de fresa- le abanicaban el brazo al mismo compás que el oleaje, que hacía mecerse el barco que cruzaba renqueante el océano Pacífico en dirección a la isla Abrigo. Sentado en un pasillo lateral -y atrapado entre su amigo Deke Nielsen y Suspiros- Yeager trató de calmar su irritación cerrando los ojos tras su gafas de sol y haciendo ver que estaba dormido.

Con cada sacudida del barco sobre las olas, un viento frío que se colaba por una ventana abierta le golpeaba una mejilla. Podía oír el susurro de las conversaciones de los otros pocos pasajeros, notar el zumbido de los motores del buque bajo las suelas de sus zapatillas de deporte y oler el penetrante aroma de agua salada, al igual que el de cada ráfaga de aliento de Suspiros.

Desde la hilera de asientos de delante, una mujer empezó a hablar entusiasmada:

– ¡Ahí está! ¡Me parece que he visto la isla!

La respiración sobre su brazo cesó y luego oyó una serie de pequeños pasitos que se alejaban; con ellos se alejó también la sensación de estar siendo observado. Aliviado, Yeager se caló la gorra sobre la cara y se hundió contra el acolchado asiento estirando las piernas hacia delante.

Soltó un largo suspiro. La única razón que tenía para escapar de la comunidad espacial de Houston era evitar las miradas entrometidas, incluso las infantiles. Verse rodeado por los médicos del hospital, quienes le habían recomendado que se retirase e hiciera reposo, fue el primer síntoma de que se avecinaban problemas. Pero no valía la pena llevarles la contraria. Él solo quería marcharse de allí para poder concentrarse en su curación e intentar encarrilar de nuevo su vida.

La mujer que estaba sentada enfrente se puso a hablar de nuevo.

– Ahí está la isla. Elevándose entre la niebla. ¿La ves? Verdes acantilados, playas de arena, palmeras. -Su voz se convirtió en un susurro-. Parece… encantada.

Otras voces se elevaron en la cabina del barco con un tono de admiración que no podía pasarle inadvertido, y Yeager sintió un escalofrío de desasosiego que le recorría la columna vertebral. Cuando Deke le propuso que lo acompañara en aquel viaje, solo le había comentado que Abrigo era la isla que estaba más al sur de las del canal de la costa de California; y había añadido que era el lugar perfecto para esconderse. Pero no le había dicho nada que pudiera justificar la impaciente expectación de los demás pasajeros.

No le había dicho nada sobre una isla encantada.

Yeager volvió la cara hacia su amigo frunciendo el entrecejo:

– Me habías prometido anonimato, Deke. Y «encantada» no me parece que suene precisamente a anonimato.

Notó cómo su acompañante se encogía de hombros.

– Tranquilo. No es más que un espejismo. Ocurre siempre en las mañanas con niebla. Parece que la isla surja de repente de entre las brumas del horizonte.

La mujer que estaba enfrente de ellos seguía exclamando entusiasmada:

– Hace un momento no había nada más que niebla y de repente… ha aparecido; así, sin más.

Otra voz se le unió.

– Es la tercera vez que vengo y todavía me sigue sorprendiendo. Es una mole exuberante y verde que se recorta contra el azul profundo del océano. Está a solo dos horas de barco del continente y parece que uno estuviera llegando a otro mundo.

Deke le dio un codazo a Yeager.

– ¿Lo ves? Exactamente lo que querías, ¿no es así? Tomarte un descanso de la realidad.

Un descanso de la realidad. Por supuesto que lo necesitaba, pensó Yeager ajustándose las gafas de sol más firmemente en el puente de la nariz. Un descanso para volver a tomar las riendas de su vida. Un descanso para entender por qué, mientras que el año pasado había estado metido en un tanque de combustible de cincuenta pisos cuando lo lanzaban al espacio sin inmutarse, ahora no era capaz de pensar en el día de mañana sin que le temblaran las manos.

Aspiró una bocanada de aire marino mientras en su interior, en lo más profundo de su vientre, sentía que una desesperada e innombrable emoción lo recorría. No quería ni pensar que su vida pudiera no volver a ser la misma; que seguramente no volvería a ser la misma.

– ¿Estás bien? -le preguntó Deke.

– ¿Por qué no iba a estarlo?

La voz de Deke tenía un tono de duda:

– ¿Estás seguro?

Bueno, tampoco era tan difícil que intentara sonreír.

– Sí, estoy perfectamente.

– Entonces déjame que te explique qué es lo que nos espera. El barco nos dejará en el puerto que está en el pueblo de Haven. Las casas, y los apartamentos donde nos vamos a alojar, están en su mayoría en las colinas que rodean el pueblo.

La pierna derecha de Yeager se encogió de golpe con un calambre. Pueblo. Casas.

– Eso suena a que debe de haber mucha gente, Deke -se quejó Yeager.

Más miradas curiosas. Puede que algunas incluso compasivas.

– Te dije que era un lugar aislado, no desierto -se defendió Deke-. Por supuesto que hay gente que vive aquí. Por supuesto que vienen turistas. Pero la mayoría de los turistas van a isla Catalina. Abrigo solo es conocida porque…

Desde detrás de ellos la voz cantarína de un niño les soltó:

– ¿Es mágica?

Obviamente tan poco acostumbrado a los niños como Yeager, Deke apenas si fue capaz de gruñir una sobresaltada réplica.

Mientras intentaba aliviar el calambre masajeándose el rígido músculo del muslo, la inocente pregunta del niño hizo que parte de la crispación de Yeager se atenuara. Mágica, pensó medio divertido por aquella idea. Encantada. Bien, acaso podía intentar convencer a aquella isla mágica para que deshiciera el diabólico hechizo que había caído sobre él.

– ¡Por Dios, mágica! -murmuró Deke para sus adentros con tono de disgusto-. ¿Te parezco el tipo de persona que cree en la magia? ¿Qué se supone que debería decirte?

– Se supone que deberías decir que no te has equivocado de isla -replicó Yeager.

¡Una isla! Su buen humor se evaporó a la vez que volvía a sentir la tensión que le agarrotaba la pierna. Una pequeña roca rodeada de océano. Mierda. Estar allí solo -junto con todo lo demás- seguramente haría que llegara a sentir claustrofobia.

– Me dijiste que no habías vuelto a poner el pie en esta isla desde hace veinte años.

– Créeme -le contestó Deke-, veinte años en Abrigo pueden ser lo mismo que veinte minutos. Pocas cosas habrán cambiado.

Yeager se dio cuenta de repente de que tampoco habían cambiado demasiadas cosas en el barco.

Suspiros había vuelto. Un aliento que olía a fresas pegajosas golpeó rítmicamente contra la manga de la camiseta de Yeager.

Él se hizo de nuevo el dormido.

Pero Suspiros se acercó más a él, a pesar de que Yeager hizo como si no hubiera notado su presencia.

– Te conozco -dijo la pegajosa voz de Suspiros.

La piel nueva de la mejilla de Yeager se contrajo. ¿Le conocía?

– No lo creo.

A menos que el chico creyera que acababa de encontrarse con Frankenstein o algún otro espantoso personaje, de torneados músculos y una nueva cicatriz en la cara, vuelto a la vida.

– Te he visto en Barrio Sésamo.

Yeager sintió que se le revolvían las tripas, pero no movió ni un solo dedo. ¿Era posible que aquel niño lo hubiera reconocido realmente? Sí, seis meses antes, cuando su vida todavía se movía en la dirección correcta, le había estado explicando a la gallina Caponata que el Hombre de la Luna no era nada más que una broma y que la luna no era más que una piedra cubierta de polvo y no un queso verde.

Suspiros se le acercó aún más, pegando su aliento de fresa contra la mejilla de Yeager. Le colocó en las manos un trozo de papel y un lápiz. Yeager los agarró con un gesto brusco.

Aquello ya era demasiado para alguien que pretendía hacerse el dormido.

– ¡Fírmame un autógrafo, hombre de las estrellas! -le pidió Suspiros.

Hombre de las estrellas. Yeager pensó en negarlo. Incluso tomó aliento preparándose para responder.

Pero desde el día en que nació, desde el día en que el piloto de las fuerzas aéreas que acababa de quedarse viudo -su padre- escribió «Yeager» -por el piloto de pruebas Chuck Yeager- en su partida de nacimiento, él había venido al mundo para volar. Aunque su padre y él formaban más una pareja de escuadrilla de aviación que una familia, aquella vida nómada de piloto de las fuerzas aéreas le había ofrecido tantas satisfacciones como después la palanca de mandos de un avión. La única vez que se había enfrentado realmente a su padre fue cuando Yeager decidió hacerse piloto de caza de la Armada en lugar de piloto de las Fuerzas Aéreas.

Piloto de caza. Eso era Yeager. Un hombre que no necesitaba nada más que un lugar en el que dormir y un programa de entrenamientos que incluyera muchas horas en el aire. Un piloto, un astronauta.

De acuerdo, un hombre de las estrellas. Pero Yeager meneó la cabeza. Después de todo, no le debía nada a un mocoso entrometido con aliento de pirulí de fresa.

El barco dio una sacudida y Suspiros trató de mantenerse en equilibrio apoyando una mano sobre el brazo de Yeager.

– Cantaste una canción. Me gustó mucho.

Yeager gruñó dejando que la amargura que sentía saliera a relucir. ¡La de cosas que había llegado a hacer por su país! No entendía cómo los tipos del Barrio Sésamo le habían convencido para que uniera su horrorosa voz de barítono a la de aquel desgarbado pájaro amarillo para formar un dúo. No había podido sacarse la letra de aquella canción de la cabeza durante semanas. Decía algo sobre que todos los seres y todos los pájaros necesitan un lugar en el que descansar.

– Odio aquella canción -murmuró Yeager.

– ¿Qué?

Yeager abrió la boca para repetir la respuesta, esta vez en voz alta. Pero entonces se imaginó a Suspiros de pie, a su lado. Se lo imaginó con el sombrero y la cabeza llena de plumas de la gallina Caponata. Y con los grandes ojos Elmo y aquella nariz redonda estremeciéndose de emoción. Y pensó en el montón de niños de Barrio Sésamo que con estrellas y lunas en los ojos lo habían estado mirando.

Tocado.

Con un gesto de resignación, colocó el papel sobre su muslo dolorido.

A su lado, Deke le dijo riéndose de él:

– He estado oyendo rumores desde el día del accidente. Algunas mujeres decepcionadas han empezado a asegurar que has pasado de ser un play boy a convertirte en un boy scout. Pero hasta ahora no las había creído.

Yeager pasó por alto aquel comentario, especialmente la indirecta acerca de las mujeres decepcionadas y de haberse convertido en boy scout. Ya se enfrentaría con ese problema más tarde. Con dedos renuentes empezó a garabatear su nombre en el papel.

Pero solo su nombre de pila. Aunque Suspiros se lo enseñara a papá o a mamá, ¿qué podría significar para ellos «Yeager»?

No tenía sentido pensar que podrían relacionarlo con Yeager Gates. Con el Yeager Gates que tiempo atrás había explprado el universo, pero que ahora apenas si podía cruzar la calle sin ayuda.

Y mucho menos un «Yeager» escrito en un trozo de papel, a lápiz, por un tipo que buscaba aislarse, que tenía una herida reciente en la cabeza y una cicatriz en la cara, y que hasta hacía muy poco había estado completamente ciego.


Como en el cuento de Camelot en el que el rey Arturo decreta que haga un tiempo idílico, la niebla no se atrevía a rozar los límites de la isla de Abrigo. Zoe Cash se sonrió ante aquella rocambolesca idea y acto seguido se encontró a sí misma saliendo de la cocina hacia la mañana ahora luminosa.

Aquella luz siempre la dejaba embelesada. Especialmente los diferentes tonos de su isla: el frío brillo de la luna, las abrasadoras llamas de una hoguera en la playa, los destellos de la luz de la mañana atrapada en las últimas gotas de rocío sobre la hierba del jardín.

Aunque tenía montones de cosas que hacer aquel día, dejó a un lado su lista mental de quehaceres para abandonarse en una ensoñadora satisfacción, mientras avanzaba por el camino que separaba su casa, Haven House, de los apartamentos en los que se alojaban los turistas del bed-and-breakfast que regentaban ella y su hermana Lyssa. Se detuvo para sentarse bajo un pequeño murete de piedra, delante del jardín escalonado que se extendía por la ladera de la colina. Estiró las piernas desnudas bajo la luz del sol y respiró profundamente aspirando la mezcla de aromas que impregnaba el aire.

Hum. Era un aroma cálido y saludable. Ociosamente tomó varias hojas de una mata cercana y las estrujó entre los dedos. Olía a romero. Luego, incorporándose un poco, estiró el brazo hacia una planta de aloe. Su hermana, que a veces tenía unas ideas encantadoramente new age, insistía en que Zoe se frotara cada día los antebrazos con la savia que exudaba aquella planta. Pero al ver su herida, Zoe volvió a bajar el brazo. ¡Aquella herida estaba ya casi curada!

Se echó hacia atrás tumbándose sobre la tierra cálida. Aquella rápida curación no le pareció en absoluto sorprendente. Sonriendo, cerró los párpados lentamente. Aquella isla era un lugar sanador. Y siempre había cuidado de ella y de Lyssa.

Dong, dong, dong. Las campanas de la iglesia metodista de Abrigo, que sonaban cada hora desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde, sacaron a Zoe de su sopor.

Dong, dong, dong. Entreabrió ligeramente los ojos. Enseguida tendría que empezar a ponerse en marcha. Tenía que asistir a una reunión y aquel día iban a llegar nuevos huéspedes. Dong, dong, dong. Solo faltaba una hora para…

Dong.

¡Una hora no! Ahora.

Regañándose por haber perdido la noción del tiempo, Zoe se puso de pie de un salto, corrió hacia la casa y cruzando a toda prisa la cocina se dirigió hacia el vestíbulo de la parte de atrás. Dobló a la derecha y luego subió a la carrera las escaleras de Haven House, hasta llegar a la terraza, rodeada por una blanca barandilla, desde la que se divisaba toda la bahía de Haven y el puerto de la isla de Abrigo. Se dejó caer sobre una silla de mimbre cubierta de cojines, se golpeó la frente con la palma de la mano y se volvió bruscamente.

– Los prismáticos -susurró.

Volvió a bajar los escalones de madera de color miel, pasó de largo los dormitorios de la segunda planta donde se alojaban ella y su hermana y descendió de nuevo a la primera planta. Cruzó por delante del embaldosado mostrador de la cocina con su ordenada hilera de botes de cerámica. Lo único que vio sobre la reluciente mesa del comedor fue un cuenco de madera rústica lleno de melocotones y ciruelas de Santa Rosa; y en la sala de estar, un jarrón de altos y fruncidos gladiolos amarillos, mullidos cojines de cretona y el olor a limón de la cera para abrillantar los muebles.

Pero los prismáticos no se veían por ninguna parte.

– ¡Lyssa! -gritó Zoe-. ¡Lyssa! ¿Has visto los prismáticos?

Lyssa, la hermana de Zoe, apareció al momento en el rellano de la escalera. Desde que era una niña, siempre había tenido aquella habilidad telepática de estar donde se quería que estuviera en el momento en que se la necesitaba allí. Con el pelo recogido bajo una toalla en forma de turbante y vestida con un fino albornoz de algodón blanco, se la veía animada y radiante. Era el vivo retrato de la salud.

Zoe no pudo evitar sonreír.

– Tienes un aspecto maravilloso -le dijo Zoe.

Lyssa no se molestó en contestar.

– ¿Qué estás buscando?

– Los prismáticos. -Zoe movió las cejas de manera inquisidora a lo Groucho Marx-. Supongo que nuestros nuevos huéspedes deben de venir en el Molly Rose, que llegará al puerto dentro de unos minutos.

– Entonces deberías presentarte allí en persona dentro de muy poco -le dijo Lyssa, siempre tan razonable.

– Yo no puedo ir. Me he comprometido a estar en la reunión del Festival del Gobio. Espero que puedas ir a recogerlos tú, ¿de acuerdo? -Zoe miró a su alrededor y se encaminó hacia el viejo armario que había en la entrada-. ¿Dónde demonios los habré puesto? Está misma mañana los he tenido en las manos.

– Sí, sin duda.

– ¿Qué? -dijo Zoe deteniéndose.

Lyssa se echó a reír mientras le tiraba de las solapas de la bata.

– Aquí están, Zoe.

Zoe parpadeó y después miró hacia abajo. Vaya, los pequeños prismáticos colgaban de la negra correa que llevaba al cuello.

– ¡Caramba! -Echó a correr de nuevo escaleras arriba rozando con la mano la reconfortante solidez del hombro de Lyssa mientras pasaba a su lado-. Gracias.

De vuelta en la terraza, Zoe enfocó los prismáticos hacia la bahía con forma de herradura. Desde Haven House, un lugar elevado en un extremo de la bahía, podía ver el Molly Rose avanzando lentamente entre una flotilla de barcos de recreo, mientras se dirigía hacia el muelle de pasajeros del pequeño puerto de Haven. Dejando escapar un leve suspiro, se sentó en una de las sillas de mimbre y colocó los pies desnudos sobre la barandilla calentada por el sol de principios de junio. Las flores de los geranios de color rosa se elevaban de sus macetas acariciando las plantas de sus pies.

Mientras el Molly Rose se preparaba para atracar en el muelle, Zoe se acercó los prismáticos a los ojos para echar un vistazo al pueblo de Haven. Por las colinas que se elevaban más allá de las calles a diferentes niveles del centro del pueblo se podían ver casas de diferentes estilos: villas mediterráneas, casas de campo inglesas y construcciones contemporáneas repletas de ventanas. En Crest Street -en él extremo opuesto de Haven House- parecía que los Dobey habían empezado a repintar su casa de campo, antes blanca y azul, llamada Cape Cod. Las puertas del garaje ya eran de color verde oscuro. Aunque el nuevo color hacía un hermoso contraste con las buganvillas que se extendían por el terraplén, Zoe habría preferido que la hubieran repintado de blanco y azul. Le gustaba que Haven siguiera siendo exactamente como era.

Enfocó los prismáticos descendiendo por las escalonadas laderas verdes que llegaban hasta el pueblo. Era sábado por la mañana, muy temprano, y había poco tráfico. Hacia el mediodía, los cochecitos de golf que funcionaban con motor de gas -los únicos trasportes para los turistas en la isla, aparte de las bicicletas y los taxis- empezarían a recorrer las comerciales calles del centro.

Zoe sonrió con satisfacción al ver las banderas de color azul, dorado y escarlata de Festival del Gobio que ondeaban ya sobre mástiles ricamente ornamentados a lo largo de avenida De la Playa, que recorría la orilla del mar. Herb Dawson, el presidente del comité de festejos, debía de haber hecho que las colgaran a primera hora de la mañana. Las banderas -de fondo azul marino por el océano Pacífico y con la silueta dorada y escarlata de un pez que recordaba la brillantes colas de los gobios de cola de fuego- se izaban cada año varias semanas antes de que tuviera lugar el festival. Anunciaban el regreso del talismán de la isla y su estancia allí hasta el equinoccio de otoño, momento en que aquellos peces abandonaban sus zonas de desove en la isla de Abrigo.

Algunos habitantes de Haven -incluso varios de los que estaban en el comité de festejos- habían empezado a hablar de no izar las banderas aquel año. Dado que los biólogos marinos dudaban de que los gobios fueran a hacer aquel año su anual visita a las playas de Abrigo, algunos -muchos, tenía que admitir Zoe- habían planteado la posibilidad de cancelar el festival. Pero la opinión de Zoe había prevalecido.

Los gobios regresarían. Tenían que regresar.

No era capaz de pensar qué pasaría si no era así. Porque nada debía cambiar en Abrigo.

Zoe volvió a enfocar los prismáticos hacia el barco y sonrió imaginando la primera impresión que tendrían de la isla los nuevos huéspedes que llegaban a bordo del Molly Rose. Cuando ella tenía diez años, había visto la isla desde aquel mismo lugar por primera vez, desde la cubierta superior de aquel barco. Inquieta por el nuevo cambio en su vida que eso suponía -una nueva cama, una nueva escuela, un nuevo manojo de nervios infantiles-, había hecho todo el viaje desde el continente forzando los ojos para intentar ver la isla de Abrigo.

Al principio, cuando vio aparecer en el horizonte una nube negra, le dio un vuelco el corazón y se clavó las uñas en las palmas de las manos, aterrorizada por lo que parecía ser un mal augurio. Pero luego aquella nube se fue disipando poco a poco y ante ella empezó a aparecer -haciéndose lentamente más claros y materializándose como por arte de magia- los verdes acantilados de Abrigo.

Era casi como si se hubiera hecho realidad allí por deseo suyo: un trozo firme de verdor en medio de la liquidez azul del océano. Y aquel día rezó, aunque no había ido nunca a la iglesia. Agarrándose al pasamanos de la barandilla del barco, rezó a un dios que tenía un rostro tan imperecedero e inalterable como el del monte Rushmore -el lugar que acabada de dejar para siempre guardado entre sus fragmentos de infantiles evocaciones mágicas.

– ¿Y bien? -Lyssa entró en la terraza luciendo ahora un vestido veraniego de punto de manga corta-, ¿Ya has echado un vistazo a nuestros nuevos huéspedes?

Zoe miró por encima de su hombro, entrecerrando los ojos, deslumbrada por el sol que brillaba sobre el rubio y ahora ya seco cabello de su hermana, que caía por encima de sus hombros. Zoe se tocó las puntas de su cabello, que parecía empeñado en no crecer.

La brisa hizo que a Lyssa se le pegara el vestido al cuerpo y Zoe dejó escapar un leve suspiro. Aunque estaba contenta de que su hermana hubiera recuperado todo el peso que había perdido, Zoe no podía todavía evitar sentir cierto resentimiento por el hecho de que ella aún siguiera siendo tan flaca como siempre. A pesar de que ambas tenían el mismo color rubio de pelo, las voluptuosas curvas y el impecable y lustroso cabello de Lyssa no tenían ni punto de comparación con su físico escuálido y su corto cabello rizado.

Pero aquel sentimiento era mezquino, y Zoe ya había aceptado aquellas diferencias hacía mucho tiempo.

– El barco todavía no ha llegado al muelle -le dijo a su hermana-. ¿Has visto mis gafas de sol?

Lyssa soltó un suspiro mientras le tocaba con la mano la cabeza.

– ¡Oh! -Zoe alzó la mano y deslizó las gafas de sol desde la cabeza hasta colocárselas sobre los ojos. Volvió a dirigir los prismáticos hacia el pequeño puerto de Haven y no pudo reprimir un leve respingo de excitación-. Dos hombres, Lyssa. Puedo hacer grandes cosas con dos hombres.

Su hermana suspiró.

– ¿Realmente crees que deberías entusiasmarte tanto, Zoe?

– Ya sabes que yo soy muy optimista. ¡Y los vamos a tener aquí durante varias semanas!

Lyssa se sentó en la silla que había al lado de la de Zoe. Un soplo de brisa hizo que el cabello se le elevara sobre los hombros.

– Ya sé que tienes una reputación que mantener, pero me estaba preguntando si…

– No lo digas -la interrumpió Zoe apartándose los prismáticos de la cara y mirando a su hermana con el ceño fruncido-. Tú siempre tienes sensaciones extrañas. Te das cuenta de cosas. Ves señales y portentos, como dices. De acuerdo, pues esta vez soy yo la que tiene un presentimiento.

Delgadas arrugas aparecieron entre las cejas de Lyssa.

– Zoe…

– La casamentera de la isla de Abrigo vuelve al ataque -insistió Zoe-. Incluso he elegido ya a las mujeres que les convienen a esos dos tipos. Susan y Elisabeth.

Lyssa refunfuñó:

– No hace ni dos meses que Susan se divorció…

– ¿Y qué tiene que ver una cosa con la otra?

– … del último tipo al que tú le presentaste.

Zoe se volvió para mirar de nuevo hacia la bahía.

– Estoy segura de que no me guarda rencor. Lyssa puso una mano sobre el antebrazo de su hermana.

– Por supuesto que no. Nadie te culpa a ti, de verdad. Lo que pasa es que tu labor de casamentera ha sido un poco…

– Venga, dilo. No he conseguido todavía ni un uno por ciento de éxitos.

– ¡Zoe! ¡Ninguna de las parejas a las que has presentado han durado ni un año casadas!

– Pero las llevé hasta el altar, ¿no es así?

Lyssa masculló algo.

– ¿Qué decías?

– Quizá no deberías interferir.

Zoe no estaba dispuesta ni a planteárselo.

– Viviendo en un pueblo pequeño y aislado, ¿qué otra cosa puede hacer la gente sino interferir? Yo quiero que la gente sea feliz. Susan y Elisabeth quieren ser felices. Ya les he dicho que esos dos hombres podrían ser perfectos para ellas.

Lyssa suspiró de nuevo.

– Quizá podrías empezar a dedicarte a ver culebrones en la televisión, como hace la gente normal.

Zoe le dirigió una sonrisa burlona.

– Yo no quiero ver culebrones, yo quiero crearlos.

Lyssa se quedó mirándola fijamente.

– Entonces busca una pareja para ti misma -respondió.

La sonrisa burlona de Zoe no se desvaneció de sus labios.

– Sí, claro.

Para empezar, ¿a quién podía encontrar que hiciera buena pareja con ella? Había crecido al lado de los pocos hombres elegibles de aquella isla y los consideraba prácticamente como hermanos. Y liarse con un visitante temporal… ¿para qué se iba a poner a tiro de que le rompieran el corazón? Amaba aquella isla y no tenía ninguna intención de abandonarla.

– De todos modos, no estábamos hablando de mí. Estábamos hablando de nuestros nuevos huéspedes, que están a punto de llegar.

Lyssa meneó la cabeza.

– ¿Cómo sabes siquiera que esos hombres están solteros?

Zoe chasqueó los dedos.

– El típico truco de: «¿Y sus esposas no les acompañarán?».

– Oh, Zoe.

– Oh, Lyssa. ¿A ti no te gusta ver a la gente feliz?

– Yo quiero verte feliz a ti -dijo Lyssa con vehemencia.

Sorprendida, Zoe se apartó otra vez los prismáticos de delante de los ojos. Se quedó mirando a su hermana de veintidós años, rubia, de ojos azules y con un aspecto saludable.

– Te tengo a ti para hacerme compañía. Y tengo esta hermosa isla en la que hemos crecido. Tenemos un negocio que funciona a la perfección. ¿Qué más podría desear?

En otro tiempo, aquello habría sido mucho más de lo que se hubiera atrevido a desear.

Lyssa estaba distraída observando un enorme pájaro de color negro azulado que se acababa de posar sobre la barandilla de la terraza, justo delante de ella.

– Un cuervo -dijo.

Lyssa tenía una especial predilección por las especies animales que habían sido seres sagrados para los indios de Norteamérica, que tiempo atrás habían habitado aquella isla. Para Zoe aquellos pájaros no eran más que animales de ojos pequeños y brillantes y que no significaban gran cosa.

Éste la estaba mirando fijamente, de una forma inquietante. Zoe intentó mantenerle la mirada, pero tuvo que apartar la vista enseguida. Lo habría ahuyentado de allí si Lyssa no hubiera sido tan amiga de aquellos bichos de patas largas y delgadas.

Un segundo pájaro pasó volando en círculos por encima de sus cabezas con algo brillante en el pico. Dejó caer el objeto que llevaba en el regazo de Lyssa justo antes de posarse al lado del otro. Zoe se quedó mirando la llave dorada que brillaba sobre el fondo de algodón del vestido de su hermana.

– Dos -dijo Lyssa-. Dos cuervos.

¡Dos! Aquella palabra hizo que Zoe recordara a sus presas. Volvió a colocarse los prismáticos delante de los ojos esperando que no fuera demasiado tarde. Quería echar un vistazo a los nuevos huéspedes de Haven House antes de irse a su reunión. De esa manera, mientras los miembros del comité de festejos se dedicaran a quejarse por los problemas de aparcamiento y los permisos para los desfiles, su subconsciente podría dedicarse a trabajar en la estrategia de casamentera, planteándose quién de los dos hombres podría convenir mejor a Susan y quién a Elisabeth.

Por supuesto, Lyssa tenía razón al decirle que no se dejara llevar demasiado lejos por sus ilusiones. Quizá no debería ser tan rígida respecto a qué mujeres hacer felices. Pero sabía que con aquellos dos hombres podría hacer felices a un par mujeres; de eso no había ninguna duda. Además, ella tenía una reputación que mantener.

Recordó rápidamente sus seis anteriores fracasos. Bueno, tenía una reputación que recuperar.

Había estado esperando que Lyssa acabara lanzándole el habitual discurso sobre su actividad de casamentera, porque para su hermana no había romance sin riesgo, pero esta vez -afortunadamente- parecía haber desistido. No hacía falta que lo discutieran una vez más. Habida cuenta su historia durante los últimos años, Zoe tenía que haber sido una idiota para ofrecer su corazón a nadie por voluntad propia. Hacer de casamentera era mucho más seguro.

El Molly Rose se acercó suavemente al muelle mientras el pecoso TerriJean, de la empresa de alquiler de coches Cartopia, corría hacia el barco, dispuesto a ofrecer un cochecito de golf como medio de transporte a los recién llegados.

¿Dónde estaban sus huéspedes? Un ligero gorgoteo de emoción animó el flujo sanguíneo de Zoe. La puerta de la cabina estaba abierta de par en par. Zoe intentó enfocar bien los prismáticos para aclarar la visión. Un hombre salió afuera.

Tendría unos cuarenta años, el cabello corto de color castaño, los hombros anchos y una mirada dura. Estupendo, pensó borrando una de las preocupaciones de su lista mental. Apuesto y perfectamente deseable.

Aquel hombre se echó a un lado para dejar salir de la cabina a una sombra que se vislumbraba tras él. Bueno -pensó Zoe-, ahora echemos un vistazo al otro. El corazón empezó a latirle un poco más deprisa.

Aquella sombra se convirtió en un hombre.

Un hombre alto, más joven que el primero, probablemente de unos treinta años. De repente, de manera inexplicable, Zoe notó que una sensación extraña hacía que se le secara la garganta. Acaso fueran las misteriosas gafas de sol que aquel otro hombre llevaba puestas. Puede que fuera porque, cuando se quedó parado en medio de la cubierta del barco, su postura altanera hizo que cruzara por la mente de Zoe la imagen de los piratas que habían enterrado sus botines en las playas de aquella isla doscientos años antes.

Y entonces un inquietante escalofrío empezó a recorrer todo su cuerpo. Se estremeció en su asiento sintiendo que la invadía una extraña ansiedad. Acaso ya era hora de que se marchara a su importante reunión.

Sin pararse siquiera a examinar su repentina e instintiva prisa -o la razón por la que no podía tragar saliva-, ordenó a sus manos que apartaran los prismáticos de delante de sus ojos.

Pero en ese momento aquel hombre se quitó la gorra. Y cuando alzó su angulosa cara hacia el cielo, como si lo hubiera echado de menos, sucedió algo extraño. Algo muy extraño.

Parecía que el sol lo envolvía.

Atrapada en los cristales oscuros de sus gafas, la luz del sol se deslizaba por su cara. A la vez, el reflejo del sol sobre el agua de la bahía recorría su cuerpo musculoso de piel bronceada para acabar enredándose en su despeinado y radiante cabello castaño dorado.

Zoe se quedó agarrada a los prismáticos, deslumbrada, como si en ello le fuera la vida.

No había otra manera de describirlo: aquel hombre brillaba.

Un pirata, un corsario, pensó.

Durante su primer año en la escuela elemental de Abrigo, Zoe había estudiado mitología griega. En el libro de texto había una ilustración de Apolo conduciendo su carro dorado a través del cielo. Eso era lo que le recordaba la visión de aquel hombre, el dios del sol rezumando luz y calor, y un innegable carisma. Un ser que controlaba una de las muchas fuerzas del universo.

Entonces aquel hombre cambió de postura; su cara se volvió directamente hacia Zoe y ella automáticamente enfocó su rostro con los prismáticos. ¡Caramba! Había algo en aquel llamativo rostro que en un principio ella no había podido ver: una cicatriz reciente que empezaba en la patilla de las gafas y le cruzaba la enjuta mejilla. De modo que, después de todo, aquel hombre deslumbrante no era tan perfecto como Apolo.

Es más, parecía como si hubiera sufrido una tremenda y brutal caída desde el cielo.

El aire le revolvía los cabellos. Y Zoe sintió que su corazón se estremecía.

Intentó apartar de sí aquella extraña sensación y salir de su ensoñación. Tanto si tenía una cicatriz como si no -y a pesar de que ella se hubiera sentido tan con-mocionada ante la visión de aquel hombre-, todavía se trataba de Susan y Elisabeth, se recordó firmemente. Afortunadas mujeres. Zoe estaba contenta de haber descubierto un buen plan para ellas. Se mordió el labio inferior pensando con rapidez.

El más viejo de los dos -el que se volvía de manera tan solícita hacia su amigo- para Susan. El más joven…

Zoe notó que el corazón se le aceleraba hasta el límite.

El más joven de los dos se acercó a su amigo. A su solícito amigo. Un amigo demasiado solícito que -por lo que ella podía observar- ahora agarraba la mano bronceada de su compañero mientras echaban a andar lentamente por la cubierta.

Los hombros de Zoe se hundieron y dejó caer los prismáticos desilusionada. Estos rebotaron contra sus casi inexistentes pechos como el incómodo peso de un lastre.

Oh, no. Pobre Susan. Pobre Elisabeth, pensó. Y pobre de mí.

Por un momento volvió a sentirse ilusionada. Puede que…

Dios, no.

Tenía que enfrentarse a eso. Aunque hubiera tenido seis «éxitos» a sus espaldas, aquello iba más allá de sus poderes como casamentera: Había tenido la clara impresión de que aquellos dos hombres solteros -que ella esperaba poder emparentar con Susan y Elisabeth-, los dos solteros que iban a dar un nuevo lustre a su reputación como alguien que puede hacer que el amor suceda, no estaban en absoluto interesados en las mujeres.


Cuando Zoe regresó de otra decepcionante reunión del comité del Festival del Gobio, no encontró a Lyssa por ninguna parte. Mientras estaba intentando decidir qué hacer sola, le llegó desde la calle el característico y familiar chirrido de los frenos de un coche. Consciente de lo que aquel sonido significaba, se apresuró a abrir la puerta de la calle.

– ¡Ahí te dejo eso, Zoe!

Gunther, con el cabello recogido en una cola -que sobresalía por debajo de un gorro blanco- y los pantalones del uniforme de cartero, subía las escaleras del porche blandiendo un puñado de cartas en la mano. La isla de Abrigo no tenía servicio de correo puerta a puerta, pero los lunes y los sábados a Gunther le gustaba vestirse con el uniforme de correos y hacer de cartero, evitando así a sus vecinos el inconveniente de acercarse hasta la estafeta de correos del pueblo para recoger sus cartas. Gunther le tendió un delgado fajo de sobres y un paquete. Zoe frunció el entrecejo sorprendida. No recordaba haber hecho recientemente ningún pedido por correo.

– ¿Para nosotras? -preguntó ella.

– Puede que sea para algún huésped -le confirmó Gunther dándose media vuelta rápidamente sobre el último escalón, con lo que Zoe casi tuvo que agarrar el paquete al vuelo.

– «Y. Gates» -leyó ella en el envoltorio de papel marrón del paquete.

Y. Gates. ¿El más viejo de los dos o el que… brillaba? Un ligero escalofrío recorrió su espalda. Apretó los labios y trató de ignorar aquel cosquilleo mientras daba las gracias a Gunther y se despedía de él, antes de llevar el paquete y el resto de la correspondencia hasta la oficina de recepción que tenían al lado de la cocina. Al entrar se dio cuenta de que las llaves de los apartamentos Albahaca y Ambrosía habían desaparecido de la taquilla. Obviamente, Lyssa había inscrito ya a los dos hombres.

Zoe se detuvo un instante. ¿Dos apartamentos para una pareja? Cuando le hicieron las reservas no se le ocurrió pensar en ello.

El bed-and-breakfast estaba formado por un edificio Victoriano de dos plantas -pintado totalmente de blanco y repleto de macetas de flores- y seis apartamentos de estilo similar, que se extendían por el camino de tierra que había detrás de la casa. Los dos apartamentos, Albahaca y Ambrosía, tenían un espacioso dormitorio con baño, una pequeña cocina y un patio vallado con vistas al mar.

Precisamente aquella misma mañana ella había inspeccionado los apartamentos que iba a asignar a aquellos dos hombres. Había colocado una mullida almohada aquí y una cesta de bienvenida llena de naranjas y galletas dulces recién hechas allí, mientras imaginaba cómo serían aquellos dos hombres libres y de qué manera los podría unir a dos de las mujeres solteras de la isla.

Las vacaciones eran una época de diversiones. La gente se relajaba y estaba abierta a nuevas experiencias; normalmente tenía más ganas de hacer cosas que se salieran de su vida habitual: no hacía falta más que una palabra y un codazo para encaminarlos hacia el romance.

A veces algunas personas llegaban a conectar con otros huéspedes y, ocasionalmente, con alguno de los habitantes de Abrigo. En cualquier caso, después de sus seis arreglos matrimoniales, Zoe se había ganado una buena reputación… que más tarde, al anunciarse los seis divorcios, había quedado bochornosamente en entredicho.

Por esa razón, y por poco razonable que pareciera, era difícil que una casamentera como ella se sintiera consternada por la indisponibilidad del señor Y. Gates y de su amigo.

Bien, Haven House se enorgullecía de su cordialidad y su buen servicio. Lo menos que podía hacer ella era entregar aquel paquete inmediatamente. E incluso podría mencionarles que no era necesario que pagaran por una segunda cama de matrimonio si les bastaba con una sola.

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