Capítulo 14

Tan cierto como que Dios hizo que las manzanas fueran verdes, también creó otro perfecto milagro: el cuerpo desnudo del hombre.

Zoe se sentó en el borde de la cama paseando la mirada por Yeager. Las mantas se habían caído de la cama y él estaba tumbado boca abajo despatarrado sobre la sábana, con la cabeza hundida en la almohada.

Poco antes de quedarse dormido se había quitado las gafas de sol. Por primera vez ella podría admirar realmente la completa belleza de su rostro: las prominentes mejillas, la afilada curva de su nariz, los limpios ángulos de su mandíbula y su barbilla. Al pensar de nuevo en la sensual curva de su boca, se pasó la lengua por el labio inferior recordando el sabor de sus besos.

Mientras apartaba la mirada de su rostro, se le puso la carne de gallina y empezó a hervirle la sangre. Sus hombros y sus brazos eran fuertes y musculosos. Nunca antes había observado de esa manera la belleza pura del cuerpo de un hombre. El largo y profundo valle de la columna vertebral cortaba en dos la anchura de su espalda y acababa en los rígidos y redondeados músculos de su trasero. Mordiéndose el labio, Zoe intentó apartar la mirada de aquella parte de su anatomía, pero no pudo evitar seguir admirándolo.

El aire salió de sus pulmones emitiendo un silbido. Recordaba cómo había acariciado aquellas curvas con sus manos mientras él se introducía en ella. Y lo maravillosa que era la sensación de estar llena de él y de llenarse las manos de él mientras lo convertía en su primer amante.

Un escalofrío recorrió sus brazos, y Zoe entrelazó las manos para evitar que estas se lanzaran sobre Yeager y lo empezaran a acariciar de nuevo. Sentía que su piel empezaba a hervir otra vez y que la efervescencia de deseo salvaje que emanaba de su cuerpo volvía a embriagarla. Pero no quería despertarlo.

Dormía como un hombre que por fin consigue descansar, y ni siquiera se había movido cuando ella se levantó de los treinta centímetros de colchón que él había dejado libres. Decidida a controlarse, cogió la camiseta que había quedado en el suelo y se la puso.

Era hora de que se marchara.

Se acabó de poner el resto de la ropa y luego agarró un puñado de ropa de cama del suelo para cubrir con ella a su Apolo durmiente. Él había resplandecido entre su brazos, dorado y caliente, y ella no podría olvidar jamás lo hermosa que la había hecho sentirse con la ternura de sus caricias y la dulzura de sus besos.

Pero ya era hora de que se marchara.

Se dirigió hacia la puerta echando una última ojeada hacia atrás, hacia la cama y al hombre que irrevocablemente acababa de cambiar su vida. Le había hecho conocer la pasión física entre un hombre y una mujer. Había sido mucho más de lo que ella hubiera imaginado: mucho menos consciente y mucho más impresionante. Quizá eso se debía a que siendo él ciego la liberaba de las preocupaciones por sus propias imperfecciones físicas.

O quizá se debía a que se trataba de Yeager.

Zoe intentó apartar aquella idea de su mente y se forzó a abandonar el apartamento. Se había metido en su cama con los ojos bien abiertos, sabiendo que su corazón estaba protegido por el hecho de que aquel hombre había entrado temporalmente en su vida. No iba a dejar que sus emociones la traicionaran ahora.

De hecho, estaba dispuesta a asegurarse de que así sería no volviendo a acostarse con él nunca más.

De vuelta en su casa, se dio una ducha rápida de agua fría para calmar su excitación. Se vistió de nuevo y se dirigió a la cocina para continuar su trabajo con las estrellas de papel de aluminio. Apretando los labios con determinación, se colocó las tijeras entre los dedos y empezó a recortar de nuevo las hojas de cartulina.

Para mantener su mente ocupada, se puso a tatarear mentalmente una de las piezas que tocaba la banda de música de la isla.

Para olvidar que hacía muy poco aquellas mismas manos se habían paseado por la piel desnuda y caliente de Yeager, y por sus fuertes músculos.

Para intentar no pensar en que, después de haber hecho el amor con él, Yeager había tomado su mano y había besado cada uno de sus dedos; y después la palma, y luego se la había cerrado para que ella pudiera seguir sintiendo -todavía ahora- un cosquilleo, como una marca dejada por él en la sensible piel de su mano.

Las tijeras cayeron con estrépito sobre la mesa.

– ¡Caray! -murmuró Zoe, y decidió dedicarse a envolver con papel de aluminio las estrellas que tenía recortadas antes de que se hiciera daño con las tijeras.

Podía verse a sí misma reflejada en las hojas de aluminio. Su reflejo era borroso, pero podía ver sus labios carnosos, más enrojecidos e hinchados de lo normal.

Más enrojecidos e hinchados por los besos de Yeager.

Enfadada consigo misma, dejó las estrellas y, agarrando un trapo del polvo y la cera para los muebles, se dirigió hacia la sala de estar. Recogió del respaldo de una silla una mantilla de ganchillo que había hecho su abuela y se la echó por los hombros saboreando su reconfortante seguridad.

Abrazándose a sí misma, se quedó de pie en el centro de la sala de estar, en el corazón de la casa que representaba para ella todo lo que le era familiar y seguro. Ella pertenecía a aquel lugar, ese era su refugio.

Más calmada, tomó aliento y empezó, su ritual de quitar el polvo, rociando los muebles con el líquido perfumado con olor a limón: la mesa, el aparador y por último la mesilla de café de pino. Ya no había más polvo que limpiar -Zoe ya había hecho aquello mismo a primera hora de la mañana-, pero la lenta tarea de quitar el polvo era tranquilizadora, casi hipnótica.

Cuando acabó de pasar el trapo del polvo por encima de la mesa de café, se echó hacia atrás y admiró la brillante y pulida superficie.

Y de nuevo se vio reflejada allí.

Yeager no le había prometido nada. De hecho, le había dejado bien claro que no había nada que prometer.

Pero ella era una mujer con la imaginación llena de promesas.

Y los ojos llenos de amor.

Se ajustó la mantilla de ganchillo a los hombros e intentó negar aquella evidencia. ¡No podía haberse enamorado de aquel hombre!

Pero así era.

Se había enamorado de él. De cada uno de los complejos, excéntricos, encantadores y seductores centímetros de su cuerpo y de su mente.

Oh, no.

Aquello iba a acabar por hacerle daño.

Zoe se dejó caer en el sofá suspirando. Esa era la verdad. Cuando Yeager se fuera de la isla, aquello iba a romperle el corazón.

Pero todavía no se había ido. Aún no.

Se le erizó el vello de la nuca y no supo cómo interpretar aquella sensación, si como excitación o como un aviso. Agarrándose las manos intentó hacerse fuerte.

¿Podría conseguirlo? ¿Sabía acaso cómo hacerlo?

¿Podría seguir estando con Yeager hasta que este se fuera de la isla y luego seguir sobreviviendo?

Le parecía una pregunta estúpida, dado que tendría que seguir viviendo igualmente decidiera lo que decidiera. Y seguiría amándolo decidiera lo que decidiera. Y sabía que le iban a romper el corazón decidiera lo que decidiera.

Zoe se quitó la mantilla de los hombros y dejó el trapo del polvo sobre la mesa. No tenía ningún sentido tratar de tomar alguna decisión.

La puerta de la cocina se cerró de un portazo tras ella y Zoe salió corriendo por el camino hacia el apartamento de Yeager. Hacia la cama de Yeager.

Hacia Yeager.

Quería estar a su lado cuando él se despertara.


Deke no conseguía mantener la mente ocupada en las reparaciones de la casa, ni conseguía mantenerla alejada de lo que acababa de saber acerca de Lyssa.

A última hora de la tarde decidió por fin dejar el trabajo. Su cinturón de carpintero cayó al suelo con un ruido seco y luego echó a andar hacia el porche, sin saber exactamente qué iba a hacer a continuación.

Si volvía a Haven House, ella se le echaría encima y -por primera vez- no sabría qué hacer para manejar aquella situación.

Metiéndose las manos en los bolsillos de sus mugrientos tejanos, dejó la desvencijada casa atrás y echó a andar por el camino que descendía por la colina -pasando de largo de la vieja cabaña en el árbol- en dirección al océano. Allí vio huellas de pasos que se dirigían hacia el acantilado y las siguió distraídamente.

Conforme descendía por la ladera de la colina, el olor salado del mar empezó a inundar el aire y los pájaros se pusieron a cantar entre las ramas de los chaparrales. Despertó a una lagartija que tomaba el sol entre la hierba, a la que su rápida disculpa no pareció tranquilizar.

Cuando daba la vuelta en un recodo del camino, el profundo graznido de un cuervo cercano lo sobresaltó. Se quedó parado, miró a sus pies y luego hacia arriba, y entonces su mirada se cruzó con los ojos de Lyssa.

Su corazón empezó a sufrir el ahora ya familiar pseudoinfarto, que golpeaba con fuerza contra su pecho. ¿Cómo podía ser aquella muchacha tan insoportablemente hermosa?

Ella estaba arrodillada en un pequeño claro, al lado del camino, vestida con una blusa mexicana bordada y unos tejanos. El pelo -tan liso y dorado como las espigas de trigo- le caía por la espalda, y sus ojos -como diamantinas gotas de cielo- lo miraban con solemnidad. Lyssa tenía un aspecto joven y tierno; sin embargo fue él quien de repente se sintió tan torpe como un quinceañero.

Ella sostenía en la mano una corteza de pan.

– Ha estado a punto de comer de mi mano -dijo Lyssa ladeando la cabeza hacia un pequeño manzano de hojas grisáceas. En una de sus ramas había un cuervo encaramado que los miraba con ojos brillantes.

– Ha estado tan cerca… -añadió ella.

Deke arrastró los pies, igual que hacía en el instituto cuando estaba cerca de alguna de las chicas guapas de la clase. Su nuez se movió arriba y abajo con nerviosismo.

– Lo siento -le dijo.

Ella se encogió de hombros y se puso de pie tirando lejos la corteza de pan.

– Ya tendré otra oportunidad.

Aquellas palabras se clavaron en Deke, recordándole cada uno de los pensamientos que habían estado torturándole durante los últimos días. Aquella muchacha había estado luchando contra el cáncer. Casi no había tenido más oportunidades.

– ¿Por qué no me lo contaste? -le preguntó Deke con voz ronca.

– ¿Lo de la leucemia?

Cuando Deke asintió con la cabeza, ella giró la cabeza en dirección al océano, haciendo que su pelo ondeara con el movimiento y luego cayera de nuevo sobre su espalda con una perfecta suavidad.

– No quería que me echaras un polvo por compasión.

Deke sintió una sacudida, como si aquellas palabras fueran una bofetada en plena cara.

– ¿Eso es lo que quieres, pequeña?

Lyssa se volvió y lo miró por encima del hombro con sus ojos reflejando algo parecido al enfado.

– ¿No te has dado cuenta aún de que no soy una niña «pequeña»?

A él se le aceleró el pulso. Quería seguir pensando en ella como una niña pequeña. Quería seguir pensando que si sus amigos lo veían con una mujer tan joven como Lyssa, la mitad de ellos lo abofetearían y la otra mitad lo cachearían buscando las cadenas de oro y las llaves de su Ferrari último modelo. La crisis de la madurez no podía ofrecerle nada más hermoso y típico que aquella mujer.

Excepto por el hecho de que ella no era en absoluto típica.

Casi sin darse cuenta, avanzó un paso hacia ella.

– ¿Eso es lo que quieres de mí? -preguntó Deke de nuevo-. Un pol… -Se dio cuenta de que no podía pronunciar aquella palabra, no delante de ella-. ¿Pero sin la compasión?

– Quiero hacer el amor contigo -contestó Lyssa sin siquiera volverse.

El corazón de Deke golpeó una vez más contra su pecho y su mente empezó a poner la directa. Se imaginó retirándole de la nuca aquellos mechones de cabello dorados. Se imaginó oliendo su piel y besándole la boca y los pechos. Se imaginó lo dulce y delicado que podría ser con ella.

Cerró los ojos. Eso era lo que un hombre de cuarenta y tres podía ofrecer a cualquier Lyssa. Su experiencia y su edad podían hacer que aquel acto fuera, si no perfecto, al menos sí tierno y cariñoso.

Lo que no podía llegar a imaginar es por qué lo deseaba Lyssa.

Pero quizá lo que ella quería era precisamente su experiencia. Experimentar una parte esencial de la vida, que él suponía que ella no había vivido todavía. Y hacerlo con un hombre que pudiera proporcionarle todo eso.

Lyssa era una muchacha inteligente. Cualquier chico de cabeza calenturienta, de su misma edad, no iba a tomarse el tiempo necesario para que ella disfrutara de aquel acto.

Él sí podía hacerlo.

Y quería hacerlo.

Llegó a aquella conclusión de una manera natural. Dejando atrás sus dudas, dio otro paso en dirección a ella y la rodeó con los brazos para apretarla desde detrás, de espaldas como estaba, contra su pecho. Ella empezó a temblar entre sus brazos y Deke apenas fue capaz de controlar su propio estremecimiento.

– ¿Eso es lo que quieres, cariño?

Lyssa asintió con un movimiento rápido de la cabeza y él casi se sonrió al darse cuenta de que no había protestado cuando la había llamado «cariño». Puede que no fuera una niña pequeña, pero parecía estar contenta de ser su «cariño».

Deke intentó pensar también en otras cosas. Como la deliciosa mezcla de sol y sal que había en el aire. Y el manojo de nubes blancas que cruzaban el cielo.

Pero la sensación de tener a Lyssa entre sus brazos eclipsaba todas las demás. La sangre empezó a bombear hacia su ingle y se sintió duro y caliente; y solo las fanfarronadas interiores que se había estado contando sobre su experiencia evitaron que se apretara contra el redondo trasero de Lyssa en aquel mismo instante y lugar.

Al cabo de un momento, hizo que se diera media vuelta entre sus brazos. Tenía que mirar aquella hermosa cara. Tenía que besarla, golosa pero suavemente. «Suave, suave y lentamente», se recordó a sí mismo.

Con el corazón latiéndole salvajemente dentro del pecho, Deke le lamió los labios para volver a sentir el aroma de sus besos.

¡Cielos, cuánto la deseaba! Deseaba hacerlo con ella allí mismo.

Le alzó la barbilla con un dedo.

– Te voy a hacer mía -le dijo.

Ella sonrió y en sus ojos no se reflejó nada más que felicidad.

– Lo sé.

No recordaba cómo habían regresado a su apartamento. Lo único que sabía era que, a cada paso que daban, su cuerpo se había ido poniendo más rígido y su respiración se había ido haciendo más acelerada.

Cuando por fin estuvieron dentro del apartamento, ella tenía las pupilas dilatadas y sus endurecidos pezones sobresalían a través de la blusa y el sujetador blancos.

Él la estrechó ligeramente entre sus brazos.

– En cuanto a la protección… -empezó a decir Deke.

– Soy estéril -contestó Lyssa rápidamente. A Deke el corazón le dio un vuelco y luego se le cayó hasta la hebilla del cinturón.

Lyssa tragó saliva.

– El tratamiento…

Deke la estrechó más fuerte contra él.

– Está bien -dijo pasándole las manos por la espalda-. Pero aun así prefiero utilizar condón.

Ella apoyó la cabeza contra su pecho.

– Si no tienes problemas, si estás bien, por favor, no hace falta -dijo Lyssa.

La respiración de Deke se entrecortó.

– Quiero sentirte todo lo cerca de mí que sea posible -añadió ella en voz baja.

De manera que lo hicieron así. Él dio rienda suelta a todos sus impulsos y se concentró en estar tan cerca de Lyssa como le fue posible.

Le quitó los tejanos y la blusa.

Le lamió la piel por los bordes del sujetador y de las bragas. Luego le besó los pezones a través de la elástica tela de encaje del sujetador. A continuación la lamió a través de la tela a juego de sus bragas justo en el centro de su caliente humedad.

Cada vez que levantaba la cara para mirarla, ella estaba sonriendo y excitada. Y Deke tuvo que refrenar sus propios deseos para así poder hacerla gozar lentamente.

Una vez le hubo quitado la ropa interior y la tuvo retorciéndose de placer sobre la cama, Deke se deshizo rápidamente de toda su ropa y se unió a ella sobre el colchón, desnudos el uno junto al otro.

Le acarició los pechos y el vientre hasta llegar a la blanda mata de vello rizado que le crecía entre las piernas. Lyssa le agarró la cabeza con las manos y lo besó con entusiasmo, moviendo la lengua dentro de su boca con una fuerza tan dolorosa que Deke ya no pudo refrenarse y tuvo que encontrar enseguida el camino entre los muslos de Lyssa para colocarse allí y unirse a ella.

– No quiero hacerte daño, cariño -dijo Deke mientras el aire salía de sus pulmones con un profundo silbido.

Ella abrió las piernas todo lo que pudo.

– No me harás daño.

Él dudó. Casi no podía recordar cuándo fue la última vez que desfloró a una virgen. Y no le gustaba nada la idea de hacer daño a aquella muchacha.

– Hazme el amor, Deke -lo animó ella.

Y aquellas palabras fueron una orden, una invocación, una súplica y algo más a lo que él no podía resistirse, no más de lo que podía resistirse a la propia Lyssa.

Se introdujo en el cuerpo de ella, y se quedó sorprendido y aliviado al darse cuenta de que -a pesar de ser increíblemente estrecha- no había allí ninguna resistencia. Y entonces ambas sensaciones se consumieron en la impecable presión con que Lyssa lo rodeaba; y en la extraña y ahora estimulante sensación de mirar dentro de aquellos ojos de cristal azul y ver allí una embriagadora mezcla de confianza y entrega.

Cuando acabaron, ella se tumbó encima de él y paseó sus delgadas uñas por la piel de Deke. Su tan maduro y experimentado pene se endureció otra vez de inmediato, con una recuperación sorprendentemente juvenil. Deke apretó los dientes.

No importaba lo maravilloso que hubiera sido -¡oh, tan condenadamente maravilloso para él!-, aquella era una relación de una sola vez. Eso era lo que Deke se había prometido a sí mismo.

Había ido en contra de sus propios principios por una única vez, porque había pensado que ella era una virgen que quería experimentar un sabor de la vida que todavía no había podido degustar.

Lyssa pasó un pulgar por encima del pezón de Deke y su pene se alzó entre los muslos. Él apretó los dientes de nuevo y le sujetó la mano retorciéndosela un poco.

– Creí que habías dicho que eras virgen -murmuró.

Deke intentando pensar en un cubo de hielo de veinte kilos colocado encima de su ingle.

Ella se soltó de su mano y volvió a acariciarle el pecho dibujando círculos alrededor del pezón.

– Nunca dije tal cosa -contestó Lyssa sin inmutarse.

– Lo diste a entender.

El cabello de Lyssa le rozó los brazos cuando ella negó con la cabeza.

– ¿Te molesta no haber sido el primero?

– Claro que no. Es que… bueno…

Su virginidad había hecho que lo que deseaba de ella fuera, si no más sensato, al menos más explicable. Pero ahora, en lugar de haber sido una buena obra por una vez en la vida, se encontraba con que lo había hecho con una joven belleza de veintitrés años, y la parte baja de su cuerpo deseaba volver a repetir aquella experiencia.

Deke se apartó de ella dispuesto a abandonar la cama si su sentido común era capaz de tomar el control de su excitado cuerpo.

Ella se volvió a arrimar a él.

– Tú eres el número dos, si es que eso hace que te sientas un poco mejor.

Deke ahogó un suspiro. Lo que le haría sentirse mejor era una ducha fría, pero no era capaz de ordenar a sus brazos que dejaran de rodear aquel cuerpo femenino.

– Fue en la clínica contra el cáncer para jóvenes. El primer verano después de que me diagnosticaran la enfermedad.

Deke se quedó de piedra. La imagen de Lyssa calva y demacrada pasó por su cabeza, y la estrechó aún más fuerte entre sus brazos.

– Había allí un muchacho, Jamie. Me gustaba. Me gustaba mucho. Y…

Deke tomó aliento lenta y profundamente.

– ¿Y? -la animó con ternura a seguir hablando.

– Y ninguno de los dos queríamos morir sin… sin haberlo probado.

Deke cerró los ojos. No quería imaginarse a Lyssa -con su espléndida y radiante sonrisa- pensando en morirse.

– De modo que un día nos escapamos y lo hicimos.

Mientras Deke le acariciaba la cabeza, pensó que su cabello parecía de seda entre sus manos.

– ¿Y Jamie? ¿No has vuelto a verlo más?

Deke pudo sentir la leve sonrisa de Lyssa contra su pecho.

– Nos escribimos e-mails durante un tiempo -dijo ella-. Luego él murió. La primavera siguiente.

Deke tragó saliva. El chico que le había hecho el amor por primera vez había muerto durante la siguiente primavera. Y ella lo había dicho de una manera muy prosaica, como si la muerte de alguien tan joven fuera una parte normal de su mundo.

Y Deke suponía que así era.

Agachó la cabeza y buscó la boca de ella. La besó y Lyssa le devolvió el beso.

De repente Deke sintió que le hervía la sangre y apretó su boca contra la de ella para que la abriera aún más, besándola luego con rudeza, de una manera primitiva. Quería besarla con fuerza y con furia, y que ella lo besara también de la misma forma.

Lyssa gimió -era el sonido del deseo de una mujer-, y Deke rodó hacia su lado de la cama y luego se colocó otra vez encima de ella. Se introdujo en el caliente y femenino centro de su cuerpo una y otra vez, y ella empezó a chillar en un arrebato de excitación. Y Deke la inundó con una palpitación caliente y arrebatada, y con el deseo de hacer que los dos se sintieran vivos.

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