Una brisa cálida con olor a hierba sopló frente al rostro de Yeager. A treinta pasos de la puerta de entrada del apartamento, a las doce en punto, había una puerta corredera de vidrio que daba a un patio con una barandilla de madera. Yeager se había dado un golpe en el dedo del pie con el cristal de una mesa y luego se había clavado una astilla de la barandilla en el pulgar, antes de conseguir encontrar la tumbona en la que ahora estaba sentado.
Se estaba chupando la sangre de la herida del dedo. Le estaba bien merecido por haber despachado a Deke tan deprisa en lugar de aceptar la ayuda de su amigo para explorar el perímetro de su nueva jaula. Pero no pudiendo ver nada y no teniendo nada que hacer por sí mismo, aquel apartamento no era en esencia demasiado diferente de la habitación de hospital, de tres por tres metros, o de su algo más amplio lugar de confinamiento en su bloque de apartamentos de Houston.
Él era un hombre habituado a la actividad constante, y ahora casi no podía ver el perchero o la silla en la que iba a sentarse. Por el amor de Dios, incluso estar sentado siempre había significado para él hacer algo. Metido en el asiento de la cabina de pilotaje de un avión, siempre se había sentido seguro y al mando. Pero vestido de civil y ciego como un murciélago, de lo único que podía estar seguro ahora era de lo incierta que era su visión… y su futuro.
Apretando los dientes, intentó apartar de su mente aquella odiosa sensación, y alzó el rostro hacia el cielo dejando que el calor del sol acariciara su cara. Se suponía que debía mantener la piel protegida del sol hasta que sus heridas hubieran sanado, pero aquella cicatriz no le preocupaba lo más mínimo. Tenía problemas más graves que plantearse -demonios, si hasta se podía poner delante de un espejo sin ser capaz de verse aquella herida- y aquel calor le hacía sentirse mejor.
En un día como aquel, hubiese tomado los mandos de su avión para llevar a cabo un vuelo en solitario: alzándose lentamente por el aire, un aire inmóvil y caliente, con el cielo rodeándolo como un enorme manto azul. Se hubiera movido por aquel cielo como si fuera ese el lugar al que pertenecía. Y se habría sentido como si hubiera vuelto de nuevo a casa.
Los médicos del hospital le habían asegurado que podría volver a volar. Cuando recuperara la visión podría volver a pasar las pruebas de agudeza visual de las Fuerzas Aéreas lo mismo que lo había hecho antes, sin problemas. Pero también le habían advertido que lo delicado de su salud y la posibilidad de una recaída aconsejaban que se retirara de cualquier programa de vuelo militar, incluidos los programas de la NASA.
Especialmente los de la NASA.
Por enésima vez, Yeager se puso a dar vueltas a aquella cuestión. Pero no era capaz de hacerse a la idea. Se sentía demasiado paralizado.
Puede que esa sensación de parálisis explicara que se hubiese convertido en el boy scout al que había aludido Deke en el barco. No es que creyera que había algo físicamente afectado en cierta parte de su cuerpo -ni era un asunto que estuviera dispuesto a aceptar en voz alta-, pero el accidente le había dejado secuelas físicas que iban más allá del problema de la vista.
Desde el día que se había despertado entre las ásperas sábanas del hospital, además de darse cuenta de que no podía ver había descubierto otra inquietante realidad.
El deseo sexual había desaparecido en él lo mismo que su capacidad de distinguir la luz de la oscuridad. De manera que, además de recuperar la vista, tenía que esperar a que sus hormonas le indicaran que habían vuelto a ponerse a trabajar como antes.
No es que no hubiera intentado que aquel proceso se acelerara. Muy pocas mujeres habían ido a visitarle al hospital y a su apartamento en Houston, porque solo había recibido a las pocas en las que podía confiar que mantendrían la boca cerrada sobre su nueva situación. Sabía que todas ellas eran hermosas y lo suficientemente hábiles para hacer que un hombre volviera a la vida.
Pero él estaba más muerto que la propia muerte.
Necesitaba alguna distracción. Necesitaba una cita. Necesitaba echar un polvo.
Como si alguien le hubiera leído el pensamiento, en aquel momento llamaron a la puerta del apartamento.
– ¿Señor Gates?
Al oír aquella voz desconocida, a Yeager se le encogió el estómago. Maldita sea. ¿Ya le habría encontrado la prensa? Esa era otra de las cosas que había tratado de evitar al recluirse en aquella isla. Desde la noche que había ingresado en el hospital, los periodistas no habían dejado de perseguirle. Apostados en la sala de espera, con los teléfonos móviles o con un equipo de cámaras al lado preparados para contar su historia, los periodistas habían estado entrevistando a cada una de las personas que le iban a visitar, a las cuales habían hecho pasar antes por sus listas de preguntas.
Ahora no tenía ganas de enfrentarse con los medios de comunicación. No tenía ganas de contestar a las preguntas sobre cómo se sentía teniendo que palpar a su alrededor en la oscuridad o al haber perdido el más codiciado puesto en la historia reciente de la NASA.
Volvieron a llamar a la puerta, pero Yeager no se movió de donde estaba. Puede que si no contestara aquel entrometido se marcharía.
– ¿Señor Gates?
Dudó un momento. Durante su larga y desagradable experiencia reciente todos los que se habían acercado a él buscando una noticia se habían sentido con el derecho de llamarle Yeager.
– ¿Quién anda ahí? -preguntó él con cautela.
– Zoe Cash. -Incluso a través de la puerta cerrada, su voz tenía un sutil tono ronco que él no habría podido apreciar cuando aún podía ver-. Soy la casera de Haven House.
La otra. La muchacha que les había dado las llaves había dicho llamarse Lyssa Cash. Hermanas. Y por sus voces, debían de andar por la veintena.
– ¡Pase usted! -gritó él recordando su pie dolorido.
Necesitaba un poco más de práctica en aquel apartamento antes de poder andar de aquí para allá con confianza.
Un chasquido y una leve corriente de aire le hicieron entender que habían abierto la puerta.
– Acaba de llegar un paquete para usted -dijo ella-. ¿Dónde quiere que se lo deje?
Otra ráfaga de aire pasó a su lado, cargado con una energía femenina y un característico y dulce aroma. Pudo distinguir el olor a champú y maquillaje. Era un aire femenino.
Yeager volvió la cabeza hacia allí, hacia ella, hacia aquella fragancia incitante.
Por primera vez en muchos meses sintió que se disipaba su mal humor.
– ¿Perdón? -dijo él con la intención de que ella se acercara un poco más.
– Un paquete -repitió ella-. El cartero lo ha dejado aquí está mañana.
– ¿Correo? ¿De quién?
La voz de Zoe se acercó y con ella se acercó su olor.
– No consta remitente, pero lleva matasellos de Houston. ¿Conoce usted a alguien allí?
Por supuesto, pensó él notando que su mal humor regresaba. Y deseó que los muchachos del centro espacial le hubieran enviado un barril de cerveza, porque emborracharse iba a ser la manera más fácil de pasar las próximas semanas. Y acaso el resto de su vida.
Ella se acercó todavía un poco más. Su delicada fragancia se aproximó más a él y Yeager se sorprendió de la aguda conciencia que tenía de la misma.
– ¿Puede traerme aquí el paquete? -le preguntó.
Notó el movimiento de ella. La fragancia de hierbas volvió a cruzar por delante de su cara alejando momentáneamente el olor de aquella mujer. Pero luego ella se colocó a su lado, tan cerca que sintió el calor que desprendía su cuerpo. Un aire caliente que parecía rodearlo como una burbuja, embriagándolo con su aroma y haciendo que se sintiera envuelto por aquella feminidad.
Y de repente, sin esperarlo -pero como cualquier hombre de verdad-, tuvo una erección.
Se quedó rígido y sorprendido. Temiendo dar al traste con lo que fuera que había conseguido devolverle aquel pedazo de normalidad, empezó a respirar lenta y rítmicamente.
La presión que sentía en la entrepierna hacía que le dolieran los músculos de su muslo herido. Pero Yeagei lo agradeció y siguió respirando a través de aquel dolor intermitente. Inspirar, exhalar. El suave perfume de ella inundó sus pulmones y su erección se hizo aún más patente.
A duras penas pudo resistir la tentación de alzar los puños al cielo y gritar de alegría. En lugar de eso, ladeó la cabeza lentamente y le sonrió.
Viéndose reducido a solo cuatro sentidos, se dio cuenta de que el del oído se le había agudizado. Pudo oír con claridad el pequeño jadeo que ella emitió.
Yeager siguió impasible. Quería hacer que persistiera aquella sensación -quería que ella se quedara allí-, pero no estaba seguro de cuál era la mejor manera de conseguirlo. Tenía que comportarse amigablemente, incluso ser encantador, pero sus habilidades con las mujeres estaban tan oxidadas y su excitación había sido tan imprevista y evidente que no estaba seguro de si la asustaría en cuanto intentara ponerla a prueba.
Temiendo intimidarla, intentó hablar suavemente.
– Hola, ¿qué tal?
Maldición. Ella retrocedió; a pesar de su amabilidad, su perfume se fue desvaneciendo conforme se alejaba.
– Encantada de conocerle, señor Gates -dijo ella con voz suave pero con cierta brusquedad.
– Yeager. Puedes llamarme Yeager -dijo él sonriendo todavía.
Siempre estaré en deuda contigo, cariño. ¡Al menos no lo he perdido todo!, pensó él.
– Te dejaré el paquete aquí mismo.
Algo pesado golpeó contra la mesa que había a su lado. Oyó el sonido de los zapatos de ella rozando sobre el cemento del patio mientras se alejaba unos pasos.
¡No, no, por favor!, pensó él. Yeager se enderezó un poco en su asiento, imaginando que posiblemente ella no se había dado cuenta de que estaba ciego. Creyó que a lo mejor lo había tomado por una especie de zoquete, un hombre que no es capaz de levantarse y ayudar a una mujer que lleva un pesado paquete entre las manos. Qué detalle tan simpático.
– Bueno, entonces me marcho -dijo ella.
– ¡Espera! -No podía dejar que aquella perfumada presencia se alejara de allí tan pronto. Ni aquel bendito dolor de la excitación… especialmente la excitación-. ¿Podrías abrirme el paquete, por favor? -dijo él mostrándole su pulgar herido. Vaya, también le podía haber dicho cuál era su verdadero problema, pero odiaba provocar pena y curiosidad en los demás.
– Oh.
Alzando el rostro en dirección a ella, Yeager intentó sonreír de nuevo.
– Oh, por supuesto -contestó ella volviendo a colocarse a su lado-. Además quería comentarte algo.
Él oyó el sonido del paquete al abrirse e imaginó los delgados dedos de aquella mujer tirando, apretando y deslizándose. Apoyó la cabeza en el respaldo de la tumbona. Por primera vez desde el accidente, la agridulce expectativa del sexo se apoderó de él.
– ¿Dónde está tu, bueno, tu amigo? -preguntó ella.
– ¿Eh? -Yeager salió de su dulce ensoñación.
– Tu amigo. -En la voz de Zoe había un tono extraño-. El hombre que venía contigo.
Yeager sintió una punzada de irritación que se le clavaba como si fuera una nueva astilla.
– ¿Deke? ¿Te refieres a Deke?
Yeager advirtió un movimiento, pero ella no emitió respuesta alguna. Bravo, pensó él. No tenía ni idea de si había asentido o negado con la cabeza.
– Deke tenía una cita con un abogado -dijo él-. Hemos venido aquí porque acaba de heredar cierta propiedad.
Aquello pareció calmarla, pero en su voz todavía había un tono de sorpresa.
– ¿Una propiedad? Suponía que habíais venido aquí en viaje de… placer.
¿Dos hombres en un viaje de placer? Yeager frunció el entrecejo. Una extraña suposición.
– No. Un tío le ha dejado en herencia una antigua propiedad en la isla.
– Bien -dijo Zoe. Él oyó el sonido de la tapa de una caja que se abría y luego un ruido parecido al papel al arrugarse, seguramente el envoltorio de bolas de corcho blanco-. Estaba bastante bien envuelto, pero al fin aquí tenemos algo.
Yeager sonrió y dejó que su mente se centrara de nuevo en el movimiento de las manos de ella. El incitante sonido del roce de unas uñas femeninas y los suaves golpecitos de unas yemas de mujer. Solo imaginarlo le hacía sentirse mucho mejor.
– Yeager, quería decirte algo de tu Deke.
¿Mi Deke?, pensó él distraídamente, y luego volvió a centrar su atención en la pregunta mientras se aclaraba la garganta.
– ¿Deke? ¿Qué es lo que quieres decirme de él?
– Que aquí no hay ningún problema. Que en el pueblo de Haven…, que todos los que viven en la isla de Abrigo… Bueno, este es un lugar pequeño, pero nos gusta vivir y dejar vivir.
¿Vivir y dejar vivir? Mientras intentaba entender qué era lo que quería insinuarle aquella mujer, el ligero peso de un envoltorio de plástico cayó sobre su muslo y luego resbaló hasta su pie de camino al suelo.
– ¿Qué hay en el paquete? -preguntó Yeager.
– Una espacie de chisme de plástico -dijo ella con un tono de voz perplejo-. Está realmente muy envuelto.
– Qué raro. -Él frunció el entrecejo-. ¿Y a qué te refieres con eso de vivir y dejar vivir?
– Quiero decir que… -Zoe se calló y empezó a mascullar algo entre dientes-. Creo que es algo que se hincha. Veo aquí algo que parece una válvula.
Yeager no podía dejar de imaginarse sus manos mientras hurgaban en busca de la válvula. Una ráfaga de vértigo le recorrió la mente, y no pudo evitar pensar en aquellas manos manipulando su «válvula». Volvió a sonreír.
De repente ella se puso a hablar otra vez de manera apresurada.
– Quiero decir que tú y tu… eh… tu amigo, Deke, no tenéis por qué disimular aquí.
Yeager parpadeó desde detrás de sus gafas de sol. ¿Mi amigo? Volvió a parpadear.
¿Mi amigo?, pensó él.
Para acabar de sorprenderle, llegó hasta sus oídos un sonido como de aire saliendo a presión.
Un chillido atravesó el aire.
Una mujer cayó sobre su regazo.
Él aceptó la inesperada caída de Zoe con poco más que una exclamación de sorpresa.
Durante unos instantes, la mujer que tenía en brazos no se movió, dando a Yeager la oportunidad de examinar más detenidamente lo que estaba ocurriendo. Y ahora que por fin había entendido de qué iba toda aquella conversación -y había comprendido el significado de «su amigo Deke»-, no estaba seguro de quién de los dos iba a ponerse a gritar antes, si él o ella.
Zoe imaginó que los ojos de él estaban tan abiertos como la boca de ella. Se había quedado pasmada con ese gesto, intentando llenar sus pulmones de aire cuando el paquete de Yeager Gates se había hinchado de golpe y la había hecho caer sobre el regazo de él.
Ella se había quedado agarrada al contenido de aquel paquete, y de repente se dio cuenta de que se trataba de una muñeca de látex, desnuda y de tamaño natural.
¿Qué?, pensó ella.
Sorprendida de nuevo, Zoe dio un salto apartándose del calor y de la dureza que notaba en el regazo de su huésped. Con la muñeca todavía entre los brazos, emitió un chillido de disgusto y luego lanzó aquel objeto a un lado.
– Oh, Dios. -Sin ser capaz todavía de entender lo que estaba pasando, Zoe echó a correr hacia la puerta-. Discúlpame.
– ¡Espera! -dijo Yeager alzando la voz-. ¡No te vayas! ¿Qué es lo que ha pasado?
Una sonrisa seductora, el aterrizaje en su regazo y un juguetito de plástico, eso para empezar. Pero ella no podía enfrentarse con todo eso ahora. No con un hombre al que había visto brillando como un dios aquella misma mañana y que hacía un instante estaba ardiendo entre los muslos. Nerviosa, agarró con una de las manos el pomo de cobre de la puerta y la abrió.
– Que tengas un buen día -le soltó. Salió a toda prisa del apartamento y corrió hasta llegar al camino que conducía a la puerta trasera de Haven House.
A salvo en la cocina de su casa, cerró la puerta de golpe y se apoyó en ella respirando convulsivamente. Lyssa se quedó parada, sujetando una tetera en alto, a punto de llenarse una taza de té.
– ¿Qué te ha pasado?-preguntó Lyssa.
Zoe intentó explicárselo.
– Le he llevado un paquete al señor Yeager Gates y él me ha invitado a pasar.
Y a partir de ahí todo se había precipitado. Con su aspecto de actor de cine con las gafas de sol puestas, él le había ofrecido una abierta sonrisa y ella se había derretido como Doris Day bajo el calor de la sonrisa de Rock Hudson.
– ¿Y bien? -la animó Lyssa.
– Entonces me pidió que le desenvolviera el paquete.
Su mente volvió a repasar aquella escena. La mandíbula de Yeager abriéndose sorprendida un instante después de que el paquete explotara y ella acabara aterrizando en su brazos.
Aquellos brazos fuertes. Aquel pecho ancho. Aquel calor que emanaba de entre sus muslos.
Muy divertido. Aunque la comparación con Rock Hudson no le parecía demasiado acertada.
Entonces sonó el teléfono y Zoe salió corriendo a descolgarlo.
– ¿En qué puedo ayudarle? -preguntó.
– ¿Qué demonios era eso?
Yeager. Zoe tragó saliva y notó que las mejillas empezaban a arderle. ¿Cómo había podido acabar en los brazos de aquel tipo?
– ¿Qué era qué?
– Mi paquete. Esa «cosa».
– ¿Qué quieres decir?
– Mira, Zoe, no puedo encontrar esa cosa, pero sé que hace ruido.
– Sopla -dijo ella con el elevado y regocijado tono de voz que la mayoría de las mujeres utilizan para eludir cuestiones escabrosas; aunque Zoe no creía que fuera eso lo que se suponía que debería hacer la muñeca de látex para satisfacerle.
– Ahora ya no está soplando. Pero ¿qué demonios era?
Zoe frunció el entrecejo. Todo aquello no tenía ningún sentido.
– Espera un momento.
Con la mano que tenía libre abrió la puerta trasera de la cocina y arrastró hacia fuera el cable del teléfono. Salió hasta el camino y echó a andar entre los matorrales de lantanas anaranjadas y doradas, que le rozaban las pantorrillas. Desde un punto elevado del jardín podía ver la parte trasera del patio del apartamento de Yeager. Incluso podía verlo a él, con las gafas aún puestas y la luz del sol brillando de nuevo sobre su cabello castaño dorado, y con el largo cable de su teléfono cruzando el patio.
– ¡Eh, Yeager!
– ¿Sí? -Su voz sonaba impaciente y en absoluto ofendida.
– Ella se ha caído al otro lado de la barandilla. Si estiras la mano derecha y la sacas por la barandilla, podrás tocarle el pie.
– ¿Ella? ¿Qué? ¿Su pie?
Pero mientras formulaba aquellas preguntas, su mano descubrió el apéndice de plástico y tiró del juguete hinchable por encima de la barandilla. Fue a caer encima de la mesa del patio, con la cabeza golpeando contra el borde.
Yeager llevaba gafas oscuras. Había agarrado el pie de la muñeca a ciegas con la mano.
De repente Zoe se dio cuenta de que todas las piezas encajaban.
Y de pronto se sintió tan mareada como parecía estarlo la muñeca de goma.
– Ahí la tienes -dijo Zoe sintiendo la mortificación que le crecía por dentro.
¡Aquel hombre no podía ver! Por eso había bajado del barco agarrado del brazo de su amigo. Y eso también explicaba por qué le había pedido que entrara y que le abriera el paquete. Y cuando le había dedicado aquella deslumbrante y encantadora sonrisa ¡ni siquiera le había podido ver la cara!
– Llámame si necesitas cualquier otra cosa -dijo ella en un suspiro.
– ¡No, espera! -Desde donde ella estaba apostada pudo ver cómo él seguía palpando el pie desnudo de la muñeca-. ¿Qué demonios es eso? -preguntó él.
Zoe no contestó y decidió que era mejor volver a entrar en casa. Pero al dirigirle una última mirada vio cómo su largo pulgar rozaba el empeine de aquel juguete de plástico.
– ¿Zoe? -Su pulgar la acarició un poco más arriba.
A ella le ardían las mejillas, pero esta vez no era a causa de la vergüenza. Se quedó mirando los movimientos de su mano sin poder moverse, como encantada ante la visión de aquel errante dedo pulgar. Vamos, se dijo a sí misma, vuelve a la cocina. Cuelga el teléfono y date media vuelta.
Los músculos de sus piernas se tensaron para obedecer, pero en ese momento él paseó sus largos dedos por el torneado tobillo de la muñeca y ascendió siguiendo hacia la rodilla. A Zoe se le aflojaron los músculos -casi se le derritieron- y sintió un picor en el lugar correspondiente de su propia pierna. «¡Qué reacción más estúpida!» Quería alejar de sí aquella sensación pero estaba demasiado hipnotizada por la escena para poder moverse.
Él agarró con la palma de la mano la rodilla -la rodilla de la muñeca hinchable- y Zoe notó que se le encogía el estómago mientras sus dedos ascendían por el muslo de plástico. Pero Yeager esquivó la parte central y recorrió lentamente con la mano las caderas y los ridiculamente hinchados pechos de aquella muñeca Barbie.
De acuerdo, ahora realmente ya era hora de que se retirara. Pero ni uno de sus músculos respondió a aquella débil orden. Sus ojos seguían pegados a aquellos dedos masculinos que recorrían las femeninas formas de la muñeca.
Zoe apretó los labios y reprimió una leve oleada de culpabilidad. ¿Era realmente voyeurismo si uno de los dos observados era una muñeca de plástico?
Su mano grande y bronceada, tan masculina, se movía lentamente por la palidez de látex de la muñeca. Los dedos de él siguieron avanzando hacia arriba y Zoe notó un escalofrío en la carne que rodeaba su propia caja torácica. Se puso una mano allí, intentando calmar de ese modo la extraña respuesta de su cuerpo.
Pero su mano se quedó allí quieta. Y en el momento en que la mano de Yeager se deslizó por el pecho de la muñeca de plástico, Zoe se rozó el paladar con la lengua. Un calor recorrió todo su cuerpo cuando aquella gran mano masculina descubrió -y luego cubrió por completo- la total extensión de los pechos de aquella muñeca hinchable.
– ¡Ah! -dijo él en el teléfono.
Otra oleada de calor recorrió la carne de Zoe y sus pezones se pusieron duros.
– ¿Todavía estás ahí? -preguntó él.
Ella no sabía si aún estaba allí. Ni siquiera sabía quién era en ese momento. La Zoe Cash de veintisiete años que ella conocía no sería capaz de espiar a un hombre mientras se dedicaba a acariciar a otra mujer, ¡incluso aunque se tratara de una mujer de plástico! Aquella Zoe no debería haber sentido sus caricias en sus propias carnes… y aún más profundamente.
No es que fuera una mojigata, que ella supiera. Pero después de un muy breve romance en el instituto y en la universidad, sus experiencias en la vida la habían llevado por unos derroteros trágicos que la habían hecho tener que protegerse de otros posibles romances. Y apenas hacía tres años que, después de haber hecho una docena de tratos con Dios, ella y Lyssa habían podido regresar a la isla de Abrigo. Con Lyssa y con los negocios de los que tenía que ocuparse no había sentido la necesidad de tener nada más ni a nadie más en la vida.
Y mucho menos había sentido la necesidad de colmar aquella impredecible y ardiente sensación que ahora tenía.
– ¿Zoe? -dijo Yeager.
– ¿Hay algo que… eh… quieras decirme? -contestó ella tragando saliva.
– ¿Aparte del hecho de que me dedico a la importación de muñecas hinchables? -Había en su voz un tono de jocosa incomodidad-. Creo que debería aclararte un par de cosas.
Finalmente, ella consiguió moverse y volver a la cocina. Nada era como tenía que ser. Sus asuntos de casamentera, aquellos dos hombres, sus propios sentimientos.
Lo más seguro sería poder volver a donde estaba dos días antes, o incluso tan solo dos horas antes.
– Mira, la verdad es que no creo que nada de eso sea asunto mío.
– Bueno, creo que no he sido demasiado claro respecto a mí, pero quisiera que supieras solo un par de cosas.
Viendo su gran mano apoyada descuidadamente sobre la muñeca de plástico, Zoe pensó que ya sabía suficiente.
Pero Yeager siguió hablando.
– Aunque no puedo ver -dijo él-, estoy encantado de decir que sí que puedo mantener relaciones sexuales.
Zoe ahogó el impulso infantil de taparse los oídos con las manos. Una mujer como ella no tenía ningún interés en conocer los detalles de la vida sexual de un hombre como aquel.
– Y esta muñeca que tengo aquí está mucho más cerca de mis gustos que mi amigo Deke -añadió Yeager.
Zoe vio cómo Lyssa se tapaba la boca con las manos en un intento inútil de ahogar la risa. Vio que Lyssa fruncía las cejas y luego se acercó al horno para sacar de allí un pastel de queso.
– Me parece que no eres capaz de imaginar la vergüenza que he sentido en esa situación.
Zoe había estado tratando de explicarle exactamente cómo había cometido el error de insinuarle a Yeager cuáles creía que eran las preferencias sexuales de sus dos nuevos huéspedes.
Lyssa se metió las manos en los bolsillos del delantal azul y apretó los labios como si tratara todavía de reprimir la risa.
– Perdona. Pero es que yo me había encontrado antes con esos dos hombres. Y pensar que… -Se le escapó una risita.
Zoe esbozó una sonrisa a regañadientes. No tenía intención de contarle toda la historia, pero mientras iba de aquí para allá por la cocina -encargándose de su horneada diaria-, le pareció que Lyssa estaba demasiado tranquila. Zoe, que siempre estaba atenta al comportamiento de su hermana, decidió contar a su hermana todo el episodio de la muñeca de plástico.
Pero solo le narró la mitad de la historia; acabó con el episodio en el que ella y la muñeca se peleaban por encontrar un sitio en el regazo de Yeager. Lo que había sucedido después no lo habría confesado ni aunque la hubieran sometido a tortura china. Estaba dispuesta a irse a la tumba con el secreto de las sensaciones que las manos de aquel hombre podían provocarle. Unas manos que acariciaban a alguien, a otra.
Zoe empezó a despegar con una espátula cada uno de los delicados pastelillos de queso.
– Háblame del otro hombre -dijo Zoe-. Deke. ¿Hay algo especial en él que yo deba saber? Todavía puedo meter la pata una vez más.
Con el rabillo del ojo vio que Lyssa se quedaba parada.
– ¿Especial? No sé… -Y al momento Lyssa se levantó y empezó a llenar el lavavajillas.
Zoe recordó el aspecto del otro hombre tal y como lo había visto con los prismáticos. Algo más bajo que Yeager y un poco más viejo. Cuarentón, con algunas mechas grises entre el cabello rubio.
– Yeager me dijo que acaba de heredar una propiedad en la isla. ¿Has oído algo de eso?
– ¿Una propiedad? -Lyssa la miró por encima de un hombro con sus ojos azules abiertos como platos.
– Yo tampoco había oído nada del asunto. No se me ocurre nadie que haya muerto recientemente.
Zoe abrió un armario y sacó de allí otra lámina de pasta para hornear.
– No, últimamente no ha muerto nadie -corroboró Lyssa-. Pero quizá es que no ha podido… no han podido venir antes.
– Puede ser -dijo Zoe encogiéndose de hombros-. ¿Sabes a qué se dedican?
– ¿No lo sabes? -preguntó Lyssa volviéndose hacia ella.
– ¿Debería saberlo? -contestó Zoe sorprendida.
Lyssa dejó escapar un suspiro.
– La verdad, Zoe, es que deberías leer algo más que el periódico local. En el mundo pasan cosas, ¿sabes?
– No en mi mundo -replicó Zoe-. Y me gusta la vida que llevo. -Echó un poco de agua sobre la masa de hornear, pero no pudo evitar la curiosidad de preguntar-: De acuerdo, qué más da. ¿Es un candidato a la presidencia?
Uno de esos que con solo sonreír ya se ganan los votos femeninos, pensó.
– Es astronauta.
– ¿Qué?
Lyssa puso en marcha el lavavajillas.
– Era el candidato para tripular la próxima expedición lunar dentro de un mes.
Al ver la expresión neutra de Zoe, Lyssa volvió a suspirar.
– Dentro de unas pocas semanas, la NASA va a poner en marcha un nuevo programa espacial; la nave se llama Millennium. Van a construir la primera colonia espacial en la luna.
La imagen del radiante y desesperadamente atractivo Yeager invadió la mente de Zoe. El corazón empezó a latirle con rapidez. Un astronauta, pensó.
Ahora podía verlo de nuevo convertido en Apolo y atravesando el cielo. Pero no en un carro, sino conduciendo cohetes espaciales en lugar del carro del sol. Volando tan alto por encima de la tierra que la isla de Abrigo no era más que una mota de polvo en la distancia. Y Zoe, una pequeña mota encima de una mota.
El programa Millennium.
Zoe tragó saliva. El hombre del Millennium.
Aquel conocimiento no hizo más que subrayar lo que ya suponía. Por el amor de Dios, ella no tenía nada que ver con un hombre como ese, dejando aparte el tener que lidiar con su sonrisa, sus manos, sus caricias o el calor de su cuerpo contra su propio trasero.
– ¡Oh! -Zoe sintió un escalofrío, luego parpadeó y a continuación tuvo una sensación incómoda-. Pero ¿puede hacer todo eso ciego?
Lyssa meneó con la cabeza.
– No puede hacer nada de eso ya, Zoe. Hace un par de meses tuvo un accidente de tráfico en moto. Un coche se le echó encima. La noticia apareció en todos los periódicos. El USA Today, el Today y otros.
Herido. La brutal y tremenda caída desde el cielo. Zoe tragó saliva con dificultad.
– ¿Qué tipo de secuelas le han quedado?
– No se dijo nada de eso. Pero De… su amigo me ha dicho que la causa de su ceguera es que se golpeó la cabeza contra el asfalto. Aunque se supone que se recuperará, no podrá ser el piloto de la nave espacial.
– ¡Oh! -dijo de nuevo Zoe con el corazón en un puño. Ella sabía bien lo que significaban los cambios drásticos en la vida. No hacía demasiado tiempo que el destino también había desbaratado su mundo.
Sintió que un nuevo escalofrío ascendía por su espalda e intentó refrenarlo. No iba a dejar que nada amenazara su pacífica y segura existencia en Abrigo. Y mucho menos el extraño interés que sentía por Yeager Gates. Un Apolo. Un astronauta. En tierra o no, todavía era el hombre del Millennium.
Intentando todavía recuperar su equilibrio, Zoe se encontró aquella tarde en la sala de estar, con un trapo del polvo en una mano y un abrillantador de muebles con olor a limón en la otra. No podía entender por qué no podía sacarse a Yeager Gates de la cabeza. Otras veces habían visitado la isla hombres igual de atractivos y no habían dejado en ella la más mínima huella.
Con el brazo apoyado en una mesa de alas abatibles, roció con un chorro de líquido la pulida superficie. Sonrió al sentirse relajada mientras frotaba con el paño la esencia con olor a limón.
Seis años atrás, sus padres habían muerto en un accidente de autobús durante uno de sus poco frecuentes viajes fuera de la isla. Si su padre y su madre aún estuvieran vivos, seguramente le habrían explicado que la presión a la que se sentía sometida tenía más que ver con la organización del Festival del Gobio que con la presencia de aquel nuevo huésped en la casa.
Estaba segura de que el hecho de que aún no hubieran aparecido los gobios la había puesto en aquel estado de excitación. Y sintiéndose así, solo había bastado el imprevisto e inesperado codazo de un hombre ciego y de una muñeca hinchable desnuda para acabar temporalmente con su natural ecuanimidad.
No era fácil olvidar la predicción que habían hecho de que aquel año no regresarían los gobios de cola de fuego. Pero no podía dejar que sus pensamientos fueran en aquella dirección. Con la desaparición de los gobios, la economía de la isla se iría a pique y esta acabaría muriendo. Haven House y todos los demás negocios de la isla tendrían que cerrar y ellas tendrían que marcharse. Lejos de aquel lugar mágico. Lejos de aquel lugar sanador.
Lejos de la seguridad.
Tragando saliva, Zoe agarró el trapo del polvo y se dirigió hacia la puerta de atrás para seguir limpiando. El aire era cálido y olía a frescura, y ella se dejó llevar por un repentino impulso de acercarse hacia las cristalinas aguas de Abrigo haciendo que sus pasos la llevaran, descendiendo por el camino enlosado, a donde la vista era mejor. Se detuvo sobre una colina baja que se hundía en el mar. Los peces -róbalos y garibaldis, faltaba aún para la época de los gobios- se movían lentamente entre las sombras del agua. El sol iluminaba las aguas del Pacífico haciéndolas brillar en tonos que iban del gris al azul verdoso.
Sonrió alegre ante aquella hermosa visión. El océano era una especie de foso sobre el que se alzaba el hogar de su isla, y que abrazando la isla y a sus habitantes por todas partes los protegía, incluidas a ella y a Lyssa, y las mantenía a salvo de intrusiones que pudieran hacer añicos su vida.
Protegiéndolas de intrusos como, por ejemplo, Yeager Gates. Alzó el brazo y sacudió inconscientemente el trapo del polvo.
Alguien estornudó.
Zoe dio un respingo y volvió automáticamente la cabeza en dirección al lugar del que procedía aquel sonido.
– Buenas tardes, Zoe -dijo Yeager desde las sombras de su patio, que estaba justo por encima de ella.
Zoe sintió que lentamente se le encogía el estómago.
La vergüenza puede hacer que le pase eso a uno, ¿verdad? Después de todo, la última conversación que había tenido con aquel extraño había versado sobre sus preferencias sexuales.
Ella tragó saliva intentando desesperadamente recolocar sus órganos vitales en su sitio.
– Buenas tardes.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó él.
Ella se encogió de hombros y luego tragó saliva pensando si la cortesía le dictaba seguir con aquella conversación.
– Supongo que admirando los alrededores.
– ¿Qué parte? ¿Las rocas? ¿El agua?
Pero Abrigo era mucho más que rocas y agua, y ella se sintió impelida a contarle una pequeña historia.
– Te tengo que informar de que en esta isla vivía una comunidad de nativos americanos, y que fue refugio de piratas antes de dedicarse a la cría del ganado.
– De acuerdo, rocas, agua y cagadas de vaca.
Aunque no estaba de acuerdo con aquella apreciación, Zoe no pudo evitar reír.
– Hace bastante tiempo que no tenemos que preocuparnos por dónde pisamos. Mis abuelos tenían un rancho en la isla, pero mis padres convirtieron varias de las propiedades en este bed-and-breakfast cuando mi hermana y yo aún éramos niñas.
– Así que eres una nativa de la isla.
– No. Al principio vivíamos en el continente. Mi padre era vendedor. -Un vendedor malísimo. Su familia había viajado como nómadas cada vez que trasladaban a su padre de un puesto de ventas a otro; cada trabajo y cada pueblo un poco más sórdido que el anterior-. Pero cuando murieron mis abuelos, papá y mamá volvieron a la isla. Papá era mucho mejor como hostelero que como vendedor.
– ¿Haven House fue un éxito inmediato? -preguntó Yeager.
– No sabría decir si muy inmediato, pero no tardó demasiado en funcionar. La belleza de la isla atrae a muchos turistas. Sobre todo una vez al año, para ver unos peces muy especiales que desovan en las aguas de Abrigo. Durante esa temporada estamos a tope.
Él se ajustó las gafas al puente de la nariz.
– ¿Y qué tienen de especial esos peces?
Zoe tenía que perdonar su ignorancia, porque ¿qué podía saber un astronauta sobre el océano?
– Para empezar, son hermosos, del color de la luz de la luna, con adornos escarlata en las aletas y en la cola. En segundo lugar, esos peces desovan aquí y en ningún otro sitio, y una vez que las parejas han preparado sus nidos, cuidan de las huevas todos juntos. Si el nido está en un lugar poco protegido, incluso bailan, dando giros salvajes en el agua, para distraer a los depredadores.
Yeager contestó con un gruñido y Zoe no supo si aquello significaba que se había quedado impresionado. Sin embargo, el comportamiento realmente inusual de los gobios había atraído a la isla a algunos biólogos marinos, luego a submarinistas y más tarde a todo tipo de amantes de la naturaleza, que apreciaban la singularidad de aquel lugar, el único en el mundo donde se sabía que se reproducían. Pero el año anterior habían llegado muy pocos peces.
Los biólogos marinos habían detectado un parásito que había hecho mermar el número de ejemplares, y eso, unido a las alteraciones en las corrientes del Pacífico provocadas por el último cambio climático, llamado El Niño había hecho que los «expertos» predijeran que el año anterior había sido el último año para los gobios de cola de fuego.
Pero Zoe no podía aceptarlo. Y a decir verdad, pensar en ello la hacía sentirse tan incómoda que automáticamente dio un paso atrás y se encaminó de nuevo hacia Haven House.
– Tengo que marcharme.
– ¿De verdad, Zoe?
Ella dio otro paso y avanzó con determinación hacia el camino.
– Sí. Pero espera un momento -Las dos cejas de Zoe se alzaron juntas en un gesto de desconfianza-. Dime, ¿cómo sabías que era yo incluso antes de que empezáramos a hablar?
Por primera vez, Yeager salió de entre las sombras hacia la luz del sol, fuera del porche. Se metió las manos en los bolsillos de los pantalones y sonrió. Aquella sensación de calor y luz que la deslumbraba volvió a él como una venganza. Dentro de Zoe, algo caliente y necesitado pujaba por arder.
Yeager se rio burlonamente y su voz se volvió alegre y bromista.
– No creo que lo quieras saber -dijo él.
Zoe se quedó mirándolo fijamente. Era fuerte y alto, y su cabello brillaba atrapando la luz del sol entre sus mechones dorados. Bajó la vista hasta donde estaban sus manos asomando ligeramente por los bolsillos y luego su mirada se detuvo en…
Zoe levantó la cabeza de golpe. Observarlo de aquella manera estaba empezando a convertirse en un mal hábito. Y sin saber qué decir o hacer a continuación, apretó los labios y se pasó una mano por su pelo ralo.
– Maldita sea -dijo Yeager sin venir a cuento, con una mueca de tensión en el rostro-. Me ha vuelto a pasar lo mismo que antes.
Cuando él sonrió, Zoe sintió que se le deshacían los huesos. Soltó un gemido para sus adentros. Le había vuelto a pasar lo mismo que antes. Tenía el estómago en un puño y el corazón le latía con rapidez. Aquel hombre todavía la estaba afectando. Si no hubiera sido una mujer madura, se habría puesto a patalear.
– Te lo voy a decir, Zoe -dijo Yeager con un tono de voz satisfecho-. Por primera en mucho tiempo, me he vuelto a sentir como yo era antes.
¡Ella no se sentía en absoluto como había sido siempre! Madura o no, se dispuso a patalear de todas formas.
Él se quedó callado escuchando.
– ¿Qué ha sido eso? -le preguntó.
– Nada -contestó ella rápidamente-. No he dicho nada.
Él volvió a sonreír, obviamente todavía satisfecho.
– Eso es lo que tiene de bueno, no hay que dar más detalles.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó Zoe frunciendo el entrecejo.
– Se trata de algo entre yo mismo y mi… un pequeño amigo mío.
Zoe decidió que había pasado más tiempo del necesario conversando con él.
– Entonces te dejaré a solas con él -dijo ella dando otro paso en dirección a la casa.
Yeager siguió el movimiento de ella con la cabeza.
– ¿Tienes que marcharte tan pronto?
– Así es -contestó Zoe apretando el trapo del polvo contra el pecho.
Por supuesto que tenía que marcharse. Las flores estaban esperando que las podara. El juego de café de plata de su abuela esperaba que le sacara brillo. Mientras Zoe estaba allí parada, intentando explicar a aquel hombre que las bellezas de su isla le afectaban de manera tan extraña, el polvo habría vuelto a cubrir las superficies brillantes, echando a perder todo su trabajo de limpieza.
Sí, tenía que marcharse. Tenía que atender su casa. Tenía que proteger su comedido estilo de vida.