Capítulo 3

Cuando Zoe hubo regresado a su casa, Yeager volvió a sentarse en el patio. Estuvo allí durante un par de horas, sintiéndose más aburrido a cada minuto que pasaba y luego cada vez más aburrido de su aburrimiento.

– Tenemos que encontrar un pasatiempo -dijo Yeager dirigiéndose a Dolly, la mujer hinchable, a la que había sentado en el patio en una silla a su lado.

Dolly había estado completamente quieta desde que él la colocara allí, cosa que no le extrañó en absoluto. A juzgar por su contorno tenía mucha menos conversación que tetas.

– Te lo voy a decir bien clarito, no voy a ser capaz de quedarme aquí sentado sin hacer nada día tras día.

No, él no. Él estaba acostumbrado a seguir un programa de entrenamiento completo en el centro espacial. Y pensó que la poca costumbre que tenía de estar inactivo acaso fuera la razón por la que estaba empezando a hablar con una muñeca de plástico, lo cual, por algún motivo, le parecía un primer estadio antes de ponerse a hablar solo.

– Oh, Dolly, creo que cada día estoy cayendo más bajo -se quejó a la muñeca.

– Supongo que para contrarrestar las alturas poco comunes por las que solía moverse tu vida -dijo Deke.

Yeager volvió la cabeza en la dirección de donde procedía la voz de su amigo.

– Por Dios, has entrado sigiloso como un gato.

– Uh, uh.

Yeager oyó el roce de una silla que se arrastraba por el suelo del patio.

– Cuando venía hacia aquí he visto que tenías una… bueno, una visita -dijo Deke.

Yeager asintió con la cabeza.

– Es verdad. Creo que todavía no os conocéis. -Yeager movió la mano señalando a sus dos acompañantes-. Dolly, te presento a Deke. Deke, esta es Dolly.

– Siempre pensé que te ibas a reponer, Yeager, pero esto…

– No me eches la culpa. Me la han enviado de Houston.

– Ah.

Yeager dio una palmadita al brazo de plástico de Dolly.

– Supongo que habrán imaginado que nos íbamos a aburrir aquí solos.

– Yo no -resopló Deke.

– ¿Cómo? ¿Ya has encontrado alguna mujer que te interese?

– Las mujeres no me interesan -volvió a resoplar Deke.

– Ten cuidado, muchachito -le advirtió Yeager-. Yo no diría eso aquí demasiado alto.

Aunque sabía a qué se refería Deke. Unos cuantos años antes, su viejo amigo todavía apreciaba a las mujeres. Pero solo a las mujeres sofisticadas que jugasen el mismo juego que él. Un juego con solo dos reglas: tórrido y temporal.

– ¿De qué estabais hablando? -preguntó Deke.

Yeager consiguió hacer que Deke soltara la carcajada del siglo contándole el pequeño malentendido que había sufrido con Zoe.

– Pero cuidado, porque tiene la misma idea equivocada de ti -concluyó para hacer que su amigo dejara de reír.

– Sí, ya, pero eso es porque todavía no me ha conocido -dijo Deke riendo de nuevo.

– Entonces ¿todavía no te has cruzado con ella? -Se preguntaba qué aspecto se escondería tras el poderoso aroma de Zoe. La había tenido tan poco tiempo sobre su regazo que apenas había podido darse cuenta de nada más que de su pequeña estatura y su poco peso. Pero aquel recuerdo hacía que se disipara su anterior decepción e irritación-. ¿No sabes qué aspecto tiene?

– Ni idea.

Yeager respiró el aire salado y cálido de la isla, esperando inhalar con aquella bocanada una pizca de aquel particular y único aroma de Zoe. ¿Qué importaba el aspecto de tuviera? Lo que le importaba era que ella le había hecho sentirse de nuevo como un hombre.

Aquella idea le hizo sonreír mirando en dirección a Deke. Su amigo había acabado hacía poco un gran proyecto para la NASA y, como era contratista independiente, se había podido tomar unas vacaciones para encargarse de unos asuntos en la isla que había estado retrasando durante tiempo. Al conocer la presión con la que Yeager se estaba enfrentando en Houston, Deke le había invitado para que lo acompañara en aquel viaje.

– ¿Esa mueca quiere ser una sonrisa? -dijo Deke con un tono de sorpresa en la voz-. ¿En que estás pensando?

Yeager se encogió de hombros, dispuesto a no explicarle qué era lo que le había hecho cambiar de humor. Las dos veces que había estado cerca de Zoe, no había tenido la menor duda de que ya estaba curado y había sentido el impulso sexual recorriendo de nuevo sus venas.

Al cabo de un momento, Yeager oyó el golpe sordo de las botas de Deke al depositarse sobre la mesa.

– Ha sido un golpe de suerte que hayamos decidido venir aquí esta semana -dijo Deke, renunciando aparentemente a que Yeager le diera alguna explicación sobre su cambio de humor-. Me ha dicho el abogado que parte del tejado de la vieja casa de mi tío se cayó el martes.

Otra oleada de aire de la isla sopló sobre el rostro de Yeager y este se acomodó en su silla.

– Sí, ha sido un golpe suerte -reconoció con voz ausente.

Deke siguió explicándole su encuentro con el abogado y Yeager estuvo escuchándolo sin hacerle demasiado caso, hasta que de repente le llegaron al oído sus propias palabras. ¡Un golpe de suerte! Cielos, ¿y si su reacción ante la presencia de Zoe no hubiera sido nada más que eso: un loco y pasajero golpe de suerte? ¿Y si mientras él empezaba a sentirse tan optimista como viril aquello no había sido más que otra broma del destino, como las que ya había sufrido en los últimos tiempos?

Se pasó la mano por la cicatriz de la mejilla e intentó apartar de sí aquel sentimiento de angustia respirando profundamente. Por Dios, sabía que tenía problemas más importantes a los que enfrentarse que el sexo, pero por estúpido que le pareciera, tenía la corazonada de que aquel era el primer paso para recuperar la visión. Y a partir de ahí, para recuperar el curso normal de su vida.

Notó el aleteo de un pájaro pasando sobre su cabeza y la ansiedad que sentía se exacerbó. Tenía que asegurarse de que su potencia sexual había regresado. Tenía que acercarse más a ella. Tenía que volver a olería una vez más y ver qué sucedía.

O qué no sucedía.

Pero trató de no plantearse esta segunda posibilidad. Esta vez, cuando el deseo sexual volviera a hacer su aparición, estaba dispuesto a pegarse a ella. Puede que ella no estuviera muy interesada, pero -por todos los demonios- él estaba dispuesto a seducirla utilizando todos sus encantos si era necesario.

Casi se rio de aquella idea tan poco caballerosa a la vez que se sorprendía de lo fácil que le parecía todo ahora. Solo pensar en aquella mujer le hacía sentirse mucho más relajado.

Echando su silla hacia atrás, Yeager interrumpió el relato de Deke sobre los arreglos que necesitaba su recién heredada casa.

– ¿No había dicho la otra chica, Lyssa, que en la casa sirven algo de comida a última hora de la tarde?

A Yeager le pareció que Deke se movía inquieto en su silla.

– Tengo un paquete de seis cervezas en el frigorífico de mi apartamento. -Había una extraña tensión en la voz de Deke-. Cualquier cosa que nos puedan ofrecer allí abajo… seguro que es demasiado joven y demasiado dulce para mí.

– ¿Joven y dulce? -Yeager se incorporó y agarró a Deke por el brazo. No iba a permitir que Deke le impidiera volver a encontrarse con Zoe-. ¿De qué estás hablando? Puede que se trate de vino de reserva y caviar.

Y también -esperaba Yeager- puede que tuvieran algo más sabroso. Siempre se le habían dado bien las mujeres, de eso no había ninguna duda. Y estaba convencido de que un coqueteo sexual -o incluso un poco de sexo, si era capaz de persuadir a Zoe para que participara- iba a hacer que se sintiera mucho mejor.


A la hora del té, los huéspedes de los apartamentos Rosemary y Wisteria estaban disfrutando del aperitivo y de los canapés en la espaciosa sala de estar de Haven House. Mientras ordenaba la cocina, Zoe empezó a pensar que había endilgado las labores de anfitriona a Lyssa para nada. Lo había hecho con la intención de evitar volver a encontrarse con Yeager, aunque normalmente era ella la que servía la comida y charlaba con los huéspedes, mientras que Lyssa se dedicada a las tareas de la cocina. Aquel hábito había comenzado hacía años, cuando Lyssa empezó a sentirse avergonzada de su calvicie y su cabello apenas había empezado a crecer.

Pero ahora Zoe creía que sus precauciones habían sido innecesarias. No parecía que sus dos nuevos huéspedes fueran a hacer acto de presencia en la casa aquella tarde.

Sin embargo, justo en ese momento oyó unas voces nuevas. Lyssa estaba llevando a cabo las presentaciones con una voz suave y dulce. Otra voz más profunda, seguramente la de Deke, y luego la voz de Yeager llegaron hasta los oídos de Zoe para hacer que sus nervios se pusieran de punta. Apretó la bayeta entre las manos y poco a poco se relajó.

Mientras frotaba una y otra vez el reluciente horno, se recordó a sí misma que tenía muchas cosas que hacer en la cocina. Tenía razones muy importantes para esconderse -«para quedarse»- allí.

El mostrador de la cocina estaba especialmente pringoso. Zoe se volvió a poner el delantal y se dedicó a frotar la blanca superficie del mostrador con diligencia, lanzando una mirada de soslayo a través de la rendija de la puerta entreabierta. Si se agachaba un poco y aguzaba la vista, podía tener una visión bastante completa de toda la mesa de la sala de estar.

En una de las paredes color crema estaba apoyado el aparador de nogal de la abuela. Lyssa había colocado en un extremo del mismo un jarrón de cuello alto con tulipanes blancos y margaritas amarillas, y en el otro extremo había puesto uno de los hermosos tapetes de ganchillo de la abuela. Sobre el mantel de la mesa descansaban las botellas de vino, las copas y una enorme bandeja con ensaladas.

Uno de los invitados -un maestro de Arizona- estaba volviendo a llenar su copa mientras los demás conversaban de pie entre los sillones de cretona azul y blanca y la mesa de té sobre la que reposaban el resto de las verduras.

Yeager, que vestía unos pantalones tejanos de verano, una camiseta de punto y aún llevaba las gafas de sol puestas, se había quedado de pie, un poco alejado del resto de los comensales, al lado de la chimenea. Zoe sintió que se le secaba la garganta como si estuviera en el desierto de Arizona, cuando Yeager sonrió a Lyssa mientras esta lo agarraba del brazo amablemente para dirigirlo hacia una silla. Zoe sintió una ráfaga de calor en su antebrazo. Él volvió a ofrecerle otra sonrisa y Zoe se preguntó cómo podía soportar Lyssa estar tan cerca de aquel hombre. Incluso a aquella distancia, su sonrisa hacía que le ardiera todo el cuerpo, como bajo el primer chorro de una ducha caliente.

Entonces Lyssa se dirigió hacia la cocina. Zoe se apartó de su lugar de observación y volvió al centro de operaciones gastronómicas de su establecimiento isleño. Intentó calmar el estremecimiento que sentía en la nuca alineando como soldados de un buen regimiento un montón de botes de especias que había en un estante.

La puerta de la cocina golpeó contra la pared al abrirse. Lyssa apareció con un rostro sonrosado y casi luminoso, y Zoe imaginó que se debía a la reacción ante el radiante carisma de Yeager. Meneó la cabeza con tristeza: no había duda de que aquel hombre tenía algo especial.

– ¿Va todo bien?

Lyssa abrió la puerta del frigorífico.

– Deke y Yeager quieren tomar cerveza.

Zoe sacó del congelador un par de gruesas jarras de cerveza helada.

– Lo estás haciendo muy bien.

Lyssa se la quedó mirando.

– ¿Cómo lo sabes?

Zoe prefirió no admitir que había estado espiándolos.

– Porque eres hermosa y encantadora, y yo creo…

– No me tomes el pelo -se quejó Lyssa-. Te he visto observándome por la rendija de la puerta.

Esa es la desventaja de tener una relación tan íntima con una hermana: conoce todos tus malos hábitos.

Lyssa se rio burlonamente.

– Ha preguntado por ti, ¿sabes?

A Zoe se le subió el corazón a la garganta y tuvo que tragar saliva para volver a colocarlo en su lugar.

– ¿Ah, sí? -dijo ella como si no le importara-. ¿Y tú qué le has dicho?

– Le he dicho que estabas muy ocupada.

Y esa es una de las ventajas de tener una relación tan íntima con una hermana: te cubre las espaldas siempre que haga falta.

– Eres la mejor.

Con las cervezas y las jarras heladas en una bandeja, Lyssa volvió a empujar la puerta de la cocina.

– Tú te lo mereces todo.

Zoe volvió a ocuparse del mostrador de la cocina. De nuevo medio agachada, y mirando a hurtadillas por la rendija de la puerta, pudo ver que -a excepción de Yeager- la disposición de los huéspedes en la sala de estar había cambiado. Ahora estaban todos sentados y el único que había quedado frente a la puerta de la cocina era Yeager.

El ciego Yeager.

Su feo y poco controlable vicio de fisgonear la dominó de nuevo. Si salía sigilosamente de la cocina, se podría sentar en una silla -en un rincón de la sala de estar- parcialmente oculta por un enorme ficus. El único que podría verla allí era Yeager.

Pero él no podía ver nada.

No se molestó en pensar que aquella no era la manera más correcta de comportarse. Ni se preocupó de explicarse a sí misma por qué deseaba tanto estar más cerca de un hombre que acababa de llegar y que provocaba en ella una atracción inusitada. En lugar de eso, salió de la cocina sin hacer ruido, apretando los dientes cuando la puerta chirrió, y echó a andar lentamente por la alfombra oriental hasta llegar a la silla de observación que tenía a solo un pasos.

Escondida entre las enormes hojas verdes de aquella planta, se puso a observar a Yeager. Un mechón de cabello dorado le cayó sobre la frente. Él se lo echó hacia atrás con impaciencia y ella se quedó mirando sus largos dedos, recordando de nuevo cómo se movían, cómo se deslizaban al acariciar la muñeca… Notó que se le ponía la carne de gallina y apartó la vista de aquella imagen, obligándose a girar la cabeza y dirigir la atención hacia las puertas correderas que daban al patio.

La familiar vista de tarjeta postal de la bahía del puerto de Haven la tranquilizó. Una barco, cuyas velas blancas estaban hinchadas como si fueran un cojín relleno de plumas, se deslizaba lentamente sobre las aguas en dirección al embarcadero. Dejó escapar un suspiro.

– Te pillé.

A Zoe se le aceleró el corazón hasta alcanzar la velocidad del sonido. Levantó la cabeza y se encontró con Yeager de pie, delante de ella, arrinconándola contra la esquina.

– ¿Qué?

– Esperaba encontrarte aquí -dijo él con otra de aquellas sonrisas que la desarmaban brillándole en la cara.

Zoe se levantó de golpe de la silla.

– Estoy muy ocupada -dijo ella recordando la excusa que le había dado Lyssa-. Tengo que… eh… eh… -Con un giró rápido de caderas se escabulló pasando a su lado.

Él se dio media vuelta y la siguió.

– ¿Adonde vas?

Ella avanzó decidida hacia la chirriante puerta de la cocina.

– Me he dejado algo en la cocina.

– No me vas a dar esquinazo, ¿sabes? -dijo él con el esbozo de una sonrisa todavía en los labios-. Tengo una especial percepción de tu olor. No te me puedes escapar.

Ella miró por encima de un hombro. Realmente él se estaba moviendo en su dirección. Pero entre ellos estaba la impasible y dolorosamente sólida mesa de la sala de estar, pulida y brillante.

– ¿Necesitas hablar conmigo por alguna razón?

– Me gustaría que me conocieras mejor -dijo él encogiéndose de hombros-. Y me gustaría conocerte mejor a ti. ¿Sabes?, me pica la… curiosidad.

Ella podía imaginar perfectamente qué era lo que le picaba la curiosidad. ¿Cómo había podido estar tan equivocada sobre las preferencias sexuales de aquel hombre? ¿Cómo se había podido sentir tan avergonzada por haber aterrizado sobre su regazo? ¿Por qué con solo mirarlo sentía que le temblaban las caderas y le parecía que iba a estallarle el corazón? Si se escabullía hacia la cocina en ese momento, posiblemente podría eludir tener que contestarse todas esas preguntas.

Pero si él intentaba seguirla seguramente acabaría dándose de bruces contra la mesa.

Zoe miró hacia la puerta de la cocina, luego hacia la mesa de la sala de estar y después hacia aquel hombre medio sonriente que no se daba cuenta del duro obstáculo que tenía ante él.

Dejando escapar un suspiro, dio media vuelta y se acercó a él. La verdad, mamá -se dijo a sí misma recordando los consejos de su madre- a veces ser una buena persona es todo un infierno.

Zoe lo agarró del brazo sin pensar en la sensación que le iba a producir aquella bronceada piel rozándose contra la palma de su mano y tiró de Yeager hacia ella.

– Vamos -le dijo sin molestarse en disimular su tono de reproche.

Y él tampoco se molestó en disimular su maldita sonrisa de triunfo.


Al ver a Zoe saliendo de su escondite, Lyssa se tomó la libertad de abandonar la reunión para seguir al único invitado que había salido de la casa antes que los demás. Al cabo de unos minutos llegó a las afueras de Haven, donde acababan las calles pavimentadas y las casas, y donde las colinas empezaban a hacerse empinadas. Unos caminos polvorientos conducían hacia los campos de manzanos y los bosques de encinas.

Lyssa tomó un camino más ancho que los otros, lo suficiente para que pasara un coche, siguiendo las huellas de las pisadas en el polvo. Aquel camino llevaba hasta la cima de una colina y luego se introducía por una sombreada garganta para volver a ascender hacia otra colina.

Mientras Lyssa avanzaba por el polvoriento camino, metió la mano en el bolsillo de su vestido de algodón y apretó contra la palma la llave que se había guardado allí poco antes; tuvo la impresión de que la había llevado en aquel bolsillo durante toda la vida.

Eran las seis de la tarde, y en la ladera solitaria desde la que se podía ver la pequeña playa de los Enamorados el viento de la tarde había amainado. El sol empezaría a ponerse en menos de una hora, lo cual aún le daba tiempo suficiente para encontrar a Deke antes de que anocheciera.

Lyssa ya sabía dónde podía encontrarlo, aunque él había estado evitándola toda la tarde y no había respondido a ninguna de las preguntas que ella le había dirigido. Pero Deke había dicho a los maestros que se alojaban en el apartamento Wisteria que había viajado hasta la isla para reparar la casa del viejo McCarren, y ella le había visto avanzar en aquella dirección en cuanto se había acabado su cerveza.

Justo en el momento en que la casa apareció ante ella, el camino se hizo más escarpado y Lyssa tuvo que detenerse a tomar aliento. El corazón le latía con rapidez, con el ritmo de un tambor tribal golpeando sus costillas. Pero no a causa de la caminata, sino por lo que su encuentro con Deke -su primer encuentro a solas- podía significar.

A su derecha, varios cuervos alzaron el vuelo por encima de un seto de lilas que rodeaban un frondoso cacto. Uno de los pájaros negros que salió de entre los matojos -alzándose én el cielo azul con su peculiar graznido- puede que fuera el mismo cuervo que le había tirado la llave que ahora tenía en la palma de la mano. A aquellos pájaros increíblemente inteligentes les gustaban los objetos brillantes, las cascaras, los abalorios y cosas por el estilo, pero en este caso se trataba de algo diferente. Cuando la llave aterrizó en su regazo aquella mañana, ella notó al tocarla que estaba caliente, casi ardiendo.

Aunque Zoe se hubiera reído afirmando que eso se debía al sol de la mañana, Lyssa sabía que se trataba de algo más. Cuando su hermana dejó los prismáticos y se marchó corriendo a su reunión, ella los cogió para observar a los dos nuevos huéspedes.

Y había sentido de nuevo aquel mismo calor -no en la llave, sino en el centro mismo de su corazón- cuando los lentes habían enfocado a Deke Nielsen.

Luego, cuando unos minutos más tarde se vieron cara a cara y estuvieron conversando, ella se dio cuenta de que él había sentido exactamente aquel mismo calor. Pero había hecho todo lo posible por evitarla. Apartaba la mirada cada vez que sus ojos se cruzaban con los de ella, pero Lyssa se había dado cuenta de que él la estaba observando cuando creía que ella no podía verle.

Pobre hombre. Ahora iba a tener que dejarle bien claro que no tenía ninguna posibilidad.

Inspiró profundamente por última vez y volvió a ponerse en marcha, ascendiendo con rapidez por el sendero. Si algo no le gustaba hacer en la vida era perder el tiempo.

Los últimos años había necesitado de todas sus fuerzas, su paciencia y su optimismo. Bien, eso le había hecho darse cuenta de que la fuerza engendraba fuerza; y el optimismo, optimismo, pero ya no le quedaba ni un ápice de paciencia.

Durante cinco años enteros se había estado preguntando si volvería a sentirse realmente viva alguna vez. Y ahora que lo había conseguido, estaba decidida a agarrarse a aquella sensación vital con ambas manos. Y al hombre que le había hecho sentirse de aquella manera.

La casa del viejo McCarren estaba situada en un claro del bosque, en medio de una colina repleta de arbustos. Era de estilo reina Ana y sus tres pisos se alzaban sobre los cimientos de una antigua casa de piedra. En otra época debió de ser tan hermosa como el pastel de bodas con el que ella soñaba cuando era niña, pero -por lo que Lyssa recordaba- aquella casa había estado abandonada y vacía durante mucho tiempo.

Lyssa se sacudió las zapatillas cubiertas de polvo en un manzano enano y cubierto de maleza que había en la parte baja del porche. La brisa acarició el bies de su vestido e hizo que una ráfaga de hojas secas se introdujeran entre los peldaños de madera que llevaban al porche.

Entornando los ojos ante la puesta de sol, Lyssa alzó la cabeza buscando con la mirada algún rastro de Deke por el lugar.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -dijo detrás de ella una voz malhumorada.

Ella dio un respingo asustada por la poco amable bienvenida. Tomando aliento con calma, se quedó quieta un momento antes de darse la vuelta.

– He dicho que qué estás haciendo aquí.

Lyssa se dio la vuelta tragando saliva. Allí estaba Deke, vestido con unos tejanos y unas botas de montaña y… nada más. Detrás de él, colgada de las espesas ramas de un chaparro, pudo ver la camiseta de trabajo que había llevado puesta. En una mano sostenía unas tijeras de podar. Lyssa intentó hablar, pero se le hacía difícil pensar en decir algo divertido teniéndolo a él tan cerca. El cuerpo de Deke era enjuto y musculoso, y tenía el pecho cubierto por una fina capa de sudor brillante. Cambió de postura y sus músculos se movieron al compás, tensándose y relajándose con un salvaje poderío masculino. Lyssa sintió que su útero se tensaba, se relajaba y luego se volvía a tensar al mismo ritmo, y que las piernas le fallaban.

– Maldita sea -masculló Deke acercándose a ella.

Ella no supo por qué, pero no protestó cuando él la llevó hacia las escaleras del porche. Decidida y dominante, su mano era como un cielo que se cerraba alrededor de su antebrazo.

Deke la hizo sentarse en los escalones de madera.

– Parece que estés a punto de desmayarte. -Le puso las manos sobre los mechones de la cabeza y se la empujó hacia delante-. Coloca la cabeza entre las rodillas.

Estaba loco si pensaba que ella iba a desperdiciar sus primeros momentos juntos en aquella posición tan indigna.

– No me voy a desmayar -protestó Lyssa ligeramente ofendida.

Nunca en su vida se había desmayado, ni siquiera cuando había tenido que sufrir todo tipo de tratamientos y pruebas médicas.

Inmediatamente él le soltó la cabeza y dio un paso atrás. Todavía tenía las tijeras de podar en una mano y se las quedó mirando como si no fuera capaz de recordar cómo o por qué habían llegado hasta allí. Luego volvió a mirarla a ella.

– ¿Qué estás haciendo aquí, pequeña?

«Pequeña.» Lyssa tuvo que tragarse una sonrisa. Había estado pensando cómo iba a manejar aquella situación. Por lo que parecía debería empezar por sacar el carnet de identidad.

– Tengo veintitrés años.

Él ni siquiera parpadeó.

– ¿Y qué estás haciendo aquí?

Lyssa dudó un instante. Por muy segura que estuviera de los sentimientos de Deke, no tenía ni idea de lo que tenía que hacer para acercarse a él. En la época en que la mayoría de las mujeres empiezan a tener relaciones con los chicos, ella había estado ocupada en cuestiones de pura supervivencia.

– Pensé que acaso podríamos… hablar -dijo Lyssa.

Flojo, pensó enseguida.

Y la expresión de él pareció estar de acuerdo con ella.

– Estoy demasiado ocupado para hablar -dijo Deke dándose media vuelta y echando a andar.

– Podrías hablarme de ti.

Él no se detuvo.

– Podrías hablarme de la casa.

Aunque sus pies se habían parado, seguía dándole la espalda. Tenía unos hombros anchos y bronceados, con los omóplatos muy angulosos. Ella empezó a sentir que volvía a ponerse en marcha aquella profunda y femenina palpitación, haciendo que sintiera un calor interior que la fundía.

– La casa -dijo él-. La he heredado de mi tío abuelo. He venido para restaurarla.

– ¿Y luego?

Deke se encogió de hombros y después se volvió hacia ella.

– Trabajo para la NASA. Volveré a Houston o a cualquier otro lugar en el que me necesiten.

Ella sonrió abiertamente.

– ¡Cuatro frases enteras! Ya ves que no era tan difícil.

Él entornó los ojos. Eran de un color gris claro y en ese momento parecían de hielo.

– ¿Qué es lo que pretendes?

Lyssa sintió un escalofrío. «¿Qué es lo que pretendo?» Pensó en lo que había sido su vida antes de aquel desdichado día, cuando no tenía más que diecisiete años. ¿Habría podido aprender entonces cómo enfrentarse a aquello? ¿Cómo envían las mujeres señales para dar a entender a un hombre que están interesadas por él? Se frotó las manos nerviosamente y luego se las pasó por el pelo dándose cuenta de que él seguía cada uno de sus movimientos con los ojos.

Bien. Parecía que a él le gustaba su pelo. También a ella le gustaba, porque su larga mata de cabello dorado significaba salud y normalidad. Sin pensarlo, se humedeció los labios. Los ojos de él también se posaron allí. Pero luego movió la cabeza y una vez más evitó su mirada.

Lyssa decidió que había que acortar distancias entre los dos. Se puso en pie y avanzó varios pasos en dirección a Deke.

Él a su vez, retrocedió varios pasos.

Ella dio otro paso adelante. Y él dio otro paso hacia atrás. Aquello habría sido gracioso si no hubiera representado una pérdida de tiempo tan estúpida.

– ¿De verdad tenemos que bailar un tango? -preguntó ella casi exasperada.

Por un momento Lyssa creyó que él estaba a punto de sonreírle. Pero enseguida sus mandíbulas se apretaron.

– No, si te marchas de nuevo a tu casa.

Él no había llegado a pronunciarla, pero la última palabra se podía sobrentender: «Pequeña».

Lyssa suspiró. No era una niña y en realidad tenía bastante más de veintidós años. Aunque no parecía mayor, Lyssa sabía que tenía mucho más conocimiento de la vida que las chicas de su edad. Había luchado contra la leucemia y había luchado contra la muerte.

– ¿Por qué te molesta que me quede aquí? -preguntó ella.

¿Por qué no quieres aceptar lo que los dos sentimos?, pensó.

Él se echó las tijeras de podar al hombro y se puso a andar hacia el acebo que crecía al otro lado del porche.

– Tengo cuarenta y tres años.

– Lyssa -dijo ella-. Di: tengo cuarenta y tres años, Lyssa.

Necesitaba que él pronunciara sus nombre. Necesitaba que la reconociera aunque fuera solo de aquella manera tan pobre.

Los ojos de Deke se helaron todavía más.

– Tengo cuarenta y tres años -dijo-. Y no quiero ni necesito ninguna compañera de juegos.

Al fin. Por lo menos ya había dejado de hacer ver que no sabía de qué iba todo aquello. Por qué estaban allí.

– Yo no estoy jugando -dijo Lyssa.

Él no le hizo caso y se dio media vuelta para ponerse a podar el arbusto. A los pocos minutos empezaron a caer largas ramas alrededor y encima de él. Ramas que también desdeñó mientras empezaba a sudar abundantemente por la espalda. Por los brazos empezaron a correr gotas de sangre a causa de los rasguños de las espinas de las bayas de acebo.

– ¿Qué estás haciendo? -dijo ella mirándolo sorprendida.

Siguieron cayendo más ramas. Por la espalda descendía un reguero de sangre como si fuera una lágrima sin fin.

– ¡Para! -Lyssa no soportaba ver cómo sangraba, pero él seguía trabajando con furia-. ¡He dicho que pares!

Pero Deke no se detuvo. Seguía podando, sudando, sangrando.

Disgustada, Lyssa elevó la voz hasta convertirla en un grito.

– ¡De acuerdo, de acuerdo! Ya lo he entendido. ¡Me marcho!

Él dejó caer las tijeras de podar a un lado.

– Qué buena idea -dijo Deke con calma.

Perfecto -pensó Lyssa sintiendo de repente que el corazón le pesaba en el pecho como una piedra-. El hombre con el que estoy destinada a pasar el resto de mi vida no puede ni siquiera soportar mi presencia.

Volviendo a tomar el camino hacia su casa, Lyssa echó a andar con las manos metidas en los bolsillos de su vestido. La llave. La sentía en la palma de la mano, cálida y sólida. Sonrió al darse cuenta de lo que aquello significaba. Zoe podría decir que no se trataba de nada más que la transferencia del propio calor del cuerpo de Lyssa a aquel pedazo de metal, pero ella sabía reconocer la diferencia. Lo que significaba era que Deke sería suyo.

Aunque conseguirlo no iba a ser una tarea fácil. Pero nadie podría decir que ella era de las que se daban por vencidas fácilmente. Con el corazón de nuevo alegre, se detuvo un momento para mirar atrás por encima del hombro.

Él estaba de nuevo podando el acebo, pero esta vez a una velocidad más calmada. Se quedó quieta observándolo. Ahora se había puesto a cortar con especial interés las ramas que crecían alrededor de algo.

A la altura del suelo de madera del porche -justo al lado de la escalera de entrada de la casa-, empezó a emerger de entre la masa de matorrales que Deke acababa de podar un cartel que había estado allí medio oculto. Luego él se movió y se colocó en el lado opuesto de la escalera, y continuó podando allí con cuidado. Apareció entonces otro pedazo de aquel cartel. Las ramas del acebo lo habían protegido bastante bien de los elementos, porque las letras negras ligeramente descoloridas todavía se podían leer perfectamente: NO SE ADMITEN MUJERES.


Zoe iba de acá para allá por la cocina recogiendo los restos de la comida de la tarde. Gracias a Dios a la gente le gustaba cómo cocinaba. Una vez que hubo llevado a Yeager hasta la cocina, solo pasaron varios minutos antes de que el resto de los huéspedes se unieran a ellos, a excepción de Deke y Lyssa.

Contenta por la compañía, había vuelto a llenarles de vino las copas y les había servido más empanadillas de espinacas, y había intentado convencer a los demás para que se quedaran allí a base de tostadas de verduras con pesto. Con la compañía de los demás allí, ella ya no era la única receptora de los devastadores encantos de Yeager.

Pero ahora ya se habían marchado todos los demás y ella no sabía muy bien cómo manejar aquella situación con él. Le lanzó una rápida mirada de soslayo solo para asegurarse de si podría adivinar lo que él estaba pensando, allí sentado, en una silla al lado de la mesa de la cocina. ¿Estaba también dispuesto a marcharse? ¿O estaba tramando quedarse allí para seguir acosándola con sus encantadoras sonrisas? Pero una mirada rápida no era suficiente para averiguarlo.

Entonces se quedó parada sonriendo para sus adentros. ¿Cuántas veces se lo tendría que recordar a sí misma? Podía mirar todo lo que quisiera, ¡tonta! Aquel hombre no podía verla. Cruzándose de brazos, dio un paso atrás para observarlo más detenidamente. Unos hombros anchos y fuertes y un cuello bronceado. Una cara angulosa y atractiva, con una larga cicatriz que apuntaba hacia una boca finamente esculpida de labios sensuales.

Pero la tranquilidad no le duró ni dos minutos. Enseguida, el corazón empezó a latirle con un insistente tamborileo, mientras la sangre empezaba a moverse lentamente por sus venas como si fuera miel, hinchando cada una de ellas. Zoe se dio cuenta de que nunca antes había mirado a un hombre como lo miraba a él, observándolo con verdadera delectación. Un temblor enfermizo empezó a invadirle las caderas y le pareció que el estómago se le iba a salir por la boca, golpeando suavemente contra el corazón. Notó que se le secaba la garganta.

– ¿Qué? -preguntó él volviendo de repente la cabeza hacia ella. La luz de la cocina se reflejó en los lentes ahumados de sus gafas.

Ella dio un respingo y los ojos se le abrieron como platos. ¡Pillada! Pero ¿cómo se había dado cuenta?

– ¿Qué… de qué? -tartamudeó ella.

Los extremos de los labios de él se elevaron.

– ¿Por qué me estás mirando de esa manera?

Ella frunció el entrecejo y sintió un desagradable cosquilleo en los pies.

– ¿Estás seguro de que no puedes ver? Me parece que es demasiado fácil para ti saber dónde estoy y qué estoy haciendo.

La boca de él dibujó una amplia sonrisa. Zoe trató de ignorar el sobresalto que esta produjo en su ya acelerado corazón.

– Ya te lo he dicho: porque puedo olerte.

– De esa manera puedes saber dónde estoy, pero ¿cómo sabes qué estoy haciendo?

– Puedes llamarlo arrogancia, pero… -dijo él encogiéndose de hombros.

Era muy fácil imaginar qué era lo que iba a decir.

– Pero las mujeres que hay a tu alrededor siempre te están mirando, ¿no es así? -preguntó ella con sarcasmo.

La mejor defensa siempre es un buen ataque, se recordó a sí misma casi sin poder resistir la tentación de tirarle un jarrón de agua fría por la cabeza.

Él adoptó una expresión aparentemente ofendida.

– No. Lo que iba a decir es que estoy bastante acostumbrado a leer los pensamientos de las personas… y los tuyos. No dejas de moverte todo el tiempo, salvo cuando algo te desconcierta.

– ¿Y cómo sabes todo eso si el trato ha sido tan breve?

– Cuando no puedes ver, se desarrollan más los demás sentidos -dijo Yeager encogiéndose de hombros.

Ella entornó los ojos con recelo.

– Todavía dudo de que realmente seas ciego.

– ¿De veras? -dijo él con voz tranquila-. Bueno, también yo pienso que esto no es más que una pesadilla demasiado larga. Pero lo cierto es que tuve un accidente en moto. Me golpeé la cabeza contra el asfalto y sufrí una hemorragia que ha afectado a mi vista. Cuando desaparezca la hemorragia podré volver a ver.

Zoe se sintió mal por haber querido tirarle un jarrón de agua por la cabeza.

– Pero eso no será antes del lanzamiento del cohete Millennium.

Él se pasó lentamente una de las manos por el dorado y radiante pelo.

– No, eso no será antes del lanzamiento del Millennium.

– Puede que para la próxima vez, ¿no? -preguntó Zoe.

Él volvió la cabeza hacia otro lado.

– Puede.

A Zoe se le apretó el corazón en un puño. No le parecía justo que su Apolo tuviera que estar temporalmente en tierra. Ansiosa por cambiar de tema -y por calmar de paso su peligrosamente ablandado corazón- agarró un plato de tacos de queso y lo colocó sobre la mesa de la cocina, delante de él.

– ¿Quieres comer algo? -preguntó alegremente-. Antes no has comido nada.

Él volvió a girar la cabeza hacia ella y la sonrisa apareció de nuevo en su rostro con el mismo poder devastador. Zoe sintió otra oleada de calor en el vientre. Una oleada que ascendió hacia las caderas y luego continuó hasta detenerse en el pecho. Estaba temblando desde la cabeza hasta los pies.

– También podemos conversar -dijo él-. Voy a quedarme en Abrigo durante un tiempo. -Había un tono de seducción en su voz que ni siquiera la inexperta Zoe podía dejar de percibir-. Me gustaría conocerte más. Podríamos… intimar un poco más.

¿Intimar? Zoe dio un paso atrás; aquel tono de voz sensual le producía un hormigueo en todo el cuerpo y la hacía sentirse como si estuviera llena de burbujas. No, aquello no era una buena idea. Una mayor intimidad entre ellos dos solo podría llevar a una lujuria desaforada. Y obviamente aquel era el hombre equivocado.

– Será mejor que comas algo -contestó ella tomando firme control de sí misma y de la conversación.

No estaba dispuesta a intimar con él. Y se iba a sentir mucho más segura si él dejaba de pretender acercarse a ella. Cierta distancia emocional y su ceguera le ofrecían un pequeño refugio de seguridad en el que Zoe estaba dispuesta a meterse sin dudarlo.

Inclinándose hacia la mesa, ella le acercó más aún el plato de queso, hasta que llegó a rozar una de sus manos, que descansaba sobre la mesa.

– Prueba un poco de esto.

Yeager apartó la mano.

– ¿Sabes?, necesito tener mucha confianza para eso. No me gusta comer delante de otras personas. La mitad de las veces meto el tenedor en el vaso de leche en lugar de en el puré de patatas.

Confianza. Ella se dio media vuelta para seguir guardando en el frigorífico los platos con los restos de la comida. Ese era el problema. ¿Cómo podía confiar ella en sí misma teniendo tan cerca a un hombre como aquel? Él era un aventurero, un explorador, un hombre de mundo; no, más bien un hombre de universo. Todo lo que ella no era.

Además, la manera en que se le ponía la piel de gallina cada vez que estaba a su lado era algo que ella no sabía cómo controlar.

– Y siempre tengo miedo de acabar metiéndome el tenedor en la oreja en lugar de en la boca -añadió Yeager.

A pesar de ella, aquella imagen hizo que Zoe se riera. Meneando la cabeza, se quedó mirándolo. Él tomó un trozo de queso y estiró las piernas para apartar la silla de la mesa con el pie.

– Venga, Zoe, tómate un respiro.

No debería arriesgarse. Pero entonces volvió a mirarlo y vio que un pedazo de queso se le había quedado pegado en el extremo del labio. No pudo evitar sonreír. Aquel hombre era encantador. Puede que lo único que necesitara fuera sentirse más tranquila a su lado.

Con otra sonrisa y meneando la cabeza, ella se sentó a su lado. ¿Cómo de difícil podía ser manejar a un hombre que necesitaba un nuevo par de ojos y una servilleta? ¿Acaso no era labor de una buena anfitriona solventar las necesidades de sus huéspedes?

– Bueno, háblame de ti, Zoe.

Él sonrió con aquel trozo de queso todavía pegado en el extremo de sus seductores labios.

¿Qué podía contarle de sí misma? ¿Qué podía ser lo suficientemente interesante para él, pero al mismo tiempo impersonal?

– Shalimar -dijo ella de pronto.

Seguramente le gustaría saber qué perfume utilizaba, ¿no? Siempre llevaba con ella un frasco de aquel perfume. Zoe le devolvió la sonrisa, contenta por la manera como se había salido por la tangente.

– Ah, el perfume. Shalimar. -A ella le sorprendió que Yeager supiera lo suficiente de perfumes femeninos como para conocerlo. Pero él asintió con la cabeza-. Aunque no creo que tu olor venga solo del perfume. Y, de todas formas, yo estaba pensando en algo…

Ella entornó los ojos.

– ¿Algo?

– Estaba pensando en algo… más -dijo él sonriendo de nuevo.

Zoe se puso a pensar en aquella migaja de queso que ahora estaba empezando a molestarle, haciendo que no pudiera apartar la mirada de su boca. De aquella boca tan masculina y tan sensual.

– ¿Más qué? -preguntó ella absorta.

Si él hubiera sido una amiga suya, debería haberle mencionado en ese momento que tenía aquella migaja de queso. Pero se trataba de un hombre, y de uno que acababa de admitir que le daba vergüenza comer delante de otras personas.

– Más… personal -dijo Yeager.

Si hubieran estado en medio de una fiesta, habría bastado con llamar su atención pasándose la mano por la boca. Como un acto reflejo, cualquiera que la hubiera visto hacer aquel gesto habría imitado su propio movimiento.

Cualquiera que pudiera verla, claro.

Aproximándose más a él, Zoe llevó a cabo un pequeño experimento. En lugar de respirar normalmente, trató de apretar los labios y soplar en dirección a la boca de él. Pero la obstinada migaja de queso no se movió del sitio.

– Más personal -insistió Yeager.

Ella volvió a entornar los ojos. Sin duda, debía de parecer tonto con aquella cosa pegada a la mejilla como… como si fuera un beso. Se echó hacia atrás. ¿De dónde le venían aquellas ideas traicioneras?, se preguntó.

– Venga, Zoe. Cuéntame algo que haga juego con el perfume Shalimar -dijo Yeager-. Una descripción.

Eso la distrajo de la migaja de queso. Aquel hombre quería una descripción. Ella entrecerró los ojos. Por supuesto, no hacía falta ser una mujer fatal para saber que algunos hombres son demasiado predecibles.

Zoe se cruzó de brazos. Después de todo, aquello iba a ser más fácil de lo que había imaginado.

– Cuéntame antes algo sobre ti. -Al intentar soplar a la vez que pronunciaba las últimas palabras, en un nuevo intento de quitarle la miga de la cara, estas adoptaron un tono aéreo y sensual-. Algo personal.

Yeager sonrió con la migaja de queso todavía en el mismo sitio como si estuviera encantado de la manera en que ella coqueteaba con él.

– Dime tú qué quieres que te cuente.

– ¿Cuál es tu fantasía? -preguntó ella-. ¿Largas piernas? -dijo, y continuó imaginando-: ¿Largo cabello moreno, grandes ojos oscuros, grandes… todo lo demás?

Él se dedicó a lamer todos aquellos adjetivos como si fuera un perro sediento delante de un tazón de agua.

– Sí, sí, sí… sí.

Ella se apoyó en el respaldo de su silla.

– Pues yo no soy en absoluto así.

Él sonrió dando a entender que ya se había dado cuenta de que estaba intentando tomarle el pelo.

– Vaya, eso no es ninguna novedad.

– ¿No lo es?

– Recuerda que te he tenido sentada sobre mis rodillas.

Oh, ya sabía ella que aquello iba a salir a colación tarde o temprano. Sintió que se le subían los colores de vergüenza.

– Pero déjame que intente una cosa. Algo que me contó uno de los tipos que conocí en la rehabilitación.

Sorprendida de que hubiera dejado de lado tan pronto el incidente de su caída sobre él, le preguntó entornando los ojos:

– ¿De qué se trata?

– Dame la mano.

– ¿Para qué?

– Tranquila, que no voy a morderte los dedos -dijo él aparentando indignación-. Venga -añadió colocando la palma de la mano abierta sobre la mesa.

Todavía desconfiada, ella puso tímidamente su mano sobre la de él.

Caliente. Fuerte. La palma de él abrazó toda su palma -solo durante un dulce y escabroso momento- antes de darle la vuelta. Le sujetó la mano con su gran mano y con los dedos de la otra empezó a trazar suavemente caminos sobre su sensible piel. Las yemas de sus dedos eran ásperas y ella hacía muecas mientras notaba que un escalofrío le iba subiendo por el brazo.

– Aquel tipo aseguraba que se puede ver a una mujer tocándole la palma de la mano -dijo Yeager.

Zoe frunció el entrecejo.

– Me parece que ese tipo era un timador -replicó ella.

El contacto de sus dedos hacía que a ella le ardiera la piel. Sentía chispas que pasaban de las terminaciones nerviosas de los dedos de él a su piel, y cálidas palpitaciones que le telegrafiaban un mensaje explícito: se-xo… se-xo… se-xo.

Indefensa e intentando luchar de nuevo contra sus temblores, Zoe se quedó mirando fijamente los cristales ahumados de sus gafas de sol y trató de comprender qué era lo que le hacía desear tanto ser acariciada por él, qué era lo que hacía que él la tocara de aquella manera. Pero lo único que vio allí fue su propio reflejo.

– Me parece que estoy empezando a ver algo -dijo Yeager alzando la cara hacia el techo como si así se concentrara mejor-. Sí, se está formando una imagen, aunque todavía es un poco borrosa.

De repente Zoe se dio cuenta de que la migaja de queso había desaparecido de su mejilla. Dejó escapar un suspiro cargado de pánico. ¡Aquel trozo de queso era su red protectora! ¡El cercado que podía mantener encerradas todas las peculiares y femeninas sensaciones que estaban empezando a embriagarla!

Ella tiró de su mano tratando de apartarla, pero él no la dejó escapar.

– Espera -dijo Yeager-. Ya está empezando a enfocarse.

Le seguía acariciando la palma de la mano con un gesto seguro de sí mismo.

– Sí -dijo él-. Ahora está muy clara.

Lo que estaba muy claro era que ella se había quedado paralizada. Se puso a respirar profundamente, intentando no pensar en aquellos dedos cálidos y en todos los lugares de su cuerpo al rojo vivo por los que le gustaría que se pasearan.

– Una mujer joven, de veintitantos años. Bajita y esbelta.

Zoe se dijo que no le importaba que hubiera adivinado aquello. Conocer su edad y su constitución física no era conocerla a ella en absoluto. Aquellos detalles no eran aspectos que ella prefería que no se conocieran.

Él todavía seguía moviendo los dedos por la palma de su mano, dibujando pequeños círculos sobre su piel. Unas cuantas chispas volvieron a atravesar su carne.

– Con el pelo corto, rubio y rizado, y con enormes ojos azules.

– ¡Eh!

– Vale, vale, esta parte me la han chivado los profesores del apartamento de al lado -admitió él sonriendo burlonamente.

Zoe cerró los ojos intentando que aquella sonrisa no le llegara hasta las entrañas que sentía cómo ya empezaban a humedecerse. Rubia y con ojos azules. ¿Y qué? Había un millón de mujeres con esas características.

– Una muchacha alegre y risueña. -Y de repente la yema de su dedo se paró en seco-. Pero me estás escondiendo algo.

A Zoe se le heló el corazón y se quedó sin aliento. Aquello no iba bien.

– Algo que has enterrado tan profundamente que crees que jamás lo descubriré.

Sintió un escalofrío en las puntas de los dedos. Aquello no iba nada bien.

– Pero lo descubriré, Zoe -dijo él-. Lo descubriré.

Y entonces Yeager le golpeó la palma de la mano con la mano que tenía libre. Tres de sus largos dedos presionaron contra el pulso de su muñeca. A Zoe volvió a latirle el corazón con rapidez; el pulso empezó a palpitar salvajemente golpeando contra su piel y sintió que aquellas palabras que él acababa de pronunciar la asustaban tanto como la excitaban.

Aquel hombre radiante que no podía ver, pero que era capaz de adivinar tantas cosas, o que había encontrado una inquietante ventana en su alma, mantenía la mano de Zoe atrapada entre las suyas, apretándola y sujetándola de una manera firme, viril y cálida.

Sintió un torrente de calor que le recorría toda la piel y soltó el aire de los pulmones en un nervioso tartamudeo. Lo más sobrecogedor de todo aquello era que ella no tenía ningunas ganas de alejarse de allí.

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