La guerra había terminado. El hombre que tiempo atrás era conocido como Némesis permanecía ante la ventana de la biblioteca escuchando el bullicio de la calle. Todo Londres celebraba la derrota final de Napoleón en Waterloo a la manera en que son capaces de hacerlo los londinenses. Fuegos de artificio, música y el clamor de miles de personas entusiastas colmaban la ciudad. La guerra había terminado, pero a juicio de Némesis, no, al menos hasta el punto que a él le habría gustado. Todavía era un misterio la identidad del traidor que se hacía llamar Araña y mientras el misterio permaneciera irresoluto, no habría justicia para los que habían muerto en sus manos.
Némesis comprendió que era hora de recobrar el curso de su propia vida, sus deberes y responsabilidades, y en primera instancia encontrar una novia aceptable. Abordaría la tarea tal como hacía todo: con precisión lógica y cabal. Elaboraría una lista de candidatas y elegiría una. Sabía con exactitud qué clase de esposa quería, una mujer virtuosa a tenor de su nombre y título, una mujer en la que pudiese confiar y que comprendiera el significado de la lealtad. Había vivido demasiado tiempo en la oscuridad, había calibrado el significado de aquellos valores y sabía que no tenían precio. Escuchó el bullicio callejero. Había concluido. Nadie se sentía más agradecido que Némesis porque hubiesen acabado las terribles pérdidas que ocasionaba la guerra. Sin embargo, siempre lamentaría que no hubiese tenido lugar su propia confrontación a muerte con el sanguinario Araña.