CAPÍTULO XIII

Augusta se incorporó en la cama, el cuerpo aún tibio por el amor de Harry. Encendió la vela y la llevó hasta el tocador. En la cama, Harry se removió.

– Augusta, ¿qué haces?

– Busco el poema de Richard. -Abrió el cofrecito donde guardaba el collar de su madre y el pliego que conservaba desde hacía dos años.

– Eso puede esperar hasta mañana. -Harry se apoyó sobre un codo y la contempló con los ojos entrecerrados.

– No. Quiero dártelo ahora mismo. -Le llevó el pliego de papel-. Aquí está. Léelo.

Harry recogió el papel; sus cejas oscuras se unieron en el entrecejo.

– No creo que pueda sacar nada en limpio con un vistazo. Necesito estudiarlo.

– Harry, eso es una tontería: no se trata de un asunto de Estado. Es una insignificancia. Cuando mi hermano me pidió que lo guardara estaba muriendo y, tal vez, sufriera alucinaciones en su agonía.

Harry la miró y Augusta calló. Suspiró, se sentó al borde de la cama y contempló las terribles manchas del papel. Conocía de memoria los versos.


La telaraña


Contemplad a los bravos jóvenes que juegan sobre la telaraña.

Ved cómo brillan sus sables de plata.

Se reunieron en número de tres para tomar el té y regresaron a servir la cena del amo.

Que come entre las sedosas hebras y bebe la sangre generosa de los jóvenes.

Y dedica tiempo a las tres y a las nueve, hasta que la luz se apaga.

Ahora, todos son pocos y pocos son alguno.

La araña juega una mano de cartas y advierte que ha ganado.

Cuenta veinte y no tres, y tres y no uno, hasta que descubras el resplandor.


Tensa, Augusta aguardó a que Harry releyera el poema. Cuando terminó, volvió a mirarla con intensa y fría expresión inquisitiva.

– Augusta, después de que te lo diera tu hermano, ¿se lo has enseñado a alguien?

Augusta asintió.

– Pocos días después de que asesinaran a Richard, vino a hablar un hombre con tío Thomas. Pidió ver las pertenencias de mi hermano y tío Thomas lo remitió a mí. Y le di el poema.

– ¿Qué dijo?

– Sólo le interesaron los documentos que se hallaron sobre el cadáver de Richard. Entonces comenzó a especular con la posibilidad de que hubiese estado vendiendo información a los franceses. Quedó de acuerdo con mi tío en que el asunto debía silenciarse.

– ¿Recuerdas el nombre de ese sujeto?

– Se llamaba Crawley.

Disgustado, Harry cerró los ojos un instante.

– Crawley, sí, un bufón torpe y estúpido. No me extraña que cerraran la investigación.

– ¿Por qué dices eso?

– Crawley fue un tonto.

– ¿Sí? -Augusta frunció el entrecejo.

– Murió hace unos años. No sólo era idiota sino que tenía una idea trasnochada de la inteligencia militar. La consideraba una tarea inadecuada e indigna de un auténtico caballero. En consecuencia, conocía muy poco del proceso y no habría reconocido un mensaje codificado ni que lo hubiera tenido ante sus narices. Maldito sea.

Augusta dejó el candelabro y apoyó la barbilla sobre las rodillas levantadas.

– ¿Crees que el poema está en clave?

– Es muy posible. Por la mañana lo examinaré con detalle. -Harry volvió a plegar con cuidado el papel.

– Aunque fuese un mensaje cifrado, sería posible que Richard tuviera intenciones de pasarlo a un agente inglés y no a un francés.

Harry dejó el poema sobre la mesilla de noche.

– Augusta, eso no importa. A nosotros no nos importa. No me preocupa lo que hiciera tu hermano hace dos años. Jamás te juzgaría a ti por sus acciones. ¿Me crees?

La joven asintió sin apartar la mirada de los ojos de su esposo.

– Te creo. -Aliviada, comprendió que Harry sería en extremo escrupuloso. No culparía a su esposa por actos de otros miembros de la familia.

– Estás helada, Augusta. Ven aquí bajo las sábanas. -Harry apagó la vela y atrajo a su esposa a sus brazos.

Harry permanecería despierto largo rato abrazándola. Ella tampoco pudo dormir. Su mente daba vueltas sin cesar a la pregunta: «¿Habré hecho bien dándole el poema a Harry?».

Poco después del amanecer, se removió inquieta, en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Sintió que Harry se levantaba con sigilo de la cama, pero no dio la vuelta ni abrió los ojos.

Oyó el crujido del papel cuando Harry cogió de la mesilla de noche la hoja del poema. Luego la puerta de la habitación se abrió y cerró de nuevo con suavidad.

Augusta se obligó a quedarse en cama hasta que apareció en el cielo la primera luz del alba y entonces se levantó y preparó para el largo día que la esperaba.

Tras un vistazo por la ventana, comprobó que la jornada llegaba cubierta por una oscura y densa capa de nubes que prometía lluvia.


Harry acudió al desayuno el tiempo necesario para servirse huevos y carne que había sobre el aparador y luego desapareció hacia el estudio. Dirigió unas pocas palabras a su esposa y a su hija. Parecía intensamente concentrado y toda la familia vibró en la misma cuerda; era evidente que los habitantes de la casa ya conocían aquel humor.

– Papá se pone así cuando trabaja en sus manuscritos -le explicó Meredith a Augusta mirando a la madrastra con una expresión sincera y ansiosa en sus claros ojos grises-. No creas que todavía está enfadado contigo.

– Comprendo. -Augusta sonrió a pesar de sus propias preocupaciones-. Lo tendré presente.

– Dentro de tres días llegarán los invitados, ¿no es cierto? -preguntó Meredith. Un matiz de ansiedad traicionaba la seriedad de su expresión.

– Así es. Esta tarde vendrá la señorita Appley a probarte los vestidos. Recuérdale a la tía que tiene que abreviar las lecciones. Estaremos las tres atareadas con la modista.

– Se lo diré, Augusta. -Meredith se levantó de la mesa y se fue corriendo al cuarto de estudio.

Sola en el pequeño comedor, Augusta sorbió el café en silencio. Leyó las cartas que habían llegado esa mañana y luego uno de los periódicos de Londres que acompañaban el correo. Cuando terminó, preguntó al mayordomo y al ama de llaves si consideraban necesario contratar personal auxiliar para la fiesta.

La puerta de la biblioteca permaneció cerrada toda la mañana. Cada vez que pasaba por el vestíbulo de la planta baja, la mirada de Augusta se dirigía hacia esa puerta. El silencio que emanaba del refugio de Harry se fue haciendo insoportable. No podía dejar de imaginar cuál sería la conclusión sobre Richard a consecuencia del terrible poema.

Cuando ya no pudo soportarlo, Augusta ordenó que le ensillaran la yegua y fue a ponerse ropa de montar. Al volver a bajar al vestíbulo principal, el mayordomo le dirigió una mirada afligida.

– Señora, parece que va a llover.

– Quizá. -Augusta sonrió distraída-. No se preocupe, Steeples. Un poco de agua no me hará daño.

– Señora, ¿no quiere que la acompañe uno de los mozos de las caballerizas? -Cada línea del rostro adusto de Steeples expresaba una honda preocupación-. Sin duda, su señoría preferiría que fuese usted acompañada.

– No, no quiero un mozo, Steeples. Estamos en el campo. No es necesario preocuparse por los inconvenientes que tendría una mujer en la ciudad. Si alguien pregunta por mí, dígale que vuelvo más tarde.

Steeples inclinó la cabeza con gesto rígido y reprobatorio.

– Como quiera, señora.

Augusta suspiró, bajó las escaleras y montó. En Graystone, incluso el mayordomo era difícil de complacer.

Cabalgó cerca de una hora bajo el cielo amenazador y sintió que se reanimaba. Ante la inminencia de la tormenta, era imposible permanecer melancólica. Expuso la cara a la brisa fresca y sintió las primeras gotas de lluvia. La refrescaron y revitalizaron como no lo habría hecho ninguna otra cosa en un día tan arduo.

Aunque estaba prevenida, los primeros truenos la sorprendieron. Comprendió que ya era tarde para volver a Graystone antes de que se desatara la tormenta. Divisó una cabaña medio derruida y se dirigió de inmediato a ella. Estaba vacía.

Dejó la yegua en el pequeño establo que había junto a la cabaña. Luego entró allí y se quedó en el vano de la puerta contemplando cómo barría la lluvia el paisaje.

Al rato de permanecer así vio la silueta de un jinete y caballo en medio de la tormenta. El ruido de los cascos se mezclaba con el retumbar de los truenos y los relámpagos cruzaban el cielo, cuando el animal se detuvo bruscamente frente a la puerta.

Desde lo alto del caballo, Harry la miraba ceñudo. El abrigo de cordones revoloteaba alrededor como una capa negra y la lluvia goteaba desde el sombrero negro de castor.

– ¿Qué demonios estás haciendo aquí, en medio de la tormenta, Augusta? -El potro remoloneó al escuchar un nuevo retumbar de truenos a lo lejos. Harry lo tranquilizó palmoteándolo con la mano enguantada-. Por Dios, mujer, tienes menos sentido común que un escolar. ¿Dónde está tu cabalgadura?

– En el establo de atrás.

– Llevaré el caballo y volveré aquí. Cierra la puerta o te empaparás.

– Sí, Harry. -El murmullo de Augusta se perdió bajo el estrépito de la lluvia.

Poco después la puerta se abrió de golpe y Harry entró en la cabaña chorreando agua sobre la superficie de tierra. Llevaba consigo una brazada de leña que debió de hallar en el establo. Cerró la puerta con el pie, dejó caer la leña en la chimenea y comenzó a quitarse el abrigo y el sombrero.

– Espero que tengas una buena explicación para esta tontería.

Augusta se encogió de hombros. Se rodeó con los brazos, sintiendo que la cabaña se achicaba con la presencia de Harry.

– Tenía deseos de cabalgar.

– ¿Con este tiempo? -Harry se sacó los guantes. Golpeó los pies en el suelo para sacudirse el agua de las botas-. ¿Y por qué no hiciste que te acompañara un mozo del establo?

– Creí que no lo necesitaría. ¿Cómo me has encontrado?

– Steeples tuvo la prudencia de observar hacia dónde te dirigías cuando saliste de casa. No tuve inconvenientes para seguirte. Algunos arrendatarios te vieron pasar y uno de ellos recordó este lugar y se le ocurrió que tal vez hubieses buscado refugio aquí. Es la única cabaña vacía que hay por los alrededores.

– Qué lógico eres. Como ves, estoy perfectamente bien.

– Ésa no es la cuestión. La cuestión es tu carencia de sentido común. ¿Cómo se te ha ocurrido salir a cabalgar en un día semejante? -Harry se arrodilló frente al hogar y con rápidos y diestros movimientos encendió el fuego-. Si no pensaste en ti misma, ¿por qué no pensaste en Meredith?

Augusta se sorprendió y sintió surgir en ella una chispa de felicidad.

– ¿Estaba preocupada Meredith?

– Meredith no sabe que saliste. Todavía está estudiando.

– Oh. -La diminuta chispa se extinguió.

– ¿Qué ejemplo es éste para mi hija? ¿Quieres explicármelo?

– Pero si ni siquiera sabe que me fui, Harry, ¿cuál es el problema?

– Es una suerte que no se enterara de que salieras sola.

– Claro, ya entiendo. -Augusta sintió que se apagaba en ella el deseo de discutir-. Por supuesto, tienes mucha razón. Le he dado un pésimo ejemplo. Es probable que en el futuro le brinde otros semejantes. A fin de cuentas, soy una Ballinger de Northumbland.

En un solo movimiento veloz y amenazador, Harry se levantó haciendo retroceder a Augusta.

– ¡Maldición, Augusta, basta de usar la reputación de tu familia como excusa a tu propio comportamiento! ¿Me has entendido?

Augusta sintió un escalofrío. Harry estaba furioso y Augusta comprendió que no era sólo porque hubiese salido a cabalgar sola ante la inminencia de la tormenta.

– Sí, milord, lo has dejado muy claro.

En un gesto de furia y frustración, el conde se pasó los dedos por el cabello húmedo.

– Deja de mirarme como si fueras la última Ballinger de Northumberland, de pie sobre los muros del castillo, dispuesta a luchar contra el enemigo. Yo no soy tu enemigo, Augusta.

– En este momento lo pareces, Graystone. ¿Acaso te sientes obligado a sermonearme durante toda la vida? Me parece una perspectiva bastante desdichada, ¿no crees?

Harry se volvió a vigilar el fuego.

– Señora mía, confío en que, en su momento, desarrolles cierta habilidad para controlar tus impulsos.

– Qué tranquilizador. Milord, lamento que hayas tenido que salir a buscarme.

– Yo también.

Augusta contempló los anchos hombros.

– Harry, prefiero que me lo digas. No ha sido sólo mi escapada lo que te ha puesto de tan mal humor. ¿Qué has descubierto en el poema de Richard?

El conde se volvió con lentitud y le dirigió una mirada sombría bajo los párpados cerrados a medias.

– Estábamos de acuerdo en que no te haría responsable de las acciones de tu hermano, ¿verdad?

La joven sintió que una mano helada le oprimía las entrañas. «No, Richard, no fuiste un traidor, digan lo que digan.» Augusta alzó un hombro con gesto de aparente desinterés.

– Como quieras. ¿Qué has descubierto en el poema?

– Al parecer, es un mensaje en el que se dice que el hombre llamado Araña era miembro del Club de los Sables.

Augusta frunció el entrecejo.

– No recuerdo ese nombre.

– No me sorprende. Era un pequeño club que reunía a militares. No duró mucho. -Harry hizo una pausa-. Creo que lo destruyó un incendio hace unos dos años y no volvió a ser reconstruido.

– No recuerdo haber oído a Richard mencionar que fuese miembro de ese Club de Sables.

– Quizá no lo fuera. Mas de algún modo se enteró de que Araña lo era. Por desgracia, ese maldito poema no revela la verdadera identidad del canalla, sino que era miembro del club.

Augusta pensó durante un momento.

– Pero si tuvieras una lista de los miembros, tal vez pudieras deducir quién era Araña. ¿Es eso lo que piensas?

– Eso mismo. -Harry alzó las cejas-. Querida mía, eres muy perspicaz.

– Tal vez perdí la oportunidad. Habría sido una excelente agente de inteligencia.

– Ni lo menciones, Augusta. La sola idea de que trabajaras para mí como agente bastaría para mantenerme despierto durante toda la noche.

– ¿Qué vas a hacer ahora?

– Haré ciertas averiguaciones a ver si puedo encontrar al dueño del club. Quizá tenga una lista de los miembros o recuerde los nombres. Tal vez se pueda localizar a alguno.

– Estás decidido a encontrar a ese sujeto motejado Araña, ¿no es verdad?

– Sí.

Al percibir la ausencia de toda emoción en la voz del conde, Augusta se estremeció otra vez. Detrás de Harry, contempló el fuego.

– Ahora que has estudiado el poema de Richard, estarás convencido de que fuera un traidor, ¿no es así?

– Augusta, el asunto no está resuelto todavía y quizá nunca lo esté. Tal como dijiste, quizá tu hermano intentara llevar la información a las autoridades.

– Pero no es probable.

– No.

– Como de costumbre, eres muy sincero -Augusta compuso una sonrisa triste-, pero por supuesto, yo tengo mi propia opinión.

Harry inclinó la cabeza con gesto grave.

– Puedes seguir creyendo lo que desees, pero no tiene importancia que Richard fuese o no un traidor.

– Para mí sí. -Augusta se irguió con valentía-. Seguiré creyendo en su inocencia del mismo modo que él seguiría creyendo en la mía a la inversa. Los Ballinger de Northumberland siempre nos respaldamos. Somos capaces de seguirnos hasta el mismísimo infierno. Aunque sólo pervivan los recuerdos, no daré la espalda a mi familia.

– Ahora tienes una nueva familia, Augusta. -La voz de Harry retumbó en la reducida habitación.

– Yo creo que no, milord. Tengo una hija que no se decide a llamarme mamá porque no soy tan bella como su verdadera madre y un esposo que no se atreve a amarme porque tal vez termine siendo como la lady Graystone que me antecedió.

– ¡Augusta, por el amor de Dios! Meredith es sólo una niña y hace unas semanas que te conoce. Tienes que darle tiempo.

– ¿Y tú, Harry? ¿Cuánto tiempo necesitas para convencerte de que no soy como mis antecesoras? ¿Cuánto tiempo seguiré sintiendo que se me prueba y se me juzga permanentemente y que quizá se me considera defectuosa?

Al instante, Harry se acercó a ella y le apoyó una mano en el hombro. La hizo volverse y Augusta contempló el rostro severo.

– ¡Maldita sea, Augusta! ¿Qué quieres de mí?

– Quiero lo que tenía cuando era niña. Quiero volver a formar parte de una verdadera familia. Quiero amor, risas y confianza. -Las lágrimas llegaron desde algún sitio desconocido y comenzaron a rodar por las mejillas de la joven.

Harry lanzó un quejido y la abrazó.

– Por favor, Augusta, no llores. Todo saldrá bien, ya verás. Hoy estás abrumada por un conflicto, pero entre nosotros nada ha cambiado.

– Sí, milord. -Sollozó con el rostro hundido en la lana tibia de la chaqueta de Harry.

– Será mejor que dejes de hacer comparaciones entre tus audaces ancestros y tu nueva familia. Tienes que hacerte a la idea de que los condes de Graystone siempre fueron personas adustas y poco emotivas, pero eso no significa que no te quiera o que Meredith no esté aprendiendo a aceptarte como madre.

Augusta emitió un último sollozo, alzó la cabeza e intentó sonreír.

– Sí, claro. Tienes que perdonar mis estúpidas lágrimas. No sé qué me ha pasado. Hoy estaba deprimida. Debe de ser el tiempo.

Harry esbozó una sonrisa burlona y le alcanzó un níveo pañuelo.

– Sin duda. ¿Por qué no te acercas al fuego y te calientas? La tormenta tardará un rato en pasar. Mientras esperamos, podrías contarme tus planes para la fiesta.

– Señor mío, es el tema ideal para distraer a una mujer de temperamento frívolo. Sí, comentemos los preparativos de la fiesta.

– Augusta… -la interrumpió Harry, ceñudo.

– Lo siento, milord. Estaba bromeando. No ha sido justo, teniendo en cuenta que tratabas de consolarme. -Se puso de puntillas y le dio un beso en la mandíbula-. Primero te contaré el menú que he preparado para la cena, después el baile.

Harry sonrió manteniendo la expresión atenta.

– Ha pasado mucho tiempo desde el último baile que se organizó en Graystone. Me cuesta imaginarlo.


Los invitados comenzaron a llegar a primera hora de la tarde, el día indicado. Augusta se zambulló en el papel de anfitriona organizando el tráfico en las escaleras, consultando a los criados de la cocina y distribuyendo los dormitorios.

Meredith no se apartaba de su lado; la mirada seria de la niña lo absorbía todo, tal como la correcta preparación de los dormitorios y el modo de organizar una comida para tanta gente que, además, no cubriría horarios regulares.

– Es muy complicado, ¿no? -preguntó Meredith en un momento dado-, el asunto de recibir invitados.

– Oh, sí -le respondió Augusta-. La cuestión reside en que todo salga con fluidez como si no fuera difícil organizarlo. Mi madre era muy habilidosa en este tipo de tareas. A los Ballinger de Northumberland nos encanta recibir visitas.

– A mi padre no -comentó Meredith.

– Espero que se acostumbre.

Augusta se encontraba en lo alto de las escaleras con Meredith y la señora Gibbons, el ama de llaves, cuando un esbelto faetón verde tirado por una pareja de caballos tordos se acercó balanceándose por el sendero de entrada.

– Señora Gibbons -dijo Augusta al ver a Peter Sheldrake que se apeaba del veloz faetón y le entregaba las riendas a uno de los mozos-, instalaremos al señor Sheldrake en la habitación amarilla.

– Junto a la que ocupa la señorita Ballinger, señora? -dijo la señora Gibbons anotando en un papel.

– Eso mismo. -Augusta sonrió y bajó las escaleras para recibir a Peter-. Cuánto me alegra que haya venido, señor Sheldrake. Espero que no se aburra en el campo. Graystone me ha comentado que no le gusta a usted.

En los brillantes ojos azules de Peter bailoteó la risa al tiempo que se inclinaba a besarle la mano.

– Señora, le aseguro que no pienso morirme de aburrimiento. Tengo entendido que estará aquí su prima.

– Ha llegado hace media hora con tío Thomas y en este momento está arreglándose. -Augusta miró sonriente a Meredith-. Creo que conoce usted a la hija de Graystone.

– Sólo la he visto un par de veces, pero no había olvidado lo hermosa que era. Lady Meredith, qué vestido tan bonito. -Peter derramó sobre la niña todo el encanto de su sonrisa.

– Gracias. -Meredith no pareció conmovida ante el encanto de Peter. Miraba tras él el resplandeciente faetón verde, de altas ballestas y forma elegante y audaz. En los ojos de la niña apareció cierta expresión que podría definirse como anhelo-. Señor Sheldrake, su coche es maravilloso.

– Estoy orgulloso de él -admitió Peter-. El fin de semana pasado ganó una carrera. Más tarde, ¿le gustaría dar un paseo?

– ¡Oh, sí! -exclamó Meredith-. Me gustaría más que ninguna otra cosa.

– En ese caso, lo arreglaremos -respondió Peter. Augusta rió.

– En realidad, a mí misma me encantaría dar un paseo, señor. En cambio Graystone, como debe usted saber, no aprueba esa clase de vehículos. Los considera peligrosos.

– Lady Graystone, le aseguro que en mis manos estarán las dos seguras. Iremos despacio y no correremos riesgos.

Augusta rió.

– Señor, si está usted tan seguro, le quitará todo el encanto. ¿Qué sentido tiene pasear en un faetón si no se puede ir deprisa?

– Que su esposo no la oiga decir eso -le advirtió Peter-, pues les prohibirá a ustedes venir a pasear conmigo. Descubrir un texto latino antiguo de Cicerón o de Tácito: ésa es la idea que tiene Graystone de la diversión.

Meredith adoptó una expresión afligida.

– Señor Sheldrake, ¿es peligroso el faetón?

– Si se conduce sin prudencia, sí. -Peter le guiñó un ojo-. ¿Tiene miedo de viajar en el mío?

– Oh, no -le aseguró Meredith con gravedad-, pero a papá no le gusta que haga cosas peligrosas.

Augusta se dirigió a la niña.

– Meredith, no hace falta que le digamos a tu padre todo lo rápido que hemos ido en el coche del señor Sheldrake. ¿No te parece?

Ante la inquietante idea de ocultarle algo a su padre, Meredith parpadeó confundida y luego dijo en tono serio:

– De acuerdo. Pero si me lo pregunta, tendré que decírselo todo. No puedo mentirle a papá.

Augusta hizo un mohín.

– Claro que no, lo comprendo. Si llegáramos a caer en una zanja durante el paseo, me echarías la culpa a mí.

– ¿Qué es esto? ¿Una conspiración? -preguntó Harry en tono divertido mientras bajaba las escaleras-. Si Sheldrake hace caer en una zanja a alguien que no sea él, tendrá que darme una buena explicación…

– Una perspectiva aterradora -dijo Peter marcando las palabras-. Graystone, nunca fuiste muy tolerante con los errores de cálculo.

– Tenlo presente -Harry observó que por el sendero de entrada se acercaba otro coche-. Sheldrake, estoy seguro de que la señora Gibbons se apresta a conducirte a tu habitación. Cuando te hayas refrescado, me gustaría que te reunieras conmigo en la biblioteca. Hay algo que quisiera comentarte.

– Desde luego. -Peter dirigió a Augusta otra de sus brillantes sonrisas y subió las escaleras tras el ama de llaves.

Ansiosa, Meredith miró a su padre.

– ¿Estás de acuerdo en que pasee en el hermoso faetón del señor Sheldrake?

Por encima de la cabeza de la niña, Harry miro sonriente a Augusta.

– Creo que será bastante seguro. Sheldrake no es tan tonto como para correr riesgos innecesarios con las dos personas más importantes que tengo en el mundo.

Augusta sintió que la expresión de Harry le entibiaba el alma. Sonrojada, sonrió a Meredith.

– Bueno, ya está arreglado. Después de todo, no tendremos que escaparnos para pasear en el faetón del señor Sheldrake.

Meredith esbozó una sonrisa idéntica a la de su padre.

– Quizá papá nos compre un faetón.

– No seas ridícula -murmuró Harry-. No pienso gastar dinero en un vehículo tan frívolo. Estoy al borde de la quiebra por el exceso de gastos de Augusta en ropa.

Meredith se abrumó. Contempló las cintas rosas de su vestido.

– No sabía que hubiéramos gastado tanto dinero en ropa.

Augusta miró a Harry con expresión de reproche.

– Meredith, tu padre está burlándose descaradamente de ti. No hemos hecho mella del presupuesto y, además, estoy segura de que le gustan tus vestidos nuevos. ¿No es así, Graystone?

– Valen cada céntimo que se haya pagado por ellos, aunque tuviera que ir a la cárcel por deudas -dijo Harry con galantería.

Meredith sonrió aliviada y asió la mano de Augusta, mientras volvía a concentrarse en el faetón verde.

– Es un coche muy hermoso.

– Así es -afirmó Augusta, oprimiendo con suavidad la mano de la niña.

Harry miró a su hija.

– Percibo que está gestándose en ella cierto gusto por la aventura, y que comienza a parecerse a su madre actual.

Augusta se sintió absurdamente complacida ante esa observación.

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