Habían pasado tres meses. Augusta atendía a la visita de Claudia que acababa de regresar de la ciudad después del viaje de bodas, cuando Harry irrumpió en el salón. El conde contemplaba ceñudo un documento que llevaba en la mano.
Augusta alzó una ceja.
– ¿Qué sucede, milord? ¿Acaso tu editor ha rechazado el borrador de las campañas militares de César?
– Es mucho peor que eso. -Harry le entregó el documento-. Es de los abogados que ponen en orden el testamento de Sally.
– ¿Acaso no lo han hecho bien? -Leyó rápidamente el documento legal.
– Como verás -dijo Harry-, te nombra en el testamento.
Augusta quedó encantada.
– ¡Qué consideración por parte de Sally! Tenía tantos deseos de quedarme con algún recuerdo de ella… Me pregunto qué me habrá dejado. ¿Será alguno de los retratos del Pompeya? Podríamos colgarlo en la sala de estudio; a Meredith y a Clarissa les gustaría.
– Es una idea estupenda -dijo Claudia, mirando sobre el hombro de su prima-. Me preguntaba qué habría sucedido con esos maravillosos cuadros.
Harry se puso más ceñudo aún.
– Sally no te ha dejado un cuadro, Augusta.
– ¿No? Y entonces, ¿qué? ¿Una fuente de plata o una estatua?
– No exactamente -respondió Harry enlazando las manos a la espalda-. ¡Te ha dejado todo el maldito club!
– ¿Qué dices? -Augusta alzó la cabeza y lo miró, atónita-. ¿Me ha legado el Pompeya?
– Te ha dejado su casa de la ciudad para que la manejes como un club privado en beneficio de las damas que como tú «comparten ciertos puntos de vista y rasgos de temperamento». Creo que es así como lo expresa el testamento. Y espera que tu prima sea una de las patrocinadoras.
– ¿Yo? -Claudia se mostró perpleja y luego sonrió-. Qué idea tan maravillosa. Podríamos transformarlo en uno de los salones más elegantes de la ciudad. Disfrutaré mucho. A la señorita Fleming también le encantará el Pompeya.
– Tal vez haya que pedirle la opinión a sir Thomas, teniendo en cuenta que piensa casarse con Clarissa el mes que viene -advirtió Harry.
– Oh, estoy segura de que a papá no le molestará. -Claudia sonrió-. Tengo que decírselo a Peter.
– Sí, será interesante ver cómo reacciona Sheldrake, ¿no creéis? -comentó Harry con aire pesaroso-. Después de todo, ahora es un hombre casado y debe de haber descubierto un nuevo sentido del decoro.
– Sí, últimamente se ha convertido en un pesado. -Claudia se encogió de hombros-. Con todo, creo que podré convencerlo de lo maravilloso que será reabrir el Pompeya.
Ya desesperado, Harry se volvió a Augusta.
– Querida, tu expresión no me gusta nada. Por lo que veo, tu cerebro ya bulle de ideas para reabrir el Pompeya de inmediato.
– Graystone, piénsalo -exclamó Augusta, tratando de animarlo-. No costaría nada volver a intentarlo. Claro que tendríamos que contratar criados, pero muchos de los antiguos están aún disponibles. Clarissa puede ayudarnos a organizarlo. Avisaremos a todas las integrantes y éstas a sus amigas. ¡Me entusiasma la idea! Estoy impaciente por comenzar. El Pompeya será más grande y mejor que nunca.
Harry alzó una mano y dotó a su voz de vigorosa autoridad masculina.
– Si hay un nuevo Pompeya, también tendrá que haber nuevas reglas.
– ¡Vamos, Harry! -dijo Augusta, conciliadora-. No tienes que preocuparte por los pequeños detalles de la organización del Pompeya, querido.
El conde no hizo caso.
– Primero, en la nueva versión del Pompeya no se permitirá ningún juego de azar.
– Caramba, Graystone, eres demasiado estricto en ciertas cosas.
– Segundo, se manejará el lugar como un agradable salón para señoras y no como una parodia de un club de caballeros.
– De verdad, Harry, eres muy anticuado -murmuró Augusta.
– Tercero, el Pompeya no se reabrirá hasta después que nazca mi hijo. ¿Está claro?
Augusta bajó los ojos; era la imagen misma de la esposa recatada y virtuosa.
– Sí, milord.
Harry gimió:
– Estoy perdido.
El hijo de Harry, un pequeño saludable de vigorosos berridos que sólo podían provenir de un Ballinger de Northumberland, nació cinco meses después.
Harry echó una mirada al crío y sonrió a su esposa, cansada pero feliz. Esa mañana estaba casi tan agotado como ella. La noche anterior había sido demoledora, aunque la comadrona le asegurara que todo marchaba normalmente.
Durante el parto, Harry no se separó de la cabecera de su esposa. Cada vez que ponía un paño frío sobre la frente sudorosa de Augusta o la veía clavarse las uñas en las palmas de las manos, juraba eterno celibato. Pero ahora que todo había pasado supo que jamás en su vida se sentiría tan agradecido.
– Augusta, si estás de acuerdo, creo que lo llamaremos Richard.
Sobre la almohada, el rostro de Augusta se iluminó. «Nunca he visto nada tan hermoso», pensó Harry.
– Me gustaría mucho, Harry, gracias.
– Tengo una pequeña sorpresa para ti. -Se sentó sobre la cama y abrió un pequeño bolsito de terciopelo que había llevado con él hasta el dormitorio-. Esta mañana me devolvió el joyero el collar de tu madre. Como ves, el hombre lo ha limpiado y pulido escrupulosamente. Pensé que te gustaría verlo.
– Oh, sí. Me alegro de volver a tenerlo. -Augusta observó el collar de rubíes que se derramaba sobre la manta. Las brillantes piedras rojas ardían como fuego al sol de la mañana y la mujer sonrió extasiada-. Han hecho un excelente trabajo. -Luego frunció el entrecejo.
– Mi amor, ¿qué pasa?
Augusta alzó el collar resplandeciente.
– Harry, este collar es diferente. -Contuvo el aliento-. ¡Por Dios, creo que nos han engañado!
Harry hizo un gesto de perplejidad.
– ¿Que nos han engañado?
– Sí. -Augusta acomodó al bebé en el hueco del brazo y examinó con atención la joya-. Éstos no son los rubíes de mi madre. Son más oscuros, más brillantes. -Lo miró con expresión contrariada.
– Cálmate, Augusta.
– No, estoy segura -dijo-. Estas cosas suceden.
– ¡Augusta…!
– Uno manda a limpiar o a reparar un collar bueno, y el joyero cambia las piedras legítimas por cristal tallado. Harry, tienes que devolverlo de inmediato. Debes conseguir que devuelvan los rubíes.
Harry comenzó a reír sin poder evitarlo. Era demasiado gracioso.
Augusta lo miró, ceñuda.
– ¿Puedes decirme de qué te ríes?
– Augusta, te aseguro que estos rubíes son auténticos.
– Imposible. Iré yo misma al joyero y exigiré que devuelva los de mi madre.
Harry rió con más ganas.
– Me gustaría ver la expresión del joyero si te quejas de las piedras. Pensaría que habías enloquecido, mi amor.
Augusta lo miró vacilante.
– Harry, ¿qué tratas de decirme?
– No pensaba decirte nada, pero como estás decidida a armar un alboroto, será mejor que lo sepas. Uno de tus ilustres antecesores empeñó los rubíes de los Ballinger de Northumberland hace ya muchos años, mi amor. Sally descubrió que los tuyos eran de cristal tallado.
Augusta abrió los ojos sorprendida.
– ¿Estás seguro?
– Por completo. Para convencerme, y antes de precipitarme hice evaluar el collar. Lo siento, tesoro. Pensé que podría engañarte, pero me has descubierto.
Augusta lo miró maravillada.
– Harry, debe de haberte costado una fortuna.
– Sí, así es -sonrió-, pero vale la pena, querida. Después de todo, he conseguido una esposa virtuosa y su valor está muy por encima de los rubíes. En realidad, no hay precio que pueda pagarlo. Lo menos que puedo hacer es que cuando use rubíes, sean auténticos.
Augusta sonrió.
– Oh, Harry, te quiero tanto…
– Lo sé, mi amor. -La besó con suavidad-. Y tú debes saber que eres mi corazón y mi vida.
La mujer le apretó la mano con fuerza.
– Harry, quiero que sepas que junto a ti he encontrado mi hogar y mi corazón.
– Y yo soy el más afortunado de los hombres -le respondió el conde con suavidad-. He hallado un tesoro más valioso que el que buscaba.
– ¿Una mujer virtuosa?
– No, querida. A fin de cuentas, no era eso lo que buscaba, aunque desde luego encontré una esposa virtuosa.
Augusta lo miró con curiosidad.
– Entonces, ¿qué era lo que buscabas?
– Al principio no lo sabía, pero lo que en realidad quería era una amante esposa.
– ¡Oh, sí, Harry! -Le sonrió con los ojos desbordantes de amor-. Claro que tienes una amante esposa.