Harry blandió el bastón de ébano formando un arco. El palo golpeó con ferocidad el brazo extendido del atacante y le hizo soltar el cuchillo, que salió volando.
Dio un cuarto de vuelta al pomo con el hábil movimiento de una sola mano, haciendo saltar una hoja que escondía la caña y la apretó contra el cuello del atacante.
– ¡Por todos los diablos! -El hombre saltó hacia atrás y tropezó con un montón de basura. Resbaló sobre las piedras grasientas del pavimento y cayó aullando y lanzando maldiciones.
– Vámonos -dijo Peter en tono alegre, echando un breve vistazo a la víctima de Harry-. De un momento a otro, nuestros amigos saldrán por esa puerta.
– No pensaba quedarme aquí. -Harry volvió a dar un cuarto de vuelta al pomo del bastón y la hoja desapareció en el interior tan limpiamente como había emergido.
Peter inició la marcha hacia la salida del callejón y Harry lo siguió sin tardanza. Corrieron hacia la calle y, sin vacilar, Peter dobló a la derecha.
– Si mal no recuerdo -refunfuñó Peter mientras corrían- no es la primera vez que nos encontramos en una situación como ésta, Graystone. Comienzo a pensar que sucede porque no dejas una propina decente.
– Es muy probable.
– Eres un tacaño, Graystone.
– Por mi parte -dijo Graystone trotando por la calle junto a su amigo- yo he descubierto que me meto en situaciones semejantes cada vez que haces de guía. Me pregunto si habrá alguna relación.
– No creo; es tu imaginación.
Gracias al conocimiento de Peter de los arrabales de la ciudad y la resistencia general de los habitantes del barrio a meterse en problemas, los dos amigos pronto ganaron una calle concurrida, donde se hallaban relativamente seguros.
Harry hizo un gesto con el bastón dando el alto a un coche de alquiler que acababa de dejar a un grupo de jóvenes dandies borrachos. Sin duda, los recientes ocupantes habían tenido la curiosidad de probar las delicias de la vida nocturna más oscura de Londres.
En cuanto a Harry, ya había tenido suficiente. Entró en el carruaje y se dejó caer en el asiento, frente a Peter. En el interior se hizo un silencio reflexivo. Harry observaba distraído las calles oscuras mientras el coche se encaminaba hacia una zona más agradable de la ciudad y Peter, a su vez, observaba en silencio a su amigo.
– Ha sido una historia interesante, ¿no crees? -preguntó al fin Peter.
– Sí.
– ¿Qué sacas en limpio?
Harry volvió a repasar en su mente la historia de Bleeker, pensando en las alternativas posibles.
– No sé.
– El tiempo coincide -dijo Peter con lentitud-. Ballinger fue asesinado la noche siguiente al incendio del Club de los Sables. Es probable que iniciara el fuego para confundir sus propias huellas y después hubiera asesinado al testigo.
– Eso parece.
– De acuerdo con lo que sabemos, Araña dejó de actuar poco después de la abdicación de Napoleón, en abril de 1814, lo que coincide también con la muerte de Ballinger, a finales de marzo. En el corto lapso entre la huida de Napoleón de la isla de Elba y la derrota final de Waterloo, no hubo señales de actividad de parte de Araña.
– Era demasiado astuto para ligar su suerte a la de Napoleón por segunda vez. El intento de recuperar el trono de Francia en 1815 era una causa perdida y todos lo sabían, excepto el mismo Napoleón. Esa vez la derrota era inevitable y Araña debió comprenderlo. Tuvo que permanecer fuera de acción.
Peter hizo una mueca.
– Puede ser que tengas razón. Siempre fuiste capaz de adivinar las intenciones de ese canalla, aunque a la larga el resultado es el mismo. Desapareció de escena en la primavera de 1814. Es muy probable que Richard Ballinger fuera Araña.
– Hummm.
– Incluso los espías más brillantes pueden encontrarse en el lugar equivocado, en el momento equivocado. Y no están protegidos de la aparición de un asaltante casual -dijo Peter.
– Hummm.
Peter se quejó:
– Graystone, me irritas cuando estás de este humor. En tales ocasiones, no eres un interlocutor muy entretenido.
Por fin, Harry volvió la cabeza y miró a su amigo a los ojos.
– Sheldrake, doy por sentado que es innecesario decirlo; no quisiera que tus especulaciones llegasen a oídos de Augusta.
Peter esbozó una sonrisa fugaz.
– Graystone, tengo cierto grado de sentido común. Pienso vivir para ver mi noche de bodas. No tengo intenciones de arriesgarme a sufrir tus arrebatos de ira por haber afligido a Augusta. -Su sonrisa se esfumó-. Considero a Augusta una amiga y familia de mi futura esposa y tanto como tú, deseo evitarle el sufrimiento que podría causarle una acción deshonrosa por parte de su hermano.
– Precisamente.
Cuando el carruaje hubo recorrido las calles frecuentadas y entró en la parte más elegante de la ciudad, Harry se apeó a la puerta de su casa. Deseó buenas noches a Peter y subió las escaleras.
Craddock, ahogando un bostezo, abrió la puerta y le informó al señor que todos, incluyendo lady Graystone, se habían retirado a dormir.
Harry asintió y se dirigió a la biblioteca. Se sirvió una pequeña copa de coñac y fue hacia la ventana. Quedó largo rato contemplando el jardín en sombras, reflexionando sobre los hechos del día.
Terminó el licor, se acercó al escritorio y frunció el entrecejo al ver una nota en el centro, a propósito donde no pudiese dejar de verla. Reconoció la escritura curva y redonda de Augusta:
Plan de actividades, jueves:
1. Mañana: Visita a Hatchards y otras librerías para comprar libros.
2. "Tarde: Observar la ascensión en globo del señor Mitford en el parque.
Bajo la breve lista había una nota: «Confío en que el programa arriba detallado cuente con su aprobación».
Con humor torvo, Harry pensó que si tocaba ese papel, le quemaría los dedos. «Lo bueno de mi grácil Augusta -pensó- es que siempre se puede saber de qué ánimo está, aunque lo exprese por escrito.»
En el parque se había reunido una gran multitud a contemplar la ascensión del globo del señor Mitford hasta el cielo azul del verano. Meredith estaba fascinada. Acribillaba a Augusta a preguntas, y aunque la joven no podía contestar a muchas de ellas, la pequeña no callaba.
– ¿Cómo sube el globo?
– Con el gas hidrógeno, pero creo que es peligroso. El señor Mitford emplea aire caliente, que hace que el globo se eleve. ¿Ves esos sacos de arena que hay en la canastilla? Cuando el aire del globo se enfríe, el señor Mitford los arrojará por la borda para que el artefacto sea más ligero. De ese modo podrá seguir viajando a grandes distancias.
– Las personas que viajan en globo, ¿se calientan a medida que se acercan al sol?
– En realidad -dijo Augusta frunciendo apenas el entrecejo- he oído decir que sienten frío.
– ¡Qué extraño! ¿Por qué?
– No tengo idea, Meredith. Tendrás que preguntárselo a tu padre.
– ¿Podría subir en globo con el señor Mitford y la tripulación?
– No, querida, a Graystone no le gustaría -Augusta sonrió con tristeza-, aunque sería una aventura maravillosa, ¿no crees?
– ¡Oh, sí, estupenda! -Meredith contempló embelesada el globo de seda de colores vivos.
A medida que el globo se llenaba de aire, la excitación del público iba en aumento. A los costados, las cuerdas sujetaban el artefacto a tierra hasta que fuera hora de la ascensión. El señor Mitford, un hombre delgado y enérgico, saltaba de un lado a otro dando indicaciones a varios jóvenes corpulentos que lo ayudaban.
– Retroceded -gritó por fin el señor Mitford en tono autoritario. Se metió en el canasto con otras dos personas y agitó la mano entre las cuerdas saludando a la multitud-. Retroceded, he dicho. ¡Eh, muchachos, soltad las cuerdas!
El colorido globo comenzó a ascender. La multitud rugió entusiasta y lanzó gritos de aliento. Meredith estaba extasiada.
– ¡Mira, Augusta! ¡Allá va! ¡Ah, cómo me gustaría ir con ellos!
– ¡A mí también! -Augusta echó la cabeza hacia atrás sujetando el ala del sombrero de paja amarilla mientras observaba la ascensión del globo.
Cuando sintió el primer tirón a su falda, pensó que alguna persona tropezaba con ella. Pero al sentir el segundo, miró hacia abajo y vio a un rapazuelo con la vista fija en ella. Estiró una manita sucia y le entregó un papel plegado.
– ¿Es usté lady Graystone? -Sí.
– Esto es para usté. -El muchachito le introdujo el papel en la mano y huyó entre el gentío.
– ¿Qué es esto? -Augusta miró el papel.
Meredith no se había dado cuenta; estaba demasiado concentrada en animar a la audaz tripulación del señor Mitford.
Augusta abrió el papel con creciente temor; el mensaje era breve y anónimo.
Si quiere saber la verdad sobre su hermano, acuda al callejón situado detrás de su casa a medianoche. No se lo diga a nadie, pues de lo contrario no obtendrá la prueba que busca.
– Augusta, esto es lo más maravilloso que he visto -le confió Meredith, con la vista todavía fija en el globo que subía-. ¿Adónde iremos mañana?
– Al anfiteatro Astley -murmuró Augusta distraída, guardando la nota en el bolso-. Según el Times, actuarán jinetes malabares y habrá fuegos de artificio.
– Será hermoso, pero no creo que sea tan estupendo como la ascensión del globo. -Meredith se volvió para echar la última mirada al globo del señor Mitford que comenzaba a dejar los límites de la ciudad-. ¿Vendrá papá con nosotras?
– Lo dudo, Meredith. Tiene muchas cosas que atender en la ciudad. Tenemos que entretenernos solas.
Meredith esbozó su característica sonrisa lenta y pensativa.
– Lo estamos haciendo a las mil maravillas, ¿no es así?
– Así es.
Cuando Augusta y Meredith entraron al vestíbulo, Harry abrió la puerta del estudio. Sus ojos buscaron los de Augusta y sonrió.
– ¿Os ha gustado la ascensión en globo?
– Muy interesante -dijo Augusta con frialdad. Sólo podía pensar en la nota que guardaba en el bolso. Ansiaba correr escaleras arriba y releerla en privado.
– ¡Oh, papá, ha sido asombroso! -se exaltó Meredith-. Augusta me compró un pañuelo de recuerdo con un dibujo del señor Mitford en el globo. Y dijo que tú me explicarías por qué la gente siente frío allá arriba aunque estén más cerca del sol.
Harry alzó una ceja y lanzó a Augusta una mirada divertida, mientras respondía a su hija:
– Conque te lo explicaría yo, ¿eh? ¿Por qué cree que sabría la respuesta?
– Vamos, Graystone -lo increpó Augusta-. Por lo general, tienes respuesta para todo, ¿verdad?
– ¡Augusta…!
– ¿Saldrás esta noche otra vez?
– Por desgracia, sí. Es posible que vuelva tarde.
– Entonces no te esperaremos. -Sin aguardar respuesta, subió las escaleras hacia el dormitorio. Echó una mirada al sesgo y vio que Meredith tiraba de la manga de su padre.
– ¡Papá!
– Vamos a la biblioteca, Meredith. Trataré de responder a tu pregunta.
Augusta oyó que se cerraba la puerta de la biblioteca. Se alzó las faldas y subió el resto corriendo. En cuanto estuvo a salvo en la intimidad de su cuarto, se dejó caer en una silla junto al escritorio y abrió el bolso. «Si quiere saber la verdad sobre su hermano…»
Quizás esta vez Graystone no tuviera todas las respuestas. «Yo le enseñaré», se prometió Augusta. Hallaría la prueba de la inocencia de su hermano y dejaría atónito a Harry.
Después de pensarlo cuidadosamente, Augusta decidió que el modo más seguro de salir de la casa al jardín era por la ventana de la biblioteca de su esposo.
La única alternativa era la puerta trasera, pero tendría que pasar por la cocina, próxima a las habitaciones de los sirvientes. Corría el riesgo de despertar a alguno.
No tuvo dificultes en abrir la ventana de la biblioteca y deslizarse afuera, al jardín. Después de todo, la noche que había venido a ver a Harry había probado el mismo camino, pero a la inversa.
Al recordarlo, todavía la asombraba que, a pesar de una acción tan imprudente, Graystone hubiese querido casarse con ella. Era evidente que debía de haber pesado el sentido del honor del conde en su decisión.
Augusta cayó sobre la tierra, dejando la ventana abierta para volver a entrar. Se envolvió en la capa oscura, se cubrió la cabeza con la capucha y quedó a la escucha unos instantes.
No oyó nada y se encaminó entonces con sigilo a la verja. «Hay que tener cuidado -se dijo-. No hay que perder la cordura.» Interrogaría minuciosamente a quien la esperaba en el callejón cuidando de mantener la distancia. Si era necesario, gritaría pidiendo ayuda; los sirvientes de las casas vecinas la oirían.
Antes de abrir la puerta se detuvo esforzándose por detectar cualquier sonido que viniera del callejón. No se oía siquiera el roce de una pisada. Augusta abrió el cerrojo con cuidado; los goznes protestaron.
– ¿Hay alguien ahí?
No hubo respuesta. Al otro lado del callejón, en casa de lady Arbuthnot, brillaban las luces en las ventanas, pero las demás viviendas permanecían a oscuras. Las ruedas de un coche traquetearon en la calle y se alejaron.
Augusta escudriñó la oscuridad unos minutos.
– ¿Hay alguien ahí? Quienquiera que sea, tengo su nota. Quiero hablar con usted.
Se animó a dar un paso fuera de la seguridad del jardín y la punta de su pie chocó contra un objeto duro en el suelo. «¿Qué es esto?» Augusta vio un objeto rectangular sobre el pavimento. Dio un paso y distinguió un libro; se inclinó y lo recogió.
En cuanto su mano se cerró sobre el volumen forrado de cuero, oyó el choque de los cascos de un caballo sobre las piedras de la calle al otro extremo del callejón. Dio media vuelta a tiempo de ver a un jinete a caballo que desaparecía tras la esquina. Comprendió con un escalofrío que alguien había estado observándola oculto en las sombras, aguardando a que recogiera el libro.
Augusta estaba más asustada ahora que al inicio de su aventura. Se apresuró a volver al jardín, cerró la verja y corrió el cerrojo. Apretando en una mano el delgado libro, corrió hacia la seguridad de la casa. La capa oscura revoloteaba a su alrededor y, mientras corría, se le cayeron las horquillas y saltó el cabello.
Cuando llegó a la ventana de la biblioteca respiraba agitada. Arrojó el libro sobre el alféizar a la alfombra, apoyó las manos sobre la pared de piedra y se alzó hasta quedar sentada en la ventana. Pasaba una pierna sobre el alféizar y se dejaba caer al interior cuando vio que sobre el escritorio se encendía una lámpara. Quedó paralizada.
– ¡Oh, no!
Harry se sentó y la contempló con los ojos entrecerrados y una expresión inescrutable.
– Buenas noches, Augusta. Veo que vuelves a hacerme una visita poco convencional.
– ¡Harry! ¡Buen Dios, no sabía que estuvieras en casa! Creía que llegarías tarde.
– Es obvio. ¿Por qué no te acomodas?
– Sé lo que debes pensar, pero te lo explicaré todo.
– Desde luego.
Augusta lo miró afligida mientras se arreglaba las faldas. Al tiempo que se quitaba la capa, miró el libro tendido a sus pies.
– Es una historia poco común.
– Contigo, siempre resulta así.
– Oh, Harry, ¿estás muy enfadado?
– Mucho.
El corazón le dio un vuelco.
– Lo supongo. -Se agachó y recogió el libro.
– Siéntate, Augusta.
– Sí, milord. -Arrastrando con la mano la capa tras sí, la joven cruzó la habitación y se sentó al otro lado del escritorio. Levantó la barbilla dispuesta a defenderse-. Ya veo que no te hace ninguna gracia, Graystone.
– Desde luego que no. Sería muy fácil llegar a la conclusión de que volvías de una cita a medianoche con otro hombre.
Horrorizada, Augusta abrió mucho los ojos.
– ¡Por todos los cielos, Harry, no se trata de nada semejante!
– Es un alivio saberlo.
– Harry, ésa sería una suposición absurda.
– ¿Tú crees?
Augusta enderezó los hombros.
– Milord, llevaba adelante mis propias investigaciones.
– ¿Sobre qué?
Ante tal lentitud de comprensión, la joven frunció el entrecejo.
– Sobre la muerte de mi hermano ¿sobre qué otra cosa podía ser?
– ¡No me digas! -Harry se incorporó con brusquedad adquiriendo un aire todavía más amenazador.
Augusta se hundió en la silla asustada ante aquella explosión.
– Pues sí, eso mismo.
– ¡Maldición, debí adivinarlo! ¡Acabarás matándome! Como un tonto inocente, supuse que volvías de una de tus visitas al Pompeya.
– Esto no tiene nada que ver con el Pompeya. He acudido a encontrarme con alguien que no estaba. Es decir, estaba allí, pero no apareció sino que…
– Limítate a asegurarme que esto no tenga nada que ver con un hombre -dijo Harry con aire adusto.
– No del modo que supones -explicó la joven tratando de ser paciente-. No se trata de un encuentro romántico. Déjame contártelo todo y lo comprenderás.
– Dudo que alguna vez llegue a entenderte, Augusta, pero, por favor, cuéntamelo de manera rápida y sucinta, pues mi paciencia pende de un hilo. Tu situación es muy precaria, querida mía.
– Entiendo. -Se mordió el labio apresurándose a ordenar sus pensamientos-. Pues bien, hoy, durante la ascensión del globo, un muchacho me trajo una nota en mano, la cual decía que, si acudía al callejón que hay detrás de casa a medianoche, conocería la verdad sobre mi hermano. Eso es todo.
– ¡Eso es todo! ¡Gran Dios de los Cielos! -Harry cerró los ojos y se sostuvo la cabeza con las manos-. Acabaré en el manicomio. Sé que terminaré loco.
– ¡Harry! ¿Te encuentras bien?
– No, no me encuentro bien. Ya te he dicho que corro el peligro de volverme loco. -Se levantó de un salto y dio la vuelta al escritorio. Se detuvo frente a Augusta, cruzó los brazos sobre el pecho y la estudió con mirada fría-. Veamos, ¿quién te envió la nota?
– No lo sé. Te repito que, quienquiera que fuese, no apareció, permaneció observándome y esperó a que recogiera el libro. En cuanto lo vi, salió del callejón y desapareció tras la esquina. No pude verlo.
– Déjame ver ese libro. -Harry lo cogió del regazo de Augusta y comenzó a hojearlo.
Augusta se levantó y estiró el cuello para echar un vistazo al escrito. Eran páginas manuscritas.
– Es un diario.
– Sí.
– Más despacio, no pases las páginas tan deprisa. No puedo leerlas.
– Aunque pudieses leerlas, no las entenderías: se trata de un antiguo código descifrado hace tiempo.
– ¿Lo entiendes? ¿Qué tiene que ver con mi hermano? Harry, ¿qué significa?
– Por favor, Augusta, cállate. Siéntate y concédeme unos minutos para examinarlo. Hacía tiempo que no veía este código.
Augusta obedeció; se sentó muy callada con las manos entrelazadas y aguardó ansiosa el resultado.
Harry volvió a la silla tras el escritorio y se sentó. Abrió el cuaderno por la primera página y la estudió con atención. Volvió la página, y luego otra. Por fin, echó un vistazo a otro par de ellas al final del cuaderno.
Después de una angustiosa espera, cerró el diario y alzó la mirada. Había un resplandor helado que Augusta jamás había visto en aquellos claros ojos grises.
– ¿Y bien? -murmuró.
– Al parecer, es un registro de despachos codificados enviados por medio de distintos correos durante la guerra. Reconozco algunos de los envíos, pues mis agentes los interceptaron y los descifraron.
Augusta se puso ceñuda.
– ¿Y cómo se relaciona con mi hermano?
– Augusta, es un diario personal. -Harry tocó suavemente el cuaderno-. Se supone que nadie más que quien lo escribió debería leerlo.
– Pero, ¿a quién pertenece? ¿Puedo saberlo?
– Sólo un hombre pudo haber conocido estos despachos y sólo él podía saber los nombres de los correos y agentes franceses que se enumeran al comienzo. En otro tiempo, este diario perteneció a Araña.
Augusta sintió pánico.
– Pero, Harry, ¿qué tiene que ver con mi hermano?
– Augusta, al parecer alguien trata de decirnos, basado en esta y otras evidencias, que tu hermano y Araña eran la misma persona.
– ¡No, es imposible! -Augusta dio un salto-. Eso es mentira.
– Por favor, Augusta, siéntate -dijo Harry en voz baja.
– No me sentaré. -Dio un paso adelante, apoyó las manos sobre el escritorio y se inclinó hacia el conde, ansiosa de que le creyera-. ¡No me importan las pruebas! ¿Me oyes? ¡Mi hermano no fue un traidor! Debes creerme. Ningún Ballinger de Northumberland traicionaría a su patria. Richard no era Araña.
– Tal como están las cosas, me inclino a darte la razón.
Aturdida por la súbita aceptación de la inocencia de Richard después de la evidencia condenatoria, Augusta se dejó caer otra vez en la silla.
– ¿Estás de acuerdo conmigo? ¿No crees que ese diario perteneciera a Richard? Porque podría asegurarte que no le perteneció. Ésa no es la letra de mi hermano, te lo juro.
– La letra no demuestra nada. Sin duda, cualquiera medianamente inteligente acuñaría una escritura, propia de un diario tan peligroso como éste.
– Pero, Harry…
– Hay otras razones -la interrumpió Harry con suavidad- que hacen difícil, si no inverosímil, que tu hermano fuera Araña.
Augusta, sintiendo que se alzaba en su interior una inmensa oleada de alivio, sonrió.
– Me alegro Harry, gracias por creer en el honor de mi hermano. No puedo decirte cuánto significa esto para mí. Nunca olvidaré tu bondad en este asunto y te aseguro que tendrás mi gratitud y aprecio para siempre.
Harry la contempló en silencio un instante, tabaleando distraído sobre el volumen forrado de cuero.
– Me complace oírtelo decir. -Dejó el diario en el cajón del escritorio y lo cerró con llave.
La sonrisa de Augusta se tornó brillante; se aclaró la voz.
– A pesar de todo me queda una duda.
– ¿A qué se refiere?
– ¿Puedes decirme por qué estás tan predispuesto a creer que Richard no fuera Araña? -En torturante suspenso, aguardó a que Harry confesara que era el cariño que sentía por ella.
– La respuesta es obvia, Augusta.
– ¿Sí? -La joven lo miró desbordante de alegría.
– Hace ya unas semanas que vivo con una Ballinger de Northumberland y he llegado a conocer sus hábitos y características. Y como todos ellos comparten ciertos rasgos… -Se interrumpió con un encogimiento de hombros.
Augusta se sintió confundida.
– Por favor, continúa.
– Permíteme hablar sin rodeos. Ningún Ballinger de Northumberland tendría el temperamento adecuado a un espía que actuara durante años y que conservara su identidad.
– ¿Temperamento, Harry? ¿A qué te refieres?
– Lo que quiero decir -respondió Harry- es que por lo general los Ballinger de Northumberland, de los cuales sin duda tu hermano era un exponente, son demasiado emotivos, precipitados, indiscretos, impetuosos e idiotas como para ser espías medianamente decentes.
– ¡Oh! -dijo Augusta, parpadeando mientras asimilaba la inesperada respuesta. Entonces, la impactó la magnitud de la ofensa. Volvió a levantarse de un salto, indignada-. ¿Cómo te atreves a decir eso? Discúlpate ahora mismo.
– No seas ridícula, uno no pide disculpas por decir la verdad.
Augusta lo miró cada vez más furiosa.
– En ese caso, no tengo otra alternativa. Has insultado a mi familia. Como última descendiente de los Ballinger de Northumberland, exijo una satisfacción por esta difamación.
Harry la contempló azorado. Luego se levantó lentamente y habló con mortífera suavidad.
– ¿Cómo dices?
– Ya lo ha oído, usted, señor mío. -Augusta temblaba de furia, pero mantenía alzada la barbilla en gesto desafiante-. En este mismo instante, estoy retándolo a duelo. Por supuesto, elige usted las armas. -Lo miró ceñuda, mientras Harry la contemplaba con expresión perpleja-. Creo que es así como se hace. Si lanzo yo el reto, elige usted las armas, ¿verdad?
– Cierto, señora. -Harry dio la vuelta al escritorio-. Sí, en efecto, ésa es la forma correcta de retar a duelo y, como parte desafiada, reclamo el derecho a elegir, no sólo las armas sino también el lugar.
– ¡Harry! -Asustada por la inflexible expresión que mostraba el rostro de Harry mientras se acercaba a ella, Augusta comenzó a retroceder-, ¿qué vas a hacer?
En el mismo instante en que Augusta comenzaba a pensar que seria mejor dar media vuelta y correr hacia la puerta, Harry llegó hasta ella. Retrocedió otro paso, pero ya era demasiado tarde.
La alzó como si fuera un saco de harina y se la puso sobre el hombro. Ganó la puerta, la abrió y condujo a Augusta al vestíbulo.
– ¡Caray, Harry, deténte ahora mismo! -Augusta le aporreó las anchas espaldas. Pataleó con brío, pero el esposo le rodeó los muslos con un brazo, impidiéndole moverse.
– Quería usted un duelo, señora y lo tendrá. Emplearemos las armas con las que nos dotó la naturaleza y el campo del honor será mi cama. Le juro que no daré cuartel, por más que suplique.
– ¡Maldición, Harry! Esto no es lo que yo pretendía.
– Qué pena.
Harry había llegado a la mitad de la escalera con Augusta a cuestas, cuando apareció Craddock procedente del ala de los sirvientes. El mayordomo luchaba por ponerse la chaqueta. Llevaba la camisa abierta y los zapatos en la mano. Miró azorado a señor y señora.
– Su señoría, escuché un alboroto -tartamudeó Craddock, incómodo-. ¿Ocurre algo malo?
– En absoluto, Craddock -le aseguró Harry, y siguió subiendo la escalera con Augusta sobre el hombro-. Lady Graystone y yo vamos a acostarnos. Apaga las lámparas.
– Claro, señoría.
Augusta avistó la expresión de Craddock mientras Harry giraba al llegar a la cima de la escalera. El mayordomo luchaba por contener la risa y la joven lanzó un quejido de disgusto.
Harry despidió al ayuda de cámara con una sola palabra, mientras irrumpía en la habitación:
– Fuera.
El hombre desapareció cerrando la puerta, pero Augusta lo descubrió sonriendo. Mientras Harry la dejaba con suavidad sobre la cama, le lanzó una mirada feroz.
Cuando el conde se sentó junto a ella y comenzó a quitarse las botas, ella se apresuró a sentarse. La furia se había desvanecido y recobraba el sentido común. Comprendía que lo que acababa de decir en la biblioteca había sobrepasado los límites.
– Harry, lamento haber lanzado un desafío tan irresponsable. Comprendo que es un comportamiento reprensible, pero me has enfurecido.
– Eso no es nada comparado con el efecto que ejerces sobre mi carácter. -La segunda bota cayó al suelo. Harry se puso de pie y siguió desnudándose.
Augusta vio que ya estaba excitado. Sintió que un conocido calor comenzaba a recorrerle la parte inferior del tronco. «Lo amo -pensó resentida-. Es injusto que ejerza semejante poder sobre mí.»
– Y ahora, señora esposa, comenzaremos el duelo.
Harry se tendió sobre la cama y de un solo movimiento levantó las faldas y las enaguas de su esposa hasta la cintura. Con gesto audaz, le apretó el muslo con la mano y se inclinó sobre ella, contemplándola con ojos resplandecientes.
– ¿Y si gano, te disculparás? -murmuró Augusta, sintiendo la piel acalorada bajo las caricias del hombre.
– No pediré disculpas, señora mía, pero exigiste satisfacción y te juro que la tendrás. Por supuesto, yo también obtendré la mía.
Mientras se tendía encima, aplastó su boca en la de Augusta.