Harry abrazaba a Augusta, que sollozaba. No sabía cómo consolarla y nada era tan doloroso como ser incapaz de aliviar el dolor de su esposa. Por cierto que aquel desborde de emociones era el modo como los Ballinger de Northumberland afrontaban la pena y el conde envidiaba a Augusta el alivio que le brindaban las lágrimas. Para él sólo quedaba la venganza.
Sin poder hacer otra cosa, Harry apretó con fuerza los brazos en torno a Augusta, allí en medio del vestíbulo de la enorme y silenciosa mansión Arbuthnot, y esperó a que pasara la tormenta, concentrándose en la venganza.
Augusta comenzaba a calmarse cuando Harry alzó la cabeza y vio a Peter que entraba por la puerta trasera.
– Han revuelto en el dormitorio y en la biblioteca -dijo Peter-. Las dos habitaciones son un desastre, pero las demás están en orden. Debe de haber oído algo y huyó a tiempo.
– Es una casa grande y difícil de registrar a fondo. ¿Te has ocupado de lo demás? -preguntó Harry.
Peter asintió: sus ojos azules exhibían matices helados.
– Sí, han ido a buscar al magistrado y he dispuesto que llevaran el cuerpo de Sally a su dormitorio. ¡Por Dios, Graystone, qué frágil estaba, casi consumida! Debe de haber sobrevivido las últimas semanas a fuerza de ánimo y voluntad.
Augusta se removió en brazos de Harry y alzó la cabeza.
– La echaré tanto de menos…
– Todos la echaremos de menos. -Harry acarició la espalda de Augusta para tranquilizarla-. Le estaré eternamente agradecido.
– ¿Por su valentía durante la guerra? -Augusta parpadeó y se enjugó las lágrimas con el pañuelo de Harry.
– No, aunque siempre admiré su coraje. Le estaré agradecido porque fue ella la que me sugirió que te conociera a través del contacto con sir Thomas. Sally dijo que tenía que agregarte a mi lista de posibles esposas -dijo Harry con aire cándido.
Augusta lo miró perpleja.
– ¿Eso hizo? Qué extraño. ¿Cómo sabía que yo sería una buena esposa para ti?
Harry sonrió.
– Recuerdo que yo también le hice la misma pregunta. Dijo que me llevaría mejor con una esposa no convencional.
Peter cerró la puerta.
– Sally te conocía bien, Graystone.
– Sí, creo que sí. -Harry apartó a Augusta con suavidad-. Amigos míos, debemos dejar el duelo para más tarde. Las autoridades supondrán que el asesinato de Sally fue cometido por ladrones que intentaron irrumpir en la casa. No tiene sentido dejar que sepan la verdad.
– Estoy de acuerdo -afirmó Peter-. De cualquier manera, no podrían hacer nada.
– Tenemos que encontrar la lista mencionada por Sally. -Harry recorrió el vestíbulo con la mirada, pensando en lo grande que era la casa y en el tiempo que llevaría revisarla toda-. Conozco algunos de los métodos que Rally utilizaba para esconder los objetos que no quería que se descubrieran. Acostumbraba elegir los lugares obvios, imaginando que a nadie se le ocurriría buscar en ellos.
Augusta se sonó.
– El libro.
Harry la miró.
– ¿Qué libro?
– El libro de apuestas del Pompeya. -Augusta, en un arranque de valor, metió el pañuelo en el bolsillo de la capa y se encaminó hacia el salón-. Sally me dijo que si alguna vez lo encontraba cerrado tenía que abrirlo. Y oísteis que lo repitió hace unos minutos, antes de… de morir. Dijo que no me olvidara del libro.
Harry intercambió una mirada con Peter, que se limitó a encogerse de hombros y se dispuso a seguir a Augusta.
La puerta del salón del Pompeya estaba cerrada. Harry oyó que Augusta lloraba otra vez mientras la abría, aunque siguió adelante. Entró en el salón oscuro y silencioso, y encendió la lámpara.
Harry observó el lugar, sintiendo curiosidad a pesar de sí mismo. Aunque había visitado a Sally con frecuencia, nunca lo había recibido en el salón una vez se había transformado en sede del club, exclusivo para mujeres. No podía violar las reglas, ni siquiera fuera de hora.
– Es una sensación extraña para un hombre, ¿no? -Peter habló en voz queda deteniéndose junto a Harry-. Nunca se me permitió trasponer el umbral. No obstante, cada vez que echaba un vistazo al interior, me sentía incómodo.
– Entiendo lo que quieres decir.
Harry contempló los cuadros que colgaban de las paredes, aunque estaban a oscuras. De un vistazo reconoció a la mayoría. Todas eran mujeres que habían sobrevivido a través del mito y la leyenda, a pesar de lo que Augusta llamaba tendencia antifemenina general en la historia. Harry comenzaba a pensar en la proporción de historia que se debía de haber perdido porque, en referencia a las mujeres, se considerara carente de importancia.
– Uno siente curiosidad por saber qué cosas interesan a las mujeres y de qué hablan en realidad cuando se reúnen sin hombres -comentó Peter en voz baja-. Sally solía decir que, si lo supiera, me llevaría una sorpresa.
– Y, según ella, yo me habría impresionado -admitió Harry en tono amargo.
Contempló cómo se arremolinaba la capa negra en torno a Augusta que se encaminaba hacia un pedestal griego que sostenía un enorme volumen forrado en cuero.
– ¿Este es el famoso libro de apuestas? -Harry cruzó la habitación hasta donde estaba Augusta.
– Sí. Y está cerrado; así me dijo que podría hallarlo algún día. -Augusta abrió lentamente el cuaderno y comenzó a pasar las páginas-. No sé qué buscar.
Harry observó algunas entradas, todas en escritura femenina.
La señorita L. B. apuesta diez libras a la señorita R. M. a que no recuperará su diario a tiempo de evitar el desastre.
La señorita B. R. apuesta cinco libras a la señorita D. N. a que lord G. pedirá la mano de Ángel antes de fin de mes.
La señorita F. O. apuesta diez libras a la señorita C. P a que la señorita A. B. rechazará el compromiso con lord G. antes de dos meses.
– ¡Dios! -murmuró Harry-. ¡Pensar que uno gozaba de cierta intimidad!
– Las damas del Pompeya son muy aficionadas a las apuestas, milord -dijo Augusta con un suspiro-. Supongo que ahora el club cerrará. Lo echaré de menos; era como un hogar para mí. Ya nada volverá a ser lo mismo.
Harry iba a recordarle a Augusta que ya tenía su propio hogar, cuando apareció una hoja entre dos páginas.
– Déjame verlo. -La recogió y examinó la lista de nombres.
Peter se acercó y escudriñó sobre el hombro de su amigo a la vez que Augusta estiraba el cuello.
– ¿Es la lista? -preguntó Peter.
– En efecto, es una lista de nombres, no cabe duda que de los miembros del Club de los Sables. Es letra de Sally.
Peter la examinó frunciendo el entrecejo.
– No reconozco a ninguno.
– No me sorprende. -Harry acercó la lámpara y observó la lista con más atención-. Es el antiguo código que solía emplear Sally.
– ¿Cuánto tiempo tardarás en descifrarlo? -preguntó Peter-. Deben de ser unos diez.
– No mucho, pero una vez conozcamos los nombres habremos de determinar cuál de ellos podría ser Araña. -Harry plegó el papel y lo guardó en el bolsillo-. Salgamos. Tenemos mucho que hacer antes que amanezca.
– ¿Qué quieres que haga yo? -preguntó Augusta.
Harry sonrió sin alegría y se preparó para librar la batalla.
– Vuelve a casa y ocúpate de hacer el equipaje para volver a Dorset con Meredith.
La joven lo miró.
– Pero Harry, no quiero irme de la ciudad ahora que estamos tan cerca de descubrir al asesino de Sally y la identidad de Araña. Deja que me quede.
– Es imposible. Ahora que Araña conoce la existencia de la lista, nada lo detendrá para conseguirla. -Harry la cogió del brazo y la condujo hacia la puerta-. Peter, ¿crees que a tu novia le gustaría pasar unos días en Dorset?
– Me parece una idea estupenda -respondió Peter-. Dios sabe que estaré ocupado buscando a Araña y estoy seguro de que Augusta disfrutará de su compañía.
– Me gustaría que dejarais los dos de hacer planes como si fuese yo incapaz de pensar -exclamó Augusta-. No quiero ir a Dorset.
– Pues irás -replicó Harry con calma.
– Harry…
Harry pensó rápidamente buscando el argumento más efectivo y al hallarlo lo usó sin piedad.
– Augusta, no sólo me preocupa tu preciosa persona; tengo que pensar en Meredith. Tengo que estar seguro de que mi hija está a salvo. Estamos lidiando contra un monstruo y no sabemos hasta dónde es capaz de llegar.
Augusta quedó azorada.
– ¿Crees que podría amenazar a Meredith? Pero, ¿por qué?
– ¿No es evidente? Si Araña sabe que lo estoy buscando, puede utilizar a Meredith para presionarme.
– Oh, sí, ya comprendo. Tu hija es tu punto débil; ese sujeto debe imaginarlo.
«En eso te equivocas, Augusta: tengo dos grandes debilidades. Tú eres la otra -pensó Harry, pero no dijo nada-. Si cree que estoy preocupado por Meredith, contaré con ella para que la cuide. Tiene el impulso natural de rescatar y defender a los inocentes.»
– Augusta, necesito tu ayuda, saber a Meredith a salvo, fuera de la ciudad y concentrarme en la búsqueda de Araña.
– Sí, por supuesto. -Lo miró con expresión grave, consciente de su responsabilidad-. La cuidaré con mi propia vida, Harry.
Harry le acarició con dulzura la mejilla.
– Y cuidarás también de ti misma, ¿eh?
– Sin duda.
– Os enviaré a Dorset con una escolta que se quedará con vosotras hasta que vaya yo.
– ¡Una escolta! ¿Qué significa eso, Harry? -Era evidente que Augusta estaba alarmada.
– Enviaré contigo a un par de mozos a mi servicio desde hace tiempo.
– En Graystone estaréis a salvo -dijo Peter-. En el campo se conoce todo el mundo y si surge algún merodeador, es reconocido de inmediato. Además nadie podría entrar en la casa sin que los perros diesen la alarma.
– Exacto. -Harry miró a Augusta-. Claudia te acompañará.
Augusta esbozó una sonrisa.
– Yo no contaría con eso. No creo que mi prima esté dispuesta a viajar con tanta precipitación.
– Lo estará -prometió Peter-. Quiero que se aleje de la ciudad tanto como Harry quiere que lo hagas tú.
Augusta lo miró pensativa.
– Entiendo. Estoy segura de que a Claudia le parecerá estupenda la idea de salir de la ciudad sin previo aviso.
Peter se encogió de hombros; al parecer no lo preocupaba que Claudia pudiera resistirse.
Por la mañana, todo estaba listo. En la escalinata de la fachada principal, Harry despedía a su hija. A Meredith le desilusionaba tener que abandonar la ciudad con todas sus diversiones, pero su padre le había explicado que en la propiedad rural había asuntos de los que tenía que ocuparse Augusta. Aceptó la explicación, pero aun así le recordó que aún no había visto los jardines Vauxhall.
– Cuando volvamos aquí, yo mismo te llevaré -le prometió.
Satisfecha, Meredith asintió y lo abrazó con fuerza.
– Me encantará, papá. Adiós.
– Adiós, Meredith.
Harry subió a su hija al enorme carruaje negro; luego se volvió y vio a Agusta que bajaba en ese momento la escalinata. Sonrió al ver el elegante vestido verde oscuro y el frívolo sombrero alto. Su esposa era elegante aun cuando hubiese tenido que hacer deprisa y corriendo el equipaje.
– Entonces, ¿todo está arreglado? -preguntó, deteniéndose frente al conde. Le clavó la mirada, los ojos serios oscurecidos por el sombrero.
– Sí. Tu prima está esperándote en casa. Pronto estaréis todos en camino. Pasaréis la noche en una posada y llegaréis a Graystone mañana por la mañana. -Harry hizo una pausa-. Augusta, voy a echarte de menos.
La joven le dirigió una sonrisa trémula.
– Y yo a ti. Esperamos tu llegada. Por favor, ten muchísimo cuidado.
– Lo tendré.
Augusta asintió y luego, sin advertencia alguna, se puso de puntillas y lo besó en la boca a la vista de Meredith y del grupo de criados que iban y venían. Harry hizo ademán de abrazarla, pero ya era tarde, pues se había apartado.
– Te amo, Harry -dijo.
– ¡Augusta! -Harry hizo un gesto instintivo pero ella ya se había vuelto y subía al coche que la aguardaba.
Harry se quedó mirando el carruaje negro y plateado que se alejaba por la calle y permaneció allí durante largo rato repitiéndose una y otra vez las palabras de despedida de Augusta.
Advirtió que era la primera vez que Augusta lo decía con todas las letras. Y ahora, Harry comprendió que hacía mucho que esperaba oírlas: «Te amo, Harry». Aquella puerta cerrada se abrió de par en par y lo que había tras ella no pareció tan siniestro.
«¡Dios mío, yo también te amo, Augusta! No comprendía hasta qué punto formabas parte de mí.»
Harry esperó hasta que el coche negro se perdió de vista y luego se dirigió a la biblioteca. Se sentó tras el escritorio y desplegó la lista de nombres elaborada por Sally. Al cabo de poco consiguió descifrarla.
Cuando terminó, estudió los once nombres. Algunos pertenecían a otros tantos que habían muerto en la guerra. De otros, Harry sabía que carecían de la inteligencia o el temperamento de Araña, y por último, había quienes no conocía en absoluto, pero sin duda Peter, sí.
El último nombre de la lista atrajo y retuvo su atención. Cuando Peter entró en la biblioteca, Harry permanecía todavía sentado observándolo.
– Bien, ya se han ido sin inconvenientes -informó Peter mientras se dejaba caer en un sillón-. Vengo de dejar a Claudia en el coche. Meredith me pidió que volviera a saludarte y que recordaras que, además de Vauxhall, le encantaría volver a Astley.
– ¿Y Augusta? -Harry trató de parecer indiferente y contenido-. ¿Te ha dado algún recado para mí?
– Me pidió que te repitiera que cuidará de tu hija.
– Es muy leal -dijo Harry en tono quedo-, una mujer a la que un hombre puede confiarle su vida, su honor o su hija.
– Sí, desde luego -dijo Peter con expresión comprensiva. Se inclinó hacia delante-. ¿Qué has descubierto? ¿Algún personaje interesante en la lista?
Sin una palabra, Harry giró la hoja de papel con los nombres alusivos de modo que Peter pudiese leerla, y vio que su amigo apretaba los labios al llegar al último.
– ¡Lovejoy! -Peter levantó la vista-. ¡Por Dios! Todo coincide, ¿no es así? No tiene familia, pasado, ni amigos. Sabía que estábamos haciendo averiguaciones y trató de desviar nuestra atención haciéndonos creer que Richard Ballinger fuera Araña.
– Sí, debió de descubrir que la lista de miembros del Club de los Sables había caído en manos de Sally.
– Y acudió a buscarla. Sally estaba esperándonos y sin duda lo sorprendió, por eso la mató. -La mano de Peter se contrajo formando un puño-. ¡Canalla! -Volvió a reclinarse en el sillón-. ¿Y bien? ¿Cuál será nuestro primer paso?
– Ya es hora de que haga mi segunda visita nocturna a la biblioteca de Lovejoy.
Peter alzó una ceja.
– Iré contigo. ¿Esta noche?
– Si es posible.
Pero no era posible. Por la noche, Lovejoy recibía amigos en casa. Harry y Peter vigilaron desde un coche, en la oscuridad, observando las luces de la biblioteca de Lovejoy que permanecían encendidas hasta el amanecer.
Sin embargo, a la noche siguiente, Lovejoy salió al club. Harry y Peter entraron en la biblioteca por la ventana poco después de la medianoche.
– Ah, ahí está el globo terráqueo del que hablabas -murmuró Peter acercándose al artefacto.
– Creo que podemos olvidarnos del globo. -Harry levantó el borde de la alfombra-. No ocultó que lo usara cuando vine a hablar con él.
– Ya veo; aquí no hay nada importante. -Peter había abierto el globo y examinaba el contenido. Lo cerró y comenzó a tabalear sobre los paneles de las paredes de manera sistemática hasta el otro extremo de la habitación.
Al cabo de un rato, Harry encontró lo que buscaba al tropezar con un mecanismo oculto en la madera del suelo.
– Sheldrake, creo que esto es lo que buscábamos. -Harry levantó una pequeña caja metálica. Al oír pasos en el vestíbulo que tal vez denunciaran la presencia de un criado que entrara subrepticiamente de vuelta de la taberna, Harry se inmovilizó-. Será mejor que lo examinemos en otro sitio.
– De acuerdo. -Peter ya estaba a medio camino de la ventana.
Más tarde, sentado cómodamente en su propia biblioteca, Harry abrió la caja metálica. Saltó a su vista el brillo de unas piedras.
– Al parecer, Araña cobraba su traición en joyas -dedujo Peter.
Harry revolvió con impaciencia el montón de piedras preciosas que iluminaban el fondo de la caja. Sus dedos se cerraron después sobre un fajo de papeles y lo sacó. Los revisó rápidamente y se detuvo a la vista de un pequeño bloc de notas. Lo abrió y vio que se trataba en su mayor parte de anotaciones, fechas y horas que pudieran significar algo. Sin embargo, la última anotación era interesante e inquietante.
– ¿Qué es eso? -Peter se inclinó hacia delante para ver mejor.
Harry leyó la nota en voz alta:
– Lucy Ann. Weymouth. Quinientas libras por el mes de julio.
Peter lo miró.
– ¿Qué diablos querrá decir? ¿Acaso ese canalla mantiene a una mujer en Weymouth?
– No lo creo. ¿Quinientas libras al mes? -Harry guardó silencio un momento mientras hacía deducciones-. Weymouth no está a más de trece kilómetros de Graystone y tiene un puerto activo.
– Claro, eso es bien sabido. ¿Y qué?
Harry levantó lentamente la vista.
– Que sin duda Lucy Ann es un barco, no una ramera. Y al parecer Araña ha abonado a alguien, quizás el capitán del barco, la enorme suma de quinientas libras por el mes de julio.
– Estamos en julio. ¿Por qué razón habrá gastado semejante cantidad en un barco?
– Tal vez para asegurarse de que lo tengan listo para zarpar de inmediato. Recuerda que Araña siempre prefirió huir por agua.
– Sí, así es.
Harry cerró el cuaderno de notas con un nudo en la boca del estómago.
– Tenemos que encontrarlo esta misma noche.
– Graystone, no podría estar más de acuerdo.
Sin embargo, Lovejoy había cubierto bien su rastro. Harry y Peter se enteraron al día siguiente que Araña había salido ya de Londres.
La primera noche en Graystone Augusta permaneció despierta contemplando el techo, escuchando cada crujido de la enorme mansión.
Había seguido al lacayo controlando que cerrara bien puertas y ventanas y ordenado que dejaran algunos de los perros en las cocinas. El mayordomo afirmó que la casa estaba bien guardada.
– Años atrás su señoría hizo poner cerraduras especiales, señora -le había dicho Steeples-. Son muy fuertes.
Aun así, Augusta no podía dormir.
Al fin, apartó las mantas y buscó la bata. Asió una vela, la encendió, se calzó las zapatillas y salió al pasillo. Echaría un vistazo a Meredith.
Una vez en el pasillo, observó abierta la puerta del dormitorio de la niña y echó a correr protegiendo la llama de la vela con la mano.
– Meredith.
La cama estaba vacía. Augusta trató de conservar la calma; no tenía que ser presa del pánico. La ventana de la habitación estaba bien cerrada. La ausencia de Meredith podía explicarse porque hubiera bajado a beber un vaso de agua o a buscar de comer a la cocina.
Augusta descendió corriendo las escaleras. A la mitad, se inclinó sobre la barandilla y vio una hendidura de luz bajo la puerta del estudio. Cerró los ojos y tomó aliento. Luego se apresuró a bajar.
Al abrir la puerta de la biblioteca, vio a Meredith acurrucada en el enorme sillón de su padre. Parecía pequeña y frágil. Había encendido una lámpara y tenía un libro sobre el regazo. Cuando Augusta entró, levantó la mirada.
– Hola, Augusta. ¿Tú tampoco podías dormir?
– No, yo tampoco. -Augusta sonrió ocultando el inmenso alivio que sentía al encontrar a la niña a salvo-. ¿Qué estás leyendo?
– Estoy tratando de leer El anticuario, pero es un poco difícil. Tiene muchas palabras largas.
– Sí. -Augusta apoyó la vela sobre el escritorio-. ¿Quieres que te lo lea yo?
– Sí, por favor. Me gustaría mucho.
– Vamos al sofá. Así podremos sentarnos juntas y tú podrás seguir la lectura.
– De acuerdo. -Meredith se bajó del sólido sillón forrado en cuero y siguió a Augusta hasta el sofá.
– Primero -dijo Augusta arrodillándose junto al hogar- encenderé el fuego. Aquí hace frío.
Unos minutos después estaban las dos cómodamente instaladas ante un buen fuego. Augusta abrió la última novela atribuida a Walter Scott y comenzó a leer en voz suave una historia de herederas perdidas, búsqueda de tesoros y aventuras peligrosas.
Después de un rato, Meredith bostezó y apoyó la cabeza sobre el hombro de Augusta. Pasaron unos momentos. Su hijastra estaba dormida.
Augusta permaneció largo rato contemplando el fuego y pensando que esa noche se sentía como la verdadera madre de Meredith. Sentía aquel impulso protector.
También se sentía como una verdadera esposa, pues sólo una esposa experimentaría la misma inquietud mientras esperaba a que regresara el esposo.
La puerta de la biblioteca se abrió con suavidad y Claudia, envuelta en una bata de algodón, entró en la habitación. Sonrió al ver a Augusta acurrucada en el sofá y a Meredith en su regazo.
– Al parecer, esta noche tenemos todos dificultades para dormir -murmuró Claudia sentándose al lado de su prima.
– Eso parece. ¿Estás preocupada por Peter?
– Sí. Me da miedo, porque tiene cierta tendencia a la temeridad. Ruego que no corra muchos riesgos. Estaba furioso por la muerte de Sally.
– Harry también estaba enfurecido. Trató de ocultarlo, pero lo advertí en sus ojos. Bajo esa fachada serena y contenida que exhibe ante el mundo, es un hombre muy sensible.
Claudia sonrió.
– Tengo que creer en tu palabra. Por su parte, Peter esconde sus emociones bajo una máscara de alegría y bromas, pero él también experimenta sentimientos profundos. Me pregunto por qué me ha costado tanto descubrir la seriedad de su carácter.
– Tal vez porque es muy habilidoso para ocultarlo, igual que Harry. Cada uno a su modo aprendió a ser cuidadoso con sus pensamientos y sentimientos más hondos. Supongo que deben de haberlo ejercitado durante la guerra -dijo Augusta, recordando también a las mujeres de la galería de retratos.
– Debe de haber sido una experiencia terrible.
– ¿La guerra? -Augusta asintió, con el corazón oprimido de simpatía tanto hacia Harry como hacia Peter-. Son hombres buenos y los hombres buenos deben de sufrir mucho en la guerra.
– ¡Oh, Augusta, amo tanto a Peter…! -Claudia apoyó la barbilla sobre una mano y contempló las llamas-. Estoy muy inquieta por él.
– Lo sé, Claudia. -Augusta comprendió que esa noche se sentía más cerca que nunca de su prima. Era una sensación agradable-. Claudia, ¿crees que, a pesar de provenir de distintas ramas de la familia, tengamos algún antepasado común?
– Los últimos días he pensado mucho en ello -admitió Claudia con aire melancólico. Augusta rió suavemente.
Las dos mujeres permanecieron calladas frente al fuego durante largo tiempo. Meredith dormía apaciblemente junto a ellas.
A la noche siguiente, la inquietud de Augusta se transformó en una enorme ansiedad que amenazaba con abrumarla. En un momento dado se durmió y tuvo una confusa pesadilla.
Se despertó sobresaltada. Tenía las manos húmedas y el corazón le golpeaba con fuerza. Había tenido la sensación de haber quedado sepultada viva bajo las mantas. Controlando el pánico, las apartó y saltó de la cama.
Permaneció de pie respirando agitada, tratando de calmar el extraño temor que la atenazaba. Cuando ya no pudo soportarlo, se rindió a él. Recogió la bata, salió corriendo del dormitorio y corrió por el pasillo hasta el dormitorio de Meredith pensando que se tranquilizaría una vez la viese a salvo.
Pero Meredith no ocupaba su cama y en esta ocasión, la ventana estaba abierta de par en par. La brisa nocturna agitaba las cortinas y enfriaba el cuarto. La luz de la luna dejaba ver una cuerda amarrada al alféizar y que colgaba hasta el suelo. Meredith había sido raptada.