CAPÍTULO III

– ¿Que has publicado la noticia en los periódicos? Tío Thomas, no puedo creerlo. ¡Qué desastre! Es evidente que se ha cometido un terrible error.

Augusta se paseaba por la biblioteca, todavía aturdida por el impacto que le había producido el anuncio de su tío de que acababa de aceptar una oferta de matrimonio en su nombre. Encendida de feroz energía, fruncía el entrecejo mientras imaginaba la manera de escapar a semejante situación.

Regresaba de montar a caballo y llevaba un audaz traje de montar de estilo militar de color rubí, adornado con trencilla dorada. Sobre la cabeza, un sombrerito hacía juego con una pluma roja y calzaba botas grises de cuero. Un criado le había dicho que sir Thomas tenía que darle una noticia y corrió a la biblioteca.

Allí se había llevado la impresión más fuerte de su vida.

– Tío Thomas, ¿cómo has podido hacer algo así? ¿Cómo has podido cometer tal equivocación?

– No creo que se trate de una equivocación -dijo sir Thomas, distraído. Sentado en el sillón, una vez hecho el anuncio, se había sumergido de nuevo en la lectura del libro que estaba leyendo cuando entraba Augusta-. Me pareció que Graystone sabía lo que hacía.

– Pero debe de ser un error. Graystone no pediría mi mano. -Mientras paseaba agitada de un lado a otro, Augusta pensaba-. Lo que sucedió es evidente. Te pidió a Claudia y tú te confundiste.

– No lo creo. -Sir Thomas se hundió más aún en la lectura.

– Vamos, tío Thomas. A veces eres muy distraído. A menudo confundes mi nombre y el de Claudia, en particular cuando estás ocupado en tus libros, como ahora.

– ¿Qué esperabas? Las dos lleváis nombres de emperatrices romanas -dijo el tío a modo de excusa-. Da lugar a equivocaciones.

Augusta gimió. Conocía a su tío y cuando se concentraba en los clásicos griegos y romanos, era imposible que prestara atención a otra cosa. Sin duda, cuando Graystone había ido a verlo, debía de estar igualmente abstraído. No era de extrañar que hubiese confundido los nombres.

– No puedo creer que hayas podido hacer algo que afectara de tal modo mi futuro sin consultarme siquiera.

– Augusta, será un marido saludable para ti.

– No quiero un marido saludable. No quiero ningún marido, y menos uno saludable. De todos modos, ¿qué significa eso? ¡Un caballo saludable!

– Muchachita, el asunto es que no conseguirías un ofrecimiento más conveniente.

– Supongo que no. Pero la propuesta no era para mí, ¿no lo comprendes, tío Thomas? Estoy segura. -Augusta giró con brusquedad y las faldas rojas se arremolinaron en torno a sus botas-. Tío Thomas, no he querido ser grosera contigo. Dios sabe que no has tenido conmigo más que bondad y te estaré eternamente agradecida.

– Querida mía, yo también te agradezco lo que has hecho por Claudia. La hiciste salir de su caparazón y transformaste a un ratoncito de biblioteca en una sensación. Su madre estaría orgullosa.

– No tiene importancia, tío. Claudia es una mujer bella y con talento. Sólo necesitaba algún consejo y aprender el modo apropiado de comportarse en sociedad.

– Que le proporcionaste tú.

Augusta se encogió de hombros.

– Lo aprendí de mi madre. Recibía invitados con frecuencia y me enseñó muchas cosas. También me enseñó lady Arbuthnot, que conoce a todo el mundo, así que el mérito no es sólo mío. Además, me asignaste la tarea de cuidar de Claudia como remedio contra la melancolía, y eso fue muy bondadoso de tu parte.

Sir Thomas lanzó una exclamación.

– Si mal no recuerdo, te pedí que acompañaras a Claudia a una sola velada. A partir de entonces, te hiciste cargo de ella, y pasó a formar parte de tu propio proyecto. Y cuando te embarcas en un proyecto, querida mía, las cosas se ponen en marcha por sí solas.

– Gracias, tío Thomas. Pero volviendo a Graystone, insisto en que…

– No te preocupes por Graystone. Te repito que será un buen esposo. Ese hombre es sólido como una roca. Tiene cerebro y fortuna. ¿Qué más podría desear una mujer?

– Tío, no lo entiendes.

– En este momento te sientes un tanto conmocionada, eso es todo. Los Ballinger de Northumberland siempre han sido muy sensibles.

Augusta contempló a su tío sintiendo que bullía de frustración y luego se apresuró a correr a su dormitorio para estallar en lágrimas.

Mientras se vestía para asistir a la fiesta aquella noche, aún hervía de irritación. «Pero al menos ya no estoy a punto de llorar», se dijo orgullosa. Esa crisis exigía acción y no lágrimas.

Con tierna preocupación, Claudia observaba el ceño de su prima. Con gracia natural sirvió dos tazas de té y le ofreció una a Augusta sonriendo con gesto tranquilizador.

– Cálmate, Augusta. Todo saldrá bien.

– ¿Cómo demonios puedo calmarme cuando se ha cometido un terrible error? Por Dios, Claudia, ¿no comprendes? Nos amenaza el desastre. El tío se entusiasmó tanto que corrió a publicar la noticia en los periódicos. Mañana por la mañana, Graystone y yo estaremos oficialmente comprometidos. Una vez aparezca la noticia en la prensa, no habrá manera honorable de salir de esta situación.

– Comprendo.

– Entonces, ¿cómo puedes estar ahí tranquilamente sentada sirviendo el té como si nada hubiese sucedido?

Augusta apoyó con un golpe la taza y se puso de pie. Dio media vuelta y comenzó a pasearse a lo ancho del dormitorio. Las cejas oscuras se unían sobre sus ojos entrecerrados.

En aquella ocasión, a Augusta no le importaba la ropa que se pondría. Tenía la mente envuelta en tal torbellino que no podía concentrarse en elegir el vestuario, tarea que por lo general le agradaba. Betsy, la doncella, había elegido un vestido de noche rosado de profundo escote ribeteado por minúsculas rosas de satén, unas sandalias del mismo tono y guantes largos hasta el codo, y peinó el cabello castaño de Augusta al estilo griego. Mientras la joven caminaba agitada, los rizos sueltos se balanceaban de manera alocada.

– No veo el problema -murmuró Claudia-. Creía que Graystone te gustaba.

– Eso no es cierto.

– Vamos, Augusta. Incluso mi padre lo advirtió y comentó algo al respecto hace unos días.

– Pedí un volumen de los últimos tratados de Graystone sobre los clásicos romanos, es todo. Eso no es una señal de afecto.

– Como quieras, pero no me sorprende que papá haya aceptado la propuesta de Graystone en tu nombre. Imaginó que estarías encantada y así debería ser. No me negarás, Augusta, que es un matrimonio estupendo.

Por un instante, Augusta dejó de pasearse y lanzó una mirada angustiada a su prima.

– Pero, ¿no entiendes, Claudia? Es un error. Graystone no pediría mi mano. Me considera una revoltosa insoportable, incorregible, siempre a un paso del escándalo. Para él soy un estorbo incontrolable. Sería una condesa poco apropiada y tiene razón.

– No es cierto. Serías una condesa encantadora -afirmó Claudia.

– Gracias -furiosa e irritada Augusta gimió-, pero te equivocas. Según sé, ya estuvo casado con la mujer adecuada y no quisiera tener que competir con ella.

– Ah, sí. Estuvo casado con Catherine Montrose. Recuerdo que mi madre hablaba de ella, y de que se había educado de acuerdo a su obra. Afirmaba que Catherine Montrose era un claro ejemplo de la eficacia de su método.

– Qué maravillosa idea. -Augusta fue hacia la ventana y contempló los jardines de la parte trasera de la casa-. Graystone y yo no tenemos nada en común. Pensamos de manera opuesta y no le agradan las mujeres de libre pensamiento. Lo ha dicho con toda claridad. Y no sabe siquiera la mitad. Si supiera algunas de las cosas que he hecho, creo que le daría un ataque.

– No me imagino a lord Graystone sufriendo un ataque bajo ninguna circunstancia, y de cualquier modo no creo que te hayas comportado tan mal, Augusta.

Augusta se encogió.

– Eres muy generosa. Créeme, Claudia, es imposible que Graystone me quiera como esposa.

– ¿Y por qué pidió tu mano?

– No creo que lo haya hecho -afirmó Augusta con aire lúgubre-. Más aún, estoy segura de que no lo hizo. Ya te he dicho que debe de haber sido un espantoso error. Sin duda pensaba pedir la tuya.

– ¿La mía? -La taza de Claudia tembló sobre el platillo-. Por todos los cielos, es imposible.

– En absoluto. -Augusta frunció el entrecejo-. He estado pensándolo y me imagino cómo se produjo el error. Es probable que pidiera la mano de la señorita Ballinger y el tío Thomas pensara que se refería a mí porque soy la mayor. Pero estoy convencida de que se refería a ti.

– Augusta, dudo que papá haya cometido un error de semejante magnitud.

– No, no, es probable. El tío Thomas siempre nos confunde, ya sabes que suele llamar a la una por la otra. Se concentra tanto en sus estudios que se confunde con nosotras.

– Augusta, eso no sucede con tanta frecuencia.

– Pero concordarás conmigo en que ha sucedido -insistió Augusta-. Y en este caso, no me cabe duda de que se convenció a sí mismo de que lograría casarme, de donde resulta fácil deducir cómo se produjo la equivocación. Pobre Graystone.

– ¿Pobre? Según tengo entendido, es muy rico. Creo que tiene propiedades en Dorset.

– No me refiero a su situación financiera -replicó Augusta irritada-. Me refiero al horror que sentirá cuando vea la noticia. Tengo que hacer algo inmediatamente.

– ¿Qué podrías hacer? Ya son casi las nueve y hemos de asistir a la fiesta de los Bentley.

Augusta apretó la mandíbula en gesto decidido.

– Ya sé. Esta noche haré una breve visita a lady Arbuthnot.

– ¿Irás a Pompeya otra vez esta noche? -la voz dulce de Claudia resonaba con un matiz de reproche.

– Sí. ¿Me acompañas? -No era la primera vez que Augusta lo proponía, y ya sabía cuál sería la respuesta de Claudia.

– No, por Dios. El solo nombre me impresiona, ¡Pompeya…!, y su connotación de comportamiento pecaminoso… De verdad, Augusta, creo que pasas demasiado tiempo en ese club.

– Por favor, Claudia, esta noche no.

– Sé que disfrutas mucho de ese lugar y que quieres a lady Arbuthnot, pero de todos modos me pregunto si Pompeya no acentuará ciertos rasgos latentes en la sangre de los de Northumberland. Tendrías que esforzarte por reprimir y controlar esos matices de impulsividad e inquietud. En particular ahora que estás a punto de convertirte en condesa.

Augusta miró a su encantadora prima entrecerrando los ojos. En ocasiones, Claudia manifestaba una sorprendente similitud con su madre, la famosa lady Prudence Ballinger. La tía de Augusta había sido autora de numerosos libros escolares como eran Instrucciones sobre la conducta y el porte de las jóvenes y Guía para la elevación de la mente de las jóvenes.

Claudia estaba decidida a seguir los pasos de su ilustre progenitora y trabajaba con ahínco en un manuscrito cuyo título provisional era: Guía de conocimientos útiles para las jóvenes.

– Claudia, dime una cosa -dijo Augusta remarcando las palabras-. Si logro aclarar este espantoso lío a tiempo, ¿te gustaría casarte con Graystone?

– No hay ningún error. -Claudia se levantó y caminó hacia la puerta con aire sereno.

Iba vestida con un vestido de seda azul pálido elegido por Augusta y tenía un aspecto angelical. El elegante corte se balanceaba con suavidad alrededor de las sandalias. El cabello rubio iba dividido en el centro al estilo de una madona y adornado con una pequeña peineta de diamantes.

– Pero Claudia, ¿y si fuera una equivocación?

– Por supuesto, haré lo que papá desee. Siempre he tratado de ser una buena hija. No obstante, tú misma comprobarás que no hubo tal error. Augusta, ya que durante toda la temporada me has dado excelentes consejos, deja ahora que te los dé yo a ti. Esfuérzate por agradar a Graystone. Intenta por todos los medios comportarte como una condesa y estoy segura de que el conde te tratará bien. Quizá te vendría bien volver a leer alguno de los libros de mi madre antes de casarte.

Augusta ahogó un juramento mientras su prima salía de la habitación cerrando la puerta tras ella. A veces, vivir en casa de los de Hampshire podía resultar enervante.

Era indudable que Claudia sería la perfecta condesa de Graystone. Augusta podía imaginarla sentada frente al conde a la mesa de desayuno comentando con él los planes del día. «Por supuesto, se hará como milord desee.» Era evidente que, al cabo de quince días, se aburrirían los dos a muerte.

«Pero eso es problema de ellos», se dijo Augusta al tiempo que se detenía ante el espejo. Se miró ceñuda y recordó que aún no había elegido las joyas con que acompañar el vestido rosa.

Abrió la cajita dorada que tenía sobre el tocador. Allí guardaba sus posesiones más valiosas: una hoja de papel cuidadosamente plegada y un collar. Aquel papel, sucio de lúgubres manchas, contenía un ácido poema que había escrito el hermano de Augusta poco antes de morir. El collar había sido propiedad de las mujeres de la rama Northumberland durante tres generaciones. La última había sido la madre de Augusta. Se componía de una hilera de rubíes de color rojo sanguina intercalados de diminutos diamantes. Del centro pendía un rubí grande.

Augusta sujetó con cuidado el collar en torno a su cuello. Lo usaba con frecuencia, era lo único que le quedaba de su madre. Todo lo demás lo había vendido Richard para pagar aquel bendito rango de oficial.

Una vez colocado el collar, el rubí central se acomodó en el valle de sus pechos. Augusta se volvió a la ventana y comenzó a trazar planes desesperados.


Poco después de la medianoche, Harry regresó a su casa del club, mandó a dormir a los criados y se dirigió a su santuario: la biblioteca. Sobre el escritorio había la última carta de su hija trabajosamente escrita hablándole de sus progresos en los estudios y del clima de Dorset.

Harry se sirvió una copa de coñac y se sentó a releerla sonriendo para sí. Meredith tenía nueve años y su padre estaba orgulloso de ella. Era una estudiante aplicada y anhelaba complacer a su padre y realizar sus tareas con éxito.

Él mismo había organizado los estudios de su hija y supervisaba con minuciosidad cada etapa. Cualquier elemento frívolo como podían ser las acuarelas y la lectura de novelas, que provocaban la ligereza y las inclinaciones románticas características de la mayoría de las mujeres, había sido expurgado del programa sin piedad. No quería que Meredith se viese expuesta a ello.

La institutriz Clarisa Fleming, una aristócrata por derecho propio, aunque tronada, compartía los puntos de vista del conde con respecto a la educación. Estaba plenamente capacitada para enseñar las materias que él quería que aprendiese Meredith y Harry estaba complacido de contar con ella.

Dejó la carta, bebió otro sorbo de licor y trató de imaginar lo que sucedería en aquella casa tan organizada cuando Augusta se hiciera cargo de ella.

«Tal vez haya perdido el juicio.»

Fuera, al otro lado de la ventana, algo se movió. Con el entrecejo fruncido, miró y no vio más que oscuridad. Luego oyó un débil arañazo. Suspirando, agarró el elegante bastón de ébano que procuraba tener siempre a mano. Si bien Londres no era el continente y la guerra había terminado, el mundo ya no era un lugar seguro. Su experiencia de la naturaleza humana le decía que quizá nunca lo sería.

Se levantó con el bastón en la mano, apagó la lámpara y se situó junto a la ventana. En cuanto la habitación quedó a oscuras, el ruido aumentó, ahora con un matiz frenético. Alguien corría entre los arbustos que bordeaban la casa. Instantes después se oyó un golpeteo en la ventana. Harry miró y vio una figura encapuchada que espiaba a través del cristal. A la luz de la luna apareció una pequeña mano disponiéndose de nuevo a golpear.

Aquella mano le resultó familiar.

«¡Demonios!» Harry se alejó de la pared y dejó el bastón sobre el escritorio. Abrió la ventana con un movimiento brusco y furioso, apoyó las manos en el alféizar y se inclinó hacia fuera.

– Gracias a Dios que está todavía aquí, milord. -Augusta se echó la capucha hacia atrás. La luz pálida de la luna mostró la expresión de alivio de su rostro-. Vi la luz encendida, pensé que estaba aquí y, de pronto, cuando se apagó, temí que hubiera dejado la biblioteca. Si no lo hubiese encontrado esta noche, habría sido un desastre. Permanecí durante más de una hora en casa de lady Arbuthnot esperando a que regresara.

– Si hubiera sabido que me esperaba una dama, me habría preocupado de volver antes.

Augusta frunció la nariz.

– ¡Ah, caramba! Está enfadado, ¿verdad?

– ¿De dónde saca esa impresión?

Harry se inclinó, la aferró por los brazos a través de la tela de la capa y la alzó haciéndola pasar por la ventana. En ese momento vio otra figura agazapada entre los arbustos.

– ¿Quién demonios la acompaña?

– Es Scruggs, milord, el mayordomo de lady Arbuthnot -exhaló Augusta sin aliento. Cuando el conde la soltó, la muchacha se irguió y se acomodó la capa-. Lady Arbuthnot insistió en que me acompañara.

– Conque Scruggs, ¿eh? Comprendo. Espere aquí, Augusta.

Harry atravesó una pierna por encima del alféizar y luego la otra. Se dejó caer sobre la tierra húmeda e hizo señas a la figura que se acuclillaba entre las matas.

– Acérquese, buen hombre.

– Señoría -Scruggs se adelantó con un extraño andar cojitranco. En las sombras, sus ojos brillaban divertidos-. ¿En qué puedo servirlo, señor?

– Scruggs, creo que por esta noche ya ha hecho suficiente -dijo Harry entre dientes. Sabiendo que Augusta escuchaba por la ventana abierta, bajó la voz-: Si vuelve a ayudar a esta dama en alguna otra aventura por el estilo, enderezaré con mis propias manos esa lamentable postura… para siempre. ¿Me ha entendido?

– Sí, señor. Con toda claridad, señoría. Perfectamente. -Scruggs inclinó la cabeza en una reverencia servil y retrocedió encogiéndose de manera patética-. Me limitaré a esperar a la señorita Ballinger aquí, a la intemperie, aunque el aire nocturno acentúe el reumatismo de estos viejos huesos. No se preocupe por mis articulaciones, milord.

– No pienso preocuparme por sus articulaciones hasta el momento en que sea necesario descoyuntarlas una por una. Vuelva con Sally. Yo cuidaré de la señorita Ballinger.

– Sally pensaba devolverla a casa en su propio coche en compañía de otras miembros del Pompeya -susurró Peter con su voz propia-. No te aflijas, Harry, los únicos que sabemos lo que está sucediendo aquí somos Sally y yo. Esperaré a Augusta en el jardín del club. Estará segura una vez allí.

– Sheldrake, no sabes cuánto me alivia saberlo.

Peter rió entre las falsas patillas.

– No fue idea mía. Se le ocurrió a la señorita Ballinger.

– Por desgracia, lo creo.

– No hubo forma de detenerla. Le pidió a Sally que le permitiera atravesar el jardín y el callejón hasta tu casa y ella, con toda prudencia, insistió en que la acompañase yo. No podíamos hacer más que asegurarnos de que no sufriese ningún daño hasta llegar a ti.

– Vete, Sheldrake. Tus explicaciones no me convencen.

Peter rió entre dientes y se desvaneció en la sombra. Harry volvió junto a la ventana donde Augusta permanecía escudriñando la oscuridad.

– ¿Adónde va Scruggs? -preguntó.

– Regresa a casa -Harry trepó, entró en la biblioteca y cerró la ventana.

– Está bien. Es muy bondadoso de su parte enviarlo a casa. -Augusta sonrió-. Hace mucho frío fuera y no me gustaría que se quedara esperando con esta humedad. Padece reumatismo.

– Si intenta hacer otra vez algo semejante, no será lo único que padecerá -murmuró Harry mientras volvía a encender la lámpara.

– Por favor, no culpe a Scruggs por mi presencia aquí. Fue idea mía.

– Eso tengo entendido. Permítame decirle que es una idea insólita, señorita Ballinger. Mas como ya está aquí, le rogaría que me explicara por qué creía necesario arriesgar su cuello y su reputación y venir a verme de esta manera.

Augusta lanzó una exclamación exasperada.

– Resulta difícil de explicar, milord.

– No lo dudo.

La joven se volvió hacia el fuego y dejó abrirse la capa, de pie frente al resplandor de las brasas moribundas. El reflejo de las llamas arrancó chispas al enorme rubí que brillaba entre los pechos. Harry echó un vistazo a las dulces curvas que revelaba el profundo escote y se quedó mirándola. «Buen Dios, casi puedo ver los pezones asomando a través de las rositas estratégicamente situadas.» La imaginación del conde se inflamó con la visión de aquellos capullos apenas ocultos, hechos a la medida de la boca de un hombre, firmes y en sazón.

Parpadeó consciente de su excitación y se esforzó por recuperar su habitual continencia.

– Sugiero que proceda a la explicación, cualquiera que sea. Va haciéndose tarde.

Se apoyó contra el borde del escritorio y cruzó los brazos sobre el pecho componiendo una expresión severa. Era duro mantener el entrecejo cuando lo que en verdad deseaba era tender a Augusta sobre la alfombra y hacerle el amor. Suspiró para sus adentros. Esa mujer lo había embrujado.

– He venido aquí esta noche para advertirle de un inminente desastre.

– ¿Podría preguntarle cuál es la naturaleza de ese desastre, señorita Ballinger?

La joven volvió la cabeza y le dirigió una mirada desdichada.

– Se ha producido un error espantoso, milord. Tengo entendido que esta tarde le hizo una visita a mi tío, ¿es así?

– Así es.

«No habrá desplegado semejante ardid sólo para decirme que me rechaza», pensó Harry, alarmado por primera vez.

– Tío Thomas se confundió pensando que pedía usted mi mano y no la de mi prima, en aras de su propio deseo, sin duda. Hace mucho que se preocupa por mi soltería. Siente el deber de ocuparse en casarme. De cualquier modo, ha enviado la noticia a los periódicos. Lamento comunicarle que mañana por la mañana, el anuncio de nuestro compromiso se habrá difundido en toda la ciudad.

Harry arrancó la mirada de las rositas de satén y contempló las puntas lustrosas de sus botas. Pese a la creciente tensión en la ingle se las arregló para mantener la voz despojada de toda inflexión.

– Entiendo.

– Créame, milord, se trata de un error sin malicia por parte de mi tío. Lo interrogué a fondo y estaba seguro de que había solicitado usted mi mano. Sin embargo, vive en otro mundo. Si bien es capaz de recordar exactamente el nombre de todos y cada uno de los antiguos griegos y romanos, suele ser distraído con respecto a los de su propia familia. Espero que lo entienda usted.

– Entiendo.

– Ya sabía yo que lo entendería. Me imagino que a usted debe de pasarle lo mismo. Pues bien -Augusta giró sobre sí y la capa onduló como una cola de terciopelo oscuro-, no existe tal problema, tengo un plan.

– Dios nos ampare -murmuró Harry por lo bajo.

– ¿Cómo ha dicho? -Le dirigió una mirada penetrante.

– Nada, señorita Ballinger. ¿Dice que tiene usted un plan?

– Escúcheme bien. Sé que no ha tenido mucha experiencia en estos asuntos merced a su interés por los estudios profundos, de modo que le pido que me preste atención.

– Imagino que, por el contrario, tiene usted experiencia en estas situaciones.

– No en esta situación precisamente -admitió la muchacha-, sino en general, a ver si me entiende. Existe la posibilidad de actuar como si no ocurriese nada fuera de lo común manteniendo la calma al mismo tiempo. ¿Me comprende, milord?

– Creo que sí. ¿Por qué no me expone el plan sucintamente, de modo que pueda tener yo una idea general?

– Muy bien. -Frunció el entrecejo con expresión concentrada y observó un mapa de Europa que colgaba de la pared-. El problema consiste en que, cuando aparezca la noticia, usted no podría retirar la oferta sin sufrir menoscabo en su honor.

– Es cierto -admitió el conde-. No se me ocurriría hacerlo.

– Ha caído en una trampa. Pero yo, por mi parte, puedo ejercer el derecho femenino y rechazarlo. Y eso es lo que pienso hacer.

– Señorita Ballinger…

– Ya sé que se desatarán muchas murmuraciones y me llamarán coqueta, entre otras cosas. Tal vez tenga que salir de la ciudad durante un tiempo, pero eso no tiene importancia. En definitiva, quedará usted libre. De hecho, le brindarán todos su simpatía y cuando las cosas se aquieten, podrá usted pedir la mano de mi prima tal como era su intención original. -Augusta lo miro expectante.

– Señorita Ballinger, ¿es ése su plan? -preguntó Harry, después de pensarlo un instante.

– Pues sí -respondió la joven con tono preocupado-. ¿Le parece demasiado simple? Quizá podríamos elaborar uno más astuto. No obstante, en esencia creo que, cuanto más simple sea, más fácil será llevarlo a cabo.

– No dudo que, en este aspecto, su instinto debe de ser más agudo que el mío -murmuró Harry-. Entonces, ¿debo suponer que está ansiosa por romper el compromiso?

Un intenso sonrojo cubrió las mejillas de Augusta y apartó la mirada.

– Ésa no es la cuestión, sino que no tenía usted intención de comprometerse conmigo sino con Claudia. ¿Quién podría culparlo? Lo comprendo muy bien. No obstante, quisiera advertirle que no será un buen matrimonio, pues son ustedes muy parecidos; ¿entiende lo que quiero decir?

Harry levantó una mano para detener aquella catarata de palabras.

– Quizás, antes de que siga adelante, tendría que aclararle algo.

– ¿Qué?

El conde le dirigió una sonrisa intrigada, curioso por descubrir qué pasaría a continuación.

– Su tío no se equivocó. Yo pedí la mano de usted, señorita Ballinger.

– ¿La mía?

– Sí.

– ¿Mi mano? ¿Me pidió en matrimonio, milord? -lo contempló con ojos azorados.

Harry ya no pudo contenerse. Se apartó del escritorio y cruzó la distancia que los separaba. Se detuvo frente a ella y atrapó una de las manos que se agitaban en el aire. La llevó a sus labios y la besó con dulzura.

– Su mano, Augusta.

Percibió los dedos de la joven fríos y que la muchacha temblaba. Sin añadir una palabra, la atrajo a sus brazos. «La siento tan delicada al tocarla…», pensó. La columna formaba una graciosa curva y sentía la redondez de las caderas a través del vestido rosa.

– No comprendo, milord -murmuró.

– Es obvio. Tal vez esto le aclare las cosas.

Harry inclinó la cabeza y la besó. Era la primera vez. No contaba el breve beso que había depositado Augusta en su barbilla la otra noche, en la biblioteca de Enfield.

Le dio el beso que había soñado las últimas noches tendido a solas en la cama. No se apresuró y acarició con suavidad los labios entreabiertos de la joven. Percibió la tensión, la honda curiosidad e incertidumbre femeninas. Ese abanico de emociones lo excitó y al mismo tiempo le provocó un feroz sentimiento de protección. Anhelaba devorarla y, al mismo tiempo, protegerla. La profana mezcla de sentimientos lo aturdió.

Con suma delicadeza guió la pequeña mano de la joven hasta su propio hombro y los dedos de ella lo aferraron. Entonces él ahondó el beso deteniéndose en aquella apetecible boca. El sabor de Augusta le pareció increíble: dulce, incitante y femenino, despertó todos sus sentidos. Antes de comprender siquiera lo que hacía, deslizó la lengua en la intimidad de la boca de Augusta. Sus manos apretaron la breve cintura estrujando la seda rosada. Sentía las rosas diminutas prietas contra su camisa. Bajo la tela, percibió los pequeños pezones erectos.

Augusta enlazó los brazos al cuello del conde. La capa cayó de sus hombros exponiendo la curva superior de los pechos. Harry aspiró el intenso aroma de mujer y el perfume que usaba, y todo su cuerpo se tensó expectante.

Deslizó suavemente una de las mangas del vestido de Augusta por el hombro. El pecho izquierdo, pequeño aunque bien formado, emergió del casi inexistente corpiño y Harry ahuecó la palma en torno de aquella fruta de firmes contornos. No se había equivocado con respecto a los pezones: el que tocaba con la punta del dedo era tan incitante como una frutilla roja y madura.

– ¡Por Dios, Harry! ¡Milord!

– Harry.

El conde deslizó el pulgar por el pezón floreciente y sintió el inmediato temblor de Augusta. El resplandor del hogar jugueteó sobre las piedras rojas del collar. Harry contempló la espléndida imagen de Augusta iluminada por las piedras y la naciente sensualidad de su mirada, y en la mente del conde apareció la imagen de las legendarias reinas de la antigüedad.

– Cleopatra mía -murmuró con voz ronca.

Augusta se contrajo y trató de apartarse. Harry tocó otra vez el pezón con suavidad, incitándola y besó el hueco del cuello.

– ¡Harry! -jadeó Augusta, se estremeció y se apoyó con fuerza sobre el hombre. Los brazos de la joven se estrecharon con fuerza en el cuello del conde-. ¡Ah, Harry, me preguntaba…! -Lo besó en el cuello y se abrazó a él.

El súbito arrebato de pasión confirmó lo que le decía a Harry su instinto masculino. Sabía que Augusta le respondería así. Pero no había pensado en su propia reacción a esa respuesta. El deseo floreciente de Augusta dominó sus sentidos.

Sin apartar la mano del pecho de Augusta, la tendió sobre la alfombra. La muchacha se aferró a los hombros del conde mirándolo tras las pestañas. Los bellos ojos topacio desbordaban anhelo y maravilla, y también algo parecido al miedo. Harry gimió mientras se tendía junto a ella y buscaba el borde del vestido.

– Milord… -dijo en un tenue susurro.

– Harry -la corrigió otra vez, besando el pezón rosado que había estado acariciando con el pulgar. Con lentitud, alzó la seda rosada de la falda hasta las rodillas, exponiendo las piernas cubiertas por delicadas medias rayadas.

– Harry, debo decirte algo importante. No quisiera que te casases conmigo y te decepcionases.

Harry permaneció inmóvil, sintiendo una especie de fuego helado en su interior.

– ¿Qué quieres confesarme, Augusta? ¿Acaso te has acostado con otro hombre?

Por un instante, la joven parpadeó sin comprender. Luego, sus mejillas se tiñeron de rojo.

– Por Dios, no. No tiene nada que ver con lo que quería decir.

– Magnífico. -Harry esbozó una sonrisa de alivio.

Por supuesto que Augusta no había dormido con ningún hombre, el instinto se lo decía. Y sin embargo, lo satisfizo confirmarlo. «Un problema menos de qué preocuparme», pensó complacido. Ya que no existía un amante en el pasado de Augusta con el que competir, le pertenecería por completo.

– Harry, el problema es que -continuó Augusta con tono sincero- no sería una buena esposa para ti. Traté de explicártelo la noche que me descubriste en la biblioteca de Enfield. No me considero sujeta a reglas de sociedad. Debes recordar que soy una Ballinger de Northumberland. No soy tan angelical como mi prima. No me importa el decoro, y tú afirmaste con toda claridad que querías una esposa recatada.

Harry alzó un poco más la falda del vestido sobre las piernas y sus dedos dieron con la increíble suavidad del interior de los muslos.

– Creo que con un poco de instrucción serás una esposa perfecta.

– No estoy yo tan segura -dijo la muchacha con acento desesperado-. Es muy difícil cambiar el temperamento.

– No deseo que lo cambies.

– ¿No? -contempló ansiosa el rostro de Harry-. ¿Te gusta mi manera de ser?

– Mucho. -La besó en el hombro-. Quizás en ciertos aspectos podríamos hacer algunos cambios, mas estoy convencido de que todo saldrá bien y te convertirás en una perfecta condesa.

– Entiendo. -Augusta se mordió el labio inferior y juntó las piernas-. Harry, ¿me amas?

El conde suspiró y detuvo el movimiento de la mano entre los muslos de ella.

– Augusta, sé que muchas jóvenes modernas como tú creéis que el amor es algo místico, una sensación única que desciende como magia sin intervención de lógica o explicación alguna, pero yo tengo una opinión diferente.

– Claro. -Fue evidente la expresión de decepción en los ojos de la muchacha-. Supongo que no crees en el amor, ¿no es así? A fin de cuentas, eres un estudioso de Aristóteles, Platón y otros tipos igualmente lógicos. Debo advertirte que tanto pensamiento racional puede pudrir el cerebro.

– Lo tendré en cuenta.

Le besó el pecho, gozando de la textura de la piel. ¡Por Dios, qué bueno era! No podía recordar la última vez que había deseado a una mujer como deseaba a ésta. Y estaba impaciente. El cuerpo de Harry se estremecía de deseo, y el aroma difuso y punzante de la excitación de Augusta lo subyugaba. «¡Me desea!» Le separó las piernas y buscó con los dedos el húmedo calor de la mujer.

Augusta lanzó una exclamación y se aferró a él, abriendo los ojos atónita.

– ¡Harry!

– ¿Te gusta, Augusta? -Depositó una lluvia de besos sobre el pecho mientras sus dedos acariciaban los suaves y túmidos pétalos que custodiaban los secretos más íntimos de la muchacha.

– No sé… -jadeó Augusta-. Es una sensación extraña. No sé si…

El alto reloj situado en un rincón tocó la hora. Fue como si alguien hubiese arrojado un cubo de agua helada sobre Harry, que recuperó la cordura con un súbito sobresalto.

– ¡Buen Dios! ¿Qué demonios estoy haciendo? -Harry se incorporó de golpe y bajó el vestido de Augusta hasta los tobillos-. Mira qué hora es. Lady Arbuthnot y tu amigo Scruggs deben de estar esperándote. No quisiera imaginar lo que estarán pensando.

Augusta esbozó una sonrisa dubitativa mientras el conde la ayudaba a ponerse de pie y le alisaba el vestido.

– No hay motivo de alarma, milord. Lady Arbuthnot es una mujer tan moderna como yo y Scruggs, su mayordomo, no dirá nada.

– Sí dirá -murmuró Harry al tiempo que intentaba acomodar las pequeñas rosas y le colocaba la capa sobre los hombros-. ¡Maldito vestido! Te deja casi desnuda. Una de las primeras cosas que harás después que nos casemos será encargar un nuevo guardarropa.

– Harry…

– Date prisa, Augusta. -La cogió de la mano y la ayudó a pasar por la ventana. -Tengo que llevarte a casa de lady Arbuthnot sin pérdida de tiempo. No quisiera que hubiera lugar a murmuraciones.

– Caramba, milord. -En el tono de la joven había un matiz de reproche.

Harry no hizo caso de la irritación de Augusta. Cruzó la ventana y la ayudó a bajar. Gimió al sentirla suave y flexible entre sus brazos. Se le cruzó la idea de llevarla a su propio dormitorio en lugar de a la residencia de su amiga, pero aquella noche era imposible.

«Pronto», se prometió, mientras la cogía de la mano y la guiaba por el jardín hacia la puerta. El matrimonio se realizaría pronto. «No podré sobrevivir mucho tiempo a esta agonía. ¡Buen Dios!, ¿qué me ha hecho esta mujer?»

– Harry, si tanto te preocupan los chismes y crees que no me amas, ¿por qué quieres casarte conmigo? -Augusta se arropó con la capa y se apresuró a seguir sus pasos.

La pregunta lo sorprendió y lo exasperó, aunque no por inesperada. Augusta no era persona que abandonara un tema sin insistir.

– Existen razones sensatas y lógicas -respondió con brusquedad, al tiempo que se detenía junto al portón para asegurarse de que no hubiera nadie en el camino-, pero en este momento no hay tiempo de explicarlas. -La luz fría de la luna revelaba con todo detalle los adoquines. Al otro extremo de la calle, las ventanas de la casa de Sally lanzaban un tibio resplandor. No había nadie a la vista-. Augusta, ponte la capucha.

– Sí, milord. No sería conveniente que nos viera alguien aquí, ¿verdad?

Harry se encogió al percibir la nota formal y ofendida que vibraba en su voz.

– Augusta, perdóname por no ser lo romántico que desearías, pero tengo prisa.

– Eso veo.

– Señorita Ballinger, tal vez a usted no le importe su reputación, pero a mí sí.

Se empeñó en llevarla a través de la calle hasta la entrada trasera del jardín de lady Arbuthnot. La puerta estaba abierta e hizo entrar a Augusta. Vio una silueta oscura que se destacaba de la casa y se aproximaba a ellos con paso de cangrejo. Advirtió fastidiado a Scruggs caracterizado como tal.

Harry miró a la flamante novia. Intentó captar su expresión, pero la capucha que le ocultaba el rostro se lo impidió. Tenía la aguda conciencia de que no estaba comportándose de acuerdo con el sueño romántico de cualquier doncella con su futuro marido.

– Augusta.

– Milord.

– Hemos establecido un acuerdo, ¿verdad? Mañana no se te ocurrirá rechazarme, ¿no es cierto? Porque si lo hicieras, te advierto que…

– ¡No, milord! -Alzó la barbilla-. Si tú estás conforme en casarte con una mujer frívola de vestidos escotados, supongo que yo podré soportar a un sabio grave, pomposo y poco romántico. Creo que, a mi edad, debería estar agradecida por cuanto he conseguido. Sin embargo, milord, hay una condición.

– ¿De qué diablos se trata?

– Insisto en que nuestro compromiso sea prolongado.

– ¿Durante cuánto tiempo? -preguntó Harry, alerta.

– Un año. -La joven lo miró con un brillo decidido en la mirada.

– ¡Buen Dios! No tengo ninguna intención de perder un año en este compromiso, señorita Ballinger. Los preparativos de la boda no se alargarán más de tres meses.

– Seis.

– ¡Maldición! Cuatro meses es mi oferta definitiva.

Augusta alzó el mentón.

– Muy generoso de su parte, milord.

– Así es, demasiado. Señorita Ballinger, entre en la casa antes de que me arrepienta y cometa una acción que lamentaríamos los dos.

Tras decir esto, dio media vuelta, cruzó a zancadas el jardín y ganó la calle. A cada paso que daba, rabiaba recordando que había regateado la duración del compromiso como un pescadero. «¿Acaso fue así como Marco Antonio cortejó a Cleopatra?», se preguntó.

Esa noche, Harry cobró más simpatía por Marco Antonio. Había considerado al romano víctima de su propia lujuria, pero comenzaba a comprender que una mujer pudiera minar el control de un hombre sobre sí mismo.

Al comprenderlo, se inquietó y pensó que tendría que estar en guardia. Augusta comenzaba a demostrar su habilidad de llevarlo al límite.


Horas después, a salvo en su propia cama, Augusta permanecía tendida despierta contemplando el techo. Aún sentía el exigente calor de la boca de Harry sobre la suya. Su cuerpo recordaba cada sitio donde la había tocado. La inundaba un nuevo y extraño anhelo que no podía explicarse. Parecía que un fuego le recorriera las venas y se concentrara en la parte baja de su cuerpo.

Con un estremecimiento comprendió que deseaba que Harry estuviese con ella en ese momento y terminara lo que había comenzado sobre la alfombra de la biblioteca… fuera lo que fuese.

«Esto es lo que llaman pasión», pensó. Así es que ése era el tema de los poemas épicos y de las novelas románticas.

Pese a su vivaz imaginación, Augusta no había pensado que podía ser tan subyugante… ni tan peligroso. Bajo esta suerte de excitación compulsiva, una mujer podía hallar la perdición.

Sintió una oleada de pánico. ¿Casarse? ¿Con Harry? «Es imposible, no resultaría. Sería una terrible equivocación.» Tenía que encontrar un modo de romper el compromiso en bien de los dos. Contemplando las sombras del techo, Augusta se dijo que tenía que ser prudente y astuta.

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