CAPÍTULO X

– ¡Harry! ¡Por Dios, Harry! No es posible. Es algo indescriptible.

Harry alzó la cabeza para contemplar a Augusta disfrutando deliciosa, estremecidamente. El cuerpo de la muchacha se tensaba como un arco, el cabello se esparcía sobre la almohada como una nube oscura. Tenía los ojos cerrados con fuerza y sus manos se crispaban sobre las sábanas blancas.

Harry estaba tendido boca abajo entre los muslos levantados de Augusta. El aroma ardiente de la mujer le llenaba la nariz y aún saboreaba en la lengua aquel gusto.

– Sí, mi amor: así es como te quiero. -Deslizó un dedo dentro de ella y lo retiró con lentitud. Sintió que los diminutos músculos de la entrada del estrecho canal se apretaban suavemente. Volvió a introducir el dedo en aquel calor abrasante, acariciando incitante el pequeño y sensible capullo con el pulgar.

– ¡Harry!

– ¡Eres tan hermosa! -suspiró Harry-. ¡Tan dulce y cálida! Querida, déjate llevar, entrégate a la sensación. -Con suma lentitud, Harry retiró el dedo y sintió que el interior de Augusta se apretaba con desesperación-. Sí, mi amor, aprieta una vez más. Aprieta, mi amor.

Otra vez, rozó el capullito con el pulgar mientras la penetraba con el dedo; luego inclinó la cabeza y besó la inflamada carne femenina.

– ¡Dios mío, Harry! ¡Harry!

Los puños de Augusta aferraron los cabellos de Harry y separó las caderas de la cama, pegándose al dedo invasor y a la lengua provocativa. Los muslos de la joven temblaron y sus pies se retorcieron.

Harry levantó la cabeza. Al tenue resplandor de la vela vio que los labios entreabiertos de Augusta y los túmidos pétalos que custodiaban los secretos femeninos eran ambos rosados y húmedos.

Augusta se estremeció y lanzó un grito tan agudo que debió de oírse en el vestíbulo. Oleada tras oleada de espasmos la sacudieron entre los brazos de Harry.

Harry sintió, oyó, inhaló, percibió cada matiz de la reacción de Augusta. Contemplándola rendida a su primer orgasmo, supo que nunca había visto nada tan femenino, apasionado y sensual en toda su vida.

Aquella reacción fue el combustible que terminó de encender el fuego que lo consumía: ya no podía esperar un momento más. Se cernió sobre el cuerpo estremecido de Augusta y se sumergió en el tenso canal antes de que se extinguiese la última ola de placer.

– Mi dulce esposa, creo que nunca me cansaré de nuestra cita a medianoche -dijo Harry en un murmullo ronco.

Casi al instante, sintió su propia liberación, una explosión de sensaciones que lo lanzaron a un torbellino de aturdimiento. Cuando se dejó caer sobre el cuerpo blando y húmedo de Augusta, el ronco grito triunfal todavía resonaba en la habitación.

Harry se removió entre las sábanas arrugadas y estiró la mano buscando a Augusta, pero no encontró más que la ropa de cama y abrió los ojos con desgana.

– ¿Augusta? ¿Dónde diablos estás?

– Estoy aquí.

Volvió la cabeza y la vio de pie junto a la ventana abierta. Advirtió que se había puesto otra vez el camisón. La traslúcida muselina blanca flotaba envolviendo la esbelta silueta y las cintas ondeaban en la suave brisa nocturna.

El conde se incorporó en la cama y apartó las mantas, sintiéndose invadido por una inquietante sensación de apremio. Tenía que atraparla y sujetarla… Comenzaba a levantarse, pero se dio cuenta de que iba a cometer una tontería.

Augusta no era un espectro: acababa de sentirla del modo más íntimo. Se obligó a quedarse quieto y tranquilo apoyado contra las almohadas en lugar de cruzar la habitación. «Es real y mía -se dijo- y se ha entregado a mí por completo.»

Era suya. Ese instante en que había temblado y se convulsionaba entre sus brazos había llegado más allá de lo físico. Le había brindado el don de sí misma, se entregaba para que la cuidara.

«La abrazaré fuerte -juró Harry para sí-. La protegeré aunque no siempre quiera y le haré el amor tan a menudo como sea posible para fortalecer y solidificar el lazo que nos une.»

Pero no necesitaba decirlo, pues para Augusta el acto sexual representaría sin duda un compromiso tan profundo y sagrado como un antiguo voto de fidelidad.

– Augusta, vuelve a la cama.

– Enseguida. He estado pensando en nuestro matrimonio, señor mío. -Escudriñó la oscuridad con los brazos cruzados con fuerza sobre los pechos.

– ¿Qué estabas pensando? -Harry la miró afligido-. Está todo muy claro.

– Sí, supongo que a ti te resultará sencillo, como hombre que eres.

– Ah, con que es una de esas discusiones… ¿verdad? -Hizo una mueca.

– Me alegro que te divierta -murmuró la joven.

– Más que divertido me parece una pérdida de tiempo. Ya has hecho varios intentos de abordar ese tema, si mal no recuerdo. Querida mía, tu razonamiento se obstruye con facilidad.

Augusta volvió la cabeza y lo miró ceñuda.

– En ocasiones eres demasiado pomposo y arrogante, Harry.

El hombre rió.

– Confío en que me adviertas tú del momento.

– En este mismo momento. -Se volvió del todo y lo miró al tiempo que revoloteaban las cintas blancas del camisón-. Tengo algo que decirte y me gustaría que me prestases la mayor atención.

– Muy bien, señora. Puede comenzar con la conferencia.

Cruzó los brazos detrás de la cabeza y compuso una expresión de seria concentración. Pero no fue fácil, pues su esposa estaba muy atractiva allí, de pie, en camisón. Ya comenzaba a excitarse otra vez.

La luz de la luna a espaldas de Augusta diseñaba los contornos de las caderas a través de la delgada muselina. Harry apostó a que en un minuto lograría hacerla regresar a la cama, otra vez con los muslos abiertos. «En dos minutos -se dijo-, estoy seguro de que haré fluir esa tibia miel de entre sus piernas. Es asombroso cómo reacciona.»

– Harry, ¿me estás escuchando?

– Por supuesto, dulzura.

– Entonces, te diré lo que pienso acerca del estado de nuestra relación. Tú y yo provenimos de mundos diferentes. Tú eres un hombre a la antigua, un hombre de letras, un estudioso que no gusta de frivolidades. A mí, como te he dicho a menudo, me interesan más las ideas modernas y tengo un carácter diferente. Asumamos el hecho de que, en ocasiones, disfrute de las diversiones frívolas.

– No veo el problema, siempre que esas diversiones sean ocasionales. -«Sí, en dos minutos estará húmeda -pensó Harry tratando de ser objetivo-. Y luego, necesito otros cinco para que lance esos encantadores gritos de excitación.»

– No cabe duda de que somos muy diferentes, señor mío.

– Varón y hembra: opuestos naturales. -«Entre siete y diez minutos después, la sentiré retorcerse entre mis brazos y arquearse al encuentro de mis caricias.»

Harry decidió que la iniciaría en algunas variaciones sobre el tema básico.

– Sin embargo, ahora estamos ligados para toda la vida. Hemos entablado un compromiso mutuo, tanto en el aspecto legal como en el moral.

Harry gruñó una respuesta distraída mientras pensaba en las posibilidades que se abrían ante él. Podría hacerla acostar boca abajo y ponerla a gatas. Entonces se deslizaría entre sus muslos y exploraría el pasaje femenino tan apretado desde atrás. «Serán precisos entre veinte y treinta minutos -calculó-. No quisiera sobresaltarla sin necesidad. Es muy novata en las artes amatorias.»

– Señor, considero que apresuraras la fecha de la boda porque te sintieras obligado a casarte después de lo sucedido en el coche de lady Arbuthnot. Pero quiero que sepas que…

«Luego, podría tenderme de espaldas y hacerla cabalgar sobre mis muslos -pensó Harry-. En esa posición tendría una visión magnífica de la expresión del rostro de mi esposa cuando alcanzase el orgasmo.»

Augusta aspiró una gran bocanada de aire y continuó:

– Quiero que sepas que, pese a la reputación de los Ballinger de Northumberland de atolondrados e imprudentes, nos ufanamos de un sentido del deber que puede igualarse al de la familia más noble del país. Me atrevería a afirmar que es tan grande como el tuyo. Por lo tanto, te aseguro que aunque no me amases, ni te importase mucho que yo te amara…

A medida que las palabras de Augusta invadían su ensueño erótico, Harry frunció el entrecejo.

– ¿Qué dices, Augusta?

– Lo que iba a decir, señor mío, es que conozco mis deberes de esposa y pienso cumplirlos, del mismo modo que tú piensas cumplir los tuyos como marido. Soy una Ballinger de Northumberland y no eludo mis obligaciones. Si bien el nuestro no es un matrimonio por amor, puedes estar seguro de que acataré mis responsabilidades como esposa. Mi sentido del honor y del deber es tan fuerte como el tuyo y quiero que sepas que puedes confiar en él.

– ¿Eso significa que tienes la intención de ser una buena esposa sólo porque el honor te obligue? -preguntó el conde sintiendo que lo invadía una oleada de furia.

– Eso he dicho, señor mío. -Sonrió vacilante-. Quiero que sepas que los Ballinger de Northumberland somos inflexibles en lo que atañe al cumplimiento del deber.

– ¡Buen Dios! ¿Cómo diablos te enzarzas en un discurso acerca del honor y la responsabilidad en momento semejante? Augusta, vuelve a la cama. Tengo algo mucho más interesante que conversar.

– ¿En serio, Harry? -No se movió. La expresión era extrañamente seria y los ojos de la joven escudriñaban el rostro del conde.

– Sin duda.

Harry apartó las mantas y posó los pies descalzos sobre la alfombra. Con tres largas zancadas cruzó la habitación y cogió a la muchacha por un brazo.

Augusta abrió la boca para hacer algún comentario… sin duda de protesta, pero Harry le cubrió los labios con los suyos y la mantuvo así hasta que la tendió de espaldas sobre la cama una vez más.

Había calculado en exceso el tiempo que tardaría Augusta en estar en condiciones de recibirlo otra vez. No habían pasado cinco minutos cuando hizo tender a la sorprendida joven boca abajo y a gatas.

Luego perdió la noción del tiempo, pero cuando Augusta emitió la dulce canción de la liberación sensual, Harry se convenció de que pensaba en algo más que en el deber y la responsabilidad.


A la mañana siguiente, ataviada con un sencillo vestido de color amarillo y un sombrerito francés de ala muy ancha, salió en busca de su hijastra.

La encontró en la sala de estudio del segundo piso de la mansión. Meredith, con un austero vestido blanco carente de todo adorno, se sentaba ante un pupitre manchado de tinta. Tenía un libro abierto ante ella y al entrar Augusta, la miró con curiosidad.

Clarissa Fleming, sentada tras un enorme escritorio en el frente de la habitación, la miró a su vez interrogante y frunció el entrecejo ante la interrupción de su rutina.

– Buenos días -dijo Augusta, alegre.

Observó la habitación, contemplando la variedad de globos terráqueos, mapas, plumas y libros. «Parece que todas las salas de estudio tengan el mismo aspecto -pensó-, independientemente de los recursos económicos de la familia.»

– Buenos días, señora. -Clarissa hizo un gesto hacia su pupila-. Meredith, saluda a tu madre.

Obediente, Meredith se levantó para saludar a Augusta. La mirada sombría de la niña mostraba un matiz de desasosiego y hasta cierta incertidumbre. -Buenos días, señora.

– Meredith -dijo Clarissa con severidad-, su señoría ha dado indicación específica de que la llames «mamá».

– Sí, tía Clarissa. Pero no puedo hacerlo, no es mi madre.

Augusta se crispó e hizo un gesto pidiendo silencio a Clarissa Fleming.

– Meredith, creía que había quedado claro que podías llamarme como quisieras. Si lo deseas, puedes llamarme Augusta. No tienes obligación de llamarme mamá.

– Papá dice que debo hacerlo.

– Sí, en ocasiones tu padre es muy autoritario.

Los ojos de Clarissa chispearon de reproche.

– ¡Señora!

– ¿Qué significa «autoritario»? -preguntó Meredith, intrigada.

– Significa que a tu padre le gusta demasiado dar órdenes -explicó Augusta.

En un parpadeo, la expresión de Clarissa pasó del reproche a la furia.

– Señora, no puedo permitir que critique a su señoría ante su hija.

– No me atrevería. Sólo señalaba un aspecto indiscutible del carácter de su señoría. Si él mismo estuviese aquí, dudo que lo negara.

Augusta hizo girar el sombrero engalanado con cintas y comenzó a pasearse por la habitación.

– Por favor, Meredith, descríbeme tu programa.

– Esta mañana, matemáticas, estudios clásicos, filosofía y cómo utilizar el globo -dijo Meredith con cortesía-. Por la tarde, francés, italiano e historia.

Augusta asintió.

– Desde luego, es una selección completa para una niña de nueve años. ¿Es obra de tu padre?

– Sí, señora.

– Su señoría tiene un interés personal en los estudios de su hija -dijo Clarissa con aire adusto-. Supongo que no le gustará que se lo critique.

– Supongo que no -dijo Augusta deteniéndose ante un ejemplar conocido-. Vaya, ¿qué tenemos aquí?

– Instrucciones sobre la conducta y el porte de las jóvenes, de lady Prudence Ballinger -respondió Clarissa con tono amenazador-. El instructivo trabajo de su estimada tía, uno de los textos preferidos de Meredith, ¿no es así, Meredith?

– Sí, tía Clarissa. -Sin embargo, Meredith no parecía demasiado entusiasmada.

– Yo creo que es bastante aburrido -afirmó Augusta.

– ¡Señora! -exclamó Clarissa con voz estrangulada-. Le ruego que se abstenga de inculcar a mi pupila ideas equivocadas.

– Tonterías. Cualquier niña normal hallaría tedioso el libro de mi tía. Son deprimentes las reglas acerca de cómo tomar el té y comer un trozo de pastel y ridícula la lista de temas apropiados para la conversación… Sin duda, tendrá por aquí algo más interesante. ¿Qué es esto? -Augusta observó otra pila de tomos encuadernados en cuero.

– Historia antigua de Grecia y Roma -respondió Clarissa, preparándose a defender la presencia de los volúmenes en la clase con el último aliento.

– Claro. Era de esperar que contase con una buena colección del tema, teniendo en cuenta el interés personal de Graystone. ¿Y este librito? -Levantó otro libro de aspecto aburrido.

– Preguntas históricas y misceláneas para los jóvenes, de Magnall, por supuesto -respondió Clarissa con aspereza-. Supongo que incluso usted lo hallará en extremo apropiado para el estudio. Sin duda, deben de haberle enseñado también con él. Meredith ya es capaz de responder a la mayoría de las preguntas.

– Estoy segura. -Augusta sonrió a la niña-. Por mi parte, yo apenas recuerdo las respuestas, salvo las referidas a dónde crece la nuez moscada. Claro que a mí se me considera un tanto frívola.

– Estoy segura de que no es así, señora -dijo Clarissa con aire rígido-. Su señoría jamás habría… -se interrumpió, sonrojándose intensamente.

– Su señoría jamás se habría casado con una mujer frívola, ¿no es eso? -Augusta lanzó a la otra una mirada inquisitiva y brillante-. ¿Era lo que iba a decir, señorita Fleming?

– No iba a decir, nada semejante. No me atrevería a opinar acerca de los asuntos personales de su señoría.

– No se preocupe por esas sutilezas. Yo hago comentarios sobre sus asuntos personales con frecuencia. Y le aseguro que, a veces, soy irresponsable y frívola. Esta mañana, por ejemplo, es una de esas ocasiones. He venido a buscar a Meredith para llevármela a un almuerzo campestre.

Meredith la contempló atónita:

– ¿Un almuerzo campestre?

– ¿Te gustaría? -Augusta le sonrió.

Clarissa apretó con tanta fuerza una de las plumas que los nudillos se le pusieron blancos.

– Es imposible, señora. Su señoría es muy estricto en lo que se refiere a los estudios de Meredith. No deberán interrumpirse por ninguna insignificancia.

Augusta alzó las cejas con expresión de suave reproche.

– Señorita Fleming, le ruego que me disculpe. Necesito a alguien que me guíe por las tierras de la propiedad. Ya que su señoría está en la biblioteca con el administrador, he pensado en pedirle a Meredith que me acompañase, y como el paseo puede alargarse, le he pedido al cocinero que preparase un almuerzo.

Si bien Clarissa parecía vacilante y resentida, no podía impedirlo, pues no estaba el conde para respaldarla. Y de acuerdo con lo que aseguraba Augusta, en esos momentos estaba ocupado.

– De acuerdo, señora -soltó Clarissa a desgana-. Meredith podrá servirle de guía esta mañana, pero en el futuro espero que se respete la rutina de las clases. -Los ojos lanzaron destellos de advertencia-. Y sé que su señoría me apoyará en este aspecto.

– No lo dudo -murmuró Augusta. Miró a Meredith. La expresión de la niña era tan inescrutable como solía ser la del padre en ocasiones-. ¿Vamos, Meredith?

– Sí, señora, quiero decir, Augusta.


– Meredith, tu casa es encantadora.

– Sí, lo sé. -Meredith caminaba tranquilamente por el prado junto a Augusta. Llevaba un tocado tan sencillo como el vestido.

No era fácil adivinar lo que pensaba. Era indudable que había heredado de su padre la habilidad de mantener una expresión inescrutable.

Hasta el momento, la niña había sido amable pero parca. Augusta costaba con que el día fresco y agradable y el ejercicio la animaran a conversar. «Si eso no la anima -pensó-, podría pedirle que recitase las respuestas a las Preguntas históricas y misceláneas para los jóvenes de Magnall.»

– Yo vivía en una hermosa casa, en Northumberland -dijo Augusta, balanceando la canasta que llevaba al brazo.

– ¿Y qué te sucedió?

– Se vendió cuando murieron mis padres.

Meredith miró de soslayo a Augusta.

– ¿Han muerto su padre y su madre?

– Sí. Los perdí cuando tenía dieciocho años, y a veces los echo mucho de menos.

– Cuando mi padre se va, como sucedió durante la guerra, yo lo echo mucho de menos. Me alegra que

esté ahora en casa.

– Sí, me lo imagino.

– Espero que se quede.

– Estoy segura de que se quedará. Tu padre prefiere vivir en el campo.

– Cuando fue a Londres a buscar esposa, dijo que era por «necesidad».

– Como si fuese a tomar una purga.

Meredith asintió con seriedad.

– La tía Clarissa me contó que por fin había hallado esposa que pudiera darle un heredero.

– Tu padre es un hombre muy apegado al deber.

– Tía Clarissa me dijo también que mi padre «hallaría un ejemplo de mujer que siguiera los pasos de mi ilustre madre».

Augusta ahogó un gemido.

– Una tarea ardua. La otra noche vi el retrato de tu madre en la galería. Era muy bella.

– Ya te lo decía. -Meredith frunció la frente-. Sin embargo, papá dice que la belleza no lo es todo en la mujer y que la mujer virtuosa es más valiosa que los rubíes. ¿No te parece un bonito símil? Mi padre escribe muy bien, ¿sabes?

– No quisiera desilusionarte -murmuró Augusta pero esa observación ya la han hecho antes que tu padre.

Meredith se encogió de hombros.

– Podría haberla hecho él. Papá es muy inteligente. Solía hacer los juegos de palabras más complicados del mundo.

– ¿En serio?

Por fin, Meredith comenzaba a manifestar entusiasmo en la conversación al abordar el tema preferido: su padre.

– Una vez, siendo yo pequeña, estaba trabajando él en la biblioteca y le pregunté qué hacía. Me respondió que estaba resolviendo un enigma muy importante.

Augusta, curiosa, inclinó la cabeza.

– ¿Cómo se llamaba el juego?

Meredith frunció el entrecejo.

– Fue hace tiempo y yo era muy niña. Pero recuerdo que tenía que ver con una telaraña.

Augusta se quedó mirando el sombrerito de Meredith.

– ¿Una telaraña? ¿Estás segura?

– Creo que sí. ¿Por qué? -Meredith levantó la cabeza y la observó bajo el ala-. ¿Conoces el juego?

– No. -Augusta negó lentamente con la cabeza-. Pero mi hermano me dejó un poema que se llama La telaraña. Yo no lo entiendo. Y no sabía que él escribiese poemas.

Recordó el papel que había sido utilizado, manchado de sangre y el poema, extraño y ácido.

Pero Meredith ya estaba interesada en otro tema.

– ¿Tienes un hermano?

– Lo tenía; murió hace dos años.

– Oh, cuánto lo siento. Debe de estar en el cielo, como mi madre.

Augusta esbozó una sonrisa melancólica.

– No sé si el Señor permitirá que los Ballinger de Northumberland vayan al cielo.

Meredith se quedó boquiabierta.

– ¿No crees que tu hermano esté en el cielo?

– Claro que sí: estaba bromeando. No me hagas caso, Meredith. Tengo un sentido del humor muy particular, pregúntale a cualquiera. Vamos, estoy hambrienta y ahí veo un lugar perfecto para almorzar.

Afligida, Meredith observó el sitio propuesto: un espacio cubierto de hierba a orillas de un arroyo.

– Tía Clarissa dijo que tuviese cuidado de no ensuciarme el vestido. Dice que las auténticas damas no suelen mancharse.

– No te preocupes. Cuando yo tenía tu edad, solía hacerlo; a veces todavía me sucede. Pero debes de tener otros muchos vestidos como ése en el guardarropa,¿verdad?

– Sí.

– Entonces, si le sucediera algo a éste, lo tiraríamos y te pondrías otro. ¿Para qué tienes tantos si no los usas?

– No se me había ocurrido. -Meredith miró con renovado interés el lugar que había indicado Augusta para almorzar-. Tal vez tengas razón.

Augusta rió y sacó un mantel de la canasta.

– Mañana mandaremos a buscar a la modista. Necesitas vestidos nuevos.

– ¿Te parece?

– Sin duda.

– Clarissa dice que los que tengo deben durar por lo menos seis meses y hasta un año, al menos.

– Imposible. Mucho antes ya te habrán quedado pequeños. Te quedarán pequeños este mismo fin de semana.

– ¿Esta semana? -Meredith la miró perpleja y luego sonrió vacilante-. Ah, ya entiendo, estás bromeando.

– No, hablo muy en serio.

– Oh. Cuéntame más cosas acerca de tu hermano. En ocasiones, pienso que me habría gustado tener un hermano.

– ¿Sí? Bueno, es interesante tener hermanos.

Augusta comenzó a hablar con fluidez de los buenos tiempos con Richard mientras sacaban de la cesta la apetitosa comida: pastelillos de carne, salchichas, fruta y bizcochos.

Acababan de sentarse cuando una larga sombra cayó sobre el mantel y un par de botas brillantes se detuvieron al borde.

– ¿Habrá suficiente para tres? -preguntó Harry.

– ¡Papá! -Meredith se levantó de un salto con expresión sorprendida, y luego ansiosa-. Augusta me dijo que necesitaba a alguien que la llevara a recorrer las tierras y tú estabas ocupado.

– Una idea excelente. -Harry le sonrió-. Nadie conoce esta propiedad mejor que tú.

Aliviada, Meredith le devolvió la sonrisa.

– Papá, ¿quieres un pastel de carne? La cocinera ha preparado muchos. Y hay un montón de salchichas y bizcochos. Toma, come.

Augusta mostró una expresión feroz.

– Meredith, no regales toda la comida. Tú y yo tenemos prioridad. Tu padre no estaba invitado y le dejaremos sólo las sobras.

– Señora mía, es usted una mujer sin corazón -dijo Harry marcando las palabras.

Meredith sintió que se le congelaban los dedos sobre el pastel. Miró primero a Augusta con ojos perplejos y luego se volvió a su padre.

– Papá, hay mucho para ti, te lo juro. Puedes coger mi parte.

– De ninguna manera -se apresuró a responder Harry-. Cogeré de la de Augusta. Prefiero comer de la suya.

– Pero, papá…

– Basta -dijo Augusta ante la expresión consternada de la niña-. Tu padre estaba tomándonos el pelo y yo le devolvía la broma. No te aflijas, Meredith. Hay suficiente comida para todos.

– Oh. -Mirando al padre con aire dubitativo, Meredith volvió a sentarse. Se acomodó la falda con el mayor cuidado de modo que no cayese sobre la hierba-. Papá, me alegro de que te hayas reunido con nosotras. Es divertido, ¿verdad? Nunca había hecho un almuerzo campestre. Augusta me ha contado que su hermano y ella los hacían a menudo.

– ¿Es cierto eso? -Harry se apoyó sobre el codo y mordisqueó un trozo de pastel de carne mirando a Augusta de soslayo.

Un tanto impresionada, Augusta advirtió que Harry llevaba ropa de montar y el cuello al descubierto. No llevaba el habitual corbatín blanco impecable. Hasta el momento, salvo en la intimidad de sus habitaciones, nunca lo había visto vestido con semejante informalidad. Se ruborizó ante la ocurrencia y dio un mordisco al pastel.

– Sí -dijo Meredith, cada vez más expansiva-. Su hermano era un Ballinger de Northumberland, igual que Augusta. Se los considera audaces y atrevidos. ¿Lo sabías, papá?

– Creo que había oído hablar de ello. -Harry siguió masticando el pastel sin apartar los ojos del rostro sonrojado de Augusta-. Yo mismo puedo dar fe del audaz temperamento de los Ballinger de Northumberland. Es difícil imaginar las cosas de que es capaz un Ballinger de Northumberland. En especial, en plena noche.

Augusta echó una mirada de advertencia a su verdugo.

– Y yo he descubierto que los condes de Graystone también pueden llegar a ser audaces. Casi diría que demasiado.

– Tenemos nuestros arranques. -Harry rió y mordió otro buen bocado de pastel.

Sin advertir el juego, Meredith continuó parloteando.

– El hermano de Augusta era muy valiente. Y un gran jinete. Creo que participó en una carrera, ¿te lo ha contado Augusta?

– No.

– Pues la ganó.

– Sorprendente.

Augusta se aclaró la voz.

– Meredith, ¿quieres fruta?

Prefirió desviar la conversación de la niña hasta que terminaran el almuerzo. Luego propuso a la niña que jugara con ramas en el arroyo a ver cuál llegaba antes a un punto determinado.

Harry se quedó junto a la orilla unos momentos observándola jugar y luego volvió hasta Augusta sentándose otra vez.


– Está divirtiéndose. -Harry se apoyó sobre el codo y flexionó una pierna en un gesto gracioso y masculino-. Estoy pensando que le convendría más actividad al aire libre.

– Me alegra que estés de acuerdo. Los pasatiempos son tan importantes para un niño como la historia y los globos terráqueos. Si me lo permites, me gustaría agregar algunas materias al programa.

Harry se puso ceñudo:

– ¿Cuáles?

– Acuarelas y literatura infantil, en primer lugar.

– ¡Por Dios, no! Lo prohíbo terminantemente. No permitiré que Meredith se eduque en semejantes tonterías.

– Tú mismo has dicho que Meredith necesitaba actividades variadas.

– Dije que tal vez necesitara más actividades al aire libre.

– Puede pintar y leer al aire libre -afirmó Augusta en tono alegre-, sobre todo en verano.

– ¡Maldita sea, Augusta…!

– Cálmese, señor. No querrá que Meredith nos oiga discutir. Ya tiene bastantes problemas para adaptarse a este matrimonio.

Harry la miró, ceñudo.

– Por cierto, los relatos de tu hermano la han impresionado.

Augusta frunció el entrecejo:

– Richard era valiente y aventurero.

– Hummm. -Harry no afirmó ni negó.

– Harry…

– ¿Qué?

– ¿Llegaron a tu conocimiento los rumores que circularon cuando murió Richard?

– Sí, Augusta, pero no les di importancia.

– No, supongo que no. Son mentiras. Pero es indiscutible que se encontraron ciertos documentos con él. Y a veces me pregunto acerca de ello.

– Augusta, no siempre se obtienen respuestas.

– Lo sé. Sin embargo, sostengo una teoría sobre la muerte de mi hermano que me gustaría comprobar.

Harry guardó silencio unos instantes.

– ¿De qué se trata?

Augusta aspiró.

– Si Richard llevaba aquellos documentos consigo, seguramente trabajaba como agente secreto militar de la Corona.

Como no hubo respuesta, Augusta se volvió y miró a Harry. Con los ojos entrecerrados, inescrutables, seguía los movimientos de su hija.

– Harry…

– ¿Era lo que querías que investigase Lovejoy?

– Sí, era en eso en lo que estaba pensando. Dime, ¿te parece probable?

– No lo creo -dijo Harry con calma.

Augusta se exasperó ante el aparente desinterés con que Harry desechaba una teoría largo tiempo meditada.

– No importa; no tendría que haberlo mencionado. Después de todo, señor mío, ¿qué sabe usted de estas cuestiones?

Harry exhaló un gran suspiro.

– Augusta, ya lo creo que lo sabría.

– No estoy segura.

– Pues es que de un modo u otro, si Richard hubiese sido agente de la Corona, habría trabajado para mí.

Загрузка...