Atónito ante su propio descontrol, Harry contempló furioso los fragmentos resplandecientes de cristal. Brillaban a la luz del sol como las piedras falsas que usaba Augusta orgullosa.
¿Cómo había permitido a su esposa llevarlo a semejante estado?
«Esa mujer me ha embrujado», pensó. En un momento, la deseaba con pasión desenfrenada, en otro, contemplaba la manera lenta pero segura como conquistaba el afecto de su hija, y al siguiente, lo hacía reír o lo distraía con algo imprevisible. Ahora, lo había llevado al borde de unos celos ardientes como jamás antes había experimentado.
Y lo peor, comprendió Harry, era que estaba celoso de un hombre muerto. Richard Ballinger: audaz, atrevido, atolondrado y, muy probablemente, traidor…
El hermano de Augusta había sido un hombre que, aun vivo, no habría constituido un rival en el terreno sexual. Pero estaba sepulto, era venerado como el último varón de los audaces Ballinger de Northumberland y ocupaba en el corazón de Augusta un sitio reservado. Encerrado en el reino seguro e intocable del más allá, Richard viviría siempre en la imaginación de Augusta como el ideal de los Ballinger de Northumberland, el glorioso hermano mayor cuyo honor y cuya reputación defendería hasta el fin su hermana.
– ¡Que te condenen al infierno, maldito canalla de Northumberland! -Harry volvió a la silla y se dejó caer en ella-. ¡Hijo de perra, si aún estuvieses vivo, te desafiaría!
Pero así cortaría cualquiera de los frágiles lazos que lo unían a su esposa, se recordó con amargura. No tenía más remedio que afrontar la lógica de la situación. Si surgiera la posibilidad de una prueba, sin duda Augusta se pondría del lado de su hermano, contra su esposo, como acababa de demostrarlo.
– ¡Canalla! -repitió Harry sin concebir otra palabra para describir al fantasma que rivalizaba con él por el afecto de Augusta.
«¿Cómo se lucha contra un fantasma?» Harry se hundió en la silla tras el escritorio y consideró la desastrosa situación desde todos los ángulos posibles.
Tenía que reconocer que había manejado mal la situación desde el principio. No debió de haber llamado a Augusta con tanta urgencia ni ordenado que le entregara el poema. Si hubiese conservado la cordura, lo habría hecho todo de manera diferente.
Mas la verdad era que no pensaba con la suficiente claridad. Cuando Meredith había asociado el poema de Richard Ballinger con el enigma de la telaraña de que se había ocupado su padre hacía un tiempo, Harry se había sentido urgido por una violenta necesidad de tenerlo en sus manos.
El conde creyó que se había convencido a sí mismo y a Peter Sheldrake de que la guerra y todos sus horrores hubieran quedado atrás. Pero ahora comprendía que nunca había podido olvidar al hombre al que llamaban Araña. Por culpa de ese canalla habían muerto muchos hombres y otros como Peter Sheldrake habían corrido demasiados riesgos. El traidor había causado innumerables pérdidas en el campo de batalla. Y la idea de que era probable que fuese inglés, no hacía más que aumentar la frustración de Harry.
Gozaba de la reputación de ocuparse de las tareas de inteligencia con sangre fría y un razonamiento helado, único modo de emprender tareas tan lúgubres; Si hubiese permitido que se mezclaran las emociones, se habría paralizado. Cada movimiento, cada contraataque, cada decisión o análisis debió llevarse a cabo atenazado ante el terror de la equivocación, pero bajo esa capa de hielo lo asolaban la ira y la frustración y el deseo de venganza se concentraba en Araña, el enemigo implacable.
El talento lógico de Harry y el deseo de continuar su propia vida lo ayudaron a olvidar el deseo de venganza en los meses transcurridos desde Waterloo. Sabiendo que era casi imposible encontrar respuestas a las torturantes preguntas que se hacía durante las noches sin sueño, Harry se rindió a lo inevitable. En medio del apremio de la guerra, muchos sucesos quedaron sepultados para siempre, tal como explicó a Augusta el día del almuerzo campestre. Y hasta el momento, la verdadera identidad de Araña era uno de ellos.
Sin embargo ahora, a raíz de un comentario casual de su hija, tal vez hubiese salido a la luz una clave inesperada en relación con la identidad de Araña. Bien podría ser que el poema de Richard Ballinger no significara nada, pero de cualquier manera, Harry sabía que tenía que estudiarlo. Hasta que no hubiese visto el maldito poema, no podría descansar.
«Con todo, tendría que haber abordado la cuestión con más prudencia», se recriminó. Esta situación tan desagradable era culpa suya. Estaba tan ansioso de leer el poema, tan seguro de que Augusta le obedecería, que no se había detenido a pensar hacia dónde se decantaría la lealtad de la esposa.
Consideró las posibilidades. Si subía y obligaba a Augusta a que le entregara el papel, destruiría cualquier sentimiento que su esposa abrigara hacia él. Nunca se lo perdonaría. Por otro lado, lo carcomía la comprensión de que la lealtad de Augusta a la memoria del hermano fuera más fuerte que como esposa.
Estrelló el puño contra el brazo de la silla y se levantó. Durante el viaje le había dicho a Augusta que el amor no le importaba; buscaba la lealtad de su esposa y ella se la había concedido.
Pues ahora se lo exigiría. Augusta ya le había planteado demasiados desafíos. Era hora de que él le presentara su propio reto.
Cruzó a zancadas la alfombra oriental, abrió la puerta y salió al vestíbulo enlosado. Pisando sobre los escalones alfombrados de rojo, subió al primer piso y recorrió el pasillo hasta la puerta de la habitación de Augusta. Abrió sin detenerse a llamar y entró en la habitación.
Augusta, sentada ante el pequeño escritorio dorado, se sonaba la nariz con un pañuelito de encaje. Al abrirse la puerta, se sobresaltó y alzó la vista. Los ojos le brillaban de furia, temor y lágrimas contenidas.
«Los Ballinger de Northumberland son personas demasiado emotivas», pensó Harry suspirando para sí.
– Graystone, ¿qué haces aquí? Si has venido a quitarme el poema de Richard a la fuerza, olvídalo. Lo he escondido.
– Te aseguro que es improbable que pudieras encontrar un escondite que yo no fuera capaz de descubrir. -Cerró la puerta del dormitorio con suma suavidad y, con las piernas separadas, la miró dispuesto a la batal la.
– ¿Me estás amenazando?
– En absoluto. -Tenía un aspecto tan desdichado, tan orgulloso y herido que, por un instante, Harry se debilitó-. Amor mío, las cosas no deberían ser así entre nosotros.
– No me llames «amor mío» -le espetó-. Recuerda que no crees en el amor.
Harry exhaló un profundo suspiro y cruzó la habitación hasta el tocador de Augusta. Se quedó contemplando pensativo los frascos de cristal, los cepillos y un mango de plata y todo el delicioso conjunto de objetos femeninos. Recordó por unos instantes cuánto le gustaba irrumpir en la recámara a través de la puerta que comunicaba ambos dormitorios y encontrar a Augusta sentada, mirándose al espejo, cuánto le gastaba hallarla en bata con aquel absurdo peinador de encaje bajo los rizos castaños. La intimidad de la habitación y el súbito sonrojo que le provocaba siempre le brindaban un enorme placer.
Pero en ese momento la mujer no pensaba en él como amante sino como enemigo. Harry contempló a Augusta, que lo miraba con expresión angustiada.
– No creo que sea una buena ocasión para discutir tu idea del amor -dijo Harry.
– ¿Lo dice en serio, milord? ¿De qué discutiremos, entonces?
– De tu idea de la lealtad.
Confundida, la joven parpadeó y pareció más abatida aún.
– Graystone, ¿a qué te refieres?
– Augusta, el día de nuestra boda me juraste lealtad. ¿Acaso lo has olvidado?
– No, milord, pero…
– Y en esta misma habitación, nuestra primera noche juntos, de pie junto a esa ventana me juraste que cumplirías con tu deber de esposa.
– ¡Harry, eso no es justo!
– ¿Qué es lo que no es justo? ¿Recordar tu promesa? Confieso que no creí necesario hacerlo, porque pensé que la honrarías.
– Pero esta es una cuestión -protestó la joven- que atañe a mi hermano. Estoy segura de que puedes entenderlo.
Harry asintió comprensivo.
– Sé que te ves desgarrada entre la lealtad a la memoria de tu hermano y la que debes a tu marido. Debe de ser para ti una decisión muy difícil y lamento mucho haberte causado este conflicto. En los momentos de crisis, rara vez nos parece la vida simple o equitativa.
– ¡Maldito seas, Harry! -Apretó los puños sobre el regazo y lo miró echando chispas por los ojos.
– Me imagino cómo debes sentirte, pues tienes motivos. Por mi parte, me disculpo por haberte exigido algo con tan poca consideración. Te pido que me perdones por el apremio con que te ordené que me dieras el poema. Sólo puedo aludir en mi defensa que se trata de un asunto de suma importancia.
– También lo es para mí -le replicó la joven, furiosa.
– Es obvio. Y al parecer, ya adoptaste una decisión: manifestaste con toda claridad que es más importante proteger el recuerdo de tu hermano que tu deber de esposa. Tu lealtad es, en primer lugar, para los Ballinger de Northumberland. Tu esposo legítimo tendrá que conformarse con las sobras.
– ¡Por Dios, Graystone, eres muy cruel! -Augusta se puso de pie, apretando el pañuelo. Le dio la espalda, enjugándose los ojos.
– ¿Porque te pido que me obedezcas en esta cuestión? ¿Porque, como esposo, te exijo fidelidad absoluta y no una porción de ella?
– Graystone, ¿no puedes pensar en otra cosa que el deber y la fidelidad?
– No siempre lo hago, pero en este momento me parecen cruciales.
– ¿Y qué me dices de tu deber y tu lealtad hacia tu esposa?
– Te di mi palabra de no comentar con nadie las actividades de tu hermano durante la guerra, cualesquiera que hubieran sido. Eso es todo lo que puedo prometerte, Augusta.
– Pero si hubiera algo que pudiera implicar a mi hermano como traidor, es probable que lo interpretaras así.
– No importa, Augusta. Está muerto. Uno no persigue a los muertos. Tu hermano está fuera del alcance de la ley o de mis deseos de venganza.
– Sin embargo, su honor y su reputación siguen vivos.
– Augusta, sé sincera contigo misma. Eres tú quien teme lo que pudiera descubrir el poema. Tienes miedo de que tu hermano, a quien has colocado en un pedestal, caiga a tierra.
– Ya que la guerra ha terminado, ¿por qué te parece tan importante el poema? -Lo miró por encima del hombro, tratando de adivinarle la expresión.
Harry le devolvió la mirada.
– Durante los últimos años de guerra, actuaba un hombre al que llamaban Araña, que trabajó para los franceses como hacía yo para la Corona británica. Creemos que es inglés, tanto porque su información era muy precisa como por el modo en que operaba. Su actuación costó la vida de muchos hombres y, si está vivo, quisiera que pagase por su traición.
– ¿Quieres vengarte?
– ¡Sí!
– Y eres capaz de destrozar nuestra relación como marido y mujer para lograrlo…
Harry se quedó inmóvil.
– No entiendo que esta cuestión pudiera afectar nuestra relación. Si eso ocurriera, sería por tu culpa.
– Sí, milord -musitó Augusta-, ese es el modo de abordarlo. Eres muy astuto, me culpas por los sentimientos hostiles que podría provocar tu propia crueldad.
Una vez más, la furia de Harry se encendió.
– ¿Y no eres tú cruel? ¿Cómo crees que me siento al ver que prefieres defender el recuerdo de tu hermano antes que brindar fidelidad a tu esposo?
– Milord, creo que entre nosotros se ha abierto un inmenso abismo. Pase lo que pase, nada volverá a ser igual entre nosotros.
– Señora, existe un puente para cruzar ese abismo. Podrías quedarte para siempre a un lado: el de los valientes y audaces Ballinger de Northumberland, o cruzar al mío, donde está el futuro. Dejo la decisión en tus manos. Te prometo que no te quitaré el poema a la fuerza.
Sin esperar respuesta, Harry dio media vuelta y salió del dormitorio.
Durante los días siguientes invadió la casa una calma cortés y helada. La sombría atmósfera era más notoria porque contrastaba con las semanas de floreciente calidez que la habían precedido.
Al percibir ese cambio tan evidente en el ánimo de todos, Harry comprendió lo grande que había sido la transformación del ambiente familiar desde que Augusta era la señora. Los criados, siempre puntillosos y bien entrenados, comenzaron a realizar las tareas con una alegría que Harry no había advertido antes. Le recordó el comentario de Sheldrake cuando le decía que Augusta solía ser amable con la servidumbre.
Meredith, esa estudiosa en miniatura, de mentalidad seria y temperamento dócil, pintaba y salía de paseo al campo. En los últimos tiempos, los sencillos vestidos de la niña habían florecido de frunces y cintas. Y comenzaba a hacer entusiastas comentarios sobre los personajes de las novelas que le leía Augusta.
Incluso Clarissa, esa mujer austera, sobria, de carácter irreprochable, que hasta el momento se dedicaba por entero a su misión de institutriz, había cambiado. Harry no sabía qué había sucedido en las pocas semanas transcurridas desde la boda, pero era indudable que Clarissa se había encariñado con Augusta. No sólo se había ablandado sino que manifestaba un entusiasmo tan apasionado que, en otra mujer, habría indicado un romance. Últimamente, Clarissa se disculpaba con frecuencia de alguna salida o se abstenía de reunirse con la familia después de la cena y corría escaleras arriba a su dormitorio. Harry tuvo la impresión de que estuviera trabajando en cierto proyecto, pero no se atrevió a preguntarle. Clarissa era una mujer contenida, inabordable, y el conde siempre había respetado su intimidad. Después de todo, era una característica de los Fleming. Harry estaba seguro de que no existía ningún romance en el mundo de Clarissa, limitado a la sala de estudio, pero el insólito brillo en los ojos de la mujer lo intrigaba. Como los otros cambios, lo atribuía a Augusta.
Sin embargo, en los días que siguieron a su discusión con Augusta, fue evidente que el ambiente familiar se alteraba. Reinaba una atmósfera correcta pero helada. Todos se esforzaban en ser correctos y amables, pero a Harry se le hacía evidente que los habitantes de Graystone lo culpaban de aquella hostilidad apenas encubierta.
Esa situación lo irritaba. El tercer día, mientras subía hacia la sala de estudio, pensaba en ello. Si los habitantes de la casa tomaban partido en esa silenciosa batalla de voluntades que se libraba entre Augusta y él, a Harry le resultaba obvio que tendrían que haber estado de su lado. Él era el dueño, y la vida de los habitantes de la propiedad dependía de él. Al menos la servidumbre y Clarissa deberían ser conscientes de esa realidad.
«Augusta también debería ser consciente de ello.» No obstante, cada vez resultaba más evidente que Augusta entregaba su lealtad junto con su corazón, y el corazón de su esposa pertenecía a los recuerdos del pasado.
Harry había pasado las dos noches anteriores solo en la cama, contemplando la puerta cerrada de la habitación de Augusta. «Es ella quien tiene que abrirla -se dijo-, y a su debido tiempo, lo hará.» Pero en ese momento, al afrontar la posibilidad de otra noche a solas, comenzaba a cuestionarse semejante suposición.
En la cima de la escalera, Harry se dirigió por el pasillo que llevaba a la sala de estudios y una vez allí, abrió la puerta con suavidad.
Clarissa alzó la mirada, ceñuda.
– Buenas tardes, milord. Es extraordinaria su visita.
Harry percibió la falta de calidez en el tono de la mujer y prefirió pasarlo por alto, pues en los últimos tiempos, nadie lo saludaba con calidez.
– Tenía un momento libre y decidí ver cómo iban las lecciones de pintura.
– Comprendo. Meredith ha comenzado temprano. La señora acudirá enseguida, como de costumbre.
Meredith levantó la vista de las acuarelas. Por un instante, se le iluminaron los ojos, pero luego desvió la mirada.
– Hola, papá.
– Meredith, sigue trabajando. Sólo quiero observar un rato.
– Sí, papá.
Harry la vio elegir otro color con el pincel. Meredith mojó con cuidado las cerdas y esparció una gran franja negra sobre la hoja inmaculada.
Era la primera vez que veía a su hija elegir un color tan oscuro para su pintura. Los trabajos que ahora se exhibían con regularidad en la galería eran, por lo general, creaciones vivaces que resplandecían de colores claros.
– Meredith, ¿es eso Graystone de noche? -Harry se acercó a ver la pintura con mayor detalle.
– Sí, papá.
– Parece demasiado oscuro, ¿no?
– Sí, papá. Augusta dice que tengo que pintar lo que sienta.
– ¿Y hoy prefieres hacer un cuadro tan oscuro, aunque haga un día tan soleado?
– Sí, papá.
Harry apretó la mandíbula. Incluso Meredith se sentía afectada por el sombrío ambiente de la casa. «Y todo por culpa de Augusta.»
– Creo que deberíamos aprovechar el buen tiempo. Daré aviso a los establos de que ensillen tu poni. Esta tarde cabalgaremos hasta el arroyo, ¿qué te parece?
Meredith lo miró, vacilante.
– ¿Puede venir Augusta con nosotros?
– Podemos invitarla -dijo Harry, encogiéndose por dentro. Imaginaba que rechazaría gentilmente la invitación. Los dos últimos días se había asegurado de no pasar un momento con Harry, salvo durante la cena-. Quizá tenga otros planes.
– No tengo ningún plan -dijo Augusta con calma desde el vano de la puerta-. Me encantará cabalgar hasta el arroyo.
De pronto, el rostro de Meredith se iluminó.
– ¡Qué divertido! Iré a ponerme mi traje de montar nuevo. -Se apresuró a mirar a Clarissa-. ¿Puedo salir, tía Clarissa?
Clarissa dio su aprobación con gesto regio.
– Claro que sí, Meredith.
Harry se volvió con lentitud y miró a Augusta a los ojos. Ella inclinó cortésmente la cabeza.
– Milord, si me disculpa, yo también debo cambiarme. En unos minutos, Meredith y yo nos reuniremos abajo con usted.
«¿Qué significa esto?», se preguntó Harry viendo desaparecer a Meredith. Por otra parte, pensó que era preferible no averiguar más.
– Espero que disfrute del paseo con la señora y con Meredith, señor -dijo Clarissa con severidad.
– Gracias, Clarissa. Estoy seguro de que así será. -«En cuanto descubra qué se propone Augusta», agregó Harry para sí, mientras salía de la sala de estudio.
Media hora después, Harry aguardaba aún una respuesta a sus preguntas. Por lo menos, el ánimo de Meredith se había transformado en un infantil entusiasmo. Estaba adorable con un traje de montar verde idéntico al de Augusta y un sombrerito adornado con pluma que coronaba sus brillantes rizos.
Harry observó a su hija que azuzaba al poni tordo y se adelantaba, y entonces lanzó a Augusta una mirada especulativa.
– Me complace que haya podido acompañarnos esta tarde, señora mía -dijo, decidido a quebrar el silencio.
Augusta, sentada con gracia sobre la silla, sujetaba con elegancia las riendas entre sus manos enguantadas.
– Me pareció que sería saludable que su hija disfrutara de un poco de aire fresco. Últimamente, la casa parece poco ventilada, ¿no?
Harry alzó una ceja.
– Así es.
Augusta se mordió el labio y aventuró una breve mirada interrogativa.
– Ah, demonios, ya debes de saber por qué he aceptado acompañaros.
– No, señora, no lo sé. No te confundas. Si bien he dicho que me complace tu compañía, eso no significa que entienda por qué has venido.
Ella suspiró.
– He decidido entregarte el poema de Richard.
Harry sintió que lo invadía una oleada de alivio.
Estuvo a punto de desmontar a Augusta del caballo y sentarla sobre su regazo, pero se contuvo. En los últimos tiempos sufría repentinos impulsos. Tendría que tener cuidado.
– Gracias, Augusta. ¿Puedo saber por qué motivo has cambiado de opinión? -Tenso, esperó la respuesta.
– He pensado mucho en el tema y he comprendido que no tenía alternativa. Como has dicho en numerosas ocasiones, mi deber como esposa es obedecerte.
– Ya veo. -Harry guardó silencio largo rato, sintiendo que el alivio se agriaba-. Lamento que te haya guiado solamente el deber.
Augusta frunció el entrecejo.
– Si no fuese el deber, ¿qué otra cosa podría haberme impulsado?
– La confianza, quizá.
Augusta hizo una reverencia cortés.
– Puede ser. He llegado a la conclusión de que cumplirías tu palabra. Dijiste que no expondrías al mundo los secretos de mi hermano y te creo.
Harry no estaba acostumbrado a que se dudara de su palabra y no pudo ocultar su irritación.
– Señora mía, ¿te ha costado casi tres días convencerte que podías confiar en mi palabra?
La joven suspiró.
– No, Harry. Creí en tu palabra desde el comienzo. Si quieres que te diga la verdad, ése no fue el problema. Eres un hombre de honor, todos lo saben.
– Entonces, ¿cuál era el problema? -preguntó el conde con aspereza.
Augusta mantuvo la vista fija entre las orejas de la yegua.
– Milord, tenía miedo.
– ¡Por el amor de Dios!, ¿miedo de qué? ¿De lo que podrías descubrir acerca de tu hermano? -Le costó considerable esfuerzo mantener la voz baja para que no lo oyese Meredith.
– No se trata de eso. No he dudado de la inocencia de mi hermano, pero me inquietaba imaginar qué pensarías de mí después de leer el poema si llegabas a la conclusión de que Richard era culpable.
Harry la miró atónito.
– ¡Maldición, Augusta! ¿Acaso imaginabas que pensaría mal de ti por algo que hubiese hecho tu hermano?
– Milord, yo también soy una Ballinger de Northumberland -señaló con voz estrangulada-. Si creyeras a uno de nosotros capaz de traición, tendrías derecho a cuestionar la integridad de otros miembros de la familia.
– ¿Pensaste que podría cuestionar tu integridad? -Lo dejaron perplejo las vueltas que había dado a la cuestión la mente de su esposa.
Augusta se mantuvo erguida sobre la montura.
– Sé que me consideras frívola y con tendencia a la travesura, pero no quería que cuestionaras también mi honor. Milord, estamos ligados para siempre. Si pensaras que los Ballinger de Northumberland carecen de honor, el nuestro se convertiría en un camino muy duro para los dos.
– ¡Que el diablo me lleve! Lo que cuestiono es tu falta de cerebro, no de honor. -Harry detuvo el caballo y estiró los brazos para bajar a Augusta de la montura.
– ¡Harry!
– ¿Acaso todos los Ballinger de Northumberland han sido tan obtusos? Espero que no se herede.
La acomodó sobre sus muslos y la besó con fuerza. La pesada falda del traje de montar onduló sobre los cascos del caballo, haciéndolo remolonear. Harry tiró de las riendas sin apartar su boca de la de Augusta.
– ¡Harry, mi yegua! -gritó Augusta en cuanto pudo, sujetándose el absurdo sombrerito verde-. Escapará.
– Papá, papá, ¿qué estás haciendo con Augusta? -Meredith trotó hacia su padre con la voz traspasada de ansiedad.
– Estoy besando a tu madre, Meredith. Por favor, ocúpate de la yegua que escapa.
– ¿La estás besando? -Los ojos de Meredith se redondearon de asombro-. Ah, ya entiendo. No te preocupes por la yegua, papá, yo la alcanzaré.
La cabalgadura de Augusta se había alejado hasta una mata de hierba y a Harry no le preocupaba lo más mínimo. En ese momento, lo único en que pensaba era en llevar a Augusta a la cama. La batalla había durado dos noches y tres días y ya era demasiado.
– ¡Caramba, Harry! Déjame inmediatamente. ¿Qué va a pensar Meredith? -Augusta, acurrucada entre los brazos de su esposo, lo miró con aire de reproche.
– Señora esposa, ¿desde cuándo te preocupa tanto el pudor?
– Me preocupa cada vez más desde que tengo una hija -refunfuñó Augusta.
Harry estalló en carcajadas.
Esa noche Harry abrió la puerta que comunicaba su dormitorio con el de Augusta y la halló sentada ante el tocador. La doncella la ayudaba a acostarse.
– Gracias, Betsy -dijo Augusta con los ojos fijos en la imagen de Harry en el espejo.
– De nada, señora. Buenas noches, señor. -Betsy adoptó una expresión complacida y comprensiva mientras se inclinaba y salía.
Augusta se levantó con una sonrisa vacilante. Se le abrió la bata y Harry vio un camisón de finísima muselina. Los pechos suaves de su esposa alborotaban la sutil tela. Bajó la mirada y descubrió el triángulo oscuro que coronaba los muslos. De súbito, tuvo dolorosa conciencia de su excitación.
– Habrás venido a buscar el poema -dijo Augusta. Harry negó con la cabeza y su rostro se iluminó con una lenta sonrisa.
– Señora, el poema puede esperar. He venido a por ti.