– Graystone, pareces sobrevivir bien a la vida matrimonial. -Peter se sirvió una copa de clarete, una vez en la biblioteca.
– Gracias, Sheldrake. Me halaga. Cualquiera no sobreviviría al matrimonio con Augusta.
– Supongo que requiere cierta dosis de coraje. Sin embargo, estás radiante. Me atrevería a afirmar que se advierte un cambio en tu temperamento. En el pasado, ¿quién habría imaginado que fueras capaz de dar una fiesta?
Harry hizo una mueca de disgusto y bebió un sorbo de vino.
– Es verdad. En cambio, Augusta disfruta de estas cosas.
– ¿De modo que la complaces? ¡Asombroso! Nunca has sido un sujeto complaciente. -Peter rió burlón-. Te lo dije, Graystone: esa mujer te beneficia.
– Es cierto. ¿Y cómo te van a ti las cosas con la señorita Ballinger?
– He conseguido llamar su atención. Podría decirse que mis esfuerzos se han visto coronados por el éxito. Sin embargo, no es fácil cortejar a Ángel, aunque Scruggs me proveyó de información competente a los gustos y opiniones de Claudia. Últimamente me he dedicado a cultivar el espíritu leyendo textos verdaderamente increíbles. Incluso he consultado alguno de los tuyos.
– Me siento muy honrado. Y hablando de Scruggs, ¿cómo está Sally?
La expresión de Peter perdió el matiz divertido.
– En cuanto a la forma física, en un estado de suma fragilidad. En definitiva, no durará mucho tiempo. Sin embargo, se dedica entusiásticamente a rastrear la vida de Lovejoy a tenor de tu encargo.
– La semana pasada recibí la carta en que me contabas que no había progresos -dijo Harry.
– Por cierto, ese hombre tiene un pasado bastante común. Al parecer, es el último descendiente de su familia. Por lo menos, ni Sally ni yo pudimos descubrir ningún pariente cercano. Sus propiedades de Norfolk rinden buenos beneficios, aunque Lovejoy no se interesa demasiado por ellas. También hizo inversiones en minas. Posee una excelente hoja de servicios como soldado, es bueno a la baraja, popular entre las mujeres y no tiene amigos íntimos. Eso es todo.
Mientras pensaba en el asunto, Graystone hizo girar el vino en la copa.
– Entonces, se trataría de otro ex combatiente aburrido que pretende divertirse a costa de una dama inocente de la alta sociedad, ¿no es eso?
– Eso parece. ¿Crees que trataba de provocar un reto? Hay hombres a quienes divierte luchar en el campo del honor. -Peter hizo una mueca de disgusto.
Harry negó con la cabeza.
– No lo sé, es posible. Sin embargo, antes tengo la impresión de que pretendiera hacerme desistir de la boda con Augusta, intentando desacreditarla ante mis ojos.
Peter se encogió de hombros.
– Tal vez la quisiera para él.
– En opinión de Sally, Lovejoy no le prestaba atención a Augusta hasta que se anunció nuestro compromiso.
– Ciertos individuos disfrutan del desafío de seducir a la mujer ajena -le recordó Peter.
Harry pensó en lo que decía su amigo, renuente a abandonar el asunto, pero había otros más urgentes.
– Muy bien, gracias, Sheldrake. Ahora tengo una tarea mucho más interesante que encargarte. Creo haber encontrado una clave que tal vez apunte en dirección a Araña.
– ¡No me digas! -Peter dejó con estrépito la copa sobre el escritorio y fijó en el amigo su mirada de ojos azules-. ¿Qué sabes de ese canalla?
– Podría haber sido miembro del Club del Sable. ¿Lo recuerdas?
– Se incendió hace un par de años, ¿no es así? No duró mucho.
– Correcto. Lo que necesitamos -dijo Harry abriendo un cajón del escritorio y sacando el poema manchado de sangre- es una lista de los miembros.
– ¡Ah, Graystone! -murmuró Peter cogiendo la hoja de manos de Harry-. No dejas de sorprenderme. ¿De dónde lo has sacado?
– Baste decir que lo hubiésemos tenido antes en nuestras manos de no haber sido porque encargaron a Crawley hacer averiguaciones a raíz de un incidente sospechoso.
Peter maldijo.
– ¡Crawley! ¿Ese torpe idiota?
– Por desgracia, sí.
– Bueno, lo hecho, hecho está. Dime qué significa esto.
Harry se inclinó hacia delante y comenzó a hablar.
Betsy estaba abrochando el collar de rubíes al cuello de Augusta cuando sonó un golpe apremiante en la puerta del dormitorio. Fue a abrir y al ver a la joven criada que esperaba ansiosa en el pasillo, frunció el entrecejo.
– Bueno, Melly, ¿qué sucede? -preguntó Betsy, imperiosa-. La señora está ocupada preparándose para recibir a los invitados.
– Siento molestarla. Se trata de la señorita Fleming: está dándome unos apuros terribles. Su señoría me dijo que tenía que ayudarla a vestirse para esta noche, pero no quiere ayuda. Está de un humor espantoso.
Augusta se levantó de la silla del tocador haciendo ondular la falda del vestido dorado sobre sandalias del mismo color.
– Melly, ¿qué ocurre?
La joven la miró.
– La señorita Fleming no quiere ponerse el vestido nuevo que le ha preparado, señora. Dice que no es el color apropiado.
– Yo hablaré con ella. Betsy, ven conmigo. Melly, corre a ver si alguna otra criada necesita ayuda.
– Sí, señora. -Melly se apresuró a salir.
– Vamos, Betsy. -Con la doncella pisándole los talones, Augusta recorrió el pasillo y subió las escaleras hasta el piso superior, donde estaba el dormitorio de Clarissa.
Cuando coronó las escaleras, se topó con un joven desconocido que llevaba la librea negra y plateada de Graystone.
– ¿Quién es usted? No lo había visto nunca.
– Perdóneme, su señoría. -El joven pareció incómodo de haber tropezado con la patrona. Era de tipo atlético y la librea le apretaba los hombros-. Me llamo Robbie. Me contrataron hace un par de días como lacayo para ayudar en la fiesta.
– Oh, ya veo. Bueno, vaya entonces. Deben de necesitar ayuda en la cocina -dijo Augusta.
– Sí, su señoría. -Robbie se apresuró a marcharse.
Augusta siguió por el pasillo y se detuvo ante la puerta de Clarissa. Golpeó con fuerza.
– ¡Clarissa! ¿Qué sucede ahí? Abra la puerta inmediatamente. Disponemos de muy poco tiempo.
La puerta se abrió lentamente y mostró a una Clarissa de aspecto desolado todavía en bata, el cabello embutido en una vieja toca de muselina. La línea de la boca expresaba pelea.
– No bajaré, no hay cuidado.
– Clarissa, no diga tonterías. Tiene que bajar. Esta noche le presentaré a mi tío, ¿recuerda?
– Me es imposible bajar a reunirme con sus invitados.
– Se trata del vestido, ¿no es así? Esta tarde, cuando llegaron, temí que le desagradaran los colores.
Entonces, unas inesperadas lágrimas aparecieron en los hermosos ojos de Clarissa.
– ¡Son todos horribles! -gimió.
– Déjeme verlos. -Augusta se dirigió al guardarropas y lo abrió. Colgaba un conjunto de vestidos de tonos intensos que evocaban los de las piedras preciosas. No había grises ni marrones. Augusta asintió, complacida-. Tal como los encargué.
– ¿Que los encargó usted? -exclamó Clarissa, atónita-. Señora, dejé que me convenciera de encargar vestidos para su fiesta, aun considerando impropio asistir a un evento semejante, pero le dije con toda claridad a la modista que quería tonos oscuros y más bien apagados.
– Clarissa, éstos son oscuros. -Augusta señaló uno de seda amatista y sonrió-. Y le sentarán magníficamente. En esta materia, confíe en mí. Y ahora, apresúrese a vestirse. Betsy la ayudará.
– Pero no puedo usar vestidos de colores tan vivaces -repuso Clarissa, frenética.
Augusta le clavó una mirada severa.
– Señorita Fleming, es importante que recuerde dos cosas: la primera, que forma usted parte de la familia del conde y él espera que se vista de manera apropiada a la ocasión. No querrá avergonzarlo…
– Oh, por todos los cielos, no, pero… -Clarissa se interrumpió, con expresión derrotada.
– Y la segunda, que mi tío, si bien es un estudioso, hace ya muchos años que vive en Londres y está acostumbrado a cierto estilo de vestir por parte de las mujeres que frecuenta, ¿comprende lo que quiero decir? -Al decir esto último, Augusta cruzó los dedos.
Sir Thomas no acostumbraba a fijarse en que una mujer llevara un saco por vestido, pero no vendría mal que Clarissa le produjera una buena impresión, con mayor motivo cuando ella misma deseaba impresionar a sir Thomas, aunque solamente fuera por pura pasión intelectual, aunque Augusta abrigaba la esperanza de que entre los dos se desarrollara una relación más amigable.
– Entiendo. -Clarissa se irguió y contempló los vestidos que colgaban en el guardarropa-. No creí que su tío se dejara impresionar por el atavío femenino.
– Lo que sucede -agregó Augusta en tono confidencial- es que ha dedicado toda su vida al estudio de los clásicos, y según tengo entendido, las mujeres de aquella época eran famosas por su elegancia. Baste pensar en Cleopatra y en los bellos drapeados de las esculturas griegas.
– Ya entiendo, sir Thomas debe de haberse formado en el ideal clásico de la apariencia de la mujer, ¿es eso lo que quiere decirme?
Augusta sonrió.
– Exacto. Los vestidos son de corte clásico y Betsy la peinará al estilo griego. Esta noche, cuando baje la escalera, parecerá una diosa de la antigüedad.
– ¿Usted cree? -Clarissa quedó maravillada ante la evocación.
– Betsy se ocupará de ello.
Betsy hizo una reverencia.
– Señora, haré todo lo que pueda.
Augusta alzó las cejas.
– Confío en ti, Betsy. Viste a la señorita Fleming con el vestido amatista. Ahora, debo irme. Sin duda, el conde estará impaciente preguntándose dónde estoy.
Augusta bajó corriendo hasta su dormitorio, abrió la puerta y encontró a Harry. Se detuvo en mitad de su paseo y la miró con aire feroz. Echó un vistazo al reloj con gesto significativo.
– ¿Dónde diablos estabas?
– Lo siento mucho, Harry. -Augusta lo admiró: tenía un aspecto elegante y poderoso con el atuendo en negro y blanco-. Clarissa se resistía a usar otra ropa que no fuese gris o marrón. Tuve que convencerla de que se pusiera uno de los vestidos nuevos.
– No me importa en absoluto cómo se vista Clarisse.
– Sí, eso está fuera de cuestión. ¿Dónde está Meredith? Le dije bien claro que tenía que acudir aquí para que pudiésemos bajar juntos.
– Sigo creyendo que Meredith es demasiado pequeña para asistir a esta clase de ceremonias.
– Tonterías. Ha intervenido en los preparativos y merece que le permitamos participar al menos un rato. Mis padres siempre me dejaban bajar, aunque fuera el tiempo suficiente para presentarme a los amigos. No te aflijas, Harry. Meredith irá a acostarse antes de que lo adviertas.
Harry parecía indeciso pero decidió no discutir el tema. En lugar de ello, paseó la mirada sobre el vestido dorado de Augusta.
– Tenía la impresión de que comenzarías a encargar escotes más discretos.
– La modista se equivocó en los cálculos -dijo Augusta-. Ya no hay tiempo de arreglarlo.
– ¿Un error de cálculo? -En dos zancadas, Harry se acercó a ella e introdujo un dedo en el corpiño. Lo deslizó con lentitud, acariciando el pezón.
Augusta contuvo el aliento en parte por la impresión y en parte porque siempre reaccionaba salvajemente a las caricias del conde.
– ¡Harry! Basta ya.
El hombre sacó el dedo sin prisa, con los ojos grises resplandecientes.
– Augusta, el error de cálculo debió de ser tuyo. Más tarde lo comprobarás, cuando acuda a tu habitación.
Augusta primero parpadeó y luego la risa burbujeó en su interior.
– ¿Me vas a medir?
– Con sumo cuidado.
Un golpe en la puerta evitó a Augusta tener que responder. Abrió y encontró a Meredith, con expresión seria. Augusta observó el adorable vestido de muselina blanca, adornado con cintas y encaje.
– ¡Caramba, Meredith, tienes un aspecto exquisito! -Augusta se volvió a Harry-. ¿No crees que está radiante?
Harry sonrió.
– Un diamante de primera. Esta noche mis dos damas opacarán a todas las demás.
La expresión ansiosa de Meredith se transformó en una sonrisa luminosa ante la aprobación del padre.
– Papá, tú también estás muy guapo esta noche. Y Augusta.
– Entonces, vayamos a saludar a esa muchedumbre que colma la casa -dijo Harry.
Harry cogió a su esposa del brazo y a su hija de la mano. Mientras los tres descendían las escaleras. Augusta sintió que la inundaba la alegría.
– Harry, esta noche parecemos una familia real -murmuró mientras entraban en el salón, donde estaban reuniéndose los invitados.
El conde le lanzó una extraña mirada, pero Augusta lo ignoró: estaba demasiado concentrada en sus deberes de anfitriona.
Augusta revoloteó entre los invitados, seguida de Meredith que abría los ojos, maravillada. Con orgullo, presentó a su hijastra a los que no la conocían, se aseguró de que todos tuvieran con quién conversar y vigiló el suministro de bebidas.
Satisfecha de que todo marchara con fluidez en esta primera ocasión como anfitriona, se detuvo ante el pequeño grupo formado por Harry, sir Thomas, Claudia y Peter Sheldrake.
Al verla, Peter sonrió aliviado.
– Gracias a Dios que ha acudido usted. Están abrumándome con el relato de antiguas batallas. Le aseguro que ya he perdido la noción de los griegos y romanos famosos.
Claudia, angelical como nunca con un elegante vestido azul muy claro, adornado de plata, sonrió.
– Tío Thomas y Graystone se han sumergido en uno de sus temas favoritos. Al parecer, el señor Sheldrake se aburre.
Peter se ofendió.
– No me aburro, señorita Ballinger. En absoluto, mientras esté usted cerca. Pero la historia no es mi tema favorito e incluso por su parte debería admitir que, después de un rato, los interminables detalles de tales batallas resultan un tanto tediosos.
Augusta rió y el rostro de su prima se cubrió de un adorable tono rosado.
– El otro día, Meredith y yo tuvimos una interesante conversación sobre temas históricos, ¿no es así, Meredith?
Meredith se iluminó. Los ojos serios de la niña se encendieron con un brillo familiar parecido al del padre cuando se embarcaba en una conversación sobre el tema.
– Oh, sí -se apresuró a afirmar la niña-. Augusta me hizo pensar en los antiguos héroes de la mitología griega y romana.
Sir Thomas lanzó una mirada fugaz a Augusta, se aclaró la voz y dirigiéndose a la niña, preguntó:
– ¿Y de qué se trata, querida?
– Pues de que los héroes de la mitología se habían visto abocados a menudo a dirimir sus diferencias con alguna mujer. Según Augusta, los clásicos contaron con mitos femeninos tan relevantes como los hombres. Dice que no sabemos casi nada de las mujeres de la antigüedad. La tía Clarissa opina igual.
Un incómodo silencio recibió el inesperado comentario.
– ¡Buen Dios! -musitó sir Thomas-. No lo había pensado: qué idea tan peculiar.
Contemplando a Augusta, Harry alzó las cejas.
– Debo admitir que jamás se me ocurrió contemplar las cosas desde ese ángulo.
Meredith asintió con gravedad.
– Papá, piensa en los monstruos femeninos a quienes se enfrentaron algunos héroes: la Medusa, Circe, las sirenas y tantas otras.
– Y las amazonas -intervino Claudia, pensativa-. Los antiguos griegos y romanos estaban obsesionados por derrotar a las amazonas, ¿no es así? Es un tema a tomar en consideración. Siempre se nos dijo que las mujeres éramos el sexo débil.
Peter rió, con expresión maliciosa.
– Por mi parte, nunca he menospreciado la habilidad de las hembras de nuestra especie de convertirse en adversarias de cuidado.
– Tampoco yo -añadió Harry con suavidad-. Sin embargo, prefiero a las mujeres que se comportan de manera amistosa.
– Sí, claro que sí -dijo Augusta, alegre-, de ese modo es más fácil.
Sir Thomas, muy concentrado, fruncía el entrecejo.
– Graystone, yo diría que es una idea interesante. Excéntrica, pero interesante. Lo hace a uno pensar qué poco conocemos a las mujeres de la antigüedad clásica. Y, por supuesto, han sobrevivido muchos poemas.
– Por ejemplo, los bellos poemas de amor de Safo -propuso Augusta, en tono despreocupado.
Harry le lanzó una mirada suspicaz.
– Querida mía, no sabía que leyeras ese tipo de cosas.
– Ya conoces mi naturaleza festiva.
– Pero, ¿Safo?
– Compuso versos muy bellos acerca del sentimiento del amor.
– Maldición, de acuerdo con lo que sabemos, escribió la mayoría de esos poemas inspirada en otras mujeres… -Harry se interrumpió, advirtiendo la expresión fascinada de Meredith.
– Los sentimientos engendrados por el amor genuino son universales -dijo Augusta, pensativa-. Tanto los hombres como las mujeres pueden sucumbir a ellos. ¿No crees?
Harry se puso ceñudo.
– Yo creo -dijo con gravedad- que ya es suficiente.
– Por supuesto. -Augusta se distrajo ante la aparición de una recién llegada-. ¡Ahí está la señorita Fleming! ¿No está impresionante esta noche?
De manera automática, todas las miradas convergieron hacia Clarissa, que observaba inquieta el salón atestado de gente. Llevaba el vestido del color intenso de las amatistas que Augusta había elegido y el cabello recogido en un moño clásico, sujeto por una cinta. Adoptaba una pose erguida, orgullosa, los hombros echados hacia atrás, la barbilla levantada, como si se dispusiera a afrontar una situación social embarazosa.
– ¡Buen Dios! -murmuró Harry, bebiendo un sorbo de vino-. Hasta ahora, nunca había vito a tía Clarissa de semejante guisa.
Sir Thomas no le quitaba los ojos de encima.
– Augusta, ¿quién dices que es?
– Una pariente de Graystone. Una mujer muy inteligente, tío. Está investigando el tema que estábamos comentando.
– ¿En serio? Me interesaría hablar con ella al respecto.
Augusta sonrió, complacida por la reacción de su tío.
– Si me lo permiten iré a buscarla.
– Por supuesto -se apresuró a decir sir Thomas.
Augusta se separó del grupo y se encaminó hacia la entrada para atrapar a Clarissa antes de que la mujer se desanimara y volviese corriendo a su habitación.
– Augusta, este encuentro está resultando de lo más entretenido -afirmó Claudia a la noche siguiente, mientras salían del salón repleto de gente en busca de aire fresco e intimidad-. La excursión a Weymouth ha sido muy divertida.
– Gracias.
En el salón, los músicos arrancaron con una danza folclórica y los invitados se lanzaron a bailar con entusiasmo. Frente a la asistencia de los elegantes visitantes de Londres, la gente de la región, ataviada con los coloridos atuendos tradicionales, no iban a la zaga. Habían sido invitados los vecinos de Graystone y Augusta había dispuesto un espléndido buffet, que incluía champaña en abundancia. Consciente de que era la primera vez en muchos años que se realizaba un evento de tal magnitud en la mansión, lo quería todo perfecto y para sus adentros se regocijaba con los resultados. Era evidente que la hospitalidad bullía en su sangre.
– Estoy encantada de que tío Thomas y tú hayáis podido venir a Dorset. -Augusta se detuvo junto a una fuente circular de piedra y aspiró con fruición el aire fresco de la noche-. Durante mucho tiempo he querido encontrar el modo de agradeceros todo lo que habéis hecho desde que murió Richard.
– Por favor Augusta, no es necesario.
– Habéis sido muy bondadosos conmigo. No estoy segura de haberos expresado mi gratitud en la medida que correspondía, ni tampoco puedo compensaros.
Claudia contempló el agua oscura de la fuente.
– Augusta, nos has compensado en una forma que tú ni siquiera imaginas. Ahora lo comprendo.
Augusta levantó la mirada.
– Es muy amable lo que dices, prima, pero bien sabemos que he representado siempre una molestia.
– Nunca. -Claudia sonrió con dulzura-. Tal vez seas excéntrica, imprevisible y, en ocasiones, inquietante, pero jamás una molestia. Siempre has animado la vida y, de no haber sido por ti, yo nunca me habría presentado en sociedad. Tampoco habría concurrido al Pompeya ni conocido a lady Arbuthnot -hizo una pausa-, o a Peter Sheldrake.
– Ah, sí, el señor Sheldrake. Claudia, te aseguro que está deslumbrado por ti. ¿Y tú?
Claudia clavó la mirada en las puntas de las sandalias de satén y al alzar el rostro se topó con la expresión inquisitiva de su prima.
– Augusta, me parece encantador, pero no sé por qué. En ocasiones, sus halagos son demasiado ardientes para resultar decorosos, y a menudo me enfurece con sus bromas. Pero estoy convencida de que bajo esa apariencia negligente que ofrece al mundo, existe un hombre inteligente. Percibo un carácter serio que él se esfuerza en ocultar.
– No lo dudo. A fin de cuentas, es amigo íntimo de Graystone. Me agrada el señor Sheldrake, Claudia. Tengo la sensación de que te beneficiaría… Así como tú a él. Necesita la influencia de una mujer equilibrada y serena como tú.
La boca de Claudia se curvó en una sonrisa maliciosa.
– ¿Acaso sostienes la teoría de que los opuestos se atraigan?
– Ciertamente: observa mi situación. -Augusta frunció la nariz-. Es imposible hallar dos personas tan diferentes como Graystone y yo.
– Eso es lo que parece. -Claudia le lanzó una mirada interrogante-. Prima, ¿eres feliz?
Augusta dudó: no quería entrar en detalles de lo que sentía por Harry y su matrimonio. Todavía era demasiado complejo, demasiado nuevo, y aún había muchos anhelos que la mantenían desvelada en las oscuras horas que precedían el amanecer. No sabía si alguna vez lograría de Harry todo lo que deseaba, ni si el conde llegaría a amarla como lo amaba ella, o cuánto tiempo la observaría en silencio para ver cuándo incurría en una falta, como la anterior condesa de Graystone.
– Dime.
– Tengo todo lo que podría desear una mujer del matrimonio, Claudia -afirmó Augusta con una sonrisa radiante-. ¿Qué más podría querer?
Claudia frunció el entrecejo.
– Eso es cierto, el conde es todo lo que se podría desear como esposo. -Se interrumpió, se aclaró la voz con delicadeza y agregó, vacilante-: Me pregunto si habrás tenido oportunidad de hacer algunas observaciones respecto a los maridos en general.
– ¿Observaciones sobre los maridos? ¡Caramba, Claudia! ¿Eso significa que tomas en serio a Sheldrake? ¿Acaso hay boda en puertas?
Aunque era imperceptible en la oscuridad, no cabía duda de que Claudia se había ruborizado. La voz, por lo general fría y serena, parecía alterada.
– No hemos hablado de matrimonio y, desde luego, espero que se dirija a papá si piensa proponerlo.
– ¿Como hizo Graystone cuando se interesó por mí? No cuentes con eso. -Augusta rió con suavidad-. El señor Sheldrake no es tan apegado a las tradiciones. Supongo que hablará primero contigo y luego con tu padre.
– ¿Tú crees?
– Seguramente. Pero quieres que te cuente mis observaciones sobre los esposos, ¿no es así?
– Sí, me gustaría conocer tu opinión -respondió Claudia.
– Lo primero que debes aprender acerca del modo apropiado de tratar a un esposo -dijo Augusta en su tono más formal- es que prefieren creer que son ellos los que mandan y las esposas quienes llevan a cabo las órdenes, ¿entiendes?
– Sí. ¿No es exasperante?
– A veces, sí, sin duda, pero son un poco lentos de entendederas y eso compensa los problemas que provocan.
– ¡Lentos de entendederas! -Claudia se horrorizó-. No hablarás de Graystone, ¿verdad? Es un individuo muy inteligente y estudioso, como todo el mundo sabe.
Augusta hizo un gesto desechando el argumento.
– En lo que se refiere a hechos como podría ser la batalla de Actium, pero no cuesta gran cosa persuadirlo de que es quien manda mientras eres tú quien organiza las cosas a su modo. ¿Acaso eso no significa que, en ciertos aspectos, son un poco lentos?
– Quizá tengas razón. Ahora que lo pienso, a mi padre puede manipulársele también de esa manera. Por lo general está tan concentrado en los estudios que no presta atención a las cuestiones domésticas. Y a pesar de todo, se cree al mando de la casa.
– Podríamos decir que es una característica de los hombres en general. Y he llegado a la conclusión de que las mujeres no los desengañan porque son más fáciles de llevar si creen que manejan incluso los asuntos más insignificantes.
– Augusta, es una observación interesante.
– Sí, ¿verdad? -Augusta comenzó a entusiasmarse-. Otro rasgo de los esposos es su limitado concepto de lo que constituye el comportamiento correcto en la mujer. Suelen preocuparse en exceso por un escote un tanto profundo, porque la mujer salga a cabalgar sin compañía de un mozo de cuadra o por gastos intrascendentes como son sombreros nuevos.
– Augusta…
– Más aún: aconsejaría a cualquier mujer dispuesta a casarse que tuviese en cuenta otra característica general en los hombres, esa inclinación a ser terriblemente obstinados una vez se han formado una opinión. Otra cosa: nunca son reacios a juzgar prematuramente. En consecuencia, una tiene que…
– Eeeh… Augusta…
Augusta no hizo caso de la interrupción.
– … dedicarse a la ardua tarea de hacerlos entrar en razón. ¿Sabes, Claudia?, si tuviese que aconsejar a una mujer qué clase de marido buscar, le diría que tuviese en cuenta las mismas cualidades que querría de un caballo.
– ¡Augusta!
Augusta alzó la mano enguantada y comenzó a enumerar:
– Buena sangre, dientes sanos y extremidades firmes. Evitar la bestia con hábito de patear o morder. Dejar de lado al animal con inclinación a la pereza y al que se mostrara demasiado obstinado. Sería inevitable cierta tozudez, menester esperarla, pero si la hubiera en exceso, quizás indicara pura estupidez. En resumen, habría que buscar un ejemplar bien dispuesto y fácil de domar.
Claudia se llevó las manos a la boca y en sus ojos apareció una expresión que podía ser tanto de horror como de hilaridad.
– ¡Por el amor de Dios, Augusta, detrás de ti!
La aludida sintió la inminencia de un desastre. Se volvió con lentitud y descubrió a Harry y a Peter Sheldrake allí mismo, detrás de ellas, y al segundo, al parecer incapaz de contener la risa.
Harry, con una mano apoyada sobre la rama de un árbol, expresaba gentil curiosidad y, sin embargo, sus ojos refulgían con brillo sospechoso.
– Buenas noches, querida -dijo en tono suave-. Por favor, no paréis mientes en nuestra presencia, no quisiéramos interrumpir vuestra conversación.
– En absoluto -respondió Augusta con un aplomo digno de Cleopatra saludando a César-. Estábamos conversando sobre las cualidades que hay que buscar en un caballo, ¿no es así, Claudia?
– Sí -se apresuró a responder su prima-, hablábamos de caballos. Augusta se ha convertido en una autoridad en la materia. Me enumeraba interesantes detalles acerca de la doma.
Harry asintió.
– Me asombra la amplitud de conocimientos de que hace gala Augusta. -Extendió el brazo a su esposa-. Señora, van a tocar un vals: confío en que me hará el honor de acompañarme.
Era una orden y Augusta la reconoció como tal. Sin agregar palabra, se apoyó en el brazo que le ofrecía su esposo y se dejó guiar al interior de la casa.