CAPITULO II

Tres días después del regreso a Londres, Augusta se presentó ante la puerta de la imponente casa de lady Arbuthnot. Llevaba el diario de Rosalind Morrissey en el bolso y estaba impaciente por contarle a su amiga que todo había salido bien.

– No nos quedaremos mucho rato, Betsy -le dijo a su joven doncella mientras subían la escalera-, tenemos que volver pronto a casa y ayudar a Claudia a prepararse para pasar la velada en casa de los Burnett. Es un acontecimiento muy importante. Asistirán los solteros más codiciados de la ciudad y quiero que esté radiante.

– Sí, señorita. Pero la señorita Claudia parece un ángel siempre que sale. No creo que esta noche sea diferente.

Augusta rió.

– Desde luego.

En el mismo momento en que Betsy se disponía a llamar, la puerta se abrió. Scruggs, el mayordomo de lady Arbuthnot, de hombros encorvados, contempló con hostilidad a las recién llegadas mientras aparecían otras dos jóvenes en la puerta.

Augusta reconoció a Belinda Renfrew y a Felicity Outley que bajaban la escalera. Las dos eran visitas regulares en casa de lady Arbuthnot, entre otras damas de buena cuna. Los vecinos advertían que a la achacosa lady Arbuthnot no le faltaban visitas.

– Buenas tardes, Augusta -dijo alegremente Felicite-. Tienes buen aspecto.

– Sí, es verdad -murmuró a su vez Belinda observando con atención a Augusta, que llevaba un elegante abrigo azul sobre un vestido de tono algo más claro-. Me alegra que hayas venido. Lady Arbuthnot esperaba ansiosa tu llegada.

– No se me ocurriría decepcionarla -dijo Augusta sonriendo-. Ni tampoco a la señorita Norgrove. -Augusta sabía que Belinda Renfrew había apostado diez libras con Dafne Norgrove a que el diario no regresaría a manos de su dueña.

Belinda le lanzó una mirada perspicaz.

– ¿Ha ido todo bien en la visita a Enfield?

– Por supuesto, Belinda. Espero verte esta noche.

La sonrisa de Belinda fue algo amarga.

– Sin duda me verás, Augusta. Y también la señorita Norgrove. Buenas tardes.

– Buenas tardes. Hola, señor Scruggs.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Augusta se volvió hacia el ceñudo mayordomo de pobladas patillas.

– Señorita Ballinger, lady Arbuthnot la espera.

– Claro.

Augusta no se dejó intimidar por el irascible anciano que atendía la puerta de la casa Arbuthnot.

Scruggs ostentaba el honor de ser el único hombre al que lady Arbuthnot hubiera contratado en el término de diez años. Nadie entendía por qué la señora lo había tomado a su servicio. Sin duda, se trataba de un gesto bondadoso hacia el anciano mayordomo, evidentemente inepto para cumplir con sus tareas. Durante días y noches desaparecía a causa del reumatismo y harta serie de dolencias. Al parecer, una de las cosas de las que más disfrutaba Scruggs era de quejarse. Se quejaba de las articulaciones doloridas, de sus tareas domésticas, de la falta de ayuda que recibía para cumplirlas y del bajo salario que, según él, pagaba lady Arbuthnot.

No obstante, al calo del tiempo, las damas que solían concurrir a la casa llegaron a la conclusión de que Scruggs era el toque final que necesitaba, extravagante, original y entretenido. Lo habían adoptado de todo corazón y lo consideraban una institución.

– Scruggs, ¿cómo se siente hoy del reuma? -preguntó Augusta mientras desataba el nuevo sombrero adornado de plumas.

– ¿Qué dice? -Scruggs la miró ceñudo-. Hable en voz alta cuando pregunte algo. No comprendo que las señoras anden siempre murmurando. Podrían aprender a hablar más fuerte.

– Le he preguntado cómo está hoy del reúma, Scruggs.

– Me duele mucho, señorita Ballinger, gracias. Pocas veces me he sentido tan mal. -Scruggs hablaba en voz baja y ronca, como el rodar de un carruaje sobre la grava-. Y le aseguro que no me ayuda en absoluto abrir la puerta quince veces al cabo de una hora. Si me lo preguntara, le diría que todas las idas y venidas de esta casa son capaces de enviar a un hombre al manicomio. No entiendo cómo ustedes, las mujeres, no puedan estar quietas durante más de cinco minutos.

Al tiempo que emitía unos sonidos de simpatía, Augusta sacó de su bolso una botellita.

– Le he traído un remedio que tal vez quiera probar. Era una receta de mi madre. Solía prepararla para mi abuelo y le hacía mucho bien.

– ¿Es verdad eso? ¿Y qué le sucedió a su abuelo, señorita Ballinger?

Scruggs tomó la botella con aire cauteloso y la examinó atentamente.

– Murió hace algunos años.

– Por efectos de la medicina, supongo.

– Scruggs, tenía ochenta y cinco años. Dicen que lo encontraron en la cama con una de las doncellas.

– ¿En serio? -Scruggs contempló la botella con renovado interés-. En ese caso, lo probaré de inmediato.

– Hágalo. Me gustaría tener algo igual de efectivo para lady Arbuthnot. ¿Cómo está ella, Scruggs?

Las cejas blancas y tupidas de Scruggs se alzaron y bajaron. En los ojos azules apareció una expresión de pena. Nunca dejaban de fascinar a Augusta aquellos hermosos ojos azul claro. Le parecían asombrosamente agudos y vivaces en contraste con el rostro arrugado.

– Hoy es uno de sus mejores días, señorita. Espera su llegada con gran entusiasmo.

– En ese caso, no la haré esperar. -Augusta lanzó una mirada a su doncella-. Betsy, ve a tomar una taza de té con tus amigas. Cuando decida irme, le diré a Scruggs que te avise.

– Sí, señora.

Betsy hizo una reverencia y corrió a reunirse con las sirvientas. En las cocinas de la casa Arbuthnot nunca faltaba compañía.

Scruggs se dirigió a la entrada del salón con paso lento y arrastrado, parecido al de un cangrejo. Abrió la puerta e hizo una mueca ante el dolor provocado por tales movimientos.

Augusta atravesó la puerta y penetró en un mundo nuevo en donde experimentaba, por lo menos durante unas horas al día, la sensación de pertenecer a un entorno humano. Desde la muerte de su hermano, sentía cierta desazón.

Tanto sir Thomas como Claudia hacían esfuerzos para que estuviese a gusto y ella, a su vez, intentaba hacerles creer que se sentía parte de la familia. Pero la verdad era que se sentía extraña. Sir Thomas y Claudia, de inclinaciones intelectuales y aire grave, característicos de la rama Hampshire de la familia, jamás podrían comprender por completo a Augusta. Más allí, tras la puerta de lady Arbuthnot, Augusta pensó que, si bien no había hallado lo que se considera un hogar, al menos estaba entre los de su especie.

Aquello era Pompeya, un club de formación reciente entre los más selectos y originales de todo Londres. Por supuesto, sólo se accedía en calidad de miembro por invitación, y quienes no pertenecían no tenían idea de lo que sucedía en el salón de lady Arbuthnot.

Los extraños suponían que la señora de la casa se divertía dirigiendo uno de tantos salones elegantes que atraían a las damas de la sociedad londinense. Sin embargo, Pompeya era más que eso. Era un club organizado a la manera de los clubes de caballeros, que reunía a las damas encumbradas, de ideas modernas, las cuales compartían puntos de vista poco convencionales.

Por sugerencia de Augusta, lo habían llamado Pompeya. En memoria de la esposa de César, aquella a la que había repudiado por no estar libre de toda sospecha. El nombre agradaba a las integrantes. Todas las damas del Pompeya provenían de buena cuna y eran aceptadas por la alta sociedad, aunque fueran consideradas unas «excéntricas».

Pompeya había sido organizado para emular a los elegantes clubes de caballeros en diversos aspectos, si bien los muebles y la decoración tenían un aire definidamente femenino. Las cálidas paredes amarillas estaban cubiertas por retratos de famosas mujeres de la antigüedad clásica. En un extremo del salón había un bello retrato de Pantia, la curandera. Más aquí, una pintura muy hermosa de Eurídice, la madre de Filipo de Macedonia, en el acto de dedicar un monumento a la educación. Sobre la chimenea colgaba una pintura que representaba a Safo con la lira en la mano componiendo poemas. En la pared de enfrente, Cleopatra ocupaba el trono de Egipto. Otros cuadros y esculturas representaban a las diosas Artemisa, Deméter e Iris en diversas posturas llenas de encanto. El mobiliario era de estilo clásico con profusión de pedestales, urnas y columnas dispuestas con el propósito de conferir un aire de antiguo templo griego.

El club brindaba a las integrantes muchos de los entretenimientos que ofrecían el White, el Brook y el Watier. Había siempre disponible una amplia variedad de periódicos que incluían el Times y Morning Post, como también bufé frío, té, café, jerez y otros licores de frutas. En una de las salas se podía beber y en otra, jugar a los naipes. A últimas horas de la noche se podía encontrar a las señoras del club que querían jugar al whist o al macao sentadas frente a las mesas de tapete verde, todavía ataviadas con los elegantes vestidos de baile que habían usado unas horas antes. Con todo, la dirección no alentaba las apuestas demasiado elevadas. Lady Arbuthnot había dejado claro que no quería que un marido furioso llamara a su puerta para investigar pérdidas cuantiosas en su sala de juego.

Cuando Augusta entró en el salón se sintió rápidamente envuelta en una atmósfera agradable y relajada. Una mujer rubia y regordeta sentada ante un escritorio alzó la mirada y Augusta la saludó al pasar con un gesto de la cabeza.

– Lucinda, ¿cómo va tu poesía? -le preguntó.

Al parecer, en los últimos tiempos, la máxima ambición de las miembros del club consistía en escribir. La única que escapaba a la llamada de la musa era la propia Augusta. Le bastaba leer las novelas más recientes.

– Muy bien, gracias. Esta mañana estás espléndida. ¿Significa que tienes buenas noticias? -Lucinda le dirigió una sonrisa perspicaz.

– Gracias, Lucinda. Sí, te aseguro que traigo las mejores noticias. Es sorprendente cómo levanta el ánimo un fin de semana en el campo.

– O la reputación.

– Justamente.

Augusta prosiguió recorriendo el salón hacia el rincón donde dos mujeres saboreaban el té delante del fuego.

Lady Arbuthnot, patrocinadora del club Pompeya y conocida por todas las integrantes como Sally, llevaba un cálido chal de la India sobre el elegante vestido de tono rojizo de manga larga. Su silla ocupaba el lugar más cercano posible al hogar. Desde ese punto privilegiado gozaba de la vista de todo el salón. Como de costumbre, conservaba una postura llena de gracia y llevaba el cabello recogido hacia arriba siguiendo la moda. En otros tiempos, el encanto de la mujer había constituido la comidilla de la sociedad.

Dama opulenta, que había enviudado hacía treinta años poco después de casarse con un afamado vizconde, podía permitirse gastar una fortuna en ropa y no vacilaba en hacerlo. Sin embargo, todas las sedas y muselinas del mundo no eran capaces de ocultar su debilidad y extrema delgadez, consecuencias de una enfermedad devastadora que la destruía lentamente, y chic a Augusta le resultaba casi tan difícil de soportar como a la propia Sally. Sentía que perderla sería tan doloroso casi como había sido perder a su propia madre.

Se habían conocido en una librería donde ambas curioseaban volúmenes sobre temas históricos e inmediatamente habían trabado una amistad que profundizó con el correr de los meses. Al principio disfrutaron las dos recorriendo Londres, pero luego Sally comenzó a fatigarse con facilidad. Al cabo se hizo evidente que estaba enferma de gravedad. Se confinó en el hogar y Augusta creó el club Pompeya para entretenerla. A pesar de los años que las separaban, compartían los mismos intereses, excentricidades y una inclinación hacia la aventura que las acercaba. Para Augusta, Sally representaba a la madre que había perdido, y para la anciana, Augusta constituía la hija que nunca había tenido. En muchos aspectos, Sally había asumido el papel de mentora, entre otras cosas abriéndole a la joven uno de los salones más selectos del haute monde. Los contactos de Sally en sociedad eran innumerables, y con el mayor entusiasmo había impulsado a Augusta al remolino de la sociedad. Las dotes naturales de la joven le aseguraron su posición en el ambiente.

En la actualidad, pese a las penurias de la enfermedad, el humor y la aguda inteligencia de la anciana se mantenían casi intactos. Al volver la cabeza y ver a Augusta, sus ojos se iluminaron de placer y alegría.

La joven se sentó cerca de lady Arbuthnot y la miró con los bellos ojos oscuros cargados de ansiedad. A su lado, Rosalind Morrissey era la heredera de una gran fortuna y además una atractiva muchacha de cabello castaño y busto hermoso.

– Ah, mi querida Augusta -exclamó Sally con profunda satisfacción, mientras la muchacha se inclinaba para besarla en la mejilla-. Algo me dice que has tenido éxito, ¿eh? En los últimos días, la pobre Rosalind ha estado muy inquieta. Tienes que aliviar su aflicción.

– Con sumo placer. Rosalind, he aquí tu diario. No te diré que lo obtuviera con la complacencia de lord Enfield, pero, ¿qué importancia tiene? -Augusta le extendió el pequeño cuaderno forrado de cuero.

– ¡Lo encontraste! -Rosalind se levantó de un salto y le arrebató el cuaderno-. No puedo creerlo. -Rodeó a Augusta con los brazos y le dio un fuerte abrazo-. ¡Qué alivio tan grande! ¿Cómo podría agradecértelo? ¿Tuviste algún problema? ¿Corriste algún peligro? ¿Sabe Enfield que se lo quitaste?

– Bien, las cosas no salieron exactamente de acuerdo a lo previsto -admitió Augusta sentándose frente a Sally-. Deberíamos hablar del tema ahora mismo.

– ¿Algo salió mal? -preguntó Sally con interés-. ¿Te descubrieron?

Augusta frunció la nariz.

– Me sorprendió lord Graystone en el mismo momento de recobrar el diario. ¿Cómo podía imaginar que a esa hora estaría merodeando por ahí? Cualquiera podía pensar que, si estaba despierto, estuviera escribiendo otro tratado acerca de los clásicos griegos. Pero estaba allí, deambulando por la biblioteca, frío como él solo, cuando yo, precisamente, me arrodillaba tras el escritorio de Enfield.

– ¡Graystone! -Rosalind se dejó caer en la silla con expresión horrorizada-. ¿Ese sujeto tan severo? ¿Te vio, vio mi,diario?

Augusta la tranquilizó con un gesto de cabeza.

– No te preocupes, Rosalind. Sí, me vio en la biblioteca, pero no sabe que el diario es tuyo. -Se volvió hacia Sally frunciendo el ceño-. Fue todo muy misterioso. El conde sabía que yo estaba allí y que buscaba algo. Incluso sacó un trozo de alambre y abrió el escritorio, pero se negó a revelarme su fuente de información.

Rosalind se cubrió la boca con la mano y sus ojos oscuros se abrieron alarmados.

– Cielos, debe de haber una espía entre nosotras.

Sally se apresuró a calmarlas.

– Estoy segura de que no hay por qué preocuparse. Hace muchos años que conozco a ese hombre. Vive aquí al lado. Por experiencia, puedo decir que cuenta siempre con la información más insólita.

– Me dio su palabra de que no diría nada a nadie acerca del incidente y me siento inclinada a creerle -dijo Augusta con lentitud-. Desde hace un tiempo es muy amigo de mi tío, y tal vez creía estar haciéndole un favor a sir Thomas si me vigilaba en la residencia de Enfield.

– Ese es otro rasgo de Graystone -dijo Sally con convicción-. Puedes confiar en que sepa guardar un secreto.

– ¿Está segura? -preguntó Rosalind, ansiosa.

– Por completo. -Sally se llevó la taza de té a los labios pálidos, bebió un sorbo y apoyó con gesto firme la taza y el platito sobre la mesa-. En fin, mis jóvenes amigas, gracias a la audacia de Augusta y a mi habilidad para obtener invitaciones a tiempo, nos las hemos arreglado para resolver este desagradable incidente sin demasiados problemas. Después de todo, lady Enfield me debía algunos favores. No obstante, creo que aprovecharé la oportunidad para hacer una aclaración.

– Creo que ya sé a lo que te refieres -murmuró Augusta, mientras se servía una taza de té-. Pero no es necesario. Te aseguro que no sólo lord Graystone me echó un aburrido sermón, sino que yo misma aprendí la lección a costa del apuro de Rosalind. Juro que nunca, nunca expresaré por escrito nada que pueda comprometerme luego.

– Tampoco volveré a hacerlo yo. -Rosalind Morrissey apretó el diario contra el pecho-. Qué brutal es ese hombre.

– ¿Quién, Enfield? -Sally esbozó una sonrisa sombría-. Sí, no cabe duda de que es un canalla en lo relacionado a las mujeres, siempre lo ha sido. Pero no podemos negar que durante la guerra se comportó como un valiente.

– No sé qué vi en él -exclamó Rosalind-. Prefiero la compañía de alguien como lord Lovejoy. ¿Qué sabe de él, Sally? Aunque salga pocas veces de casa, usted tiene siempre las últimas noticias.

– Para enterarme del último chisme, no necesito viajar al extranjero. -Sally sonrió-. Tarde o temprano, todo entra por la puerta del Pompeya. En cuanto a Lovejoy, hace poco tiempo que oí hablar de sus encantos. Dicen que son muchos y variados. -Echó una mirada a Augusta-. Tú puedes dar fe, ¿verdad, Augusta?

– La semana pasada bailé con él en la fiesta de Lofenbury -dijo Augusta, recordando al alegre barón de ojos verdes-. Confieso que es muy excitante bailar el vals con ese hombre pero, por otra parte, es misterioso; al parecer nadie sabe mucho de él.

– Creo que es el último descendiente de la familia. Se dice que tiene propiedades en Norfolk. -Sally apretó los labios-. Sin embargo, no tengo idea de que sean prósperas. Rosalind, te aconsejo que no trates de enamorarte de otro cazafortunas.

Rosalind gimió.

– ¿Por qué los hombres más interesantes tienen algún defecto de carácter?

– En ocasiones sucede lo contrario -dijo Augusta suspirando-. A veces, el hombre más interesante percibe un defecto en la mujer que, por casualidad, se siente atraída por él.

– ¿Estamos hablando otra vez de Graystone? -Sally lanzó a Augusta una mirada perspicaz.

– Me parece que sí -admitió Augusta-. ¿Sabes? No niega que tiene una lista de candidatas a condesa de Graystone.

Rosalind asintió con aire grave.

– He oído hablar de esa lista. A todas las mujeres que figuran en ella les resultará difícil acercarse al nivel de perfección que alcanzó Catherine, la esposa anterior. Murió después del año de matrimonio al dar a luz. Sin embargo, dejó en Graystone una impresión indeleble.

– Imagino que fue un ejemplo -aventuró Augusta.

– Un modelo de virtud femenina, según se dice -explicó Rosalind haciendo una mueca-. Pregúntale a cualquiera. Mi madre conocía a la familia y a menudo la citaba como ejemplo. Cuando yo era más joven la vi un par de veces y confieso que me pareció una pedante, aunque muy hermosa. Tenía el aspecto de una madona.

– Se dice que una mujer virtuosa es más valiosa que los rubíes -murmuró Sally-. No obstante, creo que muchos hombres descubren a su propia costa que la virtud, igual que la belleza, está a menudo en el ojo del que ve. Es muy probable que Graystone no busque ya otro dechado de virtudes femeninas.

– Ah, ya lo creo que sí -afirmó Augusta-. Por otra parte, en mis momentos de mayor lucidez pienso que, para una muchacha como yo, espontánea y desinhibida, sería un marido odioso e insoportable.

– ¿Y en tus momentos de menor lucidez? -insinuó Sally con suavidad.

Augusta hizo una mueca.

– En mis horas más sombrías he pensado en tomar en serio los estudios de Herodoto y Tácito, dejar de lado todos mis opúsculos sobre los derechos femeninos y encargar un vestuario entero de vestidos sin escote. No obstante, he descubierto que si tomo una taza de té y descanso unos minutos, ese ataque de locura se me pasa enseguida. Pronto vuelvo a mi modo de ser habitual.

– Gracias a Dios, eso espero. No puedo verte en el papel de ejemplo femenino.

Sally estalló en carcajadas, y todas las presentes en el salón giraron para contemplar al trío que había junto al fuego. Las damas del club Pompeya se sonrieron entre sí, era agradable ver a la patrocinadora divertirse.

Al parecer, Scruggs, que acababa de abrir la puerta del salón, también había escuchado las risas. Augusta alzó la mirada y vio que observaba a la señora bajo las espesas cejas. A la muchacha se le ocurrió que en esa mirada había una curiosa expresión pensativa. Los sorprendentes ojos azules se toparon con la mirada de Augusta, le hizo una reverencia y se volvió. La joven comprendió que le daba las gracias en silencio por hacer reír a su señora.

Unos minutos después, cuando estaba a punto de marcharse del club, Augusta se detuvo a leer las últimas anotaciones en el libro de apuestas que había sobre un pedestal de estilo jónico cerca de la ventana. Cierta señorita L. C. había apostado diez libras a la señorita D. P. porque, antes de fin de mes, lord Graystone pediría la mano de Ángel.

A partir de ese momento, Augusta se sintió sumamente irritada.


– Harry, te juro que en el libro de Pompeya hay una apuesta; es muy divertido.

Peter Sheldrake, reclinado lánguidamente en una silla de cuero, contemplaba a Graystone por encima de su copa de oporto.

– Me alegra que te divierta. A mí no. -Harry dejó la pluma y levantó su propia copa.

– Ya me lo imagino. -Peter rió-. En realidad, el asunto de encontrar una esposa no te divierte demasiado. Se han hecho apuestas en todos los clubes de la ciudad y no me sorprende que las haya también en el Pompeya. Ya sabes que ese grupo de mujeres atrevidas se afana de un modo increíble por imitar los clubes de caballeros. ¿No crees?

– ¿Es verdad eso? -Harry miró ceñudo a su amigo más joven.

Peter Sheldrake padecía un fuerte ataque de aburrimiento. Era un problema bastante común entre los jóvenes de la alta sociedad, en especial los que, como Peter, habían pasado los últimos años en peligrosos juegos de guerra contra Napoleón.

– No te hagas el tonto conmigo, Graystone. ¿Le pedirás permiso a sir Thomas para cortejar a su hija? -Peter insistió pacientemente-. Vamos, Harry, dame un indicio de modo que pueda sacar ventaja de la situación. Ya me conoces: como a cualquier hombre, me gusta hacer una buena apuesta. -Hizo una pausa y lanzó una breve carcajada-. O como a cualquier dama, en este caso.

Harry pensó un momento.

– ¿Crees que Claudia Ballinger sería una buena condesa?

– Por Dios, hombre, no. Es Ángel, un modelo de decoro, un ejemplo. Para serte franco, se parece mucho a ti. Los dos juntos no haríais más que reforzar los peores rasgos de cada uno y un mes después de la boda estaríais aburridos a morir. Pregúntale a Sally si no me crees, ella piensa lo mismo.

Harry alzó las cetas.

– Peter, yo no soy como tú, no necesito constantes aventuras y, desde luego, no deseo una esposa aventurera.

– En ese sentido creo que te equivocas. Lo he pensado bastante y estoy convencido de que lo que necesitas es una esposa vivaz y atrevida. -Peter se puso de pie con un movimiento inquieto y se acercó a la ventana.

El sol poniente arrancó destellos a los elegantemente peinados rizos rubios de Peter y destacó el armonioso perfil. Como de costumbre vestía según el último dictado de la moda. La corbata impecable y la camisa plisada combinaban a la perfección con el corte perfecto de la chaqueta y los pantalones.

– Sheldrake, eres tú el que necesita una agitación constante -comentó Harry con calma-. Desde que regresaste a Londres estás aburrido. Empleas demasiado tiempo en la ropa, y has comenzado a beber y a jugar en exceso.

– Mientras tú te sepultas en esos estudios de los clásicos griegos y romanos. Vamos, Harry, sé sincero, confiesa que también tú echas de menos la vida que llevábamos en el continente.

– En absoluto. Estoy muy encariñado con mis griegos y mis romanos. De todos modos, Napoleón fue derrotado al fin y ahora tengo deberes y responsabilidades aquí, en Inglaterra.

– Sí, lo sé, tienes que ocuparte de tus propiedades y títulos, y cumplir tus responsabilidades. Debes casarte y concebir un heredero. -Peter bebió un gran trago de vino.

– Yo no soy el único que debe cumplir sus responsabilidades -replicó Harry con aire significativo. Peter lo pasó por alto.

– Por amor de Dios, hombre, fuiste uno de los oficiales de Inteligencia más importantes de Wellington. Dirigías a muchos agentes que, como yo, reunían los datos clave. Descifraste los códigos secretos más importantes de los franceses. Arriesgaste tu cuello y el mío. No me digas que no echas de menos esa excitación.

– Me complace mucho más descifrar latín y griego que leer despachos militares escritos con tinta invisible y en código secreto. Te aseguro que me entusiasma más la historia de Tácito que evaluar la obra de ciertos agentes franceses.

– Pero piensa en la amenaza y los peligros que viviste cada día de los últimos años. Recuerda las partidas mortales que jugaste con tu mortal enemigo Araña. ¿Cómo es posible que no lo eches de menos?

Harry se encogió de hombros.

– En relación con Araña, lo único que lamento es que nunca pudiéramos desenmascararlo y llevarlo ante la justicia. En cuanto a la excitación, en primer lugar, nunca la busqué. Las tareas que desarrollé me fueron impuestas.

– Sin embargo, las cumpliste de manera brillante.

– Las realicé lo mejor que pude, pero la guerra ha terminado y, en lo que a mí se refiere, ha durado demasiado. Sheldrake, eres tú el que anhela esos desafíos tan poco saludables y ahora los encuentras en los lugares más insólitos. ¿Disfrutas trabajando como mayordomo?

Peter hizo una mueca. Al volver la cara hacia su amigo, los ojos azules brillaban irónicos.

– Por cierto, el papel de Scruggs no es tan interesante como seducir a la esposa de un oficial francés o robar documentos secretos, pero requiere lo suyo. Por otra parte, me encanta que Sally se divierta. Me parece que no la tendremos mucho tiempo entre nosotros, Harry.

– Lo sé. Es una mujer valiente. La información que pudo sonsacar aquí en Inglaterra durante la guerra fue estimable. En bien de la patria, corrió serios riesgos.

Peter asintió con aire pensativo.

– A Sally siempre le han encantado las intrigas, igual que a mí. Tenemos mucho en común y me agrada custodiar la entrada de su precioso club. En estos tiempos, Pompeya es lo más importante para ella y le brinda un gran placer. Puedes darle las gracias a tu muchachita traviesa.

Los labios de Harry se curvaron en un gesto amargo.

– La absurda idea de organizar un club de damas al modo de los de caballeros fue de Augusta Ballinger. No me sorprende demasiado.

– No sorprendería a nadie que conociera a Augusta Ballinger. Tiene cierta tendencia a poner en marcha los acontecimientos, ¿entiendes a qué me refiero?

– Por desgracia, sí.

– Estoy seguro de que a la señorita Ballinger se le ocurrió la idea del club para divertir a Sally. -Peter vaciló, y siguió con expresión pensativa-. La señorita Ballinger es bondadosa incluso con la servidumbre. Hoy me dio un remedio contra el reumatismo. No hay muchas damas de alcurnia capaces de preocuparse por un sirviente y pensar en su reumatismo.

– No sabía que padecieras reumatismo -dijo Harry en tono seco.

– Yo no, sino Scruggs.

– Sheldrake, limítate a vigilar el Pompeya. No quisiera que la señorita Ballinger sufriera incomodidades por culpa de ese ridículo club.

Peter alzó una ceja.

– ¿Te preocupa la reputación de esa joven por tu amistad con su tío?

– No del todo. -Abstraído, Harry jugueteó con la pluma, y agregó en tono suave-: Tengo otro motivo para preservarla del escándalo.

– Lo sabía. -Peter se precipitó hacia el escritorio y apoyó la copa con fuerza sobre la pulida superficie con gesto triunfal-. Aceptarás el consejo de Sally y el mío y la agregarás a tu lista, ¿no es cierto? Admítelo, Augusta Ballinger figura ahora en esa infame lista de candidatas a condesa de Graystone.

– Me deja perplejo que todo Londres esté pendiente de mis planes maritales.

– Por supuesto, y eso se debe al modo que tienes de emprender la tarea de elegir una esposa. Todos saben algo de tu famosa lista; te he dicho que hay apuestas en toda la ciudad.

– Sí, me lo has dicho. -Harry contempló el vino-. ¿Cuál era la apuesta del libro de Pompeya?

– Diez libras a que, antes de fin de mes, pedirías la mano de Ángel.

– Pensaba solicitar la mano de la señorita Ballinger esta misma tarde.

– ¡Maldición! -Era evidente que Peter estaba disgustado-. Claudia, no. Ya sé que piensas que sería apropiada para ti, pero no creo que desees una esposa con alas y un halo. Necesitas otra mujer y el Ángel necesita otra clase de hombre. No seas tonto, Harry.

Harry alzó las cejas.

– ¿Alguna vez me has visto hacer el tonto?

Peter entrecerró los ojos y luego su rostro se iluminó con una lenta sonrisa.

– No, señor. De modo que eso era, ¿eh? Magnífico. ¡Magnífico! No lo lamentarás.

– No estoy muy seguro -dijo Harry.

– Míralo de este modo, por lo menos, no te aburrirás. Entonces, esta tarde le propondrás matrimonio a Augusta, ¿no es así?

– No, por Dios. No pienso hablar con Augusta. Esta tarde le pediré permiso a su tío para casarme con la sobrina.

Por un instante, Peter pareció desconcertado.

– ¿Y Augusta? Sin duda, tienes que decírselo a ella, Graystone. Tiene veinticuatro años, no es una colegiala.

– Sheldrake, estamos de acuerdo en que no soy tonto. No pienso dejar una decisión tan importante en manos de una Ballinger de Northumberland.

Durante otro momento, Peter siguió con expresión desconcertada, pero luego comenzó a entender y estalló en carcajadas.

– Ahora comprendo. Buena suerte, hombre. Y ahora, si me disculpas, creo que haré un pequeño recorrido por mis propios clubes. Quisiera anotar algunas apuestas en los libros. Nada mejor que contar con un poco de inteligencia secreta, ¿no crees?

– No -admitió Harry, recordando cuántas veces su vida y la de otros había dependido de esa inteligencia. A diferencia de su amigo, se alegraba de que esa época hubiese terminado.


Esa misma tarde, a las tres, Harry se presentó en el estudio de sir Thomas Ballinger.

Sir Thomas aún era un hombre vigoroso. Una vida de dedicación a los clásicos no había ablandado su cuerpo robusto de anchos hombros. El cabello, en otro tiempo rubio, comenzaba a vetearse de plata y a escasear en la coronilla, y las patillas bien recortadas eran grises. Llevaba un par de gafas que se quitó para mirar al visitante. Al ver que se trataba de Harry, se le iluminó el rostro.

– Graystone, me alegro de verlo. Siéntese. Pensaba avisarlo. He encontrado una interesante traducción al francés de un trabajo sobre César que creo le va a gustar.

Harry sonrió y se sentó en una cómoda silla cerca del fuego.

– Sin duda me fascinará, pero hablaremos de eso en otra ocasión. Sir Thomas, hoy he venido para otra diligencia.

– ¿Qué me dice? -Sir Thomas lo observó con indulgente atención mientras servía dos copas de coñac-. ¿De qué se trata?

Harry cogió la copa y volvió a sentarse.

– Pues, en ciertos aspectos, tanto usted como yo resultamos anticuados, ¿verdad? Al menos, eso tengo entendido.

– Ya que me lo pregunta, le diré que estoy a favor del modo antiguo de hacer las cosas. Por los antiguos griegos y los divertidos romanos. -Sir Thomas alzó su copa en un brindis.

– Por los antiguos griegos y los divertidos romanos. -Obediente, Harry bebió un sorbo y dejó la copa-. He venido a pedirle la mano de la señorita Ballinger, sir Thomas.

Sir Thomas alzó las pobladas cejas y sus ojos adoptaron una expresión pensativa.

– Entiendo. ¿Sabe ella que la solicita usted?

– No, señor, aún no se lo he dicho. Le repito que soy un anticuado en muchos aspectos. Antes de seguir adelante, quería su aprobación.

– Claro, milord. Me parece bien. Puede estar seguro que me complace otorgar mi aprobación a esta unión. Claudia es una joven inteligente y seria, si me permite decirlo. Tiene buenos modales, como su madre. Creo que piensa escribir un libro como hizo ella para las jóvenes estudiantes. Y me alegra decir que sus obras tuvieron mucho éxito.

– Conozco los excelentes trabajos educativos de la señora Ballinger, sir Thomas. Mi propia hija los utiliza. No obstante…

– Sí, estoy convencido de que Claudia será una estupenda condesa, y me complacerá enormemente tenerlo en la familia.

– Gracias, sir Thomas, pero no solicitaba precisamente la mano de Claudia, aunque su hija es encantadora.

Sir Thomas lo miró perplejo.

– ¿Cómo, milord? No se referirá a… es imposible que…

– Tengo la intención de casarme con Augusta, si me acepta.

– Augusta.

Sir Thomas abrió los ojos, asombrado. Bebió un trago de coñac y se atragantó. El rostro del hombre adquirió un matiz purpúreo mientras tosía, escupía y agitaba la mano, oscilando entre el asombro y la risa.

Con la mayor serenidad, Harry se levantó y le palmoteó la espalda.

– Sir Thomas, comprendo lo que quiere decir. Parece una idea absurda, ¿verdad? La primera vez que se me ocurrió, tuve la misma reacción, pero ahora ya me he hecho a la idea.

– ¿Augusta?

– Sí, sir Thomas, Augusta. Me dará su autorización, ¿no es así?

– Sin duda, señor -se apresuró a responder el hombre-. Dios sabe que, a su edad, mi sobrina no conseguirá una propuesta mejor.

– Así es -concordó Harry-. Veamos, como estamos hablando de Augusta y no de Claudia, podemos imaginar que su reacción a una propuesta matrimonial sea… imprevisible.

– Ya lo creo. -Sir Thomas adoptó una expresión sombría-. Graystone, la rama Northumberland de la familia es altamente imprevisible. No es un rasgo afortunado, pero es así.

– Comprendo. Teniendo en cuenta esa desagradable característica, quizá sería mejor que presentáramos a Augusta un hecho consumado. Sería más fácil que la decisión no quedara en sus manos, ¿me explico?

Bajo las cejas, sir Thomas lanzó a Harry una mirada suspicaz.

– ¿Acaso propone que publique la noticia en los periódicos antes de que le haga usted el ofrecimiento?

Harry asintió.

– Como le he dicho, sir Thomas, sería más sencillo que Augusta no tuviera que adoptar la decisión.

– Muy astuto -dijo sir Thomas, maravillado-. Graystone, es una idea estupenda. Brillante.

– Gracias. Sin embargo, tengo la impresión de que es sólo el comienzo. Algo me dice que dar un paso por delante de Augusta requerirá un alto grado de astucia y firmeza.

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