CAPÍTULO XVIII

Augusta se removió en la enorme cama sintiendo junto a ella aquel cuerpo masculino duro, sólido y perturbador. En el aire se cernía el denso aroma del amor reciente y el cuerpo de la joven todavía estaba húmedo.

Abrió los ojos y vio una luna pálida que asomaba por la ventana. Estiró lentamente las piernas, haciendo una mueca al percibir los músculos un tanto doloridos; siempre le pasaba lo mismo cuando Harry le hacía el amor. Se sentía como si hubiese cabalgado largo rato en un potro brioso. «Tal vez sea yo la montura», pensó, sonriendo para sí.

– Augusta.

– ¿Qué, Harry? -Se volvió de lado y le apoyó los codos sobre el pecho.

– Hay algo que me gustaría saber acerca de esta noche.

– ¿De qué se trata?

Entrelazó los dedos en la rizada mata de pelo del pecho de su esposo. Era asombroso su cambio de humor cuando compartían la cama. Ya no se sentía beligerante ni a la defensiva.

– ¿Por qué no acudiste a mí de inmediato con el mensaje que cayó en tus manos? ¿Por qué intentaste sostener tú sola un encuentro tan peligroso?

Augusta suspiró.

– No creo que lo entendieras, Harry.

– Inténtalo.

– Y aunque lo entendieras, no estarías de acuerdo.

– En ese sentido tienes razón, Augusta, pero me gustaría que me respondieras -le exigió con suavidad-. ¿Es que temías que la información constituyera una evidencia contra tu hermano?

– Oh, no -se apresuró a responder la joven-, todo lo contrario. Al leer la nota, supuse que sería la prueba que necesitaba para disipar la nube de sospecha que pende sobre el nombre de Richard.

– Entonces, ¿por qué no confiaste en mí? Sabías que me interesaría cualquier cosa que sucediera.

La mujer dejó de juguetear con el vello del pecho de Harry.

– Quería demostrarte que podía ser tan útil como tus amigos en tus investigaciones.

– ¿Sally y Sheldrake? -Harry se puso ceñudo-. Augusta, eso es una tontería. Ellos tienen experiencia en estos asuntos y saben cuidarse y en cambio tú lo ignoras.

– Pues de eso se trata. -Se sentó junto a él-. Quiero aprender. Quiero formar parte del círculo de amigos con quienes compartes tus más hondos pensamientos. Quiero tener contigo el mismo vínculo que tienes con Sally y Peter.

– ¡Demonios, Augusta, tú eres mi esposa! -murmuró Harry, exasperado-. Nuestro vínculo es más íntimo que el que mantengo con Sally o con Peter Sheldrake, te lo aseguro.

– Las únicas ocasiones en que de verdad me siento cerca de ti es en la cama, como ahora. Y eso no me basta, pues incluso así, percibo una distancia.

– En semejantes momentos no existe la menor distancia. -Sonrió, mientras le acariciaba la cadera-. ¿Acaso necesitas que te lo recuerde?

Augusta rehuyó la caricia.

– Sin embargo, existe cierta distancia, pues tú no me amas. Sólo sientes pasión por mí. No es lo mismo.

El conde alzó una ceja.

– ¿Eres experta en reconocer la diferencia?

– Las mujeres somos expertas en lo que atañe a la diferencia entre pasión y amor -replicó Augusta-. No cabe duda de que se trata de un instinto.

– ¿Te propones que volvamos a enzarzarnos en una de esas discusiones inútiles contra tu confusa lógica femenina?

– No. -Ansiosa, Augusta se inclinó hacia delante-. Es que he tomado una decisión; ya que no puedes amarme, Harry, quiero tu amistad, formar parte de tu círculo de amigos, esos camaradas con quienes lo compartes todo. ¿Me entiendes?

– No, no te entiendo. Lo que dices carece de cualquier sentido.

– Quiero formar parte del círculo que te rodea, ¿no te das cuenta?, de tu verdadera familia.

– ¡Maldición, Augusta, estás profiriendo un montón de tonterías sentimentales! Escúchame bien; desde luego que formas parte de esta familia -le sostuvo la barbilla y la miró a los ojos-, no lo olvides. No eres una agente de inteligencia y no quiero que te dediques a esos juegos como has hecho esta noche. ¿Está claro?

– Pero Harry, lo hice bien, admítelo. He aportado una prueba interesante. Piénsalo. Alguien se ocupa en hacernos creer que Araña era mi hermano y que, por lo tanto, hace dos años que ha muerto. Eso brinda interesantes posibilidades, ¿no crees?

El conde hizo una mueca amarga.

– Ya lo creo; la más interesante es que sin duda Araña está bien vivo y quiere que lo crean muerto. Lo cual nos lleva a la conclusión de que tal vez en este momento disfrute de la aceptación de la sociedad y quiera seguir adelante con su nueva vida. Es evidente que tiene mucho que perder si se revela la verdad de su pasado. Y eso lo hace más peligroso que nunca.

Augusta reflexionó.

– Comprendo lo que quieres decir.

– Querida, cuanto más pienso en los sucesos de esta noche, pienso en lo cerca que estuviste de una desgracia. Y la culpa es mía.

Augusta se asustó. Cuando Harry hablaba en ese tono, por lo general comenzaba a dar órdenes.

– Te ruego que no te culpes. Fue un accidente y no creo que vuelva a suceder. La próxima vez que reciba una nota rara, te juro que acudiré a ti de inmediato.

El conde la recorrió con la mirada.

– Augusta, tomaré medidas para asegurarme de que sea así. Ni Meredith ni tú saldréis de casa salvo acompañadas por mí o de dos lacayos. Seleccionaré a quienes os acompañen e informaré a Craddock.

– Muy bien, milord. -Augusta exhaló un suspiro de alivio. «No ha sido tan malo como podría haber sido -pensó-. Podría haberme prohibido salir de casa sin él. Y como últimamente está tan poco, habría sido como permanecer en una celda.» Se felicitó por haber escapado de semejante destino.

– Señora mía, ¿he sido claro?

Augusta inclinó la cabeza como debía hacerlo una esposa obediente:

– Muy claro, milord.

– Y más aún -añadió Harry, marcando las palabras-, a no ser que te acompañe yo, de noche no saldrás sola ni acompañada de lacayos.

Eso era demasiado y Augusta se resistió.

– Harry, eso es ir demasiado lejos. Te juro que Meredith y yo llevaremos una brigada con nosotras cada vez que salgamos, si es lo que deseas, pero no puedes confinarnos en casa por la noche.

– Lo lamento, Augusta -replicó Harry con delicadeza-, pero si no sé que estás a salvo en casa, no podré concentrarme en la investigación.

– En ese caso, tendrás que ser tú quien le diga a tu hija que no podrá acudir al anfiteatro Astley mañana por la noche -le anunció Augusta.

– ¿Pensabas llevarla a Astley? -Harry se puso ceñudo-. Francamente, no me parece una elección muy acertada. Astley es famoso por sus espectáculos insulsos. No es un entretenimiento elevado ni instructivo, ¿no crees?

– Pues creo -dijo Augusta en tono cortante- que Meredith disfrutaría mucho. ¡Y yo también!

– Bien, entonces creo que podría reajustar mi horario y acompañaros a Astley mañana por la noche -dijo Harry en tono conciliador.

Esa inesperada rendición cogió a Augusta desprevenida.

– ¿Lo harías?

– No te asombres, querida. Como vencedor del duelo, puedo darme el lujo de ser generoso con el perdedor.

– ¿Vencedor? ¿Quién te ha proclamado vencedor? -Augusta cogió la almohada y comenzó a darle con ella.

La risa de Harry estalló ronca y cargada de pasión.


El espectáculo no era tan aburrido como Harry temía. Sin embargo, no eran las atrevidas amazonas, la música o el insulso melodrama con fuegos de artificio y artistas de opereta lo que captaba su atención. Contemplaba a su esposa y a su hija que se inclinaban entusiasmadas contemplando el espectáculo.

Augusta tenía razón; Meredith disfrutaba de lo lindo. Harry se asombró del modo en que había florecido su hija, antaño tan seria, a lo largo de las últimas semanas. Era como si descubriese los placeres de la infancia por primera vez.

Esa imagen lo hizo hacer algo poco habitual: reconsiderar si una de sus decisiones tan cuidadosamente adoptadas era correcta o no. Se le ocurrió que el programa educativo que había diseñado para Meredith tal vez fuese demasiado estricto. No había tenido en cuenta la inclusión de diversión y juegos en el programa.

Meredith lanzaba exclamaciones de asombro al ver a una joven que aterrizaba sobre el lomo de un poni al galope. «Es evidente que mi hija está radiante gracias al nuevo régimen -pensó pesaroso-. Seré afortunado si no se le ocurre viajar en globo o unirse a la compañía de audaces jinetes de Astley.»

Su esposa señalaba a Meredith el villano de la obra. La luz del foco que colgaba del escenario arrancaba reflejos al cabello de Augusta. Las palabras que le había dicho su esposa la noche anterior le resonaban en los oídos: «Sería como formar parte de tu verdadera familia…».

Comprendió que a Augusta la embargaba la sensación de no pertenecer a una familia como la que había tenido antaño. Era la última de los Ballinger de Northumberland y se sentía muy sola desde la muerte de su hermano. Ahora lo entendía.

«Pero, ¿cómo es posible que Augusta no comprenda hasta qué punto forma parte de mi pequeña familia? -pensó Harry-. Meredith depende cada vez más de ella. No la llama "mamá", pero eso no es tan importante.»

Era ridícula la tendencia de Augusta a afligirse porque su esposo no se pusiera de rodillas y proclamara su amor eterno como tópico de su excesiva sensibilidad. Le había demostrado su afecto y su confianza más de una vez y al pensar en lo indulgente que era con su nueva condesa, se puso ceñudo.

Cualquier otro hombre que hubiese visto a su esposa entrar en casa por una ventana a medianoche, daría por cierto que lo habrían engañado. La noche anterior, Augusta tendría que haber suplicado perdón y jurado que no volvería a protagonizar una aventura y en lugar de ello, se había enfurecido y lo había retado a duelo. «El problema es que esta mujer ha leído demasiadas novelas», pensó el conde.

«Quiero tener contigo el mismo vínculo que tienes con Sally y Peter.»

«Es natural que la haya excluido de las investigaciones -pensó Harry-. No sólo porque carece de experiencia, lo cual ya es razón suficiente, sino porque no quiero que se angustie si surgiera alguna evidencia con relación a Richard.»

Harry se preguntó si tenía derecho a mantener a Augusta al margen de las investigaciones. Le gustara o no, estaba involucrada, pues al parecer lo había estado su hermano. Quizá como última descendiente de los Ballinger de Northumberland tuviera derecho a saber la verdad.

Harry notó que la música ampliaba el volumen en señal de que la representación tocaba a su fin. Caballos y jinetes se inclinaron una y otra vez ante un público entusiasta que los ovacionó varias veces.

Meredith parloteó sin parar durante el viaje de vuelta.

– Papá, ¿crees que yo podría aprender a cabalgar como lo hacía aquella señora de rosa?

– No creo que esa destreza te resulte demasiado útil -dijo Harry, contemplando el semblante divertido de Augusta-. No existen muchas ocasiones de cabalgar de pie a lomos de un caballo.

Ante semejante lógica, Meredith parpadeó.

– Supongo que no. -Luego se reanimó-. ¿No te pareció estupendo el poni que rescató a aquella señora?

– Mucho.

– Papá, ¿qué te ha gustado más?

Harry sonrió, volviendo a mirar a Augusta.

– El decorado.

Cuando el carruaje se detuvo a la puerta de la casa, Harry retuvo a Augusta por el brazo.

– Por favor, quédate un instante. -Echó una mirada a Meredith-. Ve adentro, Meredith. Augusta irá enseguida.

– Sí, papá. -Meredith se apeó de un salto y comenzó a brindar al lacayo los detalles del fascinante espectáculo que acababa de presenciar.

Augusta lanzó a Harry una mirada interrogante. El conde vaciló, luego se sumergió en el tema.

– Voy a encontrarme con Sheldrake en uno de los clubes.

– Por mor de la investigación, supongo.

– Sí, y nos reuniremos con Sally más tarde. Hablaremos de lo que hemos descubierto hasta ahora y veremos si podemos sacar algunas conclusiones. Podrías reunirte con nosotros.

Los ojos de Augusta se abrieron sorprendidos.

– ¡Oh, Harry! ¿Lo dices en serio?

– Tienes ciertos derechos en esta cuestión, querida. Tal vez me haya equivocado al excluirte.

– ¿Cómo podría agradecértelo?

Augusta le rodeó el cuello con los brazos y lo abrazó extasiada, aunque la puerta del coche permaneciera abierta.

– ¿A qué hora volverás?

– Hacia las tres de da mañana. -Apartó con suavidad los brazos de Augusta sintiendo que su cuerpo reaccionaba a los suaves y redondos contornos del de su esposa-. Espérame en la biblioteca. Saldremos por la parte trasera del jardín.

– Allí estaré. -La sonrisa de la joven era más brillante que las luces del escenario del Astley.

Harry aguardó a que ella entrara en casa y luego le hizo señas al cochero de que lo llevara al club, donde se encontraría con Peter. Cuando el vehículo se puso en marcha, trató de convencerse de que había hecho bien al permitir a Augusta que se integrara al pequeño grupo que participaba de la investigación, si bien iba en contra de su propio juicio. Miró pensativo por la ventanilla, sumido en una honda inquietud.


Peter Sheldrake, elegante como de costumbre con pantalones y una complicada camisa fruncida, salía de la sala de juego cuando Harry entró en el club. Llevaba una botella de clarete, que agitó alegremente en dirección a Harry.

– ¡Ah! Veo que has sobrevivido después de todo. Ven a beber conmigo unas copas de vino y háblame de las maravillosas escenas que has visto en Astley. Hace unos años llevé yo a mis sobrinos. Me costó trabajo impedir que se unieran al grupo de jinetes.

Harry sonrió a desgana, siguió a Peter a un rincón del salón y se sentó.

– Pues no creas que no me preocupaba y no se trataba solamente de Meredith. Tengo la sospecha de que también Augusta acariciaba sueños de gloria.

– Bueno, considéralo desde el punto de vista de tu esposa -dijo Peter con sonrisa burlona-. Quizá ser la condesa de Graystone parezca aburrido en comparación con la idea de realizar audaces pruebas a lomos de un caballo ante una multitud entusiasta. Piensa en los aplausos, en los vivas, en los caballeros que la contemplarían desde los palcos.

Harry hizo una mueca.

– No me lo recuerdes. No obstante, la vida de Augusta se volverá un poco más animada.

– ¡No me digas! -Peter bebió un sorbo de clarete-. ¿Cómo es eso? ¿Le permitirás acaso salir sin un echarpe que le cubra el escote? ¡Qué emocionante!

Harry lanzó a Peter una mirada fugaz y contenida y pensó que tal vez había sido demasiado tiránico en relación con el vestuario de su esposa.

– Veremos cómo te sientes tú con la forma de vestir de tu esposa una vez casado.

– Veremos -rió Peter.

– Augusta se reunirá con nosotros más tarde.

Sheldrake escupió e hizo un esfuerzo por tragar el vino, mirando perplejo a su amigo.

– ¡Demonios! ¿Le permitirás que se involucre en la investigación? Graystone, ¿te parece prudente?

– Quizá no.

– Puede resultarle una dolorosa prueba, pues todo apunta hacia su hermano.

– Es evidente que Ballinger estaba implicado. Pero créeme si te digo que es imposible que fuera Araña.

– Si tú lo dices… -Peter pareció escéptico.

– Así es. Hay claras evidencias de que alguien quiere hacernos creer que Araña murió hace dos años. -Harry hizo una rápida descripción del diario que había encontrado Augusta en el callejón.

– ¡Dios! -exhaló Sheldrake-. ¿Es legítimo ese diario? ¿No será una estratagema para engañarnos?

– Estoy seguro de que es real, Sheldrake, y me da escalofríos pensar quién pudo haber estado observando a Augusta en el callejón.

– Te entiendo.

Harry estaba a punto de comentar los detalles que había descubierto en el diario cuando vio a Lovejoy que cruzaba el salón hacia ellos. Los ojos verdes del hombre brillaban amenazadores.

«Debe de haber muchos hombres peligrosos que floten por Londres como los restos de un naufragio tras la tormenta de la guerra», pensó Harry.

– Buenas noches, Graystone, Sheldrake. Me sorprende encontrarlos a ambos aquí, esta noche. Creí que estarían acompañando a sus respectivas damas. Lo felicito por su compromiso, Sheldrake, aunque debo añadir que fue poco caballeroso de su parte sacar de escena a una de las pocas herederas casaderas. No ha quedado demasiado para los demás, ¿ no?

– Estoy seguro de que encontrará a una que le agrade -murmuró Peter.

Harry hizo girar la copa medio vacía contemplando los reflejos rojizos del vino.

– Lovejoy, ¿qué se le ofrece?

– Quisiera decirle algo. Debo advertirle contra un ladrón de cajas fuertes que ronda por la ciudad. Hace unas semanas irrumpió en mi biblioteca.

Harry lo miró sin expresión.

– No me diga. ¿Ha interpuesto la denuncia?

– No se llevaron nada irreemplazable. -Lovejoy sonrió con frialdad, dio media vuelta y se fue.

Harry y Peter permanecieron en silencio unos minutos.

– Tendrías que pararle los pies a Lovejoy -comentó por fin Peter.

– Sí, creo que sí. -Harry sacudió la cabeza-. Lo único que no entiendo es por qué me toma como blanco.

– Es probable que al comienzo sólo intentara seducir a Augusta por puro gusto. En cambio ahora debe de pensar que le destrozaste el juego al rescatar el pagaré. Sin duda, querrá igualar los tantos. Y como has estado fuera de la ciudad, aún no ha tenido su oportunidad.

– Lo vigilaré.

– Hazlo. Atendiendo a esa velada amenaza, es probable que intente utilizar a Augusta para vengarse.

Mientras terminaba el vino, Harry pensó en lo que acababa de decir Sheldrake.

– Sin embargo, sigo creyendo que este asunto oculta más de lo que aparece a simple vista. Quizá sea hora de hacer otra visita nocturna a ese individuo.

– Iré contigo; puede ser interesante. -Peter sonrió-. Pero no pensarás hacerlo esta noche; tu programa ya es bastante apretado.

– Tienes razón, esta noche tenemos asuntos más importantes de que ocuparnos.


Cuando Harry y Peter llegaron, Augusta se paseaba por la biblioteca. Se había vestido con ropa adecuada a la aventura; llevaba una capa de terciopelo negro sobre un vestido del mismo color, guantes haciendo juego y botas de media caña, también de terciopelo negro.

Hacía ya varias horas que había mandado a acostarse a la servidumbre y desde entonces ardía de impaciencia. La invitación de Harry de unirse a ellos la abrumaba. «¡Por fin me ha admitido en su círculo!»

Augusta sentía que por fin compartiría con Harry la maravillosa amistad que compartía con Sally y con Peter. Resolveríap juntos el misterio y, como se comprobaría, ella sería igualmente capaz de colaborar. «Llegará a respetar mi inteligencia -pensó- y a considerarme como a uno de sus amigos, como a una mujer en la que puede confiar y con la que puede compartir el lado secreto de su vida.»

El sonido apagado de la puerta que se abría y volvía a cerrarse en el zaguán la hizo detenerse. Hubo un murmullo de voces masculinas y ruido de pisadas sobre las baldosas. Corrió a la puerta de la biblioteca. Cuando abrió, encontró a un Harry de expresión adusta y a Peter Sheldrake, sonriente.

Peter hizo una galante reverencia.

– Buenas noches, señora. ¿Me permite decirle que lleva un atuendo muy apropiado para esta noche? La capa y las botas le dan un aspecto muy audaz. Graystone, ¿no te parece que va muy bien vestida para esta circunstancia?

Harry frunció el entrecejo.

– Parece un salteador de caminos. Salgamos. -Señaló hacia la puerta con el bastón de ébano-. Quisiera terminar con esto lo antes posible.

– ¿No saldremos por la ventana? -preguntó Augusta inocentemente.

– No. Saldremos por la cocina, de manera normal, razonable y civilizada.

Augusta frunció la nariz mirando a Peter mientras seguían a Harry fuera de la biblioteca.

– ¿Siempre se pone así cuando investiga?

– Siempre -afirmó Peter-. Nuestro Graystone es un aguafiestas, no tiene sentido de la aventura.

Harry lanzó a sus compañeros una severa mirada sobre el hombro.

– Callaos los dos, no vayan a despertarse los criados.

– Sí, señor -murmuró Peter.

– Sí, señor -murmuró Augusta.

Salieron al jardín y comprobaron que no necesitaban linterna para iluminar el camino. La luz de la luna destacaba las piedras del pavimento y el cálido resplandor que surgía de las ventanas de casa de lady Arbuthnot les servía de guía.

A medida que se acercaban al objetivo, Augusta advirtió que la planta baja estaba a oscuras.

– ¿Estará Sally esperándonos?

– Sí -dijo Peter en voz queda-. Nos llevará a la biblioteca, allí conversaremos.

Cuando llegaron a la verja, Harry se detuvo.

– Está abierto.

– Sin duda, debe de haber enviado a un criado -dijo Peter empujando la pesada puerta de hierro-. No creo que ella cuente con la energía suficiente.

– Me asombra que siga dirigiendo el Pompeya -murmuró Augusta.

– Es lo que la mantiene, así como el placer de participar en otra investigación para Graystone -afirmó Peter.

– Silencio -ordenó Harry.

Augusta apretó los pliegues de la capa alrededor de sí y siguió a Harry en silencio. Peter cerraba la marcha. Como iba pisándole los talones, Augusta casi chocó con aquél cuando se detuvo de golpe.

– ¡Oh! -Trató de recobrar el equilibrio-. ¿Qué sucede?

– Hay algo raro. -En la voz de Harry se percibía un tono helado que asustó a Augusta. Advirtió que empuñaba el bastón de ébano de un modo extraño.

– ¿Problemas? -murmuró Peter, sin el menor asomo de burla en la voz.

– La puerta trasera está abierta. No hay luz ni rastros de Sally. Lleva a Augusta a casa y reúnete conmigo en cuanto la hayas dejado a salvo.

– Comprendido -dijo Peter, inclinándose para coger a Augusta del brazo.

La joven se apartó.

– ¡No, Harry, déjame ir contigo! Es posible que Sally haya recaído… ¡Oh, por Dios! ¡Sally!

– Augusta, qué diablos… -Harry dio media vuelta y se acercó a ella.

Augusta se había arrodillado y hurgaba desesperada entre el denso follaje.

– ¡Es Sally! ¡Oh, Harry, es ella! Debe de haberse desmayado. ¡Sally!

Augusta palpó el cuerpo de su amiga manipulando con torpeza el vestido de seda y al instante, sus guantes negros quedaron empapados en sangre. La luz de las estrellas arrancó un brillo apagado a la empuñadura de una daga que sobresalía en el pecho de Sally.

– ¡Que Dios condene su alma maldita! -exclamó Harry en tono feroz mientras se abría paso entre los arbustos y se acuclillaba junto a su amiga. Buscó la muñeca de Sally y le tomó el pulso-. Está viva.

– ¡Cristo! -Peter también se acercó. Vio la daga y soltó un juramento-. ¡Ese maldito hijo de perra!

– Sally. -Augusta sostuvo la mano laxa y la horrorizó lo fría que estaba. No cabía duda de que estaba muriéndose.

– Augusta, ¿eres tú, querida? -La voz de Sally era apenas un susurro-. Me alegra que estés aquí. No es agradable morir sola, ¿sabes? Era lo que más temía.

– Sally, estamos todos aquí -dijo Harry en voz queda-. Peter, Augusta y yo; no estás sola.

– Amigos míos… -Sally cerró los ojos-. Así es mejor; el dolor estaba empeorando. Creo que de todos modos no habría aguantado mucho, aunque habría preferido participar yo también.

Las lágrimas comenzaron a desbordar de los ojos de Augusta. Aferró con fuerza la mano de Sally, como si pudiese retenerla.

– Sally, ¿quién ha sido? -preguntó Harry-. ¿Araña?

– Tiene que haber sido él, aunque no le vi el rostro. Pero sabía que andábamos tras la lista y que estaba en mi poder. Lo supo por el cocinero.

– ¿Qué cocinero? -preguntó Peter con suavidad.

– El cocinero del antiguo Club de los Sables.

– ¡Que el alma del maldito Araña arda en los infiernos! -murmuró Harry-. Sally, me aseguraré de que pague por esto.

– Sí, Graystone, lo sé. Esta vez lo atraparás. Siempre supe que un día le ajustarías las cuentas. -Sally rompió a toser de una manera horrorosa.

Augusta sostuvo con fuerza la frágil mano mientras las lágrimas que le rodaban por la cara se mezclaban con la sangre de su amiga. Una vez había sostenido del mismo modo la mano de otro, observando impotente cómo la vida se reducía a una llamita minúscula, vacilaba y, por fin, se apagaba. No existía en el mundo nada tan terrible como esta espera.

– Augusta…

– Sally, te echaré de menos -dijo Augusta entre lágrimas-. Eres una verdadera amiga.

– Tú también, mi queridísima Augusta, me has brindado más de lo que imaginas. Ahora debes dejarme partir; ya es hora.

– Sally…

– Augusta, no te olvides de abrir el libro.

– No, no lo olvidaré.

Sally partió para siempre.

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