Días más tarde un ama de llaves abrió la puerta de casa de lady Arbuthnot cuando Augusta y Meredith, precedidas por el cochero, subieron las escaleras. No había rastro de Scruggs.
– Señora, el señor Scruggs está enfermo -le explicó el ama de llaves a Augusta cuando preguntó por él-. Al menos, eso me han dicho, y al parecer será una convalecencia prolongada.
Augusta ocultó una sonrisa. El pobre tenía pocas probabilidades de volver a usar patillas y maquillaje debido a las exigencias de Harry y al desagrado evidente de Claudia contra el mayordomo.
La criada cerró la puerta después de admitir a Augusta y a Meredith.
– No osbtante, no creo que se sienta mucho su ausencia. -Observó a Meredith con cierto reparo-. ¿De modo que pasarán las dos a ver a lady Arbuthnot? ¿O sería preferible que llevara a la jovencita a la cocina a comer un trozo de pastel?
Ansiosa, Meredith miró a Augusta preguntando con la expresión si a fin de cuentas la privarían de la prometida visita al club.
– Meredith se quedará conmigo -dijo Augusta al tiempo que el ama abría la puerta del salón.
– Como quiera, señora.
Augusta condujo a la niña al interior.
– Aquí estamos. Meredith, bienvenida al club.
Esa tarde, el Pompeya estaba muy animado pese a que la temporada hubiera terminado. Augusta saludó a sus amigas y se detuvo a conversar con algunas a medida que atravesaba la estancia hasta el sillón de lady Arbuthnot.
Rosalind Morrissey se interrumpió a mitad de una conversación y sonrió a Meredith.
– Veo que los miembros del Pompeya son cada día más jóvenes.
La niña se ruborizó y buscó orientación en el rostro de Augusta.
– Nunca se debe perder oportunidad de ampliar la educación de una jovencita inteligente -declaró Augusta-. Permíteme que te presente a mi hija; esta tarde es mi invitada.
Después de unos momentos de charla, Augusta y Meredith continuaron su camino.
Meredith no salía de su asombro y absorbía el ambiente del club en los cuadros que colgaban de las paredes y los periódicos esparcidos sobre las mesas.
– ¿Es como los clubes de papá?
– Muy parecido, según lo que pudimos determinar -murmuró Augusta-. La única diferencia es que aquéllos están llenos de caballeros y no de damas. Nuestras apuestas son más modestas que las que se hacen en las salas de juego de la calle Saint James. Son establecimientos que dan a la calle, desde luego, pero a excepción de esos pequeños detalles, creo que recreamos la atmósfera ideal.
– Me gustan mucho los cuadros -le confió la niña-, en especial, aquél.
Augusta siguió la mirada de Meredith.
– Es un retrato de Hipatia, una erudita de Alejandría. Escribió tratados de matemáticas y de astronomía.
Meredith absorbió la información.
– Quizás escriba yo un libro alguna vez.
– Podría ser.
En ese momento, Augusta miró al otro lado del salón y vio que Sally volvía la cabeza hacia ella. El entusiasmo que sentía ante la perspectiva de ver otra vez a su amiga quedó ahogado bajo una oleada de angustia.
Era indudable que en el transcurso del mes pasado, la salud de Sally se había deteriorado. Como siempre, iba muy bien arreglada, pero el elegante vestido no podía disimular la palidez casi traslúcida de la piel, el aspecto de fragilidad y la estoica aceptación de un dolor constante en la mirada. Augusta casi no pudo soportarlo. Sintió deseos de llorar, pero aquello no haría sino desconcertar a Sally. En cambio, se precipitó a su encuentro y se inclinó a abrazarla con dulzura.
– ¡Oh, Sally, cuánto me alegro de verte! Estaba muy preocupada por ti.
– Como ves, todavía estoy aquí -dijo Sally en un tono asombrosamente firme- y atareada ayudando al tirano de tu marido. Graystone ha sido siempre un jefe muy severo.
– ¿Ayudando a Graystone? ¿Tú también? -gimió Augusta al comprender lo que eso significaba-. Tendría que haberlo adivinado. Tú eras parte de su… -Se interrumpió, recordando la presencia de la niña.
– Claro, querida. ¿No sabías que tengo un pasado bastante dudoso? -Si bien la risa de Sally era débil, la alegría era genuina-. Preséntame a esta jovencita, la hija de Graystone, si no me equivoco.
– Así es. -Augusta hizo las presentaciones y Meredith inclinó la cabeza.
– El parecido es innegable -dijo Sally con cariño-. La misma mirada inteligente, la misma sonrisa que crece lentamente. Qué encantadora. Meredith, sírvete pastel del bufé.
– Gracias, lady Arbuthnot.
Sally observó a Meredith cuando corría al otro lado del salón, hacia la mesa donde se habían servido distintos platos. Luego se volvió lentamente hacia Augusta.
– Es una niña adorable.
– Y tan estudiosa como el padre. Me ha dicho que quizás escriba un libro. -Augusta se sentó en una silla, cerca de Sally.
– Es probable que lo haga. Conociendo a Graystone, me imagino que debe de estudiar con arreglo a un programa muy extenso. Me estremezco al pensarlo.
Augusta rió.
– No temas, Sally. Me he ocupado de llenar los huecos a base de otras actividades de que adolecía el programa de Meredith, como pintura con acuarela y lectura de novelas. Además, cuento con la ayuda de la institutriz.
Sally rió.
– ¡Ah, mi incorregible Augusta! Ya sabía yo que congeniarías con Graystone. Debió de haberlo reconocido, pues de lo contrario no te habría elegido.
Augusta se sirvió té y volvió a llenar la taza de Sally. Al dejar la tetera, descubrió un frasquito de tónico que había en una mesa cerca de la anciana. Ahora tenía el frasco siempre a mano.
– Desde que te conoció, Harry no pudo apartarte de su mente.
– ¿Como una comezón que no dejara de picarle?
Sally rió otra vez.
– Querida mía, te menosprecias. Pero tengo una queja, me has privado de un excelente mayordomo.
– No me eches la culpa a mí. Fue mi prima quien obligó al pobre Scruggs a dejar su puesto.
Sally sonrió.
– Eso me dijeron. Ayer por la mañana vi el anuncio en el Post. Creo que será un magnífico matrimonio.
– A tío Thomas le complace.
– Sí. Sheldrake es un poco calavera, pero desea reformarse. Desde que volvió del continente andaba sin rumbo por Londres en busca de una misión. Al casarse y ocuparse de las propiedades del padre, logrará darle a su vida el sentido que buscaba.
– Yo opino igual -acordó Augusta.
– Eres muy perspicaz, mi querida Augusta. -Sally cogió el frasco de tónico. Lo abrió y vertió dos gotas de la medicación en el té. Advirtió que Augusta la observaba con tristeza y sonrió-. Perdóname, Augusta. Como habrás adivinado, últimamente tengo más dolores.
Augusta se inclinó y le cubrió la mano con la suya.
– Sally, ¿puedo hacer algo por ti?
– No, querida. Es algo que tengo que pasar yo misma. -Los ojos de Sally se posaron pensativos en el frasco-. Tranquilízate, no pienso hacer nada drástico. En este momento estoy muy ocupada buscando información del Club de los Sables. El cielo sabe cuánto he disfrutado siempre con estas tareas. Me he comunicado con antiguos contactos de los que no sabía nada desde hace dos años. Es asombroso cuántos de ellos siguen buscando empleo.
Augusta volvió a sentarse lentamente. Echó un vistazo a Meredith, que se había detenido junto a un pupitre para observar algo que le mostraba Cassandra Padbury, «sin duda su último poema épico», pensó Augusta.
– Mi esposo está decidido a desvelar el asunto -murmuró Augusta.
– Sí, Graystone ha sido siempre un hombre decidido y encontrará a Araña. Su relación con el Club de los Sables es probable.
– ¿Qué sabes sobre el club?
Sally se encogió de hombros.
– No mucho. No duró demasiado. Atraía a jóvenes oficiales audaces y temerarios que necesitaban un club que concordara con esa imagen. No obstante, el local se incendió al cabo de un año y ése fue el fin. Todavía no he podido encontrar a ninguno de sus miembros, pero creo que cuento con una pista del antiguo cabecilla. Tal vez él recuerde algunos nombres.
Pese a sus escrúpulos con respecto a lo que podría descubrir la investigación, Augusta no pudo evitar hacer más preguntas.
– Qué interesante. ¿Has hablado con él?
– Todavía no, pero pronto lo haré. Estoy conviniendo el encuentro. -La mirada aguda de Sally escudriñó a Augusta-. Tú tienes un interés personal en esta empresa, ¿no es así?
– Sí, estoy muy interesada en el resultado -dijo Augusta, evasiva.
– Comprendo. -Por un momento, Sally guardó silencio y luego pareció adoptar una decisión-. Mi querida Augusta, ¿sabes que el libro de apuestas del Pompeya está siempre abierto en la página de la fecha?
– Sí. ¿Y qué?
– Si llegaras a encontrarlo cerrado, quisiera que se lo llevaras a Graystone, asegurándote de que siguiera abierto.
Augusta la miró fijamente.
– Sally, ¿qué quieres decir?
– Debe de parecerte misterioso y melodramático, querida, pero no es sino simple precaución. Prométeme que te ocuparás de que el libro llegue a sus manos en caso de que suceda algo imprevisto.
– Te lo prometo, Sally, pero ¿puedes explicarme de qué se trata?
– Todavía no, querida, todavía no. Graystone sabe que prefiero constatar la información antes de entregársela. Es capaz de enfurecerse si se le da sin verificar, pues es poco tolerante con los errores. -Sonrió evocando ciertos recuerdos.
– Entiendo.
Augusta bebió el té en silencio percibiendo una vez más la conocida sensación de estar mirando desde afuera el interior de una cálida habitación. Comprendió que no tenía lugar en el círculo de amigos íntimos que formaban Harry, Sally y Peter.
Había experimentado con frecuencia ese melancólico anhelo desde la muerte de su hermano e imaginaba que, a esas alturas, ya tendría que haberse acostumbrado.
En alguna ocasión, en el tiempo que había transcurrido desde su boda, Augusta creyó que el vacío de no pertenecer a una familia se había desvanecido de una vez y para siempre, porque Meredith comenzaba a aceptarla y la pasión de Harry la hacía sentirse deseada. No obstante, quería mucho más de lo que tenía. Le habría gustado pasar a formar parte de la vida de Harry, con la misma intensidad que Sally y Peter. Deseaba ser no sólo esposa sino también amiga íntima de su marido.
– En ciertos aspectos, constituís una especie de familia, ¿no es cierto? -preguntó en voz queda.
Sorprendida, Sally abrió bien los ojos.
– No lo había pensado, pero quizá tengas razón. Graystone, Peter y yo somos muy diferentes, pero nos vimos obligados a compartir aventuras peligrosas y nos necesitábamos. A menudo dependíamos el uno del otro en cuestiones de vida o muerte y esas cosas unen a las personas, ¿reo crees?
– Sí, me imagino que sí.
Harry estaba sentado ante el escritorio de la biblioteca cuando oyó una conmoción en el vestíbulo, señal de que habían regresado su esposa y su hija. «Ya era hora», pensó, adusto.
Hacía sólo dos días que estaban en Londres y Augusta ya había recorrido toda la ciudad con Meredith. Cuando el conde había llegado a casa, nadie sabía dónde estaban. Craddock, el mayordomo, tenía la vaga impresión de que habían ido a visitar el Museo Británico.
Pero Harry dudaba, aunque no podía imaginar qué diversión consideraba apta Augusta para una niña de nueve años.
Se levantó y fue hasta la puerta. Meredith, todavía con el nuevo sombrerito rosa, lo descubrió al instante. Corrió hacia él cruzando el vestíbulo, las cintas del sombrero tras ella. Tenía los ojos encendidos de entusiasmo.
– ¡Papá, papá, no te imaginas dónde hemos estado!
Harry lanzó a Augusta una mirada suspicaz, mientras su esposa se quitaba el seductor sombrero de ala ancha adornado con flores rojas y doradas. La joven le sonrió con aire inocente y Harry volvió a mirar a Meredith.
– Como no soy capaz, tendrás que decírmelo tú.
– En un club de caballeros, papá.
– ¿Cómo?
– Augusta me explicó que era como el tuyo, pero reservado a las señoras. Ha sido muy interesante, todas ellas muy amables y me contaron muchas cosas. Una de ellas está escribiendo un libro sobre la historia de las amazonas. ¿No es interesante?
– Ya lo creo. -Harry dirigió a su esposa una mirada inquisitiva que ella ignoró.
Sin percibir el juego oculto, Meredith continuó con el relato de aquella tarde.
– Había retratos de mujeres famosas de la antigüedad, entre ellas Cleopatra. Augusta dice que son excelentes ejemplos. He conocido a lady Arbuthnot y me dijo que podía comer todo el pastel que quisiera.
– Al parecer, Meredith, ha sido toda una aventura. Debes de estar agotada.
– ¡Oh, no, papá! Ni lo más mínimo.
– Aun así, la señora Biggsley te llevará al dormitorio. Tengo que hablar con tu madre.
– Sí, papá.
Obediente como de costumbre, aunque burbujeando todavía de entusiasmo, Meredith fue conducida al piso superior por la paciente ama de llaves.
Harry miró ceñudo a Augusta.
– Por favor, ven a la biblioteca. Necesito hablar contigo.
– ¿Pasa algo malo?
– Hablaremos en privado.
– Oh, caramba. ¿Has vuelto a enfadarte conmigo?
Dócil, Augusta se sentó al otro lado del escritorio. Harry se sentó también. Entrelazó las manos, las apoyó sobre la pulida superficie y guardó silencio largo rato. Quería que Augusta absorbiera el peso de su disgusto.
– ¡Caramba! No me gusta nada que me observes de ese modo, me siento muy incómoda. ¿Por qué no me dices lo que piensas? -Augusta comenzó a quitarse los guantes.
– Creo que no tendrías que llevar a la niña al Pompeya.
De inmediato, Augusta se dispuso a la batalla.
– Supongo que no te opondrás a que visitemos a lady Arbuthnot.
– Esa no es la cuestión y creo que ya lo sabes. No tengo la menor objeción en que Meredith conozca a Sally, pero me opongo terminantemente a que se vea expuesta al ambiente de ese condenado club. Suelen congregarse allí mujeres de ciertas características.
– ¿De qué características? -Los ojos de Augusta lanzaron chispas-. ¿Qué insinúas? Te refieres a nosotras como si fuésemos cortesanas profesionales. ¿Crees que voy a tolerar semejante insulto?
Harry sintió que comenzaba a perder el control.
– No quería dar a entender que las integrantes del club fuesen cortesanas. Al hablar de «ciertas características» me refería a que suelen despreciarse las normas del decoro bajo la idea de ser «originales». De acuerdo con mi propia experiencia, puedo asegurar que las damas del club tienden a ser imprudentes y excéntricas. No son precisamente quienes mejor darían ejemplo a mi hija.
– Debo recordarte que estás casado con una integrante del Pompeya.
– ¡Por eso mismo! Ese hecho me cualifica para juzgar el carácter de quienes lo integran, ¿no crees? Augusta, dejemos esto claro: cuando te di permiso de que me acompañaras a Londres, te dije que no podría prestarte atención y tú me diste palabra de que usarías el sentido común tratándose de Meredith.
– Eso estoy haciendo. Tu hija no ha corrido el menor peligro.
– No me refería al peligro físico.
Augusta le lanzó una mirada airada.
– ¿Te refieres al riesgo moral? ¿Consideras el club una mala influencia para tu hija? Si así fuese, no tendrías que haber traicionado tus convicciones casándote con una de las fundadoras del Pompeya. Ese «condenado club», como tú lo llamas, fue idea mía.
– ¡Maldición, Augusta, estás tergiversando mis palabras! -Harry estaba furioso consigo mismo por haber permitido que el sermón de un marido acerca del decoro femenino se hubiera transformado en una encendida discusión. Hizo un heroico intento de controlar su temperamento-: Lo que me alarma no es la moral de las damas del club.
– Me alegra saberlo.
– Más bien se trata de cierto matiz de imprudencia que percibo en ellas.
– Milord, ¿a cuántas conoces? ¿O quizás estés generalizando según lo que sabes de mí?
Harry entrecerró los ojos.
– No me tomes por tonto, Augusta. Conozco la lista de miembros del Pompeya.
Eso aplacó a la joven.
– ¿Sí?
– Por supuesto. Cuando supe que me casaría contigo, la estudié con sumo cuidado -admitió Harry.
– Esto es inaudito. -Augusta se levantó de un salto y comenzó a pasearse airada por la habitación-. ¿Hiciste una investigación del Pompeya? ¡Espera a que se lo cuente a Sally!, se pondrá furiosa contigo.
– ¿Quién crees que me facilitó la tarea? -preguntó Harry en tono seco-. Además de lo que yo sabía y lo que me contaron Sheldrake y Sally, llegué a la conclusión de que tú no corrías ningún riesgo. Pero eso no significa que apruebe la concurrencia de mi hija.
– Comprendo.
– Si no fuese porque Sally está enferma, te habría ordenado que renunciaras a tu calidad de socia. Sé que ella disfruta del club tanto como de tus visitas y por eso no te niego que asistas.
– Eres muy bondadoso.
– En lo sucesivo, no llevarás a Meredith allí, ¿está claro?
– Muy claro -dijo la mujer entre dientes.
– Y en adelante me proporcionarás una lista detallada de las actividades del día. No me ha gustado nada llegar por la tarde y enterarme de que habías salido sin saber dónde estabas.
– Una lista. De acuerdo. Desde luego, dejaré una lista, Graystone, ¿algo más? -Augusta se paseaba, furiosa. Su ira era palpable.
Harry suspiró y se respaldó en la silla. Tamborileó los dedos sobre el escritorio y la contempló con aire caviloso deseando no haber iniciado la controversia. Por otra parte, estaba convencido de que un hombre tenía que tener mano firme con una mujer.
– No, creo que eso es todo.
La mujer se detuvo de súbito, se volvió y se enfrentó a él.
– Si has terminado, tengo que pedirte un favor.
Harry se había preparado a escuchar manifestaciones de ira y una apasionada defensa del Pompeya, y aquello lo dejó mudo. Cuando recuperó el habla, reaccionó rápidamente, ansioso de poder mostrarse generoso después de haber demostrado mano dura.
– ¿De qué se trata? -Puso en el tono la mayor calidez que pudo. «Demonios -se dijo, sintiéndose magnánimo-, ¿qué representa un sombrero nuevo o un vestido si logro que recupere el buen humor?»
Augusta cruzó el suelo alfombrado, apoyó las manos en el borde del escritorio e inclinándose hacia delante, lo miró fijamente:
– ¿Me permitirás ayudarte en las investigaciones?
Harry la miró, aturdido.
– ¡Por Dios, no!
– No tengo experiencia en estas lides, pero creo que puedo aprender con rapidez. Tal vez no sea de mucha utilidad, pero podría ayudar a Sally, ¿no crees?
– Estás en lo cierto, Augusta -replicó el conde con voz fría-, no sabes nada de estas cosas. -«Y pongo a Dios por testigo que nunca lo sabrás. Te protegeré de esas actividades, así sea lo último que haga.»
– Pero, Harry…
– Aprecio tu ofrecimiento, querida, pero te aseguro que serías antes una molestia que una ayuda.
– Pero esta investigación que me atañe a mí tanto como a ti o a tus colaboradores. Quiero colaborar con tus esfuerzos y tengo todo el derecho.
– No, Augusta, y ésta es la última palabra. -Harry cogió la pluma del escritorio y acercó a sí un periódico-. Y ahora, te deseo que pases un buen día. Esta tarde tengo mucho que hacer y estaré fuera casi toda la noche. Cenaré con Sheldrake en el club.
Auguta se irguió lentamente y en sus ojos brillaron lágrimas contenidas.
– Sí, milord. -Se volvió y fue hacia la puerta.
Harry tuvo que esforzarse por no ir tras ella, cogerla en sus brazos y consolarla. Se obligó a quedarse sentado; tenía que ser firme.
– Augusta.
– Sí, milord.
– No te olvides de dejarme el próximo plan de actividades.
– Si se me ocurre algo lo bastante aburrido para que te resulte aceptable, te lo dejaré dispuesto.
Harry se encogió de hombros y Augusta salió dando un portazo.
Se quedó inmóvil largo rato contemplando los jardines al otro lado de la ventana. Era imposible explicarle el verdadero motivo por el que no podía ofrecerle un papel en la investigación.
Era una pena que le molestara ser excluida. Pero era preferible lidiar con el enfado de Augusta que con el dolor que le causaría si la involucraba en la situación.
Una vez hubo descifrado el poema codificado de Richard, había llegado a la conclusión de que los rumores que habían circulado en el momento de la muerte del joven se basaban en hechos reales. Era probable que el último varón de los Ballinger de Northumberland hubiese sido un traidor.
Esa noche, Harry y Peter se apeaban de un coche de alquiler en el corazón de uno de los barrios más siniestros de Londres. Había llovido y las piedras del pavimento estaban resbaladizas. La luz de la luna dotaba de un brillo apagado a la grasienta superficie.
– ¿Sabes una cosa, Sheldrake? Me preocupa que conozcas tan bien esta parte de la ciudad. -Harry divisó un par de ojos rojizos que resplandecían entre las sombras y empleó el bastón de ébano para alejar a una rata del tamaño de un gato. La bestezuela desapareció entre los desperdicios a la entrada de un callejón.
Peter rió entre dientes.
– En los viejos tiempos no eras tan melindroso con mis métodos de trabajo.
– Ahora que vas a convertirte en un hombre casado, tendrás que acostumbrarte a otros hábitos. No creo que Claudia aprobase estas salidas.
– Es cierto, pero cuando esté casado con la señorita Ballinger, espero tener cosas más interesantes que hacer por las noches que husmear en los arrabales. -Peter se interrumpió para orientarse-. Éste es el lugar. El hombre que buscamos acordó encontrarse con nosotros en una taberna que hay al fondo de esta calleja inmunda.
– ¿Confías en tu información?
Peter se encogió de hombros.
– No, pero es un punto de partida. Me dijeron que el tal Bleeker había sido testigo del incendio del Club de los Sables. Pronto descubriremos si es verdad.
Las luces de la sórdida taberna lanzaban un endiablado resplandor amarillo a través de las ventanucas. Harry y Peter se abrieron paso hacia el interior humoso y caldeado por un enorme fuego de hogar; la atmósfera era densa. Había un puñado de parroquianos distribuidos en largas mesas de madera y algunos de ellos levantaron la vista al abrirse la puerta.
Cada par de ojos pasó revista a los abrigos zarrapastrosos y las botas raídas de Harry y Peter. Harry adivinó el suspiro de pesar de los posibles predadores porque las presas no parecieron prometedoras.
– Ahí está nuestro hombre -dijo Peter abriendo la marcha hacia el fondo de la taberna-, junto a la puerta. Me dijeron que llevaría una bufanda roja al cuello.
Bleeker tenía el aspecto de un hombre que ha consumido demasiadas botellas de ginebra y unos ojillos inquietos que revoloteaban sin parar de un punto a otro al parecer sin objeto.
Además de la bufanda roja, Bleeker llevaba una gorra mugrienta calada sobre la frente sudorosa. La nariz, de venas marcadas, era el rasgo más prominente. Cuando abrió la boca para gruñir un saludo, Harry vio que le faltaban varios dientes, y los que quedaban estaban podridos y amarillentos.
– ¿Son ustedes los tipos que querían saber del incendio del Club de los Sables?
– No se equivoca -dijo Harry sentándose sobre el banco frente a Bleeker. Peter se quedó de pie observando con engañoso desinterés el sofocante salón-. ¿Qué puede decirpos de aquella noche?
– Le costará -advirtió Bleeker con sonrisa torcida.
– Estoy dispuesto a pagar, si la información vale la pena.
– Está bien. -Bleeker se inclinó hacia delante con aire conspirativo-. Vi al sujeto que inició el fuego. Yo estaba en el callejón de enfrente, esperando a que cayera algún incauto, y pensaba en mis propias cosas, ¿sabe? Entonces, escucho ese rugido. Miro y veo llamas saliendo por todas las ventanas del club.
– Continúe -dijo Harry, sereno.
– ¿Cómo sé que me dará el dinero? -dijo Bleeker con voz quejumbrosa.
Harry dejó unas monedas sobre la mesa.
– Si la información me parece útil, le daré el resto.
– ¡Por todos los diablos, usté sí que's un tipo duro! -Bleeker se inclinó más y su aliento pestilente llegó al otro lado de la mesa-. De acuerdo, la cosa sigue así. Mientras arde, dos hombres salen corriendo por la puerta principal del club. El primero se agarra el estómago, sangra como un cerdo. Cruza la calle y cae a la entrada del callejón, donde yo estaba parado.
– Muy conveniente -señaló Harry.
Bleeker no hizo caso del comentario; comenzaba a entusiasmarse con su propio relato.
– Yo me quedo en la sombra y entonces veo al otro tipo que se acerca corriendo. Observa la calle hasta que encuentra al pobre sujeto sangrando. Se acerca a él y lo observa. Llevaba un cuchillo en la mano.
– Apasionante. Le ruego que continúe.
– El pobre moribundo le dice al otro: «Me has matado, Ballinger, me has matado. ¿Por qué? Nunca le dije a nadie quién eras en verdad. Nadie sabe nada de Araña.» -Complacido, Bleeker se echó hacia atrás-. Luego, el pobre individuo muere y el otro desaparece. Yo me fui de allí también, ¡ya lo creo!
Harry guardó silencio un momento, mientras Bleeker esperaba ansioso. Luego se puso de pie.
– Vámonos, amigo -le murmuró a Peter-. Esta noche hemos perdido el tiempo.
Alarmado, Bleeker frunció el entrecejo.
– Eh, caramba, ¿qué hay de mi dinero? Prometió pagarme por contarle lo que pasó aquella noche.
Harry se encogió de hombros y arrojó sobre la mesa algunas monedas más.
– Esto será suficiente. El resto, pídaselo a quien le dijo que me contara tantas mentiras.
– ¿Mentiras? ¿Qué mentiras? -estalló Bleeker, furioso-. Le he dicho la verdad.
Harry no le hizo caso, pero entre tanto, entre los parroquianos de la taberna se había despertado cierto interés y contemplaban la discusión que se desarrollaba al fondo.
– Por la puerta de atrás -sugirió Harry a Peter-. Parece que el camino hasta la puerta principal sea demasiado largo.
– Excelente observación. Siempre creí en la virtud de una retirada estratégica. -Peter esbozó una breve sonrisa y se apresuró a abrir la puerta trasera-. Después de usted, señor. -Hizo un gesto a Harry de que pasara delante.
Harry salió al callejón y Peter le siguió los pasos, dejando tras la puerta los gritos furiosos de Bleeker y a la inquieta horda de clientes.
– ¡Maldición! -exclamó Harry al descubrir entre las sombras a un hombre, cuchillo en mano.
Aquel hombre se abalanzó sobre él y la hoja brilló a la luz de la luna.