CAPÍTULO XV

– Perdóname querida, no sabía que fueras experta en caballos. -Harry ajustó la mano al hueco de la cintura de Augusta y la hizo girar al ritmo del vals.

En una ráfaga, pensó que su esposa se le entregaba en el baile con la misma dulce y sensual disposición con que lo hacía en la cama. También aquí era ligera, graciosa y turbadoramente femenina. Experimentó una oleada de deseo similar a la que había sentido al verla tendida, con los cabellos negros desparramados sobre la almohada blanca y los ojos desbordantes de femenina entrega.

A Harry jamás le había atraído la danza. La consideraba una habilidad necesaria propia de un caballero en sociedad. Pero con Augusta era diferente.

Muchas cosas eran diferentes con Augusta.

– ¡Harry, qué tomadura de pelo! ¿Cuánto rato hacía que estabas escuchando? -Augusta lo miró entre las pestañas, las mejillas sonrosadas. Las luces de los candelabros bailoteaban sobre el bonito collar de piedras falsas.

– Un rato, y cuanto escuché me pareció interesante. ¿Piensas escribir un libro sobre cómo manejar a un marido? -preguntó Harry.

– Me gustaría tener talento para escribir -rezongó la joven-. A mi alrededor, cualquiera se dedica a hacerlo. Imagina lo práctico que sería un manual para manejar al esposo, Harry.

– No dudo que no fuera práctica semejante obra, pero tengo serias reservas con respecto a tu cualificación para escribir acerca del tema.

Al instante, un brillo de rebeldía asomó a los bellos ojos de Augusta.

– He aprendido mucho desde que nos casamos.

– No tanto como para escribir un libro -afirmó Harry en tono pedante-. No es suficiente. A juzgar por lo que he escuchado, tu teoría abriga errores notorios y una lógica confusa. Pero no te aflijas, disfrutaré de reforzar tu instrucción hasta que corrijas esos errores, aunque me cueste años de esfuerzo.

Augusta lo miró sin saber cómo interpretar el comentario. Y luego, para sorpresa de Harry, echó la cabeza atrás y rió encantada.

– Milord, resulta gracioso. Estoy segura de que pocos maestros serían tan pacientes con sus alumnos.

– ¡Ah, cariño, soy un hombre muy paciente! Con casi todo… -Sintió que lo sacudía un ramalazo de placer y apretó la mano sobre la esbelta cintura. Deseó arrastrarla hasta el dormitorio en ese mismo instante. Anhelaba transformar la risa en pasión, y luego, otra vez en risas.

– Hablando de aprendizaje -dijo Augusta cuando recuperó el aliento tras un giro demasiado atrevido de la danza-… ¿has notado lo bien que se lleva tu tía con mi tío? Desde que se han conocido, se han hecho inseparables.

Harry miró al otro lado del salón, donde Clarissa, espléndida con un vestido de color vino claro y un tocado del mismo color, insistía en la necesidad de una obra de historia para las jóvenes. Sir Thomas la escuchaba con atención y asentía. Harry pensó que el brillo que asomaba a los ojos del hombre no tenía nada de académico.

– Querida, creo que has logrado unir dos espíritus afines -dijo Harry, sonriente.

– Sí, estoy segura de que se llevarán bien. Si ahora fructificara otro de mis modestos proyectos, quedaría muy satisfecha de la fiesta.

– ¿Otro proyecto? ¿De qué se trata?

– Creo que pronto lo descubrirás. -Augusta le dirigió una sonrisa de superioridad.

– Augusta, si tramas algo, quiero que me lo digas ahora mismo. Me estremece la idea de que estés llevando a cabo otra de tus tropelías.

– Estáte tranquilo. Es inofensiva.

– Nada de lo que emprendes es inofensivo.

– Milord, es gratificante oírte decir eso. -Harry gimió y la condujo fuera, a la terraza.- ¡Harry!, ¿adónde vamos?

– Tengo que hablar contigo, querida, y éste es un momento tan propicio como cualquier otro. -Dejó de bailar, aunque los últimos compases del vals salían flotando aún a través de las puertas que daban al jardín.

– Graystone, ¿pasa algo malo?

– No, no sucede nada malo -le aseguró. Asiéndola de la mano, la llevó a una zona más alejada del jardín en sombras. No estaba ansioso por decirle lo que tenía que decir-. Sólo quería anunciarte que he decidido acompañar a Sheldrake a Londres mañana por la mañana, y quería que lo supieras esta misma noche.

– ¿Londres? -La voz de Augusta adquirió un matiz airado-. ¿Qué significa eso, Graystone? No puedes abandonarme aquí, en el campo. Aún no hace un mes que estamos casados.

El conde ya había supuesto aquélla una tarea difícil.

– He estado hablando con Sheldrake del poema de tu hermano y se nos ha ocurrido un plan que puede llevarnos tras la huella de algunos miembros del Club del Sable.

– Ya sabía que tendría que ver con ese condenado poema. ¿Le has dicho que su autor fuera Richard? -Los ojos de Augusta se agrandaron de enfado y de dolor-. Harry, me juraste que no lo harías, me diste tu palabra.

– ¡Maldición, Augusta, te aseguro que la he cumplido! Sheldrake ignora quién escribió el poema ni cómo lo conseguí. Está habituado a trabajar para mí y sabe que no debe insistir cuando le oculto algún tema.

– ¿Que trabaja para ti? -exclamó Augusta-. ¿Acaso era uno de tus agentes de inteligencia?

Harry se encogió, deseando no haber mencionado el tema. El jardín le había parecido el sitio ideal para tan acalorada discusión.

– Sí, y te agradecería que bajaras la voz. Debe de haber otras personas en el jardín. Por otra parte, es un asunto privado y no quiero que se difunda la noticia de que Sheldrake fuera mi agente. ¿Está claro?

– Sí, por supuesto. -Lo miró, ceñuda-. ¿Me juras que no le has dicho de dónde sacaste el poema?

– Ya te di mi palabra y no me gusta tu desconfianza -dijo el conde con frialdad:

– Pues me parece que ahora estamos parejos. Tampoco tú pareces tener mucha fe en mi honor. Siempre estás persiguiéndome como si se tratase de Némesis.

– ¿Como quién? -A pesar de sí mismo, Harry se sobresaltó. En ocasiones, su esposa era más perspicaz de lo que ella misma suponía.

– Ya me has oído, como si personificaras a Némesis, al acecho de que cometiera alguna falta tarde o temprano. Estoy obsesionada con la perspectiva de tener que probar mi inocencia una y otra vez.

– Augusta, si te atreves a arrojarme otra vez a la cara a tus condenados ancestros, seré drástico y desagradable. ¿Soy claro?

Augusta abrió la boca y lo miró azorada. Se apresuró a cerrarla y le dirigió una mirada rebelde.

– Sí, milord.

Harry hizo un violento esfuerzo por controlarse, más enfadado consigo mismo por haber estallado que con Augusta por haberlo provocado.

– Tienes que disculparme, querida -dijo en tono seco-. Cuando pienso que sería incapaz de alcanzar el nivel de tus ilustres antepasados, en ocasiones me enfurezco.

– Harry, no tenía idea de que te sucediera eso.

– Por lo general, no -le aseguró-, sino en las contadas ocasiones en que señalas mis defectos. Pero nos hemos desviado del tema. Volvamos al que estábamos tratando. ¿Quieres creerme cuando te digo que Shel-drake desconoce la procedencia del poema?

La joven lo observó un largo instante y luego dejó caer las pestañas.

– Claro que te creo. No dudo de tu palabra, te lo aseguro. Pero el tema de Richard me angustia. Cuando surge, no puedo pensar con claridad.

– Lo sé bien, querida. -La acercó hacia él y apoyó la cara de Augusta contra su hombro-. Lo lamento, pero debo hablar sin rodeos. Sería mejor que dejaras descansar a tu hermano en el pasado, al que pertenece, y no te preocuparas de lo que pudo haber pasado.

– Ya me has sermoneado de esta guisa un par de veces -murmuró Augusta contra la chaqueta de Harry-. Está resultando aburrido.

– Muy bien -dijo el conde con dulzura- pero quisiera hallar respuesta al poema. Sheldrake y yo abarcaremos entre los dos más que si trabajáramos por separado. Hay mucho que hacer en la ciudad. Es una cuestión de eficiencia, Augusta. Por eso mañana me iré a Londres.

– De acuerdo, lo comprendo. -Alzó la cabeza-. Ve a Londres si es necesario.

A Harry lo inundó el alivio; a fin de cuentas tenía que aceptar lo inevitable. Muy complacido, el conde sonrió con lentitud.

– Ésa es la manera en que una buena esposa responde a su señor. Te felicito, mi amor.

– Oh, qué disparate. No me has dejado terminar, Harry. Mañana podrás ir a Londres, pero te lo advierto, te acompañaremos Meredith y yo.

«¿Qué?» Harry pensó con rapidez.

– La temporada ha terminado. Será muy aburrido.

– En absoluto. Será un viaje ilustrativo -dijo Augusta, imperturbable-. Llevaré a tu hija a recorrer la ciudad y le enseñaré sus calles. Visitaremos librerías, los jardines Vauxhall y el museo. Será muy divertido.

– Augusta, se trata de un viaje de trabajo.

– No existe un motivo lógico que impida combinarlo con una experiencia educativa, Graystone, en bien de la eficiencia, por supuesto.

– ¡Maldición, Augusta, no tendré tiempo de ocuparme de vosotras!

Augusta sonrió con aire decidido.

– No esperamos que lo hagas, milord. Meredith y yo seremos capaces de entretenernos solas.

– La idea de dejarte sola en Londres con una niña de nueve años que nunca ha salido del campo me inspira dolor de cabeza. No lo acepto y no se discute más. Y ahora, volvamos con los invitados.

Sin esperar respuesta e inquieto por la que recibiría, Harry cogió a Augusta del brazo y emprendió el regreso a la casa.

Mientras el esposo la guiaba hacia las luces, las risas y la música, ella no dijo nada. Permanecía callada. El conde esperaba protestas, lágrimas y discusiones al modo de los sensibles Ballinger de Northumberland, pero sólo reinó un sospechoso silencio.

Harry pensó que al fin Augusta había comprendido cuándo hablaba en serio y se consoló con la idea de que su esposa comenzara a convencerse de que, cuando él daba una orden, esperaba que se obedeciera. Desde luego, debía de estar impresionada, y es que hasta el momento la había consentido en exceso.

Si se sentía desdichada con la situación actual, en cambio le haría bien. Estaría muy atareado en Londres, no tendría tiempo de acompañar a Augusta y a Meredith y no le gustaba la idea de que su esposa saliera sola en la ciudad, en especial, por la noche.

Harry había advertido que Augusta era más peligrosa en el crepúsculo. Recordó algunas escenas que había protagonizado: visitando a algún caballero a medianoche, en la biblioteca; vestida con pantalones de montar, tratando de abrir la cerradura de un cajón que no era suyo; bailando con libertinos como Lovejoy; apostando a la baraja; y en un coche a oscuras, estremecida de pasión.

Era suficiente para afligir a un esposo inteligente y precavido.

Estaba concentrado en esa serie de argumentos que lo justificaban cuando la punta de su bota chocó con un objeto blando sobre la hierba. Miró y vio un guante.

– Debe de habérsele perdido a alguno de los invitados. -Al levantar el guante, Harry vio el brillo de unas botas entre los arbustos, y al lado, unas sandalias de satén azul claro-. Creo que sabrá exactamente dónde lo perdió.

– Harry, ¿qué sucede? -Augusta se volvió y al ver las botas y las sandalias celestes, ahogó una risita y sonrió.

Peter Sheldrake ahogó un juramento y salió de entre los arbustos, con el brazo enlazado en torno de Claudia, que lucía un intenso sonrojo. Intentaba desesperadamente acomodar la manguita del vestido en su lugar.

– Graystone, ese guante es mío. -Sheldrake tendió la mano sonriendo con malicia.

– Eso creía -dijo Harry entregándole el guante.

– En estas circunstancias, vas a ser el primero en enterarte -dijo Sheldrake sin inmutarse, mirando a Claudia mientras se ponía el guante-. La señorita Ballinger acaba de consentir en comprometerse conmigo. Antes de que partamos a Londres, hablaré con su padre.

Augusta lanzó un chillido extasiado y le abrió los brazos a su prima.

– ¡Oh, Claudia, es maravilloso!

– Gracias -logró decir Claudia tratando todavía de acomodarse el vestido-. Espero que papá lo apruebe.

– Por supuesto. -Augusta retrocedió, sonriendo encantada-. El señor Sheldrake y tú, ya lo sabía yo.

Harry la miró y de súbito recordó su comentario cuando bailaban el vals.

– Querida, ¿acaso se trata del famoso proyecto que comentabas?

– Sí, claro. Ya sabía yo que Claudia y el señor Sheldrake se entenderían. Piensa lo práctico que resulta este matrimonio desde el punto de vista de mi prima.

– ¿Práctico? -preguntó Harry alzando una ceja.

– Por supuesto. -Augusta sonrió con exagerada dulzura-. Claudia no sólo ganará un marido apuesto y galante, sino también un mayordomo muy bien preparado.

Se hizo un silencio tenso y a continuación Sheldrake lanzó un gemido. Harry sacudió la cabeza reconociendo, aunque a desgana, la perspicacia de su esposa.

– Te felicito, querida -dijo con sequedad-. En su papel de mayordomo, Sheldrake logró engañar a gente muy observadora.

Claudia abrió con sorpresa los ojos:

– ¡Scruggs! -Dio la vuelta y lo miró-: Tú eres el Scruggs del Pompeya. Ya sabía yo que te conocía. ¿Cómo te atreviste a engañarme así, Peter Sheldrake? ¡Qué treta más sucia y engañosa! Tendría que avergonzarse, señor.

Peter se encogió y lanzó a Augusta una mirada amarga.

– Claudia, querida, sólo representaba a Scruggs para ayudar a una vieja amiga.

– Podrías habérmelo dicho. ¡Y pensar en lo grosero que fuiste conmigo en el papel de Scruggs…! ¡Podría estrangularte! -Claudia se irguió, orgullosa-. Déjeme decirle a usted que no estoy segura si deseo seguir prometida a un caballero de tan pésimos modales.

– Claudia, sé razonable. Era sólo un juego insignificante.

– Me debe una disculpa, señor Sheldrake -replicó Claudia con fiereza-. Espero que se ponga de rodillas y me pida perdón. De rodillas, ¿me oye?

Claudia se sujetó las faldas y corrió hacia la mansión.

Peter se volvió hacia Augusta, que se ahogaba de risa.

– Bueno, señora, espero que esté satisfecha con la travesura de esta noche. Al parecer, acabó mi compromiso antes de comenzar.

– En absoluto, señor Sheldrake. Sólo tendrá que esforzarse un poco más en cortejar a mi prima. Se merece una disculpa. Y podría agregar que yo tampoco estoy muy complacida con usted. Cuando recuerdo lo gentil que fui con usted cada vez que se quejaba de reumatismo, me enfurezco.

Peter contuvo otra maldición.

– Bueno, desde luego ya obtuvo venganza.

Harry cruzó los brazos sobre el pecho, divertido ante la disputa.

– ¿Puedo saber cuándo se dio cuenta de que fuera Scruggs? -preguntó Peter en tono gruñón.

Augusta sonrió, traviesa.

– La noche que nos condujo a Graystone y a mí a través de Londres durante tanto rato. Reconocí su voz cuando trató de disuadir a Harry.

– Señora, ahora que se encuentra felizmente casada, tendría que agradecerme el haber hecho de cochero esa noche -replicó Sheldrake-. Debería sentir gratitud y no un mezquino deseo de venganza.

– Eso es discutible -dijo Augusta.

– ¿Le parece? Bueno, permítame decirle que…

– ¡Basta! -interrumpió Harry al advertir que no le agradaba el sesgo que tomaba la discusión. Lo último que quería era que Augusta recordara cómo había sido obligada a un matrimonio apresurado a causa de lo sucedido aquella noche. Ya tenía suficientes problemas en contra-. Comenzáis a recordarme a un par de críos y tenemos invitados que atender.

Peter murmuró por lo bajo:

– Tengo que pensar en una disculpa. ¿Hablaría Claudia en serio cuando mencionó lo de arrodillarse?

– Sí, eso creo -le aseguró Augusta.

De pronto, Peter rió.

– Siempre supe que, bajo esa fachada tan angelical, Claudia escondía un gran coraje.

– Desde luego -dijo Augusta-. Si bien Claudia no es de Northumberland, sigue siendo una Ballinger.


Mucho rato después, cuando la casa ya estaba a oscuras y silenciosa, Harry se dejó caer en un sillón en su dormitorio y pensó en el verdadero motivo por el que no quería que Augusta fuese a Londres.

Tenía miedo de que en Londres encontrara quienes la alentaran en su tendencia a la temeridad; de que, a pesar de que hubiese finalizado la temporada, de todos modos se sumergiera en el remolino de actividades y placeres de que había disfrutado antes de casarse; de que hallara en la ciudad a un compañero más apropiado para una mujer apasionada que el individuo con el cual se había casado. Sin embargo estaba seguro de que, aunque eso sucediera, honraría los votos conyugales pasara lo que pasase: era una mujer de honor.

Comprendió entonces que había conseguido lo que deseaba: una mujer fiel, aunque su corazón perteneciera a otro.

Sí, poseía la lealtad de Augusta y su dulce cuerpo, pero ya no le bastaba. «Ya no me basta.» Harry miró hacia la noche al tiempo que abría con cautela aquella puerta que guardaba cerrada. Por un instante, echó una breve mirada hacia esa oscuridad hambrienta y desesperada y luego la cerró de golpe, no sin antes comprender algo que hasta entonces no había querido aceptar.

Por primera vez admitía que anhelaba el corazón salvaje y apasionado de Augusta Ballinger tanto como su fidelidad.

– Harry.

Volvió la cabeza y vio que se abría la puerta del dormitorio para dar paso a Augusta, suave, dulce y atrayente con el camisón de muselina blanca.

– ¿Qué hay, Augusta?

– Siento haber armado tanto alboroto cuando me dijiste que tenías que ir a Londres. -Se abrió paso lentamente en el cuarto, la tela blanca flotando a su alrededor-. Comprendo que Meredith y yo te atemos en la ciudad y quizá tengas razón. Si resultáramos una fuente constante de preocupación, te restaríamos eficiencia y no quiero que ocurra. Sé que te gustaría descubrir a Araña.

El conde esbozó su lenta sonrisa y le tendió la mano.

– No es tan importante como otras cosas de la vida. Ven aquí, Augusta.

La mujer le dio la mano y él la alzó sobre su regazo abrazándola contra sí. Desprendía un aroma tibio, femenino y en extremo tentador. Sintió que su virilidad se erguía y comenzaba a empujar contra el muslo de Augusta.

Augusta se abrazó a él.

– Si piensas partir a primera hora de la mañana, debes olvidarte de esto -dijo con una risita suave.

– He cambiado de idea.

– ¿No saldrás mañana a Londres?

– No. -Olfateó la curva del cuello deleitándose en su tierna vulnerabilidad-. Dejaré a Sheldrake que comience la investigación. Meredith, tú y yo lo seguiremos pasado mañana, para que podáis hacer el equipaje y estar listas.

Augusta se echó atrás para observarle el rostro.

– Harry, ¿vas a llevarnos contigo?

– Tenías razón, mi amor. Tienes ciertos derechos sobre el poema de Richard y mereces estar allí mientras Sheldrake y yo prosigamos la investigación. Además, para serte sincero, no quiero pasar tantas noches solo. Me he acostumbrado a tenerte en la cama a mi lado.

– ¿De modo que me llevarás para que te entibie la cama? -Los ojos de la joven resplandecían en la oscuridad.

– Entre otras cosas.

Alborozada, Augusta lo abrazó.

– ¡Oh, Harry, no lo lamentarás, te lo juro! Seré un modelo de perfección y el paradigma del buen comportamiento. En todo momento cuidaré el decoro, me ocuparé de Meredith y no dejaré que se meta en problemas. Sólo asistiremos a entretenimientos instructivos y…

– Calla, mi amor. No te precipites con promesas. -Harry rodeó la nuca de Augusta con la mano y la besó haciéndola callar.

Augusta suspiró y se acomodó en brazos del esposo con la cabeza apoyada sobre la abertura de la bata. El conde deslizó la mano por su pierna, bajo el camisón, y al sentir el estremecimiento de su esposa dejó que sus dedos vagaran más arriba provocando y acariciando con suavidad. Pocos instantes después pudo sentir la tibia miel.

– Qué dulce -murmuró contra el pecho de Augusta.

Sintió que volvía a temblar al acariciarla. Se cerró en torno de él, apretada y anhelante. Con lentitud, deslizó la mano fuera del sedoso estuche y alzó el camisón de Augusta hasta la cintura. Luego abrió su bata y la virilidad erguida se liberó. Separó las piernas de Augusta y la acomodó a horcajadas sobre sus muslos.

– ¡Harry! ¿Qué haces? -Augusta contuvo el aliento-. ¡Oh, Dios mío, Harry! ¿Aquí?

– Así es, querida. Recíbeme dentro de ti. Oh, Dios, sí. -Gozó del suave calor de Augusta mientras la penetraba con el miembro ferozmente erecto. La sujetó de las nalgas con las manos, oprimiendo con suavidad.

Los dedos de Augusta se clavaron en los hombros de Harry al tiempo que se acoplaba al ritmo de la danza amorosa. Echó la cabeza hacia atrás y el cabello formó un torrente a sus espaldas.

Luego, Harry sintió los primeros estremecimientos en ella y una vez más quedó atrapado en ese dulce fuego que él mismo había encendido. Se dejó llevar en remolino por esas llamas y se regocijó en la comprensión de que, al menos en esto, era tan salvaje y libre como ella.

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