CAPÍTULO V

– Señorita Ballinger, creo que no le he mencionado el hecho de que tuve el privilegio de conocer a su hermano unos meses antes de que muriera. -Desde el otro lado de la mesa de juego, Lovejoy sonrió mientras daba otra mano de naipes.

– ¿A Richard? ¿Conoció a mi hermano? -Augusta había pensado que ya era hora de dejar la sala de juego y unirse a los que bailaban en casa de lady Leebrook, pero en ese momento lo miró perpleja. Al instante, olvidó lo que se refiriera a la estrategia del juego.

Mientras esperaba que Lovejoy continuara hablando, se le hizo un nudo en el estómago. Cuando se mencionaba a su hermano, se ponía a la defensiva dispuesta a pelear contra cualquiera que osara poner en entredicho la reputación de Richard. Era la última Ballinger y defendería su recuerdo con pasión.

Hacía ya media hora que jugaba con Lovejoy, no porque le entusiasmara sino porque esperaba que quizá Graystone la buscara en el salón de baile. Sabía que se irritaría, tal vez hasta se horrorizara, pues consideraría dudoso que una mujer comprometida jugara con otro hombre en un ambiente tan formal.

Con todo, no era impropio, pues en la sala se desarrollaban varias partidas. Algunas señoras perdían sumas similares a las que perdían sus maridos en los clubes masculinos. Sin embargo, los individuos más estrictos de la sociedad, entre los cuales se contaba Graystone, no aprobaban tal entretenimiento. Y Augusta estaba segura de que, si la hallaba jugando y precisamente con Lovejoy, el conde se pondría furioso.

Su actitud constituía una módica venganza frente a la altivez con que la había tratado la otra noche en el jardín insistiendo en que el honor le exigía el compromiso, pero era la única que obtendría. Tenía preparados los argumentos de su defensa. Precisamente se había aprestado a usarlos. Si Graystone se enfadaba porque estuviera jugando a cartas con Lovejoy, Augusta le diría que no podía quejarse, pues sólo le había prohibido bailar el vals con el barón. Nada había dicho de naipes. Graystone se ufanaba de ser un hombre lógico; en esta ocasión, se ahogaría en su propia lógica. Y si el juego le parecía una ofensa demasiado grave podía liberarla de sus promesas implícitas y dejar que rechazara el compromiso.

No obstante, al parecer Graystone había decidido no asistir al aristocrático evento en casa de los Leebrook y su intento de desafiarlo era en vano. Augusta se había cansado del juego, aunque estaba ganando, y si bien Lovejoy era una compañía agradable, no podía dejar de pensar en Graystone. Sin embargo, a la mención de Richard, la idea de abandonar el juego y volver al salón de baile se alejó de la mente de Augusta.

– Comprenderá que, si bien no lo conocí a fondo -prosiguió Lovejoy mientras daba cartas con aire indiferente-, me pareció agradable. Recuerdo que lo conocí en las carreras. Apostó a un caballo y ganó una buena suma, aunque yo no participaba de la apuesta.

Augusta sonrió con tristeza.

– A Richard le gustaban los encuentros deportivos. -Levantó las cartas y las miró sin verlas. No podía concentrarse, su atención la acaparaba Richard. «Mi hermano era inocente.»

– Eso tengo entendido.¿Lo heredó de su padre?

– Sí. Mi madre solía afirmar que estaban cortados por la misma tijera: auténticos Ballinger de Northumberland, ansiosos de aventuras y de excitación. -Ojalá Lovejoy no tuviese idea de los rumores que habían circulado tras la muerte de su hermano. Pero no era probable, el barón había pasado los últimos años en el continente con su regimiento.

– Sentí inmensamente la muerte de su hermano -continuó Lovejoy concentrándose en su juego-. Le presento mis condolencias aunque sea con retraso, señorita Ballinger.

– Gracias.

Augusta fingió observar sus naipes mientras aguardaba a que Lovejoy agregara algo más. Volvieron en tropel los recuerdos de la risa y la calidez de Richard borrando el rumor de conversaciones que llenaba el salón. Tenía que habérselo conocido para convencerse de que era imposible que hubiese traicionado a su patria.

En la mesa de juego reinó el silencio. Perdida en los recuerdos de Richard y en la amargura que le provocaban las injustas acusaciones a su hermano, no pudo concentrarse. Por primera vez durante la velada, perdió.

– Al parecer la suerte me ha abandonado. -Comenzaba a levantarse porque caía en la cuenta de que Lovejoy acababa de ganarle mucho más que las diez libras que le había ganado ella hasta el momento.

– No lo creo. -Lovejoy sonrió, recogió los naipes y los mezcló.

– Milord, creo que hay un empate -dijo Augusta-. Sugiero que lo dejemos y volvamos al baile.

– Existieron desagradables rumores respecto a los hechos que rodearon la muerte de su hermano, ¿no es así?

– ¡Todo mentiras, milord! -Augusta se dejó caer pesadamente sobre la silla. Tocó con dedos temblorosos el collar de rubíes de su madre.

– Por supuesto. Jamás lo creí. -Lovejoy le dirigió una mirada seria y tranquilizadora-. Se lo aseguro, señorita Ballinger.

– Gracias. -El nudo en el estómago de Augusta comenzó a deshacerse. «Al menos, Lovejoy no piensa lo peor», pensó.

Otra vez se hizo silencio. Augusta no sabía qué decir. Contempló abstraída el nuevo juego de cartas que tenía en las manos y eligió uno con dedos inseguros.

– Oí decir que se hallaron documentos comprometedores sobre el cadáver de su hermano. -Ceñudo, Lovejoy estudió su juego-. Inteligencia militar.

Augusta se paralizó.

– Tengo el convencimiento de que alguien los dejó junto a él para culparlo de traición. Algún día encontraré el modo de demostrarlo, milord.

– Es una causa noble pero, ¿cómo lo hará?

– No lo sé -admitió Augusta, tensa-. Mas si existe la justicia en el mundo, lo encontraré.

– ¡Ah, mi querida señorita Ballinger! ¿Acaso no ha comprendido aún que hay muy poca justicia en este mundo?

– No lo creo, señor.

– Cuánta inocencia. ¿Le importaría contarme lo que sabe del asunto? Tengo experiencia en el tema, si le interesa saberlo.

Augusta lo miró con cierto sobresalto.

– ¿Lo dice en serio?

Lovejoy le dirigió una sonrisa indulgente.

– Cuando serví en el continente, me asignaron la tarea de investigar algunos casos criminales que surgieron en el regimiento, como el de un misterioso acuchillamiento en el callejón de una ciudad extranjera o las sospechas de que algún oficial hubiese vendido información al enemigo. Son asuntos desagradables, señorita Ballinger, pero suceden y deben investigarse con la más absoluta discreción, pues está en juego el honor del regimiento, ¿comprende?

– Sí, lo comprendo. -Augusta sintió una chispa de esperanza-. ¿Tuvo usted éxito en sus investigaciones?

– Bastante.

– Tal vez sea mucho pedir, pero, ¿le interesaría ayudarme a demostrar la inocencia de mi hermano? -preguntó la joven, casi sin atreverse a respirar.

Mientras recogía los naipes y daba otra mano, Lovejoy frunció el entrecejo.

– Señorita Ballinger, no sé si podría ayudarla demasiado. Su hermano fue asesinado poco después de la abdicación de Napoleón en 18 14, ¿no es cierto?

– Sí, así es.

– Ahora sería difícil rastrear sus contactos. Dudo que quede algún indicio. -Lovejoy hizo una pausa y le dirigió una mirada interrogante-. A menos que tenga usted idea por dónde comenzar.

– No. Ninguna. Imagino que no hay esperanzas. -La breve chispa se extinguió y murió.

Abatida, contempló el paño verde de la mesa pensando en el poema que había guardado en la caja que tenía sobre el tocador. Todo lo que le quedaba de su hermano era ese extraño poema escrito en aquel papel manchado de sangre. Eso no constituía una clave. Ni tenía el menor sentido ni valía la pena mencionarlo.

Lo conservaba porque era lo último que le quedaba de Richard.

Lovejoy le sonrió con expresión consoladora.

– De todos modos, ¿por qué no me dice lo que sabe, y veré si se me ocurre algo?

Mientras el juego de naipes proseguía, Augusta comenzó a hablar. Hizo un gran esfuerzo por responder a todas las preguntas que le formulaba Lovejoy. Se esforzó en recordar los nombres de los amigos y conocidos de su hermano y los lugares que había frecuentado con algunos meses de antelación a su muerte pero, al parecer, Lovejoy no encontraba significado en lo que le contaba. Sin embargo, seguía haciéndole preguntas al tiempo que continuaba dando cartas. De manera automática, ella seguía el juego una mano tras otra sin pensar en la partida, concentrada en las preguntas que le hacía Lovejoy de Richard.

Cuando al fin se agotó el tema, Augusta observó las anotaciones de Lovejoy y comprendió que le debía mil libras. «¡ Mil libras!»

– ¡Dios mío! -Horrorizada, se llevó la mano a la boca-. Milord, lamento decirle que por el momento no dispongo de esa suma. -«Ni nunca.» Era imposible reunir esa cantidad de dinero.

La idea de pedirle a su tío que cubriese la deuda le resultaba espantosa. Desde que vivía con él, el tío Thomas había sido en extremo generoso. No podía devolverle su bondad pidiéndole que saldara una deuda de juego de mil libras. Ni pensarlo, el honor de Augusta no lo permitía.

– Señorita Ballinger, le ruego que no se aflija. -Imperturbable, Lovejoy recogió los naipes-. No hay prisa. Si me da usted un documento escrito, me complacerá esperar hasta que pueda reunir el dinero para pagar la deuda. Estoy seguro de que podremos llegar a algún arreglo.

Muda, con el corazón agitado por la enormidad de lo que acababa de hacer, Augusta firmó un pagaré por valor de mil libras. Luego se puso de pie, sintiendo que temblaba de tal manera que estaba a punto de desmayarse.

– Si me disculpa, caballero -logró decir con considerable calma-, debo regresar al baile. Mi prima debe de preguntarse dónde estoy.

– Claro. Cuando pueda ocuparse de la deuda, avíseme. Pensaremos en algún arreglo de mutua conveniencia. -Lovejoy mostró una sonrisa insinuante.

Augusta se preguntó por qué no había notado anteriormente el desagradable brillo de aquellos ojos verdes.

– Señor, ¿me da su palabra de caballero de que no le dirá nada a nadie de este incidente? No quisiera que mi tío o alguna otra persona se enteraran.

– ¿Se refiere a su prometido? Comprendo su inquietud. No creo que Graystone se mostrara indulgente con las deudas de juego de una dama, ¿verdad? Un hombre tan estricto no aprobaría tal conducta en las señoras.

El corazón de Augusta se oprimió más aún. «¡En qué embrollo me he metido! ¡Y todo ha sido por mi culpa!»

– No, supongo que no.

– Puede quedarse tranquila, seré discreto. -Lovejoy hizo una burlona reverencia-. Tiene mi palabra.

– Gracias.

Augusta dio media vuelta y se precipitó hacia el salón iluminado y colmado de risas. La aturdía la idea de que se hubiera comportado como una tonta.

Era natural que la primera persona que viese al salir de la sala de juego fuese Harry. La había visto y se abría paso hacia ella entre el colorido gentío. Al verlo, Augusta se sintió impulsada a arrojarse en sus brazos, confesarle todo y pedirle consejo.

Graystone tenía una apariencia imponente. Con su severo atuendo de noche, la corbata impecable alrededor del imponente cuello, parecía capaz de derribar a cuatro Lovejoy sin dificultades. Su prometido era tan fuerte y sólido que la hacía sentirse segura. «Si una no se metiera en problemas con tanta estupidez -pensó-, éste sería un hombre en el que confiar.» Pero Graystone no tenía paciencia con las estupideces.

Augusta irguió los hombros. Era ella la que se había metido en el lío y tenía que encontrar la manera de saldar la deuda. No podía involucrar a Harry. Un Ballinger de Northumberland cuidaba de su propio honor.

Augusta observó a Harry mientras se acercaba y comprobó angustiada que parecía disgustado. Bajo los párpados a medias cerrados miró por encima de Augusta hacia la puerta de la sala de juego y luego le escudriñó el rostro.

– Augusta, ¿estás bien? -preguntó suspicaz.

– Sí, muy bien. Hace calor aquí, ¿no crees? -Desplegó el abanico y lo agitó con afán. Desesperada, pensó en un tema de conversación que apartara la atención del conde de la sala de juego-. Me preguntaba si vendrías esta noche.

– He llegado hace unos minutos. -Entrecerró los ojos observando el rostro arrebolado de la joven-. Creo que ya han servido la cena. ¿Quieres comer algo?

– Sería estupendo. Me gustaría sentarme unos momentos.

La verdad era que necesitaba sentarse, pues de lo contrario se caería. Cuando Harry le ofreció el brazo, se aferró a él como a un salvavidas en un mar tormentoso.

Después de haber picoteado varios pastelillos de langosta y de tragar el ponche helado que le sirvió Harry, Augusta se calmó lo suficiente para pensar con claridad. La única solución a su problema era el collar de rubíes de su madre.

La perspectiva de separarse de la alhaja llenó de lágrimas ardientes los ojos de Augusta. «Pero me lo merezco -se reprochó-, me he comportado como una tonta y tengo que pagar por ello.»

– Augusta, ¿estás segura de que no sucede nada malo? -volvió a preguntar Harry.

– Muy segura, milord. -Sintió que el pastel de langosta le sabía a serrín.

Harry alzó una ceja.

– No dudarías en contarme cualquier problema que tuvieras, ¿no es cierto?

– Eso dependería, milord.

– ¿De qué? -En la voz habitualmente monótona de Harry apareció un matiz acerado.

Inquieta, Augusta se removió en la silla.

– De que reaccionara usted de un modo bondadoso, comprensivo y útil.

– Entiendo. ¿Y si temes que respondiera de otro modo?

– En ese caso, señor, no le diría palabra.

Harry entrecerró los ojos:

– Augusta, ¿aun cuando estemos comprometidos?

– Milord, no es necesario que me lo recuerde. Le aseguro que últimamente no pienso sino en eso.


Sólo existía un sitio donde podían aconsejarla acerca de la mejor manera de empeñar un collar valioso. Al día siguiente del desastre en la sala de juego, Augusta acudió al Pompeya sin dudarlo.

Un Scruggs gruñón le abrió la puerta escudriñándola bajo sus cejas pobladas.

– Señorita Ballinger, ¿es usted? Sin duda sabrá que las señoras del club están muy atareadas con las apuestas referentes a su compromiso.

– Me alegra que alguien salga ganando con esto -murmuró Augusta pasando junto al criado. Al recordar el remedio que le había traído unos días antes, se detuvo-. Casi lo olvidaba, Scruggs, ¿le ha aliviado el tónico el reumatismo?

– Acompañado del mejor coñac de lady Arbuthnot, el tónico obró maravillas. Por desgracia, no logré convencer a las doncellas de que me ayudaran a comprobar los resultados.

Pese al abatimiento, Augusta sonrió.

– Me complace saberlo.

– Por aquí, señorita Ballinger. Como siempre, la señora se alegrará de verla. -Scruggs le franqueó la puerta hacia el Pompeya.

En el club, un grupo de señoras leía los periódicos o escribía sobre las mesas colocadas a tal efecto. Los chismes relativos a los escándalos amorosos de Byron y Shelley no habían hecho más que acrecentar el entusiasmo de las aspirantes a escritoras para que publicaran sus obras.

«Es extraño el modo en que la virtud o la carencia de ella pueden afectar a una persona», reflexionó Augusta. Era probable que las aventuras románticas de Byron o de Shelley, indudablemente impropias, brindaran a las integrantes del Pompeya la inspiración necesaria.

Augusta atravesó el salón dirigiéndose hacia el hogar. Como de costumbre, ardía un buen fuego a pesar de que el clima era agradable. Últimamente Sally siempre tenía frío. Estaba sentada junto al fuego, y por suerte para la joven, en ese momento estaba sola con un libro abierto sobre el regazo.

– Hola Augusta, ¿cómo estás hoy?

– Me siento muy desdichada. Sally, me he metido en un lío terrible y necesito tu consejo. -Se sentó junto a la anciana y se inclinó para susurrarle-. Quisiera que me digas cómo se empeña un collar.

– Oh, querida, al parecer se trata de algo serio. -Sally cerró el libro y miró con expresión interrogante a la muchacha-. Será mejor que me cuentes todo desde el principio.

– Me comporté como una perfecta idiota.

– Sí, bueno, bueno, todos lo hacemos en algún momento. ¿Por qué no me lo cuentas? Esta tarde estoy bastante aburrida.

Augusta inspiró una gran bocanada de aire y le explicó el desastre con todo detalle. Sally escuchó con atención y asintió.

– Querida mía, desde luego tienes que saldar esa deuda -dijo-. Es una cuestión de honor.

– Así es, no tengo alternativa.

– ¿Lo único que tienes para empeñar es el collar de tu madre?

– Me temo que sí. El resto de mis joyas fueron entregadas al tío Thomas y no me parecería bien venderlas.

– ¿No crees que podrías recurrir a la ayuda de tu tío?

– No. Este embrollo afligiría mucho a mi tío y no podría culparlo por ello. Se sentiría muy decepcionado de mí. Mil libras es mucho dinero. Él ya ha sido demasiado generoso.

– Con el contrato matrimonial con Graystone tu tío obtendrá una suma considerable de dinero -señaló Sally.

Sorprendida, Augusta parpadeó.

– ¿ Sí?

– Eso creo.

– No lo sabía. -Augusta frunció el entrecejo-. ¿Por qué nunca se le informa de estas cosas a la mujer involucrada? Nos tratan como si fuésemos imbéciles. Estoy segura de que eso los hace sentirse superiores.

Sally sonrió.

– Puede ser, pero creo que hay otras razones. Según entiendo, al menos en el caso de tu prometido y tu tío, lo hacen así para protegerte.

– ¡Qué disparate! Incluso así, sean cuales sean esos arreglos, se realizarán dentro de cuatro meses. No puedo esperar tanto. Tengo la impresión de que muy pronto Lovejoy comenzará a perseguirme para que le pague.

– Comprendo. ¿No crees que podrías recurrir a Graystone para resolver el problema?

Atónita, Augusta la miró con la boca abierta.

– ¿Decirle a Graystone que perdí mil libras jugando con Lovejoy? ¿Estás loca? ¿Tienes idea de su reacción ante semejante noticia? No me atrevo a imaginar cómo explotaría cuando se lo confesara.

– Tal vez tengas razón. No le agradaría, ¿verdad?

– Quizá pudiera soportar su enfado -dijo Augusta remarcando las palabras-. ¿Quién sabe? Pero en toda mi vida no sería capaz de soportar la humillación de tener que explicarle que me comporté como una tonta tratando de darle una lección.

– Sí, lo entiendo perfectamente. Una mujer también tiene su orgullo. Déjame pensar un poco. -Sally tamborileó sobre la cubierta del libro-. Pienso que el modo más simple de resolverlo es que me traigas el collar a mí.

– ¿A ti? Pero debo empeñarlo, Sally.

– Y así se hará. No obstante, es difícil que una dama empeñe una joya sin que nadie se entere. Si me traes el collar, enviaré a Scruggs al prestamista en tu lugar. Él guardará silencio.

– Ya te entiendo. -Aliviada, Augusta se reclinó en la silla-. Sí, será lo mejor. Sally, eres muy bondadosa. ¿Cómo podría pagártelo?

Sally sonrió y, por un instante, en el rostro de la anciana apareció un atisbo de la radiante belleza que en otro tiempo la había convertido en la estrella de Londres.

– Soy yo la que se alegra de poder compensarte con una pequeñez por todo lo que has hecho por mí, Augusta. Corre, ve a buscar el collar de tu madre. Al atardecer tendrás las mil libras.

– Gracias. -Augusta dirigió a su amiga una mirada especulativa-. Dime, Sally, ¿crees que Lovejoy utilizara la conversación sobre la muerte de mi hermano para inducirme a jugar más de lo conveniente? No es que trate de excusarme, pero no puedo evitar…

– Es posible. Hay hombres que no tienen escrúpulos. Es probable que haya percibido tu debilidad y la aprovechara para distraerte.

– No hablaba en serio cuando prometió ayudarme a demostrar que Richard no fuera un traidor, ¿no es verdad?

– Me parece poco probable. ¿Cómo podría hacerlo? Augusta, tienes que ser realista. Nada te devolverá a Richard y no hay manera de limpiar su nombre, salvo en tu propio corazón. Tú sabes que era inocente y tendrías que resignarte con esa convicción.

Augusta apretó la mano en un puño sobre el regazo.

– Tiene que haber un modo.

– Según mi experiencia en estas cuestiones, la mejor solución es el silencio.

– Pero no es justo -protestó Augusta.

– Querida mía, en la vida hay muchas cosas injustas. Augusta, al salir, por favor, ¿le pides a Scruggs que me mande el tónico con una de las criadas?

De súbito, los problemas de Augusta pasaron a un segundo plano y la atenazó una honda angustia. El tónico de Sally se extraía del jugo del opio. El hecho de que lo pidiera tan temprano significaba que el dolor había aumentado.

Augusta aferró una de las frágiles manos de Sally y la sostuvo durante largo rato. Ninguna de las dos habló.

Después de unos momentos, la joven se levantó y fue a decirle a Scruggs que mandara el tónico.


– Tendría que darle tantos azotes en el trasero que no pudiera andar a caballo en una semana. Habría que encerrarla y no dejarla salir sola. Esa mujer es una amenaza. Convertirá mi vida en un infierno. -Harry recorría a zancadas la pequeña biblioteca de Sally, se topaba con una estantería, giraba y recomenzaba el paseo en dirección contraria.

– Brindará interés a tu vida. -Sally sorbió el licor sin molestarse en ocultar una sonrisa divertida-. Alrededor de Augusta, los acontecimientos se precipitan. La verdad, es fascinante.

Harry estrelló la mano sobre la repisa de mármol gris de la chimenea.

– Querrás decir exasperante.

– Cálmate, Harry. Te he contado el incidente porque insististe en saber qué pasaba y temí que comenzaras a hacer averiguaciones. Por lo común, cuando las haces, obtienes la respuesta. En consecuencia, abrevié el proceso dándotela yo misma.

– Augusta será mi esposa. ¡Tengo todo el derecho de saber en qué está metida en un momento dado, maldición!

– Bueno, ahora ya lo sabes y debes dejar las cosas en ese punto. No tienes que intervenir, ¿entiendes? Para Augusta es una cuestión de honor, y si la resolvieras tú en su lugar, la harías muy desdichada.

– ¿Honor? ¿Qué tiene que ver el honor con esto? Me desafió a conciencia coqueteando con Lovejoy y se metió en serias dificultades.

– Ya sabe que actuó de manera impulsiva. No necesita que la sermonees. Es una deuda de juego y debe ser restituida. Permite que lo haga a su manera. No querrás herir su orgullo, ¿verdad?

– Esto es intolerable. -Harry se detuvo y miró a su vieja amiga con expresión irritada-. No soporto permanecer al margen. Yo mismo trataré con Lovejoy.

– No.

– Un hombre es responsable de las deudas de su esposa -le recordó Harry.

– Augusta no es tu esposa todavía. Deja que lo resuelva ella y te aseguro que habrá aprendido la lección.

– Si pudiera creerlo… -musitó Harry-. ¡Maldito Lovejoy! Ya sabía lo que estaba haciendo.

Sally lo pensó un instante.

– Sí, creo que sí. Augusta piensa lo mismo. No es ninguna tonta. Ese hombre aludió a su hermano en el momento en que Augusta iba a dejar el juego y volver al baile. Si había un tema que le asegurara la distracción de la muchacha, sin duda era la inocencia de Richard Ballinger.

Distraído, Harry se pasó los dedos por el cabello.

– Al parecer, estaba muy apegada a ese maldito atolondrado.

– Al morir sus padres era su único pariente. Lo adoraba. Jamás dudó de que fuera inocente y daría cualquier cosa por limpiar la reputación del hermano.

– Según lo que me contaron, Ballinger era tan imprudente como el padre. -Harry dejó de pasearse y se paró junto a la ventana. Era medianoche y llovía. Pensó que tal vez en ese mismo momento Augusta estaría pagando su deuda de juego-. Es muy probable que se haya visto involucrado en algo grave sólo por sed de aventuras. Quizá no fuese consciente de lo que hacía.

– Los Ballinger de Northumberland fueron siempre aventureros, pero nunca se acusó a nadie de traición. Por el contrario, siempre defendieron con bravura el honor.

– Se encontraron unos documentos sobre el cadáver, ¿no es así?

– Eso dicen. -Sally se interrumpió-. Lo encontró Augusta después de oír el disparo en pleno campo. Richard murió en sus brazos.

– ¡Cielo santo!

– El funcionario local encargado de la investigación descubrió los documentos. Cuando comprendieron lo que habían hallado, sir Thomas ejerció toda su influencia para que se acallaran los hechos. Pero es evidente que no la tuvo suficiente para detener los rumores. No obstante, al cabo de dos años, mucha gente ha olvidado el asunto.

– ¡Ese hijo de perra!

– ¿Quién, Lovejoy? -Como de costumbre, Sally no tuvo dificultades para intuir los pensamientos de Harry-. Sí, creo que sí. Harry, en la alta sociedad hay muchos sujetos como él. Se aprovechan de jóvenes vulnerables, tú lo sabes. Sin embargo, Augusta se librará de este problema y, te repito, no me cabe duda de que habrá aprendido la lección.

– No lo creo -replicó Harry con un suspiro de resignación. Pero había tomado una decisión-. De acuerdo, dejaré que Augusta pague la deuda, recobre el pagaré y mantenga intacto su orgullo.

Sally levantó una ceja.

– ¿Y luego?

– Luego tendré una pequeña conversación con Lovejoy.

– Lo supuse. De paso, creo que podrías hacer algo por Augusta.

Harry la miró.

– ¿De qué se trata?

Sonriendo, Sally tomó un saquito de terciopelo de una mesa que estaba junto a su silla. Aflojó el cordón que lo cerraba y dejó caer el collar sobre su mano. Las gemas rojas brillaron en la palma de la anciana.

– Tal vez quieras recuperar el collar del empeño.

– ¿Todavía tienes el collar? Creí que lo habías enviado al joyero.

– Augusta no lo sabe, pero el dinero se lo presté yo. -Sally se encogió de hombros-. En esas circunstancias, era lo único que podía hacer.

– ¿Porque no soportabas que se desprendiese de la joya?

– No, porque esto no vale mil libras -dijo Sally sin rodeos-. Es falso.

– ¿Falso? ¿Estás segura? -Harry atravesó el cuarto y arrebató el collar de manos de Sally. Lo sostuvo a la luz y lo examinó con atención. Sally tenía razón. Si bien las piedras rojas tenían un brillo atrayente, no había fuego en su interior.

– Muy segura. Sé de joyas, Harry. No obstante, la pobre Augusta cree que estas gemas son reales y no quiero que sepa la verdad. Esto tiene un gran valor sentimental para ella.

– Lo sé. -Harry dejó caer otra vez el collar en el saquito y adoptó una expresión pensativa-. Supongo que el hermano empeñó el collar cuando compró ese puesto.

– No tiene por qué ser así. El trabajo de estas piedras es excelente y muy antiguo. Debe de haber sido confeccionado hace mucho. Sospecho que los rubíes verdaderos fueron vendidos por la familia en el pasado, quizá dos o tres generaciones atrás. Los Ballinger de Northumberland tienen una larga tradición de sobrevivir sólo gracias a su ingenio.

– Entiendo. -Harry apretó el talego en la mano-. De modo que ahora te debo mil libras en rubíes y diamantes falsos, ¿no es así?

– Así es. -Sally rió-. Oh, Harry, esto es magnífico. Nunca me había divertido tanto.

– Me alegra que alguien se divierta.

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