¿Que mi hermano habría trabajado para ti si hubiese sido agente secreto durante la guerra? -Augusta estaba tensa, con la cabeza hecha un lío-. ¿Y qué demonios hacías tú?
Harry no cambió de posición pero, al fin, apartó la vista de Meredith y miró a Augusta.
– Eso ya no importa. La guerra terminó y estoy muy contento de olvidar el papel que jugué en ella. Baste decir que estaba relacionado con la tarea de reclutar agentes de inteligencia para Inglaterra.
– ¿Eras espía? -Augusta estaba atónita.
El conde esbozó una sonrisa.
– Es obvio, amor mío, que no me imaginas como hombre de acción.
– No, no se trata de eso. -Frunció el entrecejo tratando de pensar con rapidez-. Te confieso que me he preguntado dónde habrías aprendido a abrir cerraduras y, además, tienes la costumbre de aparecer cuando menos se espera. Imagino que es una conducta propia de espías. Con todo, Harry, no puedo hacerme a la idea.
– Estoy de acuerdo contigo. Mis actividades durante la guerra nunca me parecieron una ocupación sino una pesada carga. Constituyó una exasperante interrupción de mi trabajo cotidiano: el estudio y el cuidado de las propiedades.
Augusta se mordió el labio.
– Debió de ser peligroso.
Harry se encogió de hombros.
– A veces. La mayor parte de la actividad la desarrollé tras un escritorio, dirigiendo las actividades de otros agentes y descifrando mensajes en código o en tinta invisible.
– Tinta invisible. -Por un momento, Augusta se distrajo-. ¿Quieres decir que produce escritura invisible?
– Eso es.
– ¡Es maravilloso! Me encantaría tener esa tinta.
– En cualquier momento tendré el placer de prepararte una muestra. -Harry pareció divertido-. Pero te advierto que no es muy práctica para la correspondencia en general. El destinatario debe emplear el agente químico que haga visible la escritura.
– Se podría escribir el diario personal con esa tinta. -Augusta se interrumpió-. O sería mejor un código… Sí, me gusta más la idea del código.
– Sería preferible no tener ningún secreto que requiriese tinta invisible o un código.
Augusta no hizo caso del tono de advertencia.
– ¿Por eso pasaste tanto tiempo en el continente durante la guerra?
– Por desgracia, sí.
– Se suponía que te dedicabas a un estudio más profundo de los clásicos.
– Hice lo que pude, en especial mientras estuve en Italia y en Grecia. No obstante, la mayor parte del tiempo me dediqué a trabajar para la Corona. -Harry eligió un durazno de invernadero de la cesta-. Pero ya que no hay guerra me gustaría regresar al continente con fines más agradables. ¿Te gustaría ir, Augusta? Llevaríamos también a Meredith, por supuesto. Viajar es muy instructivo.
Augusta arqueó las cejas.
– ¿Quién crees que necesita instrucción: tu hija o yo?
– No cabe duda que Meredith sacará provecho de la experiencia. Tú no necesitarías salir del dormitorio para avanzar en tu educación. Y debo confesar que eres una alumna muy dispuesta.
A pesar de sí misma, Augusta se escandalizó.
– ¡Harry, a veces dices unas cosas horribles! Deberías avergonzarte.
– Perdóname, querida. No sabía que fueras una autoridad en materia de decoro. Me rindo ante tu conocimiento superior del tema.
– Harry, cállate o te tiraré por la cabeza lo que queda de comida.
– Como ordene la señora.
– Y ahora dime, ¿cómo puedes estar tan seguro de que mi hermano no participara en un trabajo secreto para la Corona?
– Lo más probable es que, si hubiese sido así, hubiera trabajado para mí, directa o indirectamente. Mi trabajo consistía en dirigir las actividades de quienes recogían información de sus respectivos contactos. Yo tenía que clasificar el material y separar el trigo de la paja.
Azorada, Augusta. movió la cabeza, incapaz de imaginar a Harry en una tarea semejante.
– Debió de haber mucha gente involucrada en esa tarea, tanto aquí como en el extranjero.
– En ocasiones, demasiada -admitió Harry en tono cortante-. En tiempo de guerra, los espías son como hormigas en una merienda al aire libre. En lo fundamental, eran una molestia, pero sin ellos no se podía hacer nada.
– Si son tan comunes como los insectos, ¿habría sido posible que Richard hubiese estado comprometido en esas actividades y tal vez no lo supieras? -insitió Augusta.
Por unos instantes, Harry masticó el durazno en silencio.
– Ya pensé en esa posibilidad y mandé hacer averiguaciones.
– ¿Qué clase de averiguaciones?
– Pedí a algunos de mis más antiguos camaradas que averiguaran si había habido posibilidad de que Richard Ballinger hubiese estado involucrado en tareas secretas. La respuesta es que no.
Augusta alzó las rodillas y las rodeó con los brazos, tratando de absorber el significado del tono concluyente de Harry.
– Aun así, pienso que mi pregunta tiene su lógica.
Harry guardó silencio.
– Tienes que admitir que existe una pequeña posibilidad de que Richard estuviese trabajando en algún asunto. Quizá descubriera algo por su cuenta y pensara llevarlo ante las autoridades.
Harry permaneció en silencio hasta terminar con el durazno.
– ¿Y bien? -exigió Augusta, tratando de ocultar la ansiedad que sentía ante la respuesta-. ¿No crees que existe una mínima posibilidad de que fuera así?
– Augusta, ¿quieres que te mienta?
– No, claro que no. -Apretó los puños-. Sólo quiero que admitas que es imposible que sepas todo lo referido a las actividades secretas durante la guerra.
Harry asintió con brusquedad.
– De acuerdo, lo admito. Nadie puede saberlo todo. En torno a la guerra se forma una espesa niebla. La mayoría de las acciones, tanto en el campo de batalla como fuera de él, ocurren en medio de una completa oscuridad. Y cuando la niebla se disipa, lo único que puede hacerse es contar los supervivientes. Jamás se sabe a ciencia cierta qué pudo ocurrir mientras lo cubría todo la niebla. Y tal vez sea mejor así. Estoy persuadido de que es preferible ignorarlo.
– Pero, ¿qué podía haber estado haciendo mi hermano? -lo desafió Augusta con tono amargo.
– Augusta, recuerda a tu hermano tal como lo conociste. Conserva esa imagen del último de los de Northumberland, audaz, atrevido, precipitado, y no te atormentes por lo que podía ocultar.
Augusta alzó el mentón.
– Te equivocas en un aspecto.
– ¿Cuál?
– Mi hermano no era el último de los de Northumberland: la última soy yo.
Lentamente, Harry se incorporó con helada expresión de advertencia.
– Ahora tienes una nueva familia. Tú misma lo dijiste la otra noche en la galería.
– He cambiado de opinión. -Augusta le dirigió una sonrisa de sospechosa luminosidad-. He llegado a la conclusión de que tus ancestros no son tan agradables como los míos.
– En ese sentido no te equivocas. Nadie ha dicho jamás que mis ancestros fuesen «agradables». No obstante, ahora eres la condesa de Graystone y cuidaré que no lo olvides.
Una semana más tarde, Augusta entró en la soleada galería del segundo piso y se sentó en un sofá frente al retrato de su bella antecesora. Contempló la engañosa imagen de serenidad de la anterior lady Graystone.
– Catherine, voy a reparar el daño que trajiste a esta familia -dijo en voz alta-. Tal vez yo no sea perfecta, pero sé amar y tú no creo que conocieras el significado de la palabra. En última instancia, no eras ningún ejemplo, ¿verdad? Desperdiciaste lo que tenías persiguiendo falsas ilusiones. Yo no soy tan estúpida -concluyó con firmeza.
Augusta dirigió una mueca al retrato y luego abrió la carta de su prima Claudia.
Mi querida Augusta:
Espero que todo marche bien con tu apreciable marido. Te echo de menos en la ciudad. La temporada toca a su fin y, sin ti, no es tan animada. He ido varias veces al Pompeya, como habíamos quedado, y disfruté mucho de las interesantes visitas a lady Arbuthnot. Debo decirte que es una mujer fascinante. Creí que me molestarían sus excentricidades, pero no es así. Me parece encantadora y me apena mucho que esté tan enferma.
Por otra parte, el mayordomo es ofensivo. Si pudiese dar mi opinión al respecto, no lo contrataría bajo ninguna circunstancia. A cada visita se vuelve más audaz, y temo que un día de estos me vea obligada a señalarle que ha sobrepasado el límite. Sigo pensando que me recuerda a alguien.
Para asombro propio, admito que disfruto del Pompeya. Claro que no apruebo cosas tales como el libro de apuestas. ¿Sabes que algunas han apostado sobre el tiempo que durará tu compromiso? Tampoco me parecen apropiados los juegos de azar. Pero he conocido a algunas damas importantes que comparten conmigo el interés por escribir. Hemos sostenido varias discusiones apasionantes.
En cuanto a la vorágine social, te repito que no es tan divertido sin ti. No sé cómo te las arreglas para atraer a gente más bien insólita. Yo, en cambio, atraigo a los más correctos. Si no fuese por Peter Sheldrake, me sentiría muy aburrida. Pero por fortuna es un gran bailarín y finalmente bailé el vals con él. Me gustaría más su preferencia por temas serios o intelectuales que no esa marcada inclinación por las frivolidades. Además, me provoca sin cesar.
Me encantaría ir a verte. ¿Cuándo volverás?
Con todo cariño,
Claudia
Augusta terminó de leer la carta y la plegó otra vez con lentitud. Era estupendo recibir noticias de su prima. También era placentero que la escrupulosa y correcta Claudia confesara que la echaba de menos.
– Augusta, Augusta, ¿dónde estás? -Meredith corrió por el enorme vestíbulo agitando una hoja de papel-. He terminado la acuarela. ¿Qué opinas? La tía Clarissa dice que debo pedir tu opinión, pues fue idea tuya que me dedicara a pintar.
– Sí, claro, enséñamela.
Al alzar la mirada, Augusta vio a Clarissa que acompañaba a su pupila, con paso más mesurado.
– Su señoría me informó que debía guiarme por la opinión de usted en estas cuestiones, aunque los dos estamos de acuerdo en que pintar acuarela no es un objetivo serio.
– Sí, lo sé, pero es divertido, señorita Fleming.
– Hay que aplicarse con diligencia a los estudios -señaló Clarissa- y no a divertirse.
Augusta sonrió a Meredith, que las miraba a ellas alternativamente.
– Pues Meredith se ha esforzado con esta pintura, que es muy hermosa, como puede verse.
– ¿Te gusta, Augusta? -Mientras la madrastra examinaba el trabajo, Meredith estaba en suspenso.
Augusta sostuvo la pintura de la niña ante ella e inclinó la cabeza a un lado para observarla. El cuadro tenía una base de azul pálido. Por aquí y allá había unas curiosas pinceladas verdes y amarillas, aparentemente al azar, y al fondo se veía una gran mancha dorada.
– Esto son árboles -explicó Meredith señalando las pinceladas verdes y amarillas-. Cargué mucho el pincel y la pintura se extendió demasiado.
– Son unos árboles estupendos. Y me gusta mucho el cielo que has pintado. -Al saber que las manchas verdes y amarillas eran árboles, era fácil adivinar que la superficie azul fuese el cielo-. Y esto es muy interesante -afirmó señalando la mancha dorada.
– Es Graystone -explicó Meredith, orgullosa.
– ¿Tu padre?
– No, no, Augusta, la casa.
Augusta rió entre dientes.
– Claro. Bueno, Meredith, debo decir que es éste un trabajo formidable y, si me lo permites, haré que lo cuelguen inmediatamente.
Los ojos de Meredith se agrandaron de asombro.
– ¿Lo colgarás? ¿Dónde?
– La galería será el lugar indicado. -Augusta echó un vistazo a los intimidantes retratos-. Haré ponerlo aquí, bajo el retrato de tu madre.
Meredith estaba alborozada.
– ¿Estará papá de acuerdo?
– Estoy segura que sí.
Clarissa se aclaró la voz.
– Lady Graystone, no sé si será buena idea. Esta galería está reservada a los retratos de familia pintados por artistas famosos. No es el sitio apropiado para pinturas escolares.
– Por el contrario, creo que unas pinturas escolares son exactamente lo que necesita. Es un sitio bastante sombrío, ¿no cree? El cuadro de Meredith lo alegrará.
Meredith estaba resplandeciente.
– Augusta, ¿le pondrán marco?
– Por supuesto, todo cuadro hermoso merece un marco. Me ocuparé de que se le confeccione sin demora.
Clarissa, enfurruñada, miró con severidad a su pupila.
– Basta de diversión. Es hora de volver a los estudios, jovencita. Vamos, enseguida me reuniré contigo.
– Sí, tía Clarissa. -Con los ojos brillantes de placer, Meredith hizo una pequeña reverencia y salió corriendo de la galería.
Clarissa se volvió a Augusta con expresión severa.
– Señora, tengo que hablarle del tipo de actividades a que está induciendo a Meredith. Comprendo que su señoría permita que intervenga usted en la educación de su hija, pero tengo la sensación de que la insta a ocuparse de pasatiempos ligeros. Su señoría es determinante a la hora de impedir que la niña acabe siendo una mujer tonta, hueca e incapaz de otra cosa que de conversaciones superficiales en sociedad.
– Lo comprendo, señorita Fleming.
– Meredith está acostumbrada a un programa de estudios muy estricto. Hasta ahora lo desarrollaba muy bien y no me agradaría que fuera alterado.
– Entiendo lo que dice, señorita Fleming. -Augusta le dirigió una sonrisa conciliadora. No era fácil la carga que llevaban las parientes pobres en casa de los familiares más afortunados. Era evidente que Clarissa se había esforzado al máximo en abrirse un espacio para sí y Augusta le tenía simpatía. Ella sabía bien lo difícil que resultaba vivir en casa ajena-. Bajo su capacitada orientación, Meredith ha florecido y yo no tengo la menor intención de cambiar las cosas.
– Gracias, señora.
– Con todo, tengo la impresión de que la niña necesita de alguna actividad superficial. Incluso mi tía Prudence opinaba que los jóvenes pueden disponer de una enorme variedad de actividades. Y mi prima Claudia sigue los pasos de su madre. Está escribiendo un libro sobre los conocimientos prácticos propios de las jóvenes y dedica un capítulo entero al dibujo y a la pintura con acuarelas.
Clarissa parpadeó como una lechuza.
– ¿Su prima está escribiendo un libro sobre materias escolares?
– Claro que sí. -De súbito, Augusta comprendió dónde había visto antes la expresión de los ojos de Clarissa; en los de algunas integrantes del Pompeya, en particular aquellas que dedicaban horas a escribir sobre las mesas del club. A menudo, Claudia la mostraba también en sus angelicales ojos azules.
– Oh, entiendo, señorita Fleming. Quizás usted misma pensó alguna vez en escribir un libro edificante para los jóvenes.
Sorprendida por las palabras de la señora, el rostro de Clarissa se volvió de un tono encarnado, poco atractivo.
– Alguna vez he pensado en ello. Pero no creo que consiguiera nada, soy muy consciente de mis limitaciones.
– No diga eso, señorita Fleming. No conocemos nuestras limitaciones hasta que no probamos los límites. ¿Ha escrito algo sobre el tema?
– Unas pocas notas -murmuró Clarissa, avergonzada de su propia presunción-. Pensaba mostrárselas a Graystone, pero temí que las hallara lamentables. La capacidad intelectual de su señoría es tan superior…
Augusta hizo un gesto desechando el comentario.
– No niego que el señor sea inteligente, pero no sé si podría juzgar sus esfuerzos con ecuanimidad. Graystone escribe para un reducido grupo de académicos y en cambio usted escribirá para niños. Son dos tipos de lectores por completo diferentes.
– Sí, supongo que tiene razón.
– Tengo una idea mucho mejor. Cuando termine de preparar el manuscrito, démelo y se lo entregaré yo a mi tío Thomas para que lo envíe a un editor.
Clarissa aspiró una gran bocanada de aire.
– ¿Mostrarle mi manuscrito a sir Thomas Ballinger? ¿El viudo de lady Prudence Ballinger? No me atrevería a imponerme hasta ese extremo. Me creería demasiado audaz.
– No se preocupe. Aquí no existe ninguna imposición. Al tío Thomas le complacerá hacerlo. Acostumbraba a ocuparse de la edición de los trabajos de tía Prudence.
– ¿En serio?
– Oh, sí.
Augusta sonrió con aire confiado, evocando la distracción con que sir Thomas se ocupaba de los detalles de la vida cotidiana. No habría la menor dificultad en persuadirlo de que enviara el manuscrito de Clarissa por correo junto con una recomendación para imprimirlo, en el entendimiento que continuaba la línea de las obras de lady Prudence Ballinger. Augusta decidió escribir ella misma la carta de recomendación para ahorrarle el trabajo a su tío.
– Señora, es muy bondadoso de su parte. -Clarissa parecía aturdida-. Siempre fui una gran admiradora de la obra de sir Thomas. Tiene un enfoque loable de la historia, un ojo avizor para los detalles importantes, el estilo de un sabio al escribir. Es una verdadera lástima que nunca se haya interesado en los escolares. Podría hacer mucho bien en las mentes jóvenes.
Augusta rió.
– No estoy tan segura de ello. En mi opinión, la prosa de mi tío resulta un tanto seca.
– ¿Cómo puede decir eso? -exclamó Clarissa con ardor-. No es sino brillante. ¡Y pensar que podría leer uno de mis manuscritos! ¡Me asusta!
– Creo que resultaría interesante comentarle a usted que, de lo que adolece el estudio, es de una obra con respecto a las mujeres famosas de la historia.
Clarissa la miró perpleja:
– ¿Mujeres famosas, ha dicho?
– Señorita Fleming, en el pasado existieron muchas mujeres valientes y nobles, como reinas famosas o tribus de feroces amazonas. Entre griegas y romanas, también hubo quienes destacaron. La idea de los monstruos femeninos es asimismo fascinante, ¿no cree, señorita Fleming?
– No he pensado demasiado en monstruos femeninos -admitió Clarissa, pensativa.
– Imagínese -prosiguió Augusta, entusiasmada-: cuántos famosos héroes de la antigüedad sufrieron pánico a causa de monstruos femeninos como Medusa y las sirenas, entre otros. No podemos dejar de pensar que en aquella época las mujeres gozaran de cierta influencia.
– Es una idea prometedora -dijo Clarissa asintiendo con lentitud.
– Piense, señorita Fieming, que la mitad de la historia del mundo no se ha escrito en cuanto que se refiere a las mujeres.
– ¡Buen Dios, qué estimulante pensamiento! Se trata de un vasto campo que explorar. ¿Cree usted que a sir Thomas le parecería un área de estudio importante?
– En lo que toca a cuestiones intelectuales, mi tío es un hombre de mente muy abierta. Creo que lo entusiasmará descubrir un nuevo sendero en las investigaciones históricas. Y piense, Clarissa, que sería usted quien se lo señalara.
– La sola idea me atemoriza -dijo Clarissa en voz queda.
– Claro que para comenzar a rozar la superficie de un tema tan vasto habría que hacer mucho trabajo de investigación -reflexionó Augusta-. Por fortuna, dispone de la enorme biblioteca de mi esposo. ¿Le interesaría encargarse de un proyecto así?
– Mucho, señora. En ocasiones me he preguntado por qué no sabemos más acerca de nuestras antecesoras femeninas.
– En ese caso, haré un trato con usted -concluyó Augusta-. Yo enseñaré a Meredith a pintar con acuarela y a leer novela los lunes y los miércoles por la tarde. Entre tanto puede usted realizar la investigación. ¿Le parece razonable?
– Muy razonable, señora. Muy razonable. Si me permite decirlo, es muy gentil por su parte y por añadidura, contar con la opinión y con la ayuda de sir Thomas, es demasiado. -Clarissa hizo un evidente esfuerzo para componerse-. Si me disculpa, tengo que volver a mis tareas.
La austera falda castaña de Clarissa giró alrededor de la mujer con una vitalidad renovada mientras se apresuraba a cruzar la galería. Augusta la vio irse y sonrió para sí. Clarissa era la clase de mujer que necesitaba su tío. Un matrimonio entre Clarissa y sir Tomas sería la unión entre dos mentes afines. Clarissa comprendería y compartiría las pasiones intelectuales y el tío Thomas hallaría en Clarissa a una dama tan admirable como había sido lady Prudence. Aquella era una idea a tener en cuenta.
Por el momento, la dejó de lado y leyó otra vez la carta de Claudia. Cuando la plegó por segunda vez, se le ocurrió que, siendo la nueva condesa de Graystone, era hora de que comenzara a organizar su debut como anfitriona.
Las mujeres de la rama Northumberland de los Ballinger siempre se habían destacado en la organización de fiestas. «Sin duda, por nuestra inclinación natural a la frivolidad», pensó Augusta. Así que, como última descendiente, se afanaría por sostener la tradición familiar. Daría una fiesta por espacio de varios días que sería el suceso más espectacular de la vida social de Graystone.
Con suerte, postergaría la conversación que había sostenido con Harry sobre su hermano el día del almuerzo campestre. Aún le causaba encono el recuerdo de tan desdichada conversación. No creía, no podía creer que Richard hubiese vendido secretos a Francia; era impensable. Ningún Ballinger de Northumberland se hundiría hasta ese punto.
Y menos aún el audaz, el atrevido, el honorable Richard.
«Es más difícil aún creer que Graystone trabajara para la Corona como agente de inteligencia que imaginar que mi hermano cometiera traición -pensó Augusta, resentida-. Es imposible imaginar a Harry como espía.» Claro que lo había visto abrir cerraduras y tenía la odiosa costumbre de aparecer cuando menos se lo esperaba. Pero de todos modos, Harry, ¿un espía…? El espionaje no se consideraba una tarea propia de un caballero. Muchas personas tenían la idea de que en ese trabajo había algo de insólito y desagradable. Y Harry era tan estricto…
Augusta se interrumpió al recordar qué poco decoroso podía resultar Harry en la intimidad del dormitorio. Era un hombre muy complejo. Y ya desde la primera vez que había visto sus fríos ojos grises, supo que existían vastas zonas del conde que permanecían en la sombra. «Quizá haya sido agente…» La idea inquietó a Augusta. No le agradaba la perspectiva de que Harry corriese riesgos. Desechó el pensamiento v comenzó a confeccionar una lista de personas que invitar a la fiesta.
Después de un rato de dedicación a la tarea, se apresuró a buscar a su esposo y lo encontró en la biblioteca estudiando un mapa de las campañas de César.
– ¿Sí, querida? -preguntó el conde sin levantar la vista.
– Voy a dar una fiesta aquí, en Graystone, Harry. Quería pedirte permiso antes de seguir adelante con la organización.
Con desgana, el conde apartó la mirada de Egipto.
– ¿Una fiesta? ¿La casa llena de gente? ¿Aquí en Graystone?
– Invitaríamos a algunos amigos íntimos, a mi tío y a mi prima, a algunas amigas del Pompeya y, por supuesto, a Peter Sheldrake y a quienquiera que tú desees. Es una pena que Sally no pueda viajar. Me encantaría tenerla aquí con nosotros.
– No sé, Augusta. Nunca me he preocupado mucho por tales entretenimientos.
Augusta sonrió.
– No es necesario que lo hagas. Yo me encargaré de todo, mi madre me enseñó mucho. Por otra parte, una fiesta será una excelente oportunidad para recibir a los vecinos. Creo que ya es hora de que lo hagamos.
Harry la miró vacilante.
– ¿Te parece necesario?
– Confía en mí. En ese aspecto, la experta soy yo. Cada uno tiene sus talentos, ¿no es así? -Echó una mirada significativa al mapa que había sobre el escritorio.
– Esta fiesta será suficiente. No quiero crear la costumbre de recibir con frecuencia, Augusta. Es una frivolidad y una pérdida de tiempo.
– Sí, muy frívolo.
Aunque la intuición le decía que Harry era un hombre profundo y misterioso, y pese a saber que tuviera modales enigmáticos y a menudo autoritarios, Augusta desconocía al Graystone que la llamó con urgencia a la biblioteca una semana más tarde.
Cuando la doncella llamó a la puerta de la habitación y le dijo que Harry quería que bajara de inmediato, Augusta se sobresaltó.
– ¿Ha dicho de inmediato? -Augusta miró sorprendida a la muchacha.
– Sí, señora. -La muchacha tenía una expresión ansiosa-. Me ordenó que le dijese que era muy urgente.
– Buen Dios, espero que no le haya sucedido nada a Meredith. -Augusta dejó la pluma y apartó la carta que estaba escribiéndole a Sally.
– Oh, no, señora, no. La señorita Meredith estaba con su señoría hace unos minutos y ahora está otra vez estudiando. Lo sé porque acabo de llevar el té a la sala de estudio.
– Muy bien, Nan, dile al señor que bajaré enseguida.
– Sí, señora. -Nan hizo una breve reverencia y salió.
Intrigada por conocer la razón de tanta urgencia, Augusta sólo se detuvo un instante para mirarse al espejo. Llevaba un vestido de muselina color crema con un delicado dibujo verde y el escote ribeteado con cinta verde, igual que el bajo fruncido.
Por la expresión nerviosa de la doncella, Augusta supo que Harry no estaba de buen humor, y cogiendo un pañuelo de gasa verde del cajón de la cómoda, de lo colocó sobre el escote. Harry había señalado varias veces que le parecía algo indecorosa la ropa que usaba. No tenía sentido irritarlo más a la vista de un corpiño escotado, si ya estaba enfadado por otros motivos.
Augusta suspiró y salió. Cuando una se convertía en esposa, las flaquezas y cambios de humor de un esposo eran cuestión que debía tomarse en consideración. Sin embargo, para ser justa admitió que, a partir de la boda, Harry se había visto obligado a realizar algunos cambios en sus propias actitudes. Y se había rendido a la idea de que su hija pintara acuarela y leyera novelas.
Con una sonrisa alegre y conciliadora, Augusta entró en la biblioteca, y al verla, Harry se levantó tras el pulido escritorio. Al echarle un vistazo, Augusta olvidó la sonrisa alegre. La criada tenía razón. Estaba de un humor sombrío y peligroso. Se sintió impresionada por la frialdad y la dureza de la expresión del conde. Las líneas duras y severas del rostro le conferían un aire depredador.
– ¿Querías hablar conmigo?
– Así es.
– Si te refieres a la fiesta, está todo bajo control. Hace ya varios días que enviamos las invitaciones y han comenzado a llegar las respuestas por correo. He contratado a los músicos y los cocineros se han preocupado de encargar los suministros necesarios.
– No me importa la fiesta -la interrumpió Harry con tono cortante-. Acabo de sostener una conversación muy interesante con mi hija. Según ella, el día del almuerzo en el campo, mientras te dedicabas a ensalzar las virtudes de tu hermano, hablaste de un poema que te había dejado.
A Augusta se le secó la boca, aunque no sabía adónde se dirigía la conversación.
– Así es.
– Según parece, el poema hace referencia a las telarañas.
– Es un pequeño poema. No pensaba enseñárselo a Meredith, si era lo que temías. Y aunque lo hubiese hecho, no creo que la hubiera asustado. A los niños les gusta el terror.
Harry no hizo caso de las apresuradas explicaciones de la joven.
– No me preocupa esa cuestión. ¿Tienes todavía el poema?
– Sí, claro.
– Ve a buscarlo ahora mismo. Quiero verlo.
Augusta sintió un escalofrío.
– No entiendo, Graystone. ¿Para qué quieres el poema de Richard? No es muy bueno, hay partes incomprensibles. De hecho, es horrible. Lo conservo porque me lo dejó la noche que murió y me rogó que lo guardara. -Las lágrimas le quemaron los ojos-. Harry, está manchado de sangre. No podría haberlo tirado.
– Augusta, ve a buscarlo.
Confundida, la mujer movió la cabeza.
– ¿Para qué quieres verlo? -En ese instante, se le ocurrió una idea-. ¿Tiene algo que ver con tus sospechas?
– No puedo decírtelo hasta que lo vea. Tráemelo de una vez, Augusta. Tengo que verlo.
Vacilante, la mujer se dirigió hacia la puerta.
– No sé si quiero enseñártelo, al menos sin saber hacia dónde se dirigen tus sospechas.
– Quizá responda a algunas preguntas que me hago desde hace tiempo.
– ¿Se trata de alguna cuestión relacionada con el espionaje?
– Es una remota posibilidad. -Harry remarcó cada palabra entre dientes-. Sólo una posibilidad. En particular, si tu hermano trabajó para los franceses.
– ¡Richard no trabajó para los franceses!
– Augusta, no quiero oírte hablar más de esas complicadas teorías alrededor de las circunstancias que acompañaron la muerte de tu hermano. Hasta ahora, no tuve inconveniente en dejar que mantuvieses la ilusión tanto como desearas, y yo mismo te alenté. Pero ese poema cambia las cosas.
Augusta se sintió aturdida.
– No te lo enseñaré hasta que me prometas que no lo utilizarás para demostrar que Richard fuera culpable de traición.
– Me importa un ardite la culpa o la inocencia de tu hermano, pero necesito responder a otra serie de preguntas.
– Pero al responderlas, podrías alegar la culpa de Richard. ¿No es así?
Con dos largas y amenazadoras zancadas, Harry rodeó el escritorio y se detuvo junto a Augusta.
– Augusta, tráeme el poema.
– No, a menos que me des tu palabra de que no intentarás dañar de ninguna manera el recuerdo de Richard.
– Te doy mi palabra de que guardaré silencio con respecto al papel que pudo haber jugado, cualquiera que fuese. Eso es todo lo que puedo prometerte, Augusta.
– No es suficiente.
– ¡Maldición, mujer, es todo lo que puedo prometerte!
– No te daré el poema si existe la menor posibilidad de dañar la reputación de Richard. Mi hermano fue un hombre de honor y debo protegerlo ya que él no está aquí para poder hacerlo.
– ¡Maldita sea, señora esposa, harás lo que yo diga!
– Graystone, la guerra terminó. No se puede lograr ningún beneficio a través de ese poema. Es mío y pienso conservarlo. Nunca se lo mostraré a nadie y menos a alguien como tú que cree que Richard pudo ser culpable de alta traición.
– Tienes que obedecerme -dijo Harry con voz suave y mortífera-. Tráeme el poema de tu hermano enseguida.
– ¡Nunca! Y si tratas de quitármelo, te juro que lo quemaré. Prefiero destruirlo, aunque esté manchado con sangre de Richard, antes que permitir que lo uses para enlodar su memoria. -Augusta dio media vuelta y salió corriendo de la biblioteca.
Oyó un sonido ahogado de cristales rotos en el momento en que cerraba de golpe la puerta del dormitorio. Harry había lanzado algún objeto pesado y frágil contra la pared del estudio.