CAPÍTULO VIII

Claudia entró en el dormitorio de Augusta y mantuvo la calma en medio del torbellino que se desarrollaba allí. Miró a su prima con suave reproche a través de un mar de vestidos, zapatos, sombrereras, baúles y plumas.

– No veo necesidad de recoger y salir corriendo, Augusta. No tiene sentido casarse tan precipitadamente cuando no se había fijado la boda hasta dentro de cuatro meses. No me parece correcto apresurar tanto las cosas. Graystone debería comprenderlo.

– Si tienes alguna duda te sugiero que te dirijas a él. Es idea suya. -Augusta, atareada en la dirección de aquella vorágine de actividad, miró ceñuda a la doncella desde la posición de mando del guardarropa-. No, no, Betsy, las enaguas van en aquél. ¿Ya se han guardado los libros?

– Sí, señorita. Los guardé yo misma esta mañana.

– Bien. No quisiera encontrarme confinada en Dorset con el contenido de la biblioteca de mi futuro esposo, donde debe de haber muchos volúmenes de historia griega y romana, pero ni una sola novela.

Betsy levantó una montaña de seda y satén de un baúl y la arrojó en otro.

– Señorita, no sé para qué va a necesitar estas cosas en el campo.

– Es conveniente ir preparada. No te olvides de añadir sandalias y guantes a juego con cada vestido.

– No, señorita.

Claudia fue rodeando la marea de baúles y sombrereras y se abrió camino alrededor de la cama, cubierta de enaguas, medias y ropa interior.

– Augusta, quisiera hablar contigo.

– Habla. -Augusta se volvió y gritó hacia la puerta abierta de la recámara-. Nan, por favor, ¿puedes venir a echar una mano a Betsy?

Una criada asomó la cabeza:

– Señorita, ¿quiere que la ayude a recoger?

– Sí, por favor. Hay mucho que hacer y tenemos poco tiempo. Partiremos mañana por la mañana en cuanto finalice la ceremonia.

– Oh, señorita. No queda mucho tiempo, ¿verdad? -Nan entró y comenzó a recibir indicaciones de la extenuada Betsy.

– Augusta -dijo Claudia con firmeza-, no podemos conversar en medio de este lío. Vamos a tomar una taza de té abajo, en la biblioteca.

Augusta enderezó su cofia de muselina fruncida y contempló la habitación. Quedaba mucho que hacer y Harry no querría retrasarse pero, por otra parte, ansiaba una taza de té fuerte.

– De acuerdo, Claudia. Creo que ya está todo bajo control. Bajemos.

Al cabo, Augusta se hundía en un sillón y apoyaba los pies en un taburete, con un gran sorbo de té. Suspirando, dejó la taza y el platillo.

– Tenías razón, Claudia. Era una buena idea. Necesitaba un breve descanso. Tengo la sensación de haber estado trajinando desde el amanecer. Te juro que acabaré agotada antes de partir a Dorset.

Claudia observó a su prima por encima de la taza.

– Me gustaría que me explicaras por qué tanta prisa. No puedo dejar de pensar que debe de haber algo que no esté del todo claro.

– Pregúntaselo a Graystone. -Cansada, Augusta se masajeó las sienes-. Creo que está un tanto desquiciado y no augura nada bueno al futuro de una esposa, ¿no crees? ¿Será un rasgo de familia?

– No es posible. -Claudia pareció realmente alarmada-. ¿Supones que ha enloquecido?

Augusta gimió. El sentido del humor de Claudia era bastante limitado… tanto como el de Graystone, ahora que lo pensaba.

– Cielos, no, es un sarcasmo. Claudia, yo misma no comprendo la necesidad de tanta prisa. Habría preferido pasar los próximos cuatro meses relacionándome con Graystone para que llegáramos a conocernos bien.

– Eso es.

Augusta hizo un lento gesto de asentimiento.

– Se ha expuesto a un rudo golpe casándose conmigo. Y después de la boda ya no podrá librarse de mí.

– No creo que Graystone sea de los que se precipiten. ¿Por qué de pronto se siente urgido a una ceremonia apresurada?

Augusta se aclaró la voz y examinó la punta de sus chinelas.

– Como de costumbre, supongo que es culpa mía, si bien el conde lo niega por galantería.

– Augusta, ¿a qué te refieres?

– ¿Recuerdas que hablamos de los problemas que podían surgir cuando se le permitía a un hombre ciertas intimidades inocentes?

Claudia frunció las cejas y se sonrojó.

– Recuerdo la conversación.

– Bueno, Claudia, en síntesis, la otra noche, debido a circunstancias inesperadas, me encontré dentro de un carruaje con Graystone. Baste decir que, en esa ocasión, le permití algo más que ciertas pequeñas intimidades. Mucho más.

Claudia palideció y luego se ruborizó.

– ¿Acaso…? Augusta, no puedo creerlo, me niego a creerlo.

– Pues así fue. -Augusta soltó un suspiro-. Te aseguro que, si volviese a presentarse la ocasión, lo pensaría mejor. De todos modos, no fue tan maravilloso, aunque el comienzo me agradó. Sin embargo, Graystone me asegura que, con el tiempo, será más placentero y tengo que confiar en que sepa de qué habla.

– Augusta, ¿estás diciéndome que te hizo el amor dentro del coche? -la voz de Claudia sonaba desmayada por la impresión.

– Sé que te parecerá desagradable y reprensible, pero en aquel momento no me lo pareció. Tendrías que haber estado allí para comprenderlo.

– ¿Te sedujo Graystone? -preguntó Claudia con voz más severa.

Augusta frunció el entrecejo.

– No podría afirmarlo. Según recuerdo el conde comenzó por endilgarme un severo sermón. Estaba muy enfadado conmigo. Se podría decir que estaba visceralmente furioso. Y aquella pasión cedió paso a la otra, ¿entiendes?

– ¡Buen Dios! ¿Te atacó?

– ¡No, Claudia! Acabo de explicarte que me hizo el amor: es distinto. -Augusta se interrumpió para beber un sorbo de té-. Sin embargo, después, yo misma me pregunté cuál era la diferencia. Te confieso que estuve un tanto tensa e incómoda. Pero esta mañana, después de un buen baño, me he sentido mucho mejor. Con todo, creo que esta mañana no iré a cabalgar.

– Esto es inaudito.

– Soy consciente de ello. Supongo que debería de extraer alguna moraleja de todo esto. Sin duda, la tía Prudence lo habría sintetizado a la perfección: «No te metas en un coche con un caballero, pues te expones a tener que casarte enseguida».

– De acuerdo con las circunstancias, deberías estar agradecida a Graystone porque quiera casarse contigo -afirmó Claudia con expresión adusta-. Otros hombres podrían considerar un comportamiento tan liberal por parte de la mujer antes del matrimonio como una grave falta de virtud.

– Más bien lo que impresionó a Graystone fue su propio comportamiento. Pobre hombre. Sabes que es muy estricto en relación al decoro. Estaba bastante enfadado consigo y creyó que corría el riesgo de volver a caer en la tentación antes de que pasaran los cuatro meses de compromiso. Por ese motivo hay tanto trajín esta mañana y nos preparamos para una boda tan especial.

– Comprendo. -Claudia vaciló-. Augusta, ¿te sientes desdichada por el modo como sucedieron las cosas?

– No del todo, pero te confieso que me siento nerviosa -admitió Augusta-. Preferiría contar con cuatro meses para saber en qué situación me encuentro. No estoy segura de que me ame. La otra noche no dijo una sola palabra de amor… -Se interrumpió, acalorada.

Claudia compuso una expresión asombrada.

– ¿Que no te ama?

– Tengo mis dudas. Afirma que ese sentimiento no le interesa. Y además, yo tampoco estoy segura de lograrlo. Eso es lo que más me asusta del matrimonio. -Augusta miró afligida por la ventana-. Ansío tanto que me ame… Sería tranquilizador.

– En la medida en que fuera un buen esposo, no tendrás motivos para quejarte -dijo Claudia con rigidez.

– Eso que dices es muy propio de una Ballinger de Hampshire.

– En nuestro ambiente, pocas personas se casan por amor. Todo lo que podemos pedir es respeto mutuo y cierto grado de afecto. Muchas parejas no cuentan siquiera con eso. Lo sabes muy bien, Augusta.

– Sí, pero a lo largo de los años he alimentado algún sueño. Deseaba un matrimonio como el de mis padres: desbordante de amor, de risas y de calidez. No sé si lo lograré con Graystone. He descubierto que guarda una parte oculta de sí.

– Qué extraño es lo que dices.

– No puedo explicarlo, Claudia. Sólo sé que una parte de su ser permanece en las sombras. Últimamente he comenzado a pensarlo.

– Sin embargo, te sientes atraída, ¿verdad?

– Desde el principio -admitió Augusta-. Y eso no habla a favor de mi inteligencia. -Dejó la taza con un tintineo-. Además, tiene una hija. No la conozco y no dejo de preguntarme si le gustaré.

– Augusta, sueles gustar a la gente.

Augusta parpadeó.

– Es muy bondadoso de tu parte. -Esbozó una sonrisa valerosa-. Pero dejemos esta penosa conversación. Mañana me casaré y eso es todo. Tendré que sacar de ello el mejor partido posible, ¿no crees?

Claudia vaciló y luego se inclinó hacia delante y habló en un susurro premioso:

– Augusta, si te asusta la idea de casarte con Graystone, tendrías que hablar con papá. Sabes que te quiere mucho y no te obligaría a hacerlo contra tu voluntad.

– Creo que ni siquiera el tío Thomas podría convencer a Graystone de que suspendiera la boda. Está decidido y tiene una gran fuerza de voluntad. -Augusta movió la cabeza, apesadumbrada-. De cualquier manera, ya es tarde para retroceder, ahora soy una «mercancía defectuosa», una mujer caída. Sólo queda agradecer que el hombre partícipe en mi caída desee hacer lo que corresponde.

– Pero tú también eres voluntariosa y nadie puede obligarte si no quieres… -Claudia se interrumpió y la miró fijamente-. ¡Ah, caramba! Lo que pasa es que estás enamorada de Graystone, ¿no es así?

– ¿Tan obvio es?

– Para los que te conocemos bien -le aseguró Claudia con dulzura.

– Qué alivio. No creo que a Graystone le gustara una esposa enferma de amor, lo sentiría como una pesada carga.

– De modo que para hacer honor a la reputación de los miembros de tu familia te sumergirás de cabeza en este matrimonio… -Claudia adoptó un aire reflexivo.

Augusta se sirvió otra taza de té.

– Al principio, las cosas serán difíciles. Sólo deseo no tener que seguir los pasos de una esposa que fue un dechado de virtud como dicen de mi antecesora. Las comparaciones siempre me han parecido odiosas y en mi caso es probable que se hagan.

Claudia hizo un gesto comprensivo.

– Imagino que te resultará difícil vivir de acuerdo con las pautas de la primera señora Graystone. Catherine Montrose era un modelo de virtudes femeninas. No obstante, Graystone te ayudará en alcanzar el nivel de la difunta.

Augusta se encogió de hombros.

– Sin duda. -Durante unos momentos reinó el silencio en la biblioteca y sólo se escuchaba el estrépito de los baúles que eran arrastrados en la planta superior-. Me preocupa que, en las próximas semanas, no pueda visitar a Sally. Está muy enferma y estaré inquieta por su salud.

– Nunca he aprobado del todo tu relación con esa dama ni con el club que dirige -dijo Claudia marcando las palabras-, pero sé que la consideras una buena amiga y si quieres, iré a verla una o dos veces por semana mientras estés ausente. Después te escribiré para informarte.

Augusta sintió un considerable alivio.

– Claudia, ¿harás eso por mí?

Claudia enderezó los hombros.

– No veo por qué no pueda hacerlo. Imagino que le gustará recibir mis visitas en tu ausencia y a ti te aliviará de tu preocupación.

– Claudia, no sabes cuánto te lo agradezco. Podríamos ir esta misma tarde y aprovecharía para presentaron.

– Pero tienes que preparar el viaje.

Augusta rió.

– Tengo tiempo para hacer una visita y ésta no me la perdería por nada del mundo. Creo que te llevarás una sorpresa, Claudia. No sabes lo que te pierdes.


Peter Sheldrake se sirvió clarete del botellón del que bebía Harry y observó a su amigo.

– ¿Que investigue la vida de Lovejoy? ¿Lo crees necesario?

– Me resulta difícil explicarlo, pero no me gustó la manera como enredó a Augusta en su desagradable jueguecito.

Peter se encogió de hombros.

– Tal vez sea desagradable, pero estarás de acuerdo en que no es raro. Los hombres como Lovejoy suelen hacerlo. Por lo general, sólo buscan divertirse con esposas ajenas. Si mantienes a Augusta lejos de él, estará segura.

– Aunque parezca increíble, Augusta ha aprendido la lección en lo relativo a Lovejoy. Si bien es algo imprudente, no es tonta y no volverá a confiar en ese sujeto. -Harry pasó un dedo por el lomo del libro apoyado sobre el escritorio.

El volumen, titulado Observaciones acerca de la «Historia de Roma» de Livy, era una obra breve de su propia autoría. Se había publicado recientemente y el conde estaba satisfecho, aunque no obtuviera el clamoroso éxito de la última novela de Waverley o de un poema épico de Byron. Augusta lo hallaría en extremo aburrido, pero Harry se consoló pensando que escribía para un público diferente.

Peter lanzó a Harry una mirada especulativa y, presa de inquietud, se acercó a la ventana.

– Si crees que la señorita Ballinger ha aprendido la lección, ¿qué te preocupa?

– El instinto me dice que en los crueles jueguecitos de Lovejoy hay algo más que el simple deseo de flirtear o de seducir a Augusta. La estratagema era calculada. Además, cuando fui a verlo se apresuró a señalar que Augusta era esposa poco apropiada para mí.

– ¿Piensas que intentara chantajearte? Quizá creyera que pagarías mucho más que las mil libras por el documento de Augusta para mantener oculto el asunto. Tienes la reputación de ser demasiado estricto, si no te importa que lo diga.

– No te prives de decirlo; Augusta me lo repite siempre que puede.

Peter rió entre dientes.

– Sí, me lo imagino. Es una de las razones por las que la muchacha te beneficiará. Pero volviendo a Lovejoy, ¿qué esperas descubrir?

– Ya te lo he dicho. No lo sé. Intenta averiguarlo. Al parecer, nadie sabe mucho acerca de ese sujeto. Incluso Sally admite que ese hombre es un misterio.

– Sana o enferma, Sally sería la primera en enterarse de algo. -Por un instante, Sheldrake pareció pensativo-. Quizá debería pedirle colaboración en esta investigación. Le encantará la idea, le recordará viejos tiempos.

– Actúa según tu propio juicio, pero no la fatigues. Le quedan pocas fuerzas.

– Lo comprendo, pero es el tipo de mujer que preferiría vivir cada momento antes que quedarse en cama para conservar las fuerzas.

Mirando por la ventana hacia el jardín, Harry asintió.

– Creo que tienes razón. Muy bien, pregúntale a Sally si le gustaría revivir los buenos tiempos. -Lanzó al amigo una mirada suspicaz-. Desde luego, espero que seáis los dos extremadamente discretos.

Peter adoptó una expresión de inocencia ofendida.

– Sabes que la discreción es una de mis contadas virtudes. -Luego rió con aire malicioso-. A diferencia de cierto caballero que podría mencionar, quien debido a un acto sumamente indiscreto en coche cerrado, se ve hoy en la necesidad de solicitar a una señorita en matrimonio.

El ceño de Harry fue una advertencia.

– Sheldrake, una sola palabra a alguien sobre lo ocurrido anoche y te verás obligado a componer tu propio epitafio.

– No temas, seré mudo como una tumba. ¡Pero deberías haber visto tu expresión cuando te apeaste del carruaje con la señorita Balinger! Fue memorable, te lo aseguro.

Harry ahogó una blasfemia. Cada vez que recordaba la noche pasada -y era casi lo único en que pensaba- se sentía perplejo. Todavía no daba crédito a su deplorable comportamiento. Nunca había estado a merced de su naturaleza física de aquella manera. Y lo peor era que no lamentaba lo sucedido.

Ahora disfrutaba de la idea de que Augusta le pertenecía como no había pertenecido a hombre alguno. Es más: el hecho le había proporcionado una excusa para celebrar la boda cuanto antes.

Lamentaba profundamente que su propia falta de contención hubiera impedido a Augusta que disfrutara plenamente de la experiencia. «Pero pronto remediaré la mala impresión que le he causado», se dijo, confiado. Nunca había estado con una mujer que respondiera de ese modo, pues lo había deseado verdaderamente. Se había entregado con una dulce y ansiosa inocencia que recordaría toda su vida. «Y no como Catherine, esa perra engañosa.»

Peter se volvió otra vez hacia la ventana.

– Graystone, he estado pensando qué pasaría si me encontrase con Ángel a solas en un coche cerrado.

– Eso depende del grado de interés que demostrases por el libro que está escribiendo -murmuró Harry.

– Créeme que no he hecho otra cosa que hablarle de la Guía de conocimientos útiles para las jóvenes cada vez que la he visto desde que me lo sugeriste. ¡Maldición, Harry!, ¿por qué me he enamorado de una Ballinger de Hampshire?

– Me alegra que hayas elegido a Ángel. La de Northumberland no está disponible. Si descubres algo interesante acerca de Lovejoy, mándame información a Dorset.

– Por supuesto -acordó Peter-. Y ahora, debo irme. Scruggs tiene que presentarse a la puerta principal del Pompeya dentro de una hora y ha de caracterizarse con ese condenado disfraz de patillas falsas.

Harry esperó a que se marchara Peter y luego abrió Observaciones acerca de la «Historia de Roma» de Livy, tratando de leer algunas páginas para ver cómo quedaba su obra impresa, pero no llegó demasiado lejos. Sólo podía pensar que estaba cerca el momento en que le haría el amor a su esposa en una cama.

Al cabo de un rato, Harry comprendió que no tenía ánimo para leer un ensayo sobre la historia de Roma, aunque fuese escrita por él mismo. Cerró el libro y se acercó a la estantería a buscar un volumen de Ovidio.


– Claudia, la cuestión es -dijo Augusta mientras subía con su prima las escaleras de casa de lady Arbuthnotque Pompeya comenzó como un salón. Y de pronto, un día se me ocurrió que sería mucho más divertido que lo convirtiéramos en un club al modo del de la calle Saint James. Tal vez te parezca un tanto… insólito.

– Estoy dispuesta a conocer el Pompeya. Te aseguro que no te avergonzaré -murmuró Claudia con sequedad.

– Sí, lo sé, pero en ocasiones tienes un sentido demasiado estricto del decoro y tal vez te molesten algunas cosas.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, el mayordomo -murmuró Augusta al tiempo que Scruggs les abría la puerta.

– Bien, bien, señorita Ballinger -refunfuñó Scruggs al ver a Augusta en el umbral-. Me sorprende verla hoy aquí. He oído decir que se casa usted con lo que podría considerarse una prisa indecente.

– Bueno, hombre, eso no es asunto suyo -afirmó Claudia en tono adusto.

Cuando al fin reconoció a Claudia junto a su prima, Scruggs abrió la boca, atónito. Los brillantes ojos azules se abrieron de asombro y luego se entrecerraron, pero se recobró.

– Buen Dios. ¡No es posible que la mismísima Ángel haya venido a visitar el Pompeya! Señorita Ballinger, ¿conque dando un paseo por las regiones inferiores? Dígame, por favor, ¿adónde irá a parar el mundo?

Se hizo un tenso silencio mientras Claudia lanzaba a Scruggs una mirada desaprobatoria. Luego se volvió a Augusta con aire de imperioso desdén.

– ¿Quién es este extraño personaje?

– Es Scruggs -explicó Augusta ocultando una sonrisa complacida-. No le prestes atención. Lady Arbuthnot lo retiene para añadir un toque exótico a la atmósfera del lugar. Le agradan las excentricidades.

– Es evidente. -Claudia miró a Scruggs de arriba abajo con parsimonia y luego pasó junto a él hacia el vestíbulo-. Estoy impaciente por ver qué otras rarezas puede haber por aquí. Vamos, Augusta.

Augusta se tragó la risa.

– Scruggs, la señorita Ballinger es una nueva integrante del Pompeya. Se ha ofrecido con toda gentileza a visitar a lady Arbuthnot mientras yo esté fuera de la ciudad y a mantenerme informada sobre la salud de la señora.

– ¡Y yo que pensaba que sería todo más aburrido sin su presencia, señorita Augusta! -Los ojos de Scruggs no se apartaban de Claudia, que permanecía de pie con aire regio junto a la entrada de la sala.

Mientras se quitaba el moderno sombrero con motivos de flores, Augusta sonrió.

– Sí, no cabe duda que las cosas seguirán siendo divertidas. Sentiré no estar aquí para verlo.

Scruggs mostró una sonrisa beatífica, abrió la puerta del Pompeya y Augusta y Claudia entraron en el salón de Sally.

Augusta percibió la mirada de su prima que observaba atentamente el salón mientras ella la guiaba hacia Sally, que estaba cerca del fuego.

– Qué extraordinario -exclamó Claudia en voz queda, contemplando los retratos de las mujeres famosas.

Sally cerró el libro que tenía sobre el regazo, se acomodó el chal indio y miró expectante a las dos jóvenes mientras se acercaban.

– Buenas tardes, Augusta. ¿Nos has traído a una nueva integrante?

– Mi prima Claudia. -Augusta hizo una rápida presentación-. Me reemplazará a lo largo de las próximas semanas, Sally.

– Señorita Ballinger, esperaré ansiosa sus visitas. -Sally sonrió a Claudia-. Claro que echaremos de menos a la señorita Augusta, pues nos depara mucha animación.

– Lo sé -respondió Claudia.

– Siéntese. -Sally hizo un gracioso ademán hacia las sillas más próximas.

Augusta echó una mirada al libro que leía Sally.

– Ah, tienes un ejemplar del Kublai Kan de Coleridge. Quería leerlo yo también. ¿Qué opinas de él?

– Es extraordinario. Fantástico. El autor asegura que la historia se le ocurrió al despertar de un sueño de opio. Las imágenes me parecen fascinantes, casi familiares. Aunque no podría explicarlo, encuentro cierto consuelo en la obra. -Se volvió a Claudia y sonrió-. Pero basta de disquisiciones. Dígame, ¿qué piensa hasta ahora de nuestro modesto club?

– El mayordomo me recuerda a alguien -dijo Claudia.

– Debe de ser la cojera -dijo Augusta-. Nuestro jardinero camina de la misma forma. Debe de ser cosa del reumatismo.

– Tal vez tengas razón -respondió Claudia. Sally se volvió a Augusta.

– Querida, de modo que te casas y te vas a Dorset.

– Es increíble la velocidad con que se extienden los rumores…

– Y llegan aquí, al Pompeya -concluyó Sally-. Debí imaginar que no harías nunca nada al modo convencional.

– No fue idea mía sino de Graystone. Espero que no lo lamente. -Augusta inclinó la cabeza a un lado mientras recibía una taza de té-. Por otra parte, me alivia descubrir que mi prometido tenga algo de impetuoso.

– ¿Impetuoso? -Sally lo pensó un momento-. No creo que sea ése el término para describir a Graystone.

– ¿Cuál sería la palabra, señora? -preguntó Claudia interesada.

– Engañoso, astuto y, en ocasiones, hasta duro. Graystone es un hombre poco común. -Sally sorbió té.

– Estoy de acuerdo, y debo agregar que me inquieta -dijo Augusta-. ¿Sabes que tiene el enervante hábito de enterarse siempre de cualquier plan que lleve yo a cabo, por más discreta que sea? Es como ser perseguido por la misma Némesis.

Sally se ahogó con el té y se apresuró a limpiarse los pálidos labios con el pañuelo. Sus ojos resplandecían divertidos.

– Conque Némesis, ¿eh? Es extraño que lo digas…


«Némesis.» La tarde siguiente, mientras el coche de Graystone rodaba por la carretera hacia Dorset, Augusta seguía pensando en aquella observación.

Aquella mañana, la ceremonia de la boda había sido rápida y escueta. Graystone parecía preocupado y apenas reparó en el vestido de muselina blanco elegido con el mayor esmero para la ocasión. Ni siquiera le ofreció un cumplido por el discreto volante que la muchacha había mandado coser en el escote. ¡Se había desentendido de su primer esfuerzo en parecer modesta a vista del esposo! Había insistido en partir de inmediato y, en ese momento, estaba estirado frente a Augusta en el asiento opuesto del coche, hundido en sus pensamientos desde que habían partido de Londres. Desde la noche en que habían hecho el amor en el coche, era la primera vez que estaban a solas.

Incapaz de leer o de concentrarse mucho tiempo en el paisaje, Augusta estaba inquieta. Manoseaba el cordón de su atuendo de viaje color cobre, jugueteaba con el bolso y de vez en cuando lanzaba miradas de soslayo a Graystone. Aparecía esbelto y vigoroso con botas resplandecientes, pantalones ajustados y chaqueta de elegante corte. El corbatín, inmaculado, iba ajustado con esmero, como siempre. Semejaba un modelo.

«¿Cómo podré vivir alguna vez de acuerdo con los parámetros de Harry?», pensó Augusta con tristeza.

– Augusta, ¿pasa algo? -preguntó al fin Harry.

– No, milord.

– ¿Estás segura? -preguntó otra vez con suavidad.

La joven se encogió de hombros.

– Es que tengo la extraña sensación de que nada de lo sucedido sea real. Me siento como si en cualquier momento fuese a despertarme y a descubrir que estuviera soñando.

– Te aseguro que no es así, querida mía, estás verdaderamente casada.

– Sí, milord.

El conde exhaló un hondo suspiro.

– Estás nerviosa, ¿verdad?

– Un poco. -Pensó en lo que la esperaba: una hija que no conocía, un nuevo hogar y un marido cuya primera esposa había sido un dechado de virtudes femeninas. En un arranque de valor, irguió los hombros-. Harry, trataré de ser una buena esposa.

El hombre esbozó una sonrisa pálida.

– ¿En serio? Eso resulta interesante.

La sonrisa tímida de la joven se esfumó.

– Soy consciente de que a tus ojos tengo muchos defectos y comprendo que me espera una tarea difícil. Será duro vivir de acuerdo con el ejemplo de tu primera esposa, pero estoy segura de que con tiempo y paciencia…

– Mi primera esposa era una perra mentirosa, engañosa y sin corazón -dijo Harry sonriendo con serenidad-. Lo último que desearía es que siguieras sus pasos.

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