– ¡Harry!
La exclamación de Augusta quedó ahogada bajo la presión salvaje y excitante de la boca de Harry. En un solo instante se apoderó de sus sentidos. La perplejidad de la muchacha se fundió en un estremecimiento de anhelo tal como había ocurrido la primera vez en el suelo de la biblioteca.
Con ademán lento, Augusta rodeó el cuello de Harry con los brazos mientras se recuperaba de la impresión inicial. El conde exigió y la boca de Augusta se entreabrió obediente. En cuanto lo hizo, la lengua del hombre invadió su boca reclamando su tibieza y Augusta se estremeció.
El cuerpo de la muchacha reaccionaba con tal estímulo que no pudo conservar la lucidez. Era consciente del balanceo y las sacudidas del vehículo, del traqueteo de las ruedas y del choque de los cascos de los caballos sobre el pavimento. No obstante, dentro del coche, en brazos de Harry, se sentía en otro mundo. Un mundo al que en secreto anhelaba regresar desde la primera vez que la había abrazado. Las horas que había pasado reviviendo esa intimidad en la imaginación palidecían ahora en comparación con la realidad. Dentro de ella brotó una sensación de euforia al comprender que volvía a experimentar la maravilla de los besos de Harry.
Era evidente que el conde había olvidado el desagradable asunto de la deuda con Lovejoy, pensó Augusta, dichosa. Si todavía estuviese enfadado con ella, no la besaría de este modo. Se abrazó a él hundiendo los dedos en la tela gruesa del abrigo negro.
– ¡Por Dios, Augusta! -Harry alzó la cabeza. Los ojos le resplandecían en la oscuridad-. Estás volviéndome loco. Te habría azotado con gusto hace un momento y ahora estás haciéndome desear llevarte a la primera cama que hubiera.
La joven le acarició el rostro y sonrió anhelante.
– Harry, bésame otra vez, por favor. Me encanta que me beses.
Ahogando un juramento, la boca de Harry volvió a posarse sobre la de Augusta. La muchacha sintió que deslizaba la mano por el hombro oprimiéndola con suavidad y se paralizó al percibir los dedos del conde que le tocaban el pecho a través de la camisa. Pero no se apartó.
– ¿Te gusta, mi turbulenta chiquilla? -La voz de Harry era ronca mientras le desabrochaba la camisa.
– Sí -susurró-. Querría que me besases y no dejases de hacerlo. Te juro que es la experiencia más fascinante.
– Me alegro que te lo parezca.
A continuación, la mano del hombre se deslizó entre la camisa abierta y ahuecó la mano sobre el pecho desnudo. Augusta cerró los ojos y contuvo la respiración al tiempo que el pulgar de Harry trazaba círculos alrededor del pezón.
– ¡Dios mío! -susurró Harry en voz densa-. Es la más dulce de las frutas.
Inclinó la cabeza para tomar con la boca el capullo rosado y Augusta gimió.
– Tranquila, mi amor -murmuró, llevando su mano hacia el cierre de los pantalones de Augusta.
En una nebulosa, Augusta comprendió que iban dentro de un coche por una calle de Londres, que Scruggs conducía en el pescante ignorante, por suerte, de lo que ocurría en el interior, y que debía guardar silencio, pero no podía contener las exclamaciones de sorpresa. Las caricias de Harry hacían que su cuerpo vibrara de placer. La recorría una ansiedad insoportable creando en ella una tensión demasiado nueva y extraña para experimentarla en silencio. Al sentir los dedos de Harry dentro de los pantalones que buscaban los tibios secretos entre sus muslos, contuvo el aliento y exclamó en tono quedo:
– ¡Oh, Harry!
Harry respondió con un gemido que era mitad risa y mitad maldición.
– Silencio, corazón. Calma, mi amor.
– Pero no puedo quedarme callada cuando me acaricias así, Harry, es una sensación muy extraña. Te juro que nunca he sentido nada parecido.
– ¡Maldición, mujer! No sabes hasta qué punto me provocas, ¿verdad?
Harry se movió y cambió rápidamente de posición. Se quitó el abrigo y lo extendió sobre los almohadones verdes. A continuación, acomodó a Augusta sobre aquél. La muchacha había levantado las rodillas buscando espacio. Cuando abrió los ojos, Harry estaba en cuclillas a su lado. Con febril impaciencia, se inclinó para abrirle la camisa y desnudarle los pechos.
Augusta comenzaba a acostumbrarse al contacto de la mano de Harry sobre la parte superior del cuerpo cuando notó que el conde se quitaba los zapatos y le bajaba a ella los pantalones.
– ¿Qué estás haciendo?
Se removió inquieta sobre los almohadones perdida en la neblina de despertar sensual que la envolvía.
La mano cálida de Harry se apoyó con audaz intimidad sobre su tibieza y la joven tembló.
– Dime otra vez que me deseas -murmuró con la boca sobre el pecho de Augusta.
– Te deseo. Nunca en mi vida he deseado algo con tal intensidad.
Se arqueó contra la mano del hombre y lo oyó gemir. Una vez más, toda intención de protestar se esfumó dejando lugar a un creciente anhelo. Volvió a lanzar una exclamación y la boca de Harry cubrió la suya silenciándola con suavidad.
Al percibir que Harry cambiaba otra vez de posición, Augusta tembló. Ahora se situaba de rodillas entre las piernas abiertas de la muchacha. Advirtió que manipulaba torpe y rápidamente sus propios pantalones.
– Harry…
– Silencio, mi amor. Calla.
Al sentir que el peso de Harry la aplastaba contra los almohadones, Augusta jadeó. Se había colocado entre sus muslos antes de que ella comprendiera lo que intentaba hacer. Los dedos del hombre se deslizaron entre los cuerpos de ambos acariciándola y abriéndola.
– Sí, mi amor, eso es. Sí. Ábrete a mí. Así. Dios, eres tan suave… y estás húmeda y dispuesta a mí. Déjame sentirte, querida.
Los roncos y apremiantes susurros la anegaron. Sintió que algo duro e irrefrenable penetraba en ella con lentitud pero con firmeza.
Por un instante, la atenazó el pánico. Confusa, pensó que debía detenerlo. Sin duda, Harry lo lamentaría por la mañana, quizá le echara la culpa a ella como lo había hecho la última vez.
– Harry, no deberíamos hacer esto. Pensarás que soy una indecente.
– No, mi amor. Creo que eres dulce y suave.
– Dirás que te alentaba yo -sintió que Harry presionaba con más fuerza y jadeó-, y que nos comprometimos en ello.
– Las promesas ya existen. Me perteneces, Augusta. Estamos comprometidos. No tienes que temer que te entregues al hombre que será tu esposo.
– ¿Estás seguro?
– Por completo. Rodéame con los brazos, mi amor -murmuró Harry con sus labios sobre los de Augusta-. Abrázame. Recíbeme dentro de ti. Demuéstrame que de verdad me deseas.
– ¡Oh, Harry, te deseo! Y si estás seguro de que me quieres, si no piensas que mi virtud…
– Te quiero, Augusta. Dios sabe que te quiero tanto que no sobreviviría hasta mañana si no te poseyera ahora mismo. Nada me parece más correcto.
– ¡Oh, Harry!
«Me quiere», pensó Augusta, aturdida por esa revelación. La necesitaba desesperadamente. Y anhelaba rendirse a él, ansiaba descubrir cómo se sentiría poseída por Harry.
Apretó los brazos alrededor del cuello del conde y se dejó llevar por la fuerza del hombre.
– ¡Sí, Augusta, sí!
La boca se apretó sobre la de Augusta y la oprimió bajo su cuerpo. Augusta, lanzada al límite de una ardiente sensualidad, sintió como si la hubiesen arrojado a un estanque de agua helada. La íntima invasión rugió en su interior. «Esto no es lo que yo esperaba.» Jadeó y gritó, sorprendida y horrorizada. Con todo, la protesta no fue más que un débil chillido, pues la boca de Harry se apretaba salvaje sobre la suya. Absorbió la exclamación serenándola con el beso. Ninguno de los dos se movió.
Harry alzó la cabeza. La luz suave del coche iluminó la transpiración de su frente y la mandíbula apretada.
– Harry…
– Tranquila, mi amor, tranquila. En seguida estarás bien. Mi amor, perdóname por apresurar las cosas. -Derramó besos cálidos y apremiantes sobre las mejillas y el cuello de la muchacha y la apretó con las manos-. Me emborrachaste de deseo; como cualquier borracho, me he precipitado torpemente y tendría que haber sido más delicado y diestro.
Augusta no respondió. Estaba concentrada en habituarse a la extraña sensación de sentir a Harry dentro de ella. Por un instante infinito, Harry permaneció inmóvil sobre Augusta y ella percibió la rígida tensión con que se controlaba.
– Augusta.
– Dime, Harry.
– ¿Estás bien, mi amor? -preguntó entre dientes. Parecía estar apelando a toda la fuerza de su voluntad para contenerse.
– Creo que sí -dijo Augusta con el entrecejo fruncido, mientras su cuerpo se acostumbraba a esa extraña sensación que no se parecía a ninguna otra que hubiese experimentado.
En ese momento, el carruaje se sacudió con un bache y el inesperado movimiento hizo que Harry penetrara más adentro. Él gimió y Augusta jadeó.
Harry musitó algo y apoyó su frente sobre la de ella.
– Será mejor, Augusta, te lo aseguro. Eres tan dulce, tan ardiente… Mírame, cariño. -Le rodeó el rostro con las manos-. ¡Maldición, Augusta, abre los ojos y mírame! Dime que todavía me quieres. Lo último que querría sería herirte.
Obediente, la joven alzó las pestañas para contemplar el rostro rígido. Comprendió que, aunque él se esforzaba por controlarse, se reprochaba por haberla incomodado. Sonrió con dulzura conmovida por esa tierna consideración. «No es extraño que lo ame», pensó entonces.
– No te aflijas, Harry. Te aseguro que no es tan terrible. No creo que me hayas hecho daño. Como comprobamos en la biblioteca de Lovejoy, no todas las aventuras resultan fáciles.
– ¡Por Dios, Augusta! ¿Qué voy a hacer contigo? -Harry hundió el rostro en el hueco del cuello de la muchacha y comenzó a moverse dentro de ella.
Al principio, esta nueva sensación no le agradó demasiado pero pronto comenzó a cambiar de opinión… empezaba a parecerle agradable cuando, de pronto, todo terminó.
– ¡Augusta! -Harry lanzó una última acometida, arqueó la espalda y se contrajo.
Augusta quedó fascinada por la tensa fuerza y la expresión de feroz energía masculina que expresaba el semblante. Lo vio apretar los dientes para contener un grito ronco; luego, gimió y se desplomó sobre ella.
Por unos instantes, los únicos movimientos fueron las sacudidas del coche y los sonidos distantes de la calle. Augusta acarició la espalda de Harry y oyó que aspiraba el aire a grandes bocanadas. Le gustó sentir el calor y el peso del cuerpo del hombre aunque la aplastara contra los almohadones. Le agradó también su aroma. Tenía una cualidad hondamente masculina.
Sobre todo, le gustaba la extraña intimidad de la situación. Comprendió que ahora se sentía parte de Harry Era como si cada uno hubiese dado algo de sí al otro y se hubieran unido por medio de lazos indefinidos que no tuvieran que ver con las formalidades o con el compromiso. Le costó identificar aquel sentimiento: era una dichosa sensación de pertenencia. Harry y ella estaban juntos como si esa noche hubiesen construido las bases de una nueva familia, una familia a la que pertenecería enteramente.
– Es inaudito -murmuró Harry.
– Harry -susurró Augusta, pensativa-, ¿haremos esto con frecuencia durante nuestro compromiso? Si es así, convendría tener otro cochero. -Rió con suavidad-. Scruggs no puede conducir cada noche con semejante reumatismo.
Harry quedó mudo. Levantó la cabeza con una expresión perpleja en la mirada. Cuando habló, en su voz ya no quedaba el menor rastro de calidez ni apremio.
– ¡Cuatro meses! ¡Maldición! Es imposible.
– ¿Qué sucede?
El conde se levantó y se pasó los dedos por el cabello revuelto.
– Nada que no pueda resolverse. Necesito unos minutos para pensar. Siéntate, rápido. Lamento darte prisa, pero tienes que vestirte.
La impaciencia y el tono autoritario de Harry disiparon la sensación de calidez que había experimentado Augusta. Se encogió mientras se sentaba y comenzaba a manipular la ropa con torpeza.
– Harry, no te comprendo. ¿Por qué te enfureces ahora? -De pronto, se detuvo al ocurrírsele un pensamiento terrible-. A fin de cuentas, ¿vas a culparme por lo que acaba de pasar?
– ¡Maldita sea, no estoy enfadado por esto! -Hizo un gesto brusco que abarcó el interior del carruaje y todo lo que había sucedido en su interior-. Aunque no pienso olvidar la irrupción en casa de Lovejoy.
Se abrochó los pantalones, se acomodó la camisa y luego ayudó a Augusta a vestirse demorando brevemente la mano sobre el muslo de la muchacha. Al percibirlo desgarrado entre emociones contrarias, Augusta sonrió.
– ¿Quieres algo más
– Mucho más. -Mientras le acomodaba los pantalones meneó la cabeza con aire sombrío-. Y por cierto no esperaré cuatro meses a conseguirlo.
– ¿Significa eso que lo haremos a menudo?
Harry alzó la mirada y el brillo sensual de sus ojos fue indudable.
– Desde luego, pero no en un maldito carruaje en medio de Londres. Vamos, Augusta, acomódate la camisa. -Comenzó a hacerlo él mismo-. Conseguiré una licencia lo antes posible y nos casaremos dentro de un par de días.
– ¿Casarnos? -Augusta lo miró atónita. No podía aclarar sus ideas. Todo sucedía con demasiada rapidez-. No puede ser, Harry. ¿Qué me dices del compromiso?
– El nuestro será el más breve del que se tenga memoria, tan corto como sea posible.
– No sé si quiero que sea tan breve.
– A estas alturas, lo que sientas no significa nada -le dijo con suavidad-. Acabo de hacerte el amor y sin duda sentiré la tentación dé hacerlo otra vez muy pronto. Por lo tanto, tenemos que casarnos de inmediato. No te quepa duda de que no esperaré cuatro meses a volver a poseerte. No sobreviviría a semejante tortura.
– Pero, Harry…
Alzó una mano para hacerla callar.
– Basta. No digas una palabra más. El asunto está resuelto. Esta situación es culpa mía y haré lo que tenga que hacer.
– No creo que sea tuya la culpa -dijo Augusta, con aire reflexivo-. En ocasiones has dicho que tengo un defectuoso sentido de la decencia y todo el mundo conoce mi tendencia al atolondramiento. -Imaginando la reacción de Claudia ante la noticia, agregó apenada-: La gente creerá que la culpa es mía.
– He dicho que no quería oír más al respecto. -Harry comenzó a recoger el abrigo del asiento y se interrumpió al descubrir en la prenda unas manchas húmedas. Lanzó un hondo suspiro.
– Harry, ¿pasa algo malo?
– Discúlpame, Augusta -dijo en tono gruñón-. No tenía derecho a aprovecharme de ti. No sé qué me ha pasado. Merecías una cama decente y todas las delicias de la luna de miel para tu primera experiencia de amor.
– No te aflijas. A decir verdad, ha sido excitante. -Corrió la cortina de la ventanilla y miró hacia la calle-. ¿En cuántos de esos coches habrá otras parejas haciendo lo mismo que acabamos de hacer?
– Tiemblo sólo de pensarlo. -Harry abrió el portillón del pescante con el bastón de ébano-. Scruggs, llévanos a casa de lady Arbuthnot, enseguida.
– De inmediato -gruñó Scruggs desde el pescante-. Se ha hecho un poco tarde, ¿no cree el señor?
Harry no se molestó en responder. Dejó caer el portillón con un estampido y luego se sentó frente a Augusta sin hablar.
– No puedo creer que acabe de hacerle el amor a mi novia dentro de un coche en medio de Londres.
– ¡Pobre Harry! -Augusta observó la extraña expresión de su rostro severo-. Me imagino que te resultará muy difícil conciliar esto con tu idea de lo apropiado, ¿no es así?
– ¿Se ríe usted de mí, señorita Ballinger?
– No, milord, no me atrevería.
Trató de ocultar la risa que le bailoteaba en los labios. «¿Por qué me sentiré tan liviana y feliz después de un hecho tan asombroso?», se preguntó.
Harry lanzó una maldición ahogada.
– Comienzo a creer que, si no tengo cuidado, ejercerás una pésima influencia sobre mí, Augusta.
– Lo haré lo mejor que pueda, señor -murmuró la joven, y luego se contuvo-. Con respecto a nuestro matrimonio, no creo que sea necesario hacer algo tan drástico.
– ¿No? -Elevó las cejas-. Bueno, yo sí. Y basta. Mañana te comunicaré el lugar y la hora. Hablaré con tu tío y le explicaré que no hay alternativa.
– Pues de eso se trata, Harry: existe la alternativa. Yo no tengo prisa. El matrimonio es para siempre, ¿verdad? Quisiera que estuvieses bien seguro.
– Es decir que todavía tienes escrúpulos.
La muchacha se mordió el labio.
– No me refería a eso.
– No es necesario. Desde el comienzo titubeaste al respecto. Sin embargo, ahora las cosas han llegado demasiado lejos y ninguno de los dos tiene otra alternativa sino casarnos lo antes posible.
Augusta sintió un ramalazo de temor.
– Espero que no sigas adelante porque creas que sea lo correcto. Comprendo que seas tan estricto en cuanto a respetabilidad y decoro, pero no hace falta apresurarse.
– No seas tonta, Augusta. Es imprescindible apresurar la boda. Sería posible que estuvieras embarazada.
La joven abrió sorprendida los ojos.
– Dios mío, no se me había ocurrido.
«Y eso demuestra que esta noche mi mente es un caos -pensó-. Podría estar embarazada del hijo de Harry.» De manera instintiva, se tocó el vientre con mano protectora.
La mirada de Harry siguió el gesto y sonrió.
– Es evidente que se te había escapado esa posibilidad.
– Podríamos esperar un poco -arriesgó Augusta.
– No esperaremos un día más de lo necesario.
Percibió la nota inflexible en el tono de Harry y supo que era inútil seguir discutiendo. Tampoco estaba segura de querer continuar la diatriba. En ese momento, no sabía lo que quería. «¿Qué significará tener un hijo de Harry?» Tensa e inmóvil, permaneció sentada hasta que el coche llegó a la casa de lady Arbuthnot.
Al apearse, Augusta se volvió a Harry por última vez.
– Aún no es tarde para reconsiderarlo. Te ruego que no adoptes ninguna decisión hasta mañana. Tal vez entonces pienses de otra manera.
– Mañana estaré muy atareado: tendré que ocuparme de la licencia y de algunos otros asuntos -le informó-. Vamos, te acompañaré hasta la puerta trasera.
– ¿Qué significa que mañana estés tan ocupado? -preguntó, mientras Harry la acompañaba ligero hasta la puerta de atrás-. ¿Qué harás además de conseguir la licencia?
– Pienso hacer una visita a Lovejoy, entre otras cosas. Por favor, procura caminar más rápido. Me inquieta sobremanera acompañarte vestida de esa forma.
Pero de pronto, Augusta clavó los tacones de las botas y se detuvo.
– ¿Lovejoy? ¿Que le harás una visita? -Se estiró y lo cogió por las solapas del abrigo-. Harry, no cometerás la tontería de retarlo a duelo, ¿verdad?
El conde la miró con ojos indiscernibles en la oscuridad.
– ¿Te parece una tontería?
– ¡Por Dios, sí! Un enorme disparate. Es impensable. No debes hacer algo así, ¿me oyes? No lo permitiré.
El hombre la observó, pensativo.
– ¿Por qué? -preguntó al fin.
– Porque podría suceder algo terrible -dijo, sin aliento-. Podrían matarte por mi culpa y no podría soportarlo, ¿comprendes? No quisiera llevar algo así sobre mi conciencia. El asunto de la deuda era problema mío y ya está solucionado. No es necesario desafiar a Lovejoy. Por favor, Harry, te lo ruego, prométeme que no lo harás.
– Según sé, si tu padre o tu hermano estuviesen vivos habrían concertado una cita con Lovejoy al amanecer -comentó Harry en voz suave.
– Pero no es lo mismo. Eran hombres muy diferentes. -Augusta se desesperó-. Eran imprudentes y audaces, y en ocasiones, quizá demasiado. De cualquier modo, tampoco querría que retaran ellos a Lovejoy. Repito: todo fue por mi causa.
– Augusta…
La muchacha dio un tirón de advertencia a las solapas.
– No quiero que nadie arriesgue su vida por algo que hice yo. Por favor, Harry, dame tu palabra de que no lo harás. No soportaría que te pasara algo por mi culpa.
– Pareces muy segura de que sería yo quien perdiera el duelo -dijo-. Tendría que ofenderme de tu falta de confianza en mi habilidad con la pistola.
– No se trata de eso. -Movió la cabeza desesperada por asegurarle que no debía sentirse avergonzado-. Es que algunos hombres, como le pasaba a mi hermano, tienen mayor tendencia a las actividades peligrosas. Pero tú no. Tú eres un estudioso, señor mío, no un extremista de sangre caliente ni un deportista.
– Augusta, comienzo a pensar que sientes cierto afecto por mí, aunque no tengas buena opinión de mis habilidades duelísticas.
– Por supuesto que tengo buena opinión de ti, Harry. Siempre te tuve simpatía. Incluso en los últimos tiempos cobré por ti cierto grado de cariño.
– Comprendo.
Al percibir el suave tono burlón, Augusta sintió que le ardían las mejillas. Acababa de permitir que ese hombre le hiciera el amor sobre los cojines de un coche… ¡y le decía que sentía «cierto grado de cariño» por él! La consideraría una perfecta estúpida. Por otra parte, no podía decirle que estaba locamente enamorada. No era momento ni lugar para una declaración apasionada. Todo era muy caótico.
– Harry, esta noche te has portado muy bien conmigo y no quisiera que sufrieras a causa de mis actos -concluyó Augusta, decidida.
Harry guardó silencio largo rato y luego esbozó una sonrisa carente de alegría.
– Augusta, hagamos un trato. No retaré a duelo a Lovejoy si me das tu palabra de que no discutirás más conmigo respecto al casamiento.
– Pero, Harry…
– Es un trato, querida.
La joven lanzó un hondo suspiro reconociendo que no tenía escapatoria.
– De acuerdo.
– Magnífico.
De pronto, Augusta entrecerró los ojos con expresión suspicaz.
– Graystone, si no te conociera juraría que eres un bruto demasiado astuto e inteligente.
– Ah, pero me conoces muy bien y puedes desechar esa conclusión, ¿no es así, querida? No soy sino un estudioso de los clásicos más bien esforzado y aburrido.
– Que hace el amor en los coches y sabe abrir cerraduras y cajas de seguridad.
– En los libros se aprenden las cosas más asombrosas. -Le besó la punta de la nariz-. Ahora, entra y quítate esos condenados pantalones. Son impropios de una dama. Prefiero que mi futura condesa lleve un atuendo más femenino.
– Eso no me sorprende, milord. -Se volvió para irse.
– Augusta…
Miró sobre el hombro y vio que Harry buscaba algo en el bolsillo del abrigo y sacaba un pequeño paquete.
– Dime.
– Creo que esto es tuyo. Confío en que no volverás a meterte en una situación similar para tener que empeñarlo otra vez.
– ¡El collar! -El rostro de la joven se iluminó con una sonrisa mientras asía el talego. Se puso de puntillas y le dio un breve beso en el mentón-. Gracias. No te imaginas cuánto significa para mí. ¿Cómo lo has encontrado?
– La persona que te lo compró estaba ansiosa por deshacerse de él -respondió Harry en tono cortante.
– Por supuesto, te devolveré las mil libras que obtuve -se apresuró a afirmar la joven, embelesada por haber recuperado el collar.
– No importa. Considéralas un adelanto de los pactos conyugales.
– Es muy generoso de tu parte, pero no puedo aceptar semejante regalo.
– Acéptalo -dijo Harry con frialdad-. Recuerda que soy tu prometido y tengo el privilegio de hacerte algún regalo. Por otra parte, me consideraré recompensado si has aprendido la lección.
– Respecto a Lovejoy, no temas, ya la he aprendido. No volveré a jugar con él -Augusta hizo una pausa sintiéndose sobremanera generosa-, y tampoco bailaré con él de ahora en adelante.
– Augusta, ni le dirigirás la palabra. ¿Entendido?
– Sí, Harry.
La expresión del conde se suavizó al tiempo que la recorría con la mirada. Aquella mirada posesiva la hizo estremecerse.
– Vete, querida -dijo Harry-, se hace tarde.
Augusta dio media vuelta y corrió hacia la casa.
Al día siguiente, poco después de mediodía, Harry fue conducido a la pequeña biblioteca de Lovejoy. Estudió la habitación con aire negligente y vio que todo se encontraba en su sitio tal como la noche anterior, incluyendo el globo junto a la estantería.
Lovejoy se respaldó en la silla tras el escritorio y observó al inesperado visitante con aparente interés. Pero en sus ojos apareció un brillo de desasosiego.
– Buenos días, Graystone. ¿Qué lo trae por aquí?
– Un asunto personal. No requerirá mucho tiempo.
Harry se sentó en la silla de respaldo alto cerca del hogar. Contra lo que suponía Augusta, no pensaba desafiar a duelo a Lovejoy. Era necesario conocer al enemigo antes de decidir la forma de lidiar con él.
– ¿Un asunto personal, dice? Confieso que me sorprende. No pensé que la señorita Ballinger recurriera a usted para resolver una deuda de juego. De modo que le ha pedido que pague en su nombre, ¿no es así?
Harry elevó una ceja con aire interrogante.
– En absoluto. No estoy al tanto de ninguna deuda. Con todo, nunca deben hacerse presunciones respecto a la señorita Ballinger. Mi novia es imprevisible.
– Eso tengo entendido.
– Sin embargo, conmigo pasa lo contrario. Creo que debería usted saberlo, Lovejoy. Si afirmo algo, por lo general lo ejecuto.
– Comprendo. -Lovejoy jugueteó con un pesado pisapapeles de plata labrada-. ¿Y qué es lo que se propone?
– Proteger a mi prometida de la clase de juegos a que parece usted aficionado a jugar con mujeres.
Lovejoy le dirigió una mirada ofendida.
– Graystone, no es culpa mía que en ocasiones su novia disfrute de jugar unas manos. Si es verdad que piensa casarse con ella, sería conveniente que examinara su carácter. Tiene tendencia a los entretenimientos imprudentes. Es una inclinación de la familia, según se dice, al menos, de la rama Northumberland.
– Lo que me preocupa no es la inclinación de mi prometida por las cartas.
– ¿No? Eso creía. Una vez disponga de su fortuna, se volverá aún más aficionada a los juegos de azar. -Lovejoy esbozó una sonrisa significativa.
Harry respondió con una sonrisa serena.
– Le repito: no me preocupa el tipo de entretenimientos que agraden a mi novia. Lo que me trae aquí es el hecho de que haya mencionado el tema de la muerte de su hermano.
– ¿Se lo ha comentado?
– Me informaron que prometió ayudarla a investigar el incidente. Dudo que pueda brindarle alguna ayuda provechosa y tampoco quiero que revuelva el pasado. Sólo causaría más pena a mi prometida y no lo toleraré. Así que deje las cosas como están. ¿Me ha entendido?
– ¿Qué le asegura que no pueda ayudarla a levantar la nube de sospechas que pesa sobre la reputación de su hermano?
– Los dos sabemos que no hay manera de probar la inocencia de Ballinger. Es preferible que el asunto quede enterrado. -Harry sostuvo la mirada de Lovejoy-. Por supuesto, a menos que tenga usted un conocimiento especial sobre el suceso, en cuyo caso me lo comunicará. ¿Sabe usted algo, Lovejoy?
– Buen Dios, no.
– Eso pensaba. -Harry se puso de pie-. Confío en que no esté mintiendo, pues sería lamentable que me enterara de lo contrario. Le deseo buenos días. Y otra cosa, aunque no pienso prohibir a mi novia que juegue de vez en cuando, sí le prohibí que lo hiciera con usted. Lovejoy, tendrá que intentar sus tretas con otra.
– Qué aburrido. Disfrutaba mucho de la compañía de la señorita Ballinger. Además, hay una pequeña deuda de mil libras. Dígame, Graystone, exigiendo como exige un comportamiento virtuoso de su futura condesa, ¿no le preocupa casarse con una joven con tendencia a jugar fuerte?
Harry esbozó una fría sonrisa.
– Lovejoy, creo que se equivoca: mi prometida no le debe nada. Y por cierto, no le debe mil libras.
– No esté tan seguro. -Lovejoy se levantó con expresión satisfecha-. ¿Quiere ver el documento firmado por la señorita Ballinger?
– Si me lo muestra usted, saldaré la deuda en este mismo momento. Pero dudo que pueda mostrármelo.
– Un momento.
Interesado, Harry observó cómo Lovejoy cruzaba la habitación hasta el globo y sacaba una llave del bolsillo. La insertó en la cerradura oculta y la mitad superior del globo se abrió como había sucedido la noche anterior.
Se produjo un tenso silencio al tiempo que Lovejoy examinaba la mitad inferior del globo. Al cabo, se volvió lentamente hacia Harry con el rostro vacío de expresión.
– Al parecer, estaba equivocado -dijo con suavidad-. No tengo el pagaré de su dama.
– No creí que lo tuviese. Nos hemos entendido, ¿no es así, Lovejoy? Vuelvo a desearle buenos días. De paso, podría felicitarme: me caso mañana.
– ¿Tan pronto? -Lovejoy fue incapaz de ocultar por completo la sorpresa-. Me asombra usted. No imaginé que tuviese tanta prisa. Desde cualquier punto de vista, quienquiera que se case con la señorita Augusta Ballinger debe prepararse a la aventura.
– Por cierto, constituirá un cambio interesante en mi vida. Dicen que ya he pasado demasiado tiempo sepultado entre libros. Quizá sea el momento de experimentar alguna aventura.
Sin esperar respuesta, Harry abrió la puerta y salió de la biblioteca. Tras él oyó el ruido de la tapa del globo al caer, con tanto estrépito que resonó en el vestíbulo.
«Es curioso que Lovejoy haya elegido a Augusta como blanco de sus odiosos jueguecitos», pensó Harry saliendo de la casa. Había llegado el momento de investigar el pasado de aquel sujeto. Le encargaría la tarea a Peter Sheldrake, cosa que le resultaría más provechosa que actuar como mayordomo Scruggs.