CAPÍTULO 09

A pesar de las frustraciones físicas de aquella noche, Royce estaba en un humor ecuánime mientras, a la mañana siguiente, repasaba su correspondencia con Handley en el estudio.

Aunque no tenía experiencia seduciendo a damas inseguras o poco dispuestas, su ama de llaves, gracias a Dios, no era ni lo uno ni lo otro. Convencerla de que se metiera en su cama no exigiría palabras dulces, zalamerías o largas miradas, no tenía que jugar con su sensibilidad; la noche anterior había sido simplemente el hombre, el antiguo señor que ella ya sabía que era, y había tenido éxito. Sorprendentemente.

Puede que no terminara en su cama, pero apostaría el ducado a que lo había pensado. A que lo había considerado.

Su camino adelante estaba ahora claro como el cristal, y una vez que hubiera disfrutado de su cama a conciencia, una vez que ella fuera suya hasta la profundidad de su alma, él la informaría de que iba a ser su duquesa. Podría encuadrar su oferta como una pedida de mano, pero se mantenía firme en que, por entonces, no sería una pregunta real; sobre todo, no en su mente.

Cuanto más meditaba sobre su plan, más le gustaba; con una mujer como ella, cuantas más cuerdas tuviera enlazándola a él antes de mencionar matrimonio, mejor; menos posibilidades habría de que pusiera alguna objeción. Las grandes damas quizá estaban seguras de que cualquiera de las damas de su lista aceptaría su oferta sin dudar, pero el nombre de Minerva no estaba en su lista, y (a pesar de haber comentado lo contrario) él no era tan presumido, tan arrogante, como para dar su consentimiento como cosa segura, ni siquiera ahora.

Pero no tenía intención de dejar que se negara.

– Esto es todo lo que tenemos que hacer hoy -Handley, un tranquilo y decidido hombre, un huérfano que fue recomendado a Royce por el director de la Winchester Grammar School, que había demostrado a continuación ser merecedor de la considerable confianza que Royce depositaba en él, recogió las distintas cartas, notas y documentos con los que había estado trabajando. Miró a Royce. -Me pediste que te recordara lo de Hamilton y la casa de Cleveland Row.

– Ah, sí -Tenía que decidir qué hacer con su casa de la ciudad ahora que había heredado la mansión familiar de Grosvenor Square. -Dile a Jeffers que llame a la señorita Chesterton. Y será mejor que te quedes. Tendré que enviar cartas e instrucciones al sur, sin duda.

Después de enviar a Jeffers a que buscara a Minerva, Handley volvió a la silla de respaldo recto que prefería, ubicada en un extremo del escritorio de Royce.

Minerva entró. Al ver a Handley, le dedicó una sonrisa, y después miró a Royce.

Nadie hubiera visto algo inusual en aquella mirada, pero Royce sabía que ella se sentía cautelosa, atenta a cualquier señal de agresión sexual de su parte.

Royce le devolvió la mirada, y le señaló que tomara asiento en su silla habitual.

– Tenemos que discutir el asunto del servicio de la mansión Wolverstone, y el mejor modo de unir al servicio de mi casa de Londres con el personal del ducado.

Minerva se sentó, y notó que Handley, acomodado en su silla, con una hoja nueva de papel encima de su montón y un lápiz en la mano, estaba escuchando atentamente. Se giró hacia Royce.

– Mencionaste a un mayordomo.

Asintió.

– Hamilton. Lleva conmigo dieciséis años, y no me gustaría perderlo.

– ¿Qué edad tiene?

Royce miró a Handley, levantando una ceja.

– ¿Cuarenta y cinco?

Handley asintió.

– Más o menos.

– En ese caso…

Minerva les proporcionó información sobre las propiedades Wolverstone existentes, mientras Royce, con las observaciones adicionales de Handley, le daba una visión general del pequeño grupo de criados que había acumulado durante sus años de exilio. Dado que no tenía deseos de conservar la casa de Cleveland Row, Minerva le sugirió que la mayor parte del servicio se enviara a la casa Wolverstone.

– Una vez que te cases y tomes tu lugar entre los Lores, tú y tu esposa os entretendréis mucho más allí de lo que ha sido el caso en la última década… necesitarás ese servicio extra.

– Así es -Los labios de Royce se curvaron como si algo lo divirtiera, pero entonces vio que ella lo notaba, y echó un vistazo a sus notas. -Eso solo nos deja el destino de Hamilton sin resolver. Me siento inclinado a asignarlo a la mansión Wolverstone como asistente para el viejo Bridgehorpe. Con el tiempo se quedaría aquí, pero hasta que Bridgehorpe esté listo para retirarse, dependiendo de lo mucho que necesite viajar entre las distintas propiedades, podría usar a Hamilton como mayordomo personal.

Minerva elevó las cejas.

– ¿Uno que viajara contigo?

– Él conoce mis preferencias mejor que ninguna otra persona.

Ella inclinó la cabeza.

– Cierto. Y eso permitiría que el resto de mayordomos permanecieran en sus puestos sin provocar tensiones.

Royce asintió y miró a Handley.

– ¿Hay algo más?

Handley negó con la cabeza y miró a Minerva.

– Nada más sobre el personal -dijo ella, -pero me pregunto si has pensado en lo que te dije sobre el molino.

Royce frunció el ceño.

– Tengo que hablar con Falwell, y supongo que también con Kelso, antes de tomar cualquier decisión -Echó un vistazo a Handley. -Envíales una nota diciéndoles que deseo verlos mañana por la mañana.

Handley asintió, tomando nota.

En la distancia, sonó un gong.

– El almuerzo -Minerva se levantó, sorprendida y aliviada por haber sobrevivido a dos horas completas en compañía de Royce sin sonrojarse ni una sola vez. Además, exceptuando aquella primera mirada, él había sido totalmente neutral al interactuar con ella.

Sonrió a Handley mientras él y Royce se incorporaban.

Handley le devolvió la sonrisa. Reunió sus papeles y asintió a Royce.

– Tendré esas cartas preparadas para que las firmes un poco más tarde.

– Déjamelas sobre el escritorio. Luego volveré a por ellas -Royce miró a Minerva, y le señaló la puerta. -Adelántate… me uniré a ti en la mesa.

Ella inclinó la cabeza y se marchó… sintiéndose como Caperucita Roja; evitar caminar sola a través de los pasillos de la torre con el gran lobo malo era, obviamente, una idea prudente.

Se quedó sorprendida cuando Royce eligió sentarse entre lady Courtney y Susannah en la mesa del almuerzo. La comida era estrictamente informal, una recopilación fría yacía en un aparador del que los invitados se servían ellos mismos, ayudados por lacayos y supervisados por Retford, antes de tomar el asiento que deseaban en la larga mesa.

Flanqueada por Gordon y Rohan Varisey, con el sorprendentemente atractivo Gregory Debraigh enfrente, tenía distracción suficiente sin tener que preocuparse por Royce y sus maquinaciones. Al parecer, durante el día, mientras él era Wolverstone y ella su ama de llaves, tenía la intención de comportarse con cautela.

La comida terminó, y estaba paseando con los demás por el vestíbulo delantero, cuando Royce se colocó a su lado.

– Minerva.

Cuando ella se detuvo y se giró, con las cejas levantadas, dijo:

– Si tienes un momento, me gustaría echar un vistazo al molino. Quizá conseguiría una mejor comprensión del problema antes de ver a Falwell y Kelso mañana.

– Sí, por supuesto -Ella era la que había estado metiendo prisa en aquel asunto para que fuera tratado inmediatamente. -¿Ahora?

Asintió y le señaló el ala oeste.

Atravesaron los pasillos y las voces de los demás se desvanecieron a medida que se introducían en el ala norte. Un vestíbulo lateral en el extremo norte los condujo a una puerta que daba a los jardines más allá.

Las tierras y los setos daban paso a extensiones más amplias que alojaban a árboles mayores y más maduros. Un riachuelo ornamental borboteaba junto a ellos mientras seguían el camino de grava a lo largo de su orilla. Por delante, el molino estaba construido sobre la corriente: parcialmente oculto por un grupo de sauces, estaba lo bastante lejos de la casa para ser discreto, aunque se encontraba a un paseo de distancia.

Mientras se acercaban, Royce estudió el edificio, en parte de piedra, en parte de madera. Estaba sobre la profunda cuenca, en un punto de apenas un par de yardas de amplitud, a través del cual los diversos afluentes del Coquet corrían con la suficiente fuerza para hacer girar la pesada rueda que movía la enorme piedra de molino.

El suelo tenía una ligera pendiente, alejándose del castillo hasta las colinas al noroeste, de modo que la orilla oeste del río era bastante más alta que la orilla este. Por lo tanto el molino estaba construido en dos niveles. El superior, y el más amplio, era la sección oeste, y contenía la piedra de molino y las vigas, palancas y engranajes que la conectaban a la rueda sobre la corriente.

El nivel oeste, más estrecho y bajo, por el que Minerva y el duque entraron, contenía las vigas y las poleas que elevaban y bajaban la enorme rueda; debido a los trozos de hielo que bajaban del Coquet con el deshielo, era esencial que la rueda pudiera ser elevada por completo de la corriente. La sección este también contenía cubos y aparadores de almacenaje colocados contra la barandilla de madera que corría por el borde de la corriente.

La primera cosecha de maíz ya había sido molida; la segunda aún tenía que ser recogida. Por el momento, el molino se mantenía en silencio y vacío, con la rueda levantada sobre la corriente por medio de enormes vigas.

– El problema no es difícil de ver -Minerva guió el camino hasta el interior de las débiles sombras. El edificio no tenía ventanas, pero la luz entraba a través de las tres puertas abiertas: por la que habían entrado, así como las dos a cada extremo de la sección superior oeste.

Royce la siguió a lo largo de la continuación del camino, ahora pavimentado; barriles y aparadores formaban una hilera a su izquierda, dejando el muro exterior de piedra y madera a su derecha. El ruido del agua se amplificaba en el interior, llenando sus oídos. Los aparadores eran de gran tamaño; cuando miraba sobre las partes superiores, sus ojos estaban al nivel del suelo de la sección oeste.

Delante, más allá de donde terminaban los aparadores, Minerva se había detenido a los pies de una plancha inclinada que conectaba las dos secciones del molino.

Asintió, señalando la plancha.

– Eso es nuevo -Allí siempre había habido una plancha, pero las que recordaba habían sido, literalmente, planchas, no aquella tabla de madera con clavos y una robusta barandilla en uno de sus lados. Se detuvo junto a Minerva, examinó los goznes, las cuerdas, y las poleas unidas a la plancha, que la conectaban con el suelo de la sección oeste y la barandilla. -E incluso se sale del camino.

Para que la rueda pudiera ser bajada y elevada, la plancha normalmente tenía que ser desplazada también.

– Después de reemplazar la vieja plancha tres veces (ya sabes con qué frecuencia se caía al río cuando intentaban levantarla), Hancock diseñó esto -Minerva comenzó a cruzar la estrecha plataforma. -No ha tenido que repararla desde entonces.

– Una estimable mejora -Royce la siguió.

– Que es lo que podemos hacer con esto -Abandonó el extremo superior de la plancha, y Minerva extendió los brazos, abarcando toda la sección oeste con suelo de madera en cuyo centro estaba la circular piedra de molino apoyada por un pedestal de piedra; el pedestal continuaba a través del suelo hasta la tierra debajo.

Royce caminó hasta la piedra de molino, dejando que su mirada vagara alrededor del área que de otro modo estaría vacía, y después levantó una ceja.

– Como he explicado -continuó, -como tenemos que mantener las puertas abiertas todo el tiempo, en verano y en invierno, es imposible almacenar nada aquí. El maíz se muele, se recoge, y se ensaca… Y después, todos los días, tiene que ser trasladado, o hasta los sótanos del castillo o hasta los graneros de los granjeros. Si cerramos las puertas para evitar que los animales entren, el maíz comienza a en mohecer en apenas un día. Además, preservar la piedra de molino durante el invierno es una batalla sin fin. Da igual lo que hayamos intentado, se necesitan semanas de preparación cada primavera antes de que podamos usarlo sin arriesgar el maíz.

– ¿El moho, de nuevo? -Regresó a la barandilla junto al río.

– El moho, los hongos… hemos llegado a tener incluso setas creciendo en él.

Pasó una mano por la barandilla e hizo una mueca.

– Demasiada humedad.

– Si cerramos las puertas, a veces es tanta que se forman gotas.

La miró.

– ¿Y cuál es tu solución?

– Hancock está de acuerdo conmigo en que, si ponemos un muro de madera a lo largo de la corriente, podemos alquitranarlo y hacerlo impermeable. Además, tendríamos que arreglar las grietas de los muros exteriores y el tejado, y alrededor del pedestal, y poner tablones extra en las puertas, para evitar que el aire húmedo entre. Y Hancock recomienda enérgicamente, como yo, poner paneles de cristal en las puertas del sur, de modo que el sol pueda entrar y mantener cálido y seco lo que haya en el interior.

Royce miró a su alrededor.

– Cierra esas puertas -Señaló el par en el extremo norte del edificio, y caminó hasta el conjunto mayor en el lado sur. Esperó hasta que Minerva, frunciendo el ceño, hubo cerrado las puertas del norte, cortando la luz que entraba desde esa dirección.

El sol que entraba por las puertas de la zona este no llegaba al lado oeste. Royce cerró una de las puertas del sur, bloqueando la mitad del sol que había estado entrando y después, más lentamente, cerró la otra, contemplando cómo el rayo de sol se estrechaba hasta que era un delgado hilo.

Cerró la puerta completamente y recorrió la línea que el sol había recorrido hasta donde terminaba justo ante la piedra de molino. Se detuvo y volvió a mirar las puertas, y el muro sobre ellas, que llegaba hasta el techo.

Minerva se colocó a su lado.

– ¿En cuánto cristal está pensando Hancock?

El cristal era caro.

– Al menos dos paneles, uno sobre cada puerta, al menos de la mitad de la amplitud de cada puerta.

Observó a Royce mientras estudiaba el muro, y después se giró y miró la piedra de molino.

– Deberíamos cubrir de cristal tanto de aquel muro como fuera posible.

Minerva parpadeó.

Royce la miró y arqueó una ceja.

Rápidamente, ella asintió.

– Eso, definitivamente, sería lo mejor -No lo había sugerido porque no había creído que él fuera a estar de acuerdo.

Una sutil curva en sus labios le sugirió que se lo había imaginado, pero todo lo que dijo fue:

– Bien -Se giró y miró la piedra de molino, y después la rodeó, examinándola.

Minerva miró la zona sobre la puerta, estimando el tamaño, y después decidió que debería volver a abrir las puertas del norte, se giró y caminó… hasta Royce.

Hasta sus brazos.

No le sorprendió.

A él tampoco.

Lo supo… El malicioso brillo de sus ojos, la sonrisa triunfante de sus labios, y el hecho de que estaban solos en el molino, a mucha distancia del castillo, con las puertas cerradas…

La besó. A pesar de sus rápidos pensamientos, ella no tuvo más que una advertencia instantánea. Intentó resistirse, intentó tensarse mientras sus brazos la rodeaban, intentó hacer que sus manos, instintivamente colocadas contra el pecho de Royce, lo apartaran…

Pero no ocurrió nada. O mejor dicho, durante un largo momento solo se quedó allí, dejando que él la besara… saboreando de nuevo la presión de sus labios sobre los de ella, y el sutil calor de sus cuerpos. Minerva casi no podía creerse que estuviera ocurriendo de nuevo. Que él la estuviera besando de nuevo.

En una oleada de sorprendente claridad, se dio cuenta de que realmente no se había llegado a creer lo que había ocurrido la noche anterior. Había sido cauta, se había mantenido todo el día vigilante, pero realmente no se había permitido reconocer, no conscientemente, lo que había ocurrido en la sala matinal la noche anterior.

Y ahora iba a ocurrir de nuevo.

Antes de que el pánico pudiera reunirse en su vientre y su voluntad, lo hizo retroceder para intentar mostrar una resistencia efectiva a sus labios firmes, duros y hambrientos… pero fue inútil. En el momento en el que el duque entró, como un conquistador, en su boca, ella sintió toda su intención… y tuvo la absoluta certeza de que no tenía esperanza alguna de detenerlo porque más de la mitad de ella no quería hacerlo.

Porque una parte demasiado grande de ella lo deseaba. Deseaba descubrir, experimentar, saborearlo a él y a todo lo que pudiera mostrarle, abrazar el momento, y el placer y la delicia que este le proporcionaría.

Deseaba abrirse a aquello, y a Royce, para explorar las posibilidades que había sentido la noche anterior, para seguir la persistente necesidad de su encaprichamiento por él y de todos los sueños que siempre había tenido sobre un momento tan ilícito como aquel.

Con él.

Incluso mientras este pensamiento resonaba en su interior, sintió la oscura seda del cabello de Royce deslizándose entre sus dedos, y se dio cuenta de que, una vez más, estaba devolviéndole el beso, de que había tenido éxito, una vez más, excitándola, con aquel deseo interior que solo él había tocado alguna vez anhelando salir a la superficie a jugar.

Porque aquello era un juego. Una súbita sensación de regocijo la atrapó, y se movió contra él, y después, de un modo totalmente descarado, acarició su lengua con la suya.

Royce le devolvió el favor, y su boca, sus labios y su lengua le hicieron cosas que Minerva sabía perfectamente que debían ser pecado. Los brazos del duque se tensaron, como bandas de acero cerrándose para llevar su ardiente cuerpo contra el suyo, y después sus manos revolotearon, recorriéndola, esculpiendo provocativamente sus curvas, delineando sus caderas, y más abajo, y después atrayéndola más cerca, amoldando sus caderas contra sus duros muslos, con la rígida asta de su erección imprimiéndose en su mucho más suave vientre.

Ya perdida en el beso, en su abrazo, sintió que su fuego interior saltaba de una llama a un incendio completo. Se sintió acalorada, y después se mezcló con ello, se convirtió en parte de ello mientras se extendía y la consumía.

Se sintió como una alocada criatura mientras se dejaba escapar, con los sentidos alerta, compenetrada, mientras dejaba que el fiero vórtice que él estaba orquestando la arrastraba.

En cierto momento, los brazos de Royce aliviaron su presión; sus manos agarraron su cintura, la hizo girar, y la recostó sobre la piedra de molino.

Lo siguiente que Minerva supo (el siguiente momento en el que sus sentidos salieron a la superficie de la tormenta de fuego y placer que él le estaba provocando) fue que estaba recostada sobre su espalda, con la tosca roca bajo sus hombros, caderas y muslos, su vestido totalmente abierto, y que el duque estaba dándose un festín con sus pechos desnudos incluso más evocadoramente, más intensamente, y con mayor habilidad, de lo que lo había hecho la noche anterior.

Cuando Royce se retiró para mirar la carne que tan concienzudamente había poseído, Minerva fue capaz de levantarse sobre la niebla de placer en la que él la había envuelto. Estaba atrapada en ella… aunque no podía negar que no fuera una prisionera muy dispuesta.

Estaba jadeando, respiraba con dificultad; sabía que había gemido. Sus manos yacían lacias sobre los brazos de Royce; habían perdido toda su fuerza con lo que él le estaba haciendo. Sus oscuros ojos la recorrían; podía sentir el calor de su mirada, mucho más caliente que su propia y desnuda piel.

Pero fue su rostro lo que, en ese momento, la sostuvo: los duros rasgos, los largos huecos de sus mejillas, la barbilla cuadrada y la amplia frente, su afilada nariz, la decidida línea de sus labios… la expresión que, durante un instante sin restricción, gritó con posesiva lujuria.

Fue eso, tenía que ser; el reconocimiento le hizo retorcerse ansiosamente en su interior. Bajo su mano, se agitó inquieta.

La mirada de Royce subió; sus ojos se encontraron con los de ella un instante, y después volvió a mirar sus pechos, bajó la cabeza… y con calculada intensidad la lanzó de nuevo hacia las llamas.

Minerva no protestó cuando Royce levantó las capas de su vestido hasta su cintura. El roce del aire en su piel debería haber sido frío, pero en lugar de eso Minerva estaba ya ardiendo.

Deseando ya el toque de su mano entre sus muslos. Cuando llegó, suspiró. Pero no podía relajarse, contuvo su aliento en un medio gemido, con los dedos agarrando la manga de su camisa mientras su cuerpo se arqueaba, suplicándole ansiosamente mientras la acariciaba.

Quería los dedos de Royce en su interior de nuevo. Eso o… ella siempre se había preguntado por qué, cómo podían dejarse convencer las mujeres para acomodar la dura y fuerte realidad de la erección de un hombre, qué locura las poseía para permitir, y mucho menos invitar, que tal cosa las penetrara allí… Ahora lo sabía.

Definitivamente, lo sabía; definitivamente, ardía con un deseo que nunca había pensado sentir.

Sin aliento, con una voz que ya no era suya, forcejeó por encontrar un modo de comunicarle aquel fuego, aquel deseo que cada vez se hacía más urgente, cuando el duque liberó el torturado pezón que había estado succionando, y se deslizó a su lado, metiendo su cabeza bajo el borde de su arrugada falda… Minerva jadeó, se estremeció, cuando sintió la caricia de sus calientes labios sobre su ombligo.

Entonces sintió que su lengua la acariciaba, que la probaba, y que después comenzaba a empujar y retroceder lentamente; se estremeció y, con los ojos cerrados con fuerza, hundió una mano en su cabello mientras, entre sus muslos, los dedos de Royce la acariciaban con el mismo ritmo.

Estaba tan profundamente atrapada en aquella telaraña de caliente delicia, de cálido placer que él estaba enviando por sus venas, que apenas se dio cuenta de que Royce retrocedía y separaba sus muslos.

Lo que rompió aquella neblina fue el roce de su mirada cuando, sintiéndola, casi incrédula, abrió sus ojos y lo vio estudiándola, examinando, la húmeda e hinchada carne que las puntas de sus dedos estaban recorriendo.

Los ojos de Minerva se clavaron en su rostro, cautivos por lo que veían… la absoluta necesidad, la abrasadora intención de poseerla, de poseerlo todo de ella, que estaba grabada tan claramente en sus rasgos.

La visión le robó el poco aliento que le quedaba encerrado en sus pulmones, y la hizo sentirse mareada.

– ¿Estás lista para gritar?

Royce no había levantado la mirada, no la había mirado a los ojos. Minerva frunció el ceño; aún no había gritado, o solo lo había hecho en su mente.

El duque la miró un breve instante, y después bajó su cabeza. Y reemplazó sus dedos con sus labios.

Minerva jadeó, se arqueó, y se hubiera apartado si él no la hubiera tenido bien sujeta, con los labios clavados sobre ella para poder lamerla y succionarla.

Y saborearla. Pensar en ello llevó un gemido a sus labios. Cerró los párpados, dejó que su cabeza cayera hacia atrás e intentó respirar, intentó hacer frente a aquello; no tenía otra opción más que, con los puños cerrados sobre su cabello, cabalgar la ola de aguda delicia que él estaba enviando a través de su cuerpo.

Que con experta habilidad convirtió en una poderosa y atronadora fuerza que la recorrió con una feroz tempestad de placer.

Intentó contener un grito cuando la punta de su lengua rodeó y acarició el tenso botón de su deseo, pero solo tuvo éxito parcialmente. Sus muslos temblaban mientras su lengua continuaba acariciándola…

Su espalda se arqueó sin remedio mientras él la deslizaba en su interior.

Minerva se estremeció, y después gritó mientras Royce introducía su lengua más profundamente en su interior.

Se deshizo con un escalofrío, con oleadas de gemidos mientras su boca se ejercitaba sobre ella, en ella.

Mientras la tormenta pasaba por ella, atravesándola, dejándola totalmente desvalida y agotada, Royce continuó lamiendo el néctar mientras saboreaba la gradual distensión de sus muslos, la lenta marea de relajación que la estaba atravesando.

Al final retrocedió, la miró a la cara (la de una mujer totalmente satisfecha), y sonrió.

Buscó los botones de su vestido y cuidadosamente los abrochó. Un movimiento de sus manos envió sus faldas abajo de nuevo, cubriendo sus largas y ágiles piernas. No tenía sentido seguir atormentándose; aquello no era su cama.

Era una táctica, una estrategia, y estaba ganando la guerra.

Se incorporó y abrió las puertas del norte, y entonces, una vez que se hubo asegurado de que su vestido estaba totalmente en su lugar, abrió las grandes puertas del sur también. El sol de la tarde entró; se quedó allí un momento, ignorando el persistente dolor en sus ingles, y miró el castillo. Podía ver las almenas de la torre, privadas y prohibidas para todos los invitados, pero las ventanas inferiores estaban ocultas por los árboles. Al volver al castillo, estarían lejos de cualquier ojo interesado hasta que estuvieran cerca de sus muros.

Debido a que quería que ella consintiera casarse con él solo debido a que lo deseara tanto como él la deseaba a ella, mantener su relación en secreto era imperativo; había decidido que en la ecuación no hubiera presión social de ningún tipo. Tras asegurarse, se giró hacia ella.

En el instante en el que ella se recompuso, tomó su mano y la ayudó a ponerse en pie, sujetándola hasta que, con su brazo apoyado en el de él, pudo caminar a su lado.

La guió hacia el interior, dirigiéndose al castillo a través del camino a lo largo de la orilla oeste de la corriente.

Minerva se sentía… distante. Ligera, como flotando. Tenía las extremidades deliciosamente relajadas.

Si no otra cosa, ahora sabía, sin duda, que Royce era un experto en aquel juego… Lo que le hizo preguntarse por qué no se había aprovechado, y había buscado su propia liberación en su deseoso y anhelante cuerpo.

El cuerpo que él había reducido a una deseosa disposición con caricias que, durante el resto de su vida, la harían sonrojarse.

A medida que el calor crecía en sus mejillas, frunció el ceño interiormente; sus rasgos estaban aún demasiado afectados para que pudiera controlar su expresión.

– Porque quiero tenerte desnuda en mi cama ducal -Hizo esa afirmación con total naturalidad mientras caminaba a su lado, mirando el castillo. -Es ahí donde pretendo hundirme en tu interior, y llenarte, por primera vez.

Una oleada de irritación le dio la suficiente fuerza para girar la cabeza y entornar los ojos hasta que él, con los labios ligeramente curvados, la miró.

Minerva lo miró a los ojos, tan oscuros como el pecado y aún demasiado vidriosos, y descubrió que no tenía nada que decir. Llegaron a un puente que cruzaba la corriente, que ahora era un riachuelo más ancho; soltando el brazo de Royce, se apoyó en la barandilla y comenzó a cruzar. Necesitaba poner espacio entre ambos.

– Con el riesgo de sonar demasiado arrogante, tengo la impresión de que no estabas acostumbrada a… las pequeñas delicadezas de la vida.

Su tono dejó claro a qué se estaba refiriendo: ¡a las pequeñas delicadezas de la vida, por supuesto!

– Por supuesto que no. He sido la confidente de tu madre y el ama de llaves de tu padre durante los últimos once años. ¿Cómo iba a conocer tales cosas?

Lo miró, y vio que estaba ligeramente sorprendido.

– Precisamente esas mismas razones han motivado mi pregunta.

Ella miró hacia delante, aunque sentía su mirada en su rostro.

– Supongo que tus amantes pasados no eran tan… digamos, imaginativos.

Sus amantes pasados eran inexistentes, pero no iba a decírselo a él… que había conocido a más mujeres de las que podía contar. Literalmente.

Que él, experto como era, no hubiera detectado su inexperiencia, la dejó sintiéndose ligeramente satisfecha. Buscó en su mente una respuesta adecuada. Mientras abandonaban el puente y entraban en el camino, cada vez más cerca del castillo, comenzó a sentirse ella de nuevo, e inclinó la cabeza en su dirección.

– Sospecho que pocos hombres son tan imaginativos como tú.

Estaba segura de que aquello era la verdad, y si provocaba que él se sintiera orgulloso y pensara que había avanzado en su empresa, mucho mejor.

Después de la debacle de la tarde iba a tener que evitarlo más aún. El pensaba que ella había tenido amantes.

Además, los Varisey son taimados, solapados y de poco fiar en lo referente a algo que quieren; Royce era totalmente capaz de haberle hecho un cumplido indirecto como ese con la esperanza de ablandarle el cerebro.

Que, en lo que concernía al duque, ya estaba lo suficientemente blando.


Más tarde, aquella noche, tan tarde que la luna estaba cabalgando el negro cielo sobre los Cheviots, proyectando un opalescente brillo sobre todos los árboles y rocas, Minerva estaba en la ventana de su dormitorio y, con los brazos cruzados, miraba sin ver el evocativo paisaje.

La puerta estaba cerrada; sospechaba que Royce sabía abrir las cerraduras, así que dejó la llave en la cerradura y la giró totalmente, y después pasó un pañuelo a su alrededor, sólo para asegurarse.

Había pasado la tarde con el resto de damas, colgada de sus faldas, metafóricamente. Aunque su habitación estaba en la misma torre, frente a la habitación matinal de la duquesa, no demasiado lejos de los aposentos ducales y de la cama de Royce, había escoltado a los invitados por las escaleras principales de la torre, y así había podido llegar a su puerta mientras las damas con habitación en el ala este pasaban junto a ella.

Royce se había dado cuenta de su estrategia, pero, aparte de una sonrisa en sus labios, no había hecho ningún otro gesto.

Ella, sin embargo, iba a tomar medidas contra él.

La especulación de las damas reunidas después de la cena, en el salón, antes de que los hombres se unieran a ellas, había resaltado lo que no necesitaba que le recordaran: todas estaban esperando descubrir a quién había elegido como su esposa.

Y un día de estos, lo descubrirían.

Y entonces ¿dónde quedaría ella?

– Malditos sean todos los Varisey… ¡sobre todo él! -El sentimiento murmurado alivió un poco de su ira, pero la mayor parte estaba dirigida contra ella misma. Sabía todo lo que necesitaba saber; de lo que no se había dado cuenta es de que tomaría su estúpido encaprichamiento y, con un par de lujuriosos besos y un par de caricias ilícitas, lo convertiría en un abrumador deseo.

En un abrasador deseo… el tipo de deseo que quema.

Se sentía como si estuviera a punto de entrar en ignición. Si la tocaba, si la besaba, lo haría… y sabía a dónde conduciría eso. Incluso él se lo había dicho… a su cama ducal.

– ¡Uhm! -A pesar del deseo (que ahora, gracias a él y a su habilidad, era un deseo desesperado) de experimentar en su propia piel todo lo que siempre había soñado, a pesar de su abrasador deseo de yacer bajo su cuerpo, había una igualmente poderosa consideración que, sin importar aquel maldito deseo, la hacía mantenerse firme en su decisión original de no ocupar nunca su cama.

Si lo hacía… ¿no se convertiría su encaprichamiento, su obsesión, su deseo, en algo más?

Si lo hacía…

Si alguna vez hacía algo tan estúpido como enamorarse de un Varisey (y de él, en concreto) se merecería toda la devastación emocional que estaba garantizado que seguiría.

Los Varisey no amaban. Todo el mundo lo sabía.

En el caso de Royce se sabía que sus amantes nunca duraban demasiado, que inevitablemente pasaba de una a otra, y después a otra, sin compromiso de ningún tipo. El era un Varisey de los pies a la cabeza, y nunca había simulado ser otra cosa.

Enamorarse de un hombre así sería una estupidez injustificable. Sospechaba que, en su caso, sería una especie de autoinmolación emocional.

Así que no iba a arriesgarse (no podía permitírselo) a caer en su seducción, en su juego sexual.

Y aunque quizá estaba luchando contra un maestro, había tenido una buena idea de cómo evitar sus asaltos… De hecho, él mismo le había dado la pista.

Consideró el modo y los métodos. Pensándolo bien, no estaba tan corta de defensas como pensaba.

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