CAPÍTULO 11

Al día siguiente, a la hora del almuerzo, Royce estaba acalorado, enrojecido, sudoroso… inclinado contra una barandilla con un grupo de hombres, todos trabajadores del ducado, en un campo de una de sus granjas arrendadas, compartiendo una cerveza, pan y trozos de un curado queso local.

Los hombres a su alrededor casi habían olvidado que él era su duque; él casi lo había olvidado, también. Sin la chaqueta ni el pañuelo, y con las mangas subidas, su cabello negro y todo lo demás cubierto por la inevitable suciedad de cortar y empacar el heno, de no ser por la calidad de sus ropas y facciones, podría haber pasado por un granjero que se hubiera detenido a ayudar.

En lugar de eso, era el propietario ducal, atraído hasta allí por su ama de llaves.

Se había preguntado qué habría planeado Minerva aquel día… qué camino habría elegido para evitarlo. La había extrañado en el desayuno pero, mientras caminaba ante la ventana del estudio, dictando a Handley, la había visto cabalgando por los campos.

Después de terminar con Handley, la siguió.

Por supuesto, ella no esperaba que él apareciera en la siega del heno, y mucho menos que el día evolucionara como lo había hecho, debido al impulso que había surgido en el duque de ofrecer su ayuda.

Ya había cortado heno antes, hacía tiempo, cuando se escapaba del castillo y, contra los deseos de su padre, trabajaba hombro con hombro con los labriegos del ducado. Su padre había sido muy riguroso en cuanto al protocolo y la propiedad, pero él nunca había sentido la necesidad de mantenerse fiel a ello e insistir en cada privilegio en todo momento.

Algunos de los hombres lo recordaban de hacía tiempo, y se habían sentido encantados de aceptar su ayuda… ofrecida, tenía que admitirlo, más para ver la reacción de Minerva que para cualquier otra cosa.

Ella lo miró a los ojos, y después se giró y ofreció su ayuda a las mujeres. Trabajaron junto a ellos las siguientes horas, Royce blandiendo una guadaña en una hilera con los hombres, y Minerva siguiéndolos con las mujeres, reuniendo el heno y atándolo hábilmente en gavillas.

Lo que había comenzado como una competición no expresada había evolucionado en un día de exhaustivo pero satisfactorio trabajo. Royce no había trabajado físicamente tan duro en toda su vida, pero él, y su cuerpo, estaban inesperadamente relajados.

Desde donde las mujeres estaban reunidas, Minerva vio a Royce inclinado contra la verja que cerraba el campo que casi habían terminado de segar, observó su garganta (la larga columna desnuda) trabajar mientras tragaba cerveza de una taza llena de una jarra que los hombres estaban pasándose… y se sorprendió.

Era muy diferente a su padre en muchos y variados aspectos.

Estaba entre los hombres, compartiendo la camaradería inducida por haber compartido el trabajo, sin la más mínima preocupación por su camisa, húmeda con verdadero sudor, abierta hasta el pecho, delineando los poderosos músculos de su torso, flexionándose y moviéndose con cada movimiento. Su cabello negro no solo estaba revuelto, sino polvoriento, y su piel estaba débilmente quemada por el sol. Sus largas y delgadas piernas, vestidas con las botas que su preciado Trevor no dudaría en chillar al verlas más tarde, estaban extendidas ante él; mientras lo observaba cambió de postura, colocando un duro muslo contra la verja detrás de él.

Sin abrigo y con la camisa pegada a su cuerpo, podía ver claramente su cuerpo… podía apreciar mejor sus anchos hombros, el amplio y musculoso pecho, las estrechas caderas, y esas largas y fuertes piernas de jinete.

Para cualquier mujer a este lado de la tumba, la vista hacía la boca agua; no era la única que estaba babeando. Con el atuendo ducal quitado, quedando solo el hombre debajo, parecía el macho más abiertamente sexual que había visto nunca.

Se obligó a apartar la mirada, a dedicar su atención a las mujeres y a mantenerla allí, fingiendo estar absorta en la conversación. Las rápidas miradas que las mujeres más jóvenes echaban hacia la verja rompieron su resolución… y se encontró de nuevo mirando en su dirección. Se preguntó cuándo había aprendido a usar una guadaña; utilizarla no era algo que se aprendiera en un momento.

Cuando terminaron el almuerzo, los hombres siguieron hablando con él vorazmente; por sus gestos y los del duque, estaba en uno de sus interrogatorios disfrazados.

Si no otra cosa, había incrementado su opinión de su inteligencia, y de su habilidad para cosechar y catalogar hechos… y esa evaluación ya había sido alta. Aunque ambas cosas eran atributos que siempre había tenido, los había desarrollado significativamente con el paso de los años.

En contraste, su habilidad con los niños era una habilidad que nunca había imaginado que poseyera. Ciertamente, no la había heredado; sus padres se habían adherido a la máxima de que los niños deben verse, y no oírse. Aunque cuando se detuvieron para descansar antes, Royce se había fijado en que los niños de los trabajadores estaban mirando a Sable, que esperaba atado no demasiado pacientemente en un poste cercano; dejando a un lado las recomendaciones de sus madres de que no le dejaran darle la lata, se acercó y dejó que los niños hicieran eso precisamente.

Había respondido a sus preguntas con una paciencia que ella encontraba destacable, y después, para sorpresa de todos, había montado y, uno a uno, había subido a cada niño con él para dar un paseo corto.

Los niños ahora pensaban que era un dios. La estimación de sus padres no estaba muy por debajo.

Minerva sabía que Royce no había tenido mucho contacto previo con niños; ni siquiera con los hijos de sus amigos. No podía imaginarse dónde habría aprendido a tratar con los pequeños, y mucho menos, dónde habría adquirido la paciencia que era necesaria, un rasgo que él, en general, poseía muy poco.

Se dio cuenta de que estaba aún mirándolo, y se obligó a dirigir su mirada a las mujeres que la rodeaban. Pero su charla no podía mantener su interés, no podía apartar sus sentidos, ni siquiera su mente, de él.

Todo eso corría directamente contra sus intenciones; fuera del castillo y rodeado por sus trabajadores, Minerva pensaba que estaría a salvo de su seducción.

Físicamente, había estado en lo cierto, pero en otros aspectos su atracción por Royce se estaba profundizando y ampliando en modos que no había podido predecir. Y lo que era peor: el inesperado encanto era inintencionado, imprevisto. No estaba en su naturaleza alterar radicalmente su comportamiento para impresionar.

– Ah, bueno -La mayor de las mujeres se levantó. -Es el momento de volver al trabajo, si queremos tener todas esas gavillas empacadas antes del anochecer.

El resto de mujeres se levantó y se sacudieron los delantales; los hombres las vieron, guardaron sus tazas y la jarra, se subieron los pantalones, y volvieron al campo. Royce fue con un grupo hasta una de las grandes carretas; aprovechando el momento, Minerva fue a echarle un vistazo a Rangonel.

Satisfecha al comprobar que estaba cómodo, se dirigió a donde los demás estaban preparando un área para la primera siega. Rodeando una carreta llena de gavillas, se detuvo… ante una fascinante visión.

Royce estaba a unos cinco pasos de ella, dándole la espalda, mirando a una pequeña niña de no más de cinco años que se había interpuesto directamente en su camino, casi inclinada hacia atrás mientras lo miraba a la cara.

Minerva observó a Royce mientras se agachaba ante la niña, y esperaba.

Totalmente tranquila, la niña examinó su rostro con abierta curiosidad.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó finalmente.

Royce vaciló; Minerva pudo imaginárselo repasando las distintas respuestas que podía darle. Pero, finalmente, contestó:

– Royce.

La pequeña inclinó la cabeza, y frunció el ceño mientras lo estudiaba.

– Mi mamá dice que eres un lobo.

Minerva no pudo resistirse a moverse un poco, intentando ver el rostro del duque. Su perfil le confirmó que estaba intentando no sonreír… como un lobo.

– No tengo los dientes lo suficientemente grandes.

La niñita lo miró, evaluándolo, y después asintió.

– Tu morro no es lo suficientemente largo, tampoco, y no eres peludo.

Minerva comprimió los labios y vio cómo la mandíbula de Royce se tensaba, conteniendo una carcajada. Después de un instante, asintió.

– Es verdad.

La niña extendió la mano, y con sus pequeños dedos agarró dos de los de Royce.

– Deberíamos ir a ayudarles. Puedes venir conmigo. Sé cómo se hacen los almiares… te enseñaré.

Tiró de él, y Royce, obedientemente, se incorporó.

Minerva vio cómo el duque más poderoso de toda Inglaterra permitía a una niñita de cinco años que lo guiara hasta donde sus trabajadores estaban reunidos, y que le enseñara alegremente cómo preparar las gavillas.


Los días pasaron, y Royce no avanzaba en su causa ni una pizca. No importaba lo que hiciera, Minerva lo evadía todas las veces, rodeándose con la gente del ducado o con los invitados del castillo.

Las obras teatrales habían sido todo un éxito; ahora llenaban las noches, y Minerva usaba la compañía del resto de damas para evitarlo cada noche. Había llegado al punto de cuestionarse su no totalmente racional aunque incuestionablemente honorable aversión a seguirla a su habitación, pisoteando su privacidad para llevar a cabo su seducción.

Aunque los juegos largos eran su fuerte, la pasividad era otra cosa; la falta de progresos en cualquier frente siempre era irritante.

La falta de progresos en aquel frente le dolía.

Y aquel día, el grupo completo había decidido ir a la iglesia, presumiblemente para expiar los muchos pecados que cometían. A pesar de que ninguno de esos pecados era suyo, se sintió obligado a asistir, también, sobre todo porque Minerva iba a ir, así que, ¿qué otra opción tenía?

Quedarse hasta tarde en la cama, si esa cama estaba vacía (desprovista de una suave, cálida y deseosa mujer) nunca le había gustado.

Sentado en el primer banco, con Minerva a su lado y sus hermanas a continuación, no prestó atención al sermón, sino que liberó su mente para que fuera a donde quisiera… el último pinchazo de su frustración en aumento fue su primera parada.

Había escogido El sueño de una noche de verano como su obra para aquella noche, y Minerva había sugerido que hiciera el papel de Oberon, una sugerencia que pronto fue coreada por el resto del grupo a todo pulmón. Un giro del destino había hecho que Minerva se viera atrapada por la brillante idea de aquel mismo grupo de que ella interpretara a Titania, reina para su rey.

Dada su naturaleza, dada la situación, incluso a pesar de que sus intercambios en el escenario habían sido indirectos, la palpable tensión entre ellos había dejado desconcertada a gran parte de su audiencia.

Aquella tensión, y sus inevitables efectos, había desencadenado otra noche casi sin dormir.

Echó una mirada a su derecha, donde ella, su obsesión, se sentaba, con la mirada formalmente concentrada en el señor Cribthorn, el vicario, que sermoneaba a su pulpito sobre unos corintios que llevaban mucho tiempo muertos.

Minerva sabía quién era él, y lo que era; nadie lo sabía mejor. Y aun así había presentado batalla deliberadamente… y hasta el momento estaba ganando.

Aceptar la derrota en cualquier escenario nunca le había resultado fácil; su único fracaso reciente había sido entregar a la justicia al último traidor que él y sus hombres sabían que se escondía en el gobierno. El destino no permitía algunas cosas.

Fuera como fuese, aceptar la derrota contra Minerva estaba… totalmente fuera de sus expectativas. De un modo u otro, ella finalmente iba a ser suya… Su amante primero, y después su esposa.

Su rendición en ambos aspectos ocurriría (tenía que ocurrir) pronto. Les había pedido a las grandes damas una semana, y esa semana estaba a punto de terminar. Aunque dudaba que volvieran a Northumbría si no veían una nota en la Gazette la semana siguiente, no dudaba que comenzarían a enviar candidatas al norte… en carruajes diseñados para romper sus ruedas y ejes en cuanto se acercaran a las puertas de Wolverstone.

El vicario pidió a la congregación que se levantara para la bendición; todo el mundo se incorporó. A continuación, cuando el vicario atravesó el pasillo, Royce se levantó del banco, retrocedió para dejar que Minerva pasara antes que él, y después la siguió, dejando a sus hermanas atrás recogiendo sus chales y bolsos.

Como era habitual, él fue el primero en salir de la iglesia, pero localizó a uno de sus granjeros más prósperos entre los asistentes; mientras salían, inclinó la cabeza para hablar a Minerva.

– Quiero hablar un momento con Cherry.

Ella miró sobre su hombro, y después a Royce.

Y el tiempo se detuvo.

Como Margaret y Aurelia estaban distrayendo al vicario, ellos eran los únicos que estaban en el cementerio… y estaban muy cerca, con sus labios separados por apenas unos centímetros.

Sus ojos, de un majestuoso castaño salpicado de oro, se agrandaron; contuvo el aliento. Su mirada bajó hasta los labios de Royce.

La de Royce cayó hasta los suyos…

El duque tomó aliento, y se tensó.

Ella parpadeó, y se apartó de él.

– Ah… debo hablar con la señora Cribthorn, y con algunas de las damas.

Royce asintió, y se obligó a apartar la mirada. Justo cuando el resto de la congregación aparecía bajando las escaleras.

Buscó a Cherry, y se decidió. Pronto. Minerva iba a yacer bajo su cuerpo muy pronto.

El ama de llaves dejó pasar un minuto mientras su corazón aminoraba la velocidad y su respiración se normalizaba, y entonces tomó aire profundamente, fijó una sonrisa en su rostro y fue a hablar con la esposa del vicario sobre los preparativos para la feria.

Estaba despidiéndose de la señora Cribthorn cuando Susannah se aproximó a ella.

– ¡Aquí estás! -Susannah señaló el lugar donde los invitados del castillo estaban amontonándose en varios carruajes. -Vamos a volver ya… ¿tú quieres venir, o tienes que esperar a Royce?

Royce la había llevado hasta allí en su propio carruaje.

– Yo… -No puedo marcharme aún. Minerva se tragó las palabras. Como reconocida representante del castillo, de la mansión más amplia y socialmente dominante de la zona, no podía marcharse sin charlar con sus vecinos; sus conciudadanos lo verían como un desaire. Ni ella ni Royce podían marcharse aún, y eso era un hecho que Susannah debería haber sabido. -No. Esperaré.

Susannah se encogió de hombros, y se colocó el chal.

– Tu labor es encomiable… Espero que Royce la aprecie, y que no te aburras demasiado -Con una mueca de conmiseración, se dirigió a los carruajes.

Su último comentario había sido totalmente sincero; las hijas del difunto duque habían adoptado el punto de vista de su padre. El viejo Henry rara vez había acudido a la iglesia; prefería que fuera su mujer, y después solo Minerva, quien portara la bandera del castillo.

Los comentarios de Susannah le confirmaron que, a pesar de lo que había ocurrido en la representación de la noche anterior, la lujuria que había ardido en los ojos de Royce, que había resonado bajo el suave tono de su voz, el ahogo que la había asaltado, la consciencia de la que estaba investida todas sus acciones, habían pasado totalmente desapercibidas… Ni un solo invitado se había dado cuenta de que su interés en ella era una costumbre más allá de los asuntos ducales.

La verdad era que todos los invitados estaban distraídos en sus cosas.

Eso, sin embargo, no explicaba la dominante ceguera. La verdad era que, a pesar de su persecución, Royce se había asegurado de que, siempre que no estuvieran solos, su interacción proyectara la imagen de un duque y su leal ama de llaves, y absolutamente nada más. Todos los invitados, e incluso más sus hermanas, ahora tenían esa imagen firmemente fijada en sus mentes, e ignoraban alegremente cualquier cosa que apuntara a lo contrario.

Miró a la congregación y localizó su oscura cabeza. Estaba en un grupo de granjeros, de los que la mayoría no eran sus inquilinos; como estaba convirtiéndose en una costumbre, estaban hablando, y él escuchando. Con aprobación Minerva inspeccionó la reunión, y después se dirigió a un grupo de esposas de granjeros para escuchar ella también.

Dejaría que él la encontrara cuando estuviera preparado para marcharse. Al final lo hizo, y le permitió que le presentara a la esposa del oficial de policía local, y a otras dos damas. Después de intercambiar las palabras adecuadas, se despidieron y Royce caminó a su lado por el camino hasta donde Henry los esperaba con el carruaje y los dos impresionantes corceles negros.

Minerva lo miró con curiosidad.

– Pareces estar… -Agitó la cabeza. -Inesperadamente cordial, socializando, y dejando que la gente del ducado te conozca.

Royce se encogió de hombros.

– Tengo intención de vivir aquí el resto de mi vida. Esta es la gente a la que voy a ver todos los días, con la que voy a trabajar. Ellos quizá quieren saber más de mí, pero yo, definitivamente, necesito saber más de ellos.

Dejó que Royce la ayudara a subir al carruaje. Cuando se acomodó, consideró sus palabras. Su padre…

Rompió el pensamiento. Si había una cosa de la que ya se había dado cuenta era de que Royce no era como su padre en lo que se refería a su trato con la gente. Su carácter, su arrogancia, y bastantes cosas más, eran muy familiares, pero sus actitudes con los demás eran absolutamente distintas. En algunos aspectos (por ejemplo, los niños) eran diametralmente opuestos.

Estaban en la carretera más allá de la aldea cuando dijo:

– Kilworth me ha contado que no hay ninguna escuela en la zona, ni siquiera del nivel más elemental.

El pusilánime señor Kilworth, el diácono, nunca habría mencionado tal asunto, no sin que le preguntasen.

– Supongo que debería habérmelo imaginado -continuó, -pero nunca se me había ocurrido antes.

Minerva lo miró con una sensación cercana a la fascinación… Tranquila, porque su atención estaba concentrada en sus caballos mientras los dirigía hacia el puente.

– ¿Estás pensando en construir una escuela aquí?

Royce le echó un vistazo rápido.

– He oído hablar a otros… hay una idea cada vez más asentada de que tener trabajadores mejor educados beneficia a todo el mundo.

Y en los últimos días había visto un montón de niños en las granjas y campos.

– Estoy de acuerdo -Su padre había vociferado cuando ella se lo había sugerido.

– El colegio no debería ser solamente para las familias ducales… tendría que acoger a los niños de toda la zona, por lo que necesitaríamos reclutar un apoyo más amplio, pero… -Hizo que los caballos cruzaran el puente de piedra, -creo que es una empresa que merece la pena.

Mientras los caballos cabalgaban a través de las amplias puertas y las ruedas giraban con mayor suavidad en el camino, Royce la miró.

– Escribe cualquier idea que se te ocurra -Sus ojos se posaron en los de Minerva. -Cuando haya resuelto el asunto de mi esposa, comenzaré con eso.

Minerva, por una parte, se sentía extasiada, y por la otra, incómoda y extrañamente deprimida.

No tuvo tiempo para examinar sus contradictorios sentimientos; Royce y ella entraron en el castillo justo cuando sonó el gong del almuerzo, y durante la comida se propuso una expedición de pesca en el Coquet que instantáneamente contó con la aprobación de todos los hombres.

Y de todas las mujeres, aunque ninguna tenía intención de coger una caña. Pero el día era bueno, soleado y con una agradable brisa, y todo el mundo estuvo de acuerdo en que un paseo les haría bien.

Minerva se sintió tentada de rechazar la invitación, de usar sus deberes como una excusa para quedarse atrás e intentar desenmarañar sus emociones, pero Royce se detuvo junto a ella mientras el grupo se levantaba de la mesa.

El duque habló en voz baja, solo para que lo oyera ella.

– Vigila a las damas… asegúrate de que las más aventureras no intentan investigar el desfiladero.

Maldijo para sus adentros, y asintió. Era el tipo de tontería que algunas de las damas presentes podrían hacer, y el desfiladero era peligroso.

Las cañas de pescar y los aparejos estaban guardados en el varadero junto al lago; Royce guió a los hombres hasta allí para que eligieran sus equipos mientras las mujeres se apresuraban para reunir sombreros, chales y parasoles.

Desde el lago, con las cañas al hombro, los hombres siguieron el camino hacia el norte a lo largo del río. Sintiéndose como un perro ovejero, Minerva reunió a las mujeres y las guió por las alas norte y oeste y hacia el exterior siguiendo el sendero en dirección al molino.

Los hombres estaban un poco más adelante; las mujeres los llamaron. Los hombres miraron atrás, las saludaron, pero siguieron caminando.

Entre las damas, Margaret y Caroline Courtney guiaban el camino, con las cabezas juntas mientras compartían secretos. El resto de damas caminaban en grupos de dos o tres, charlando mientras paseaban bajo los cálidos rayos del sol.

Minerva se mantuvo en la parte de atrás, asegurándose de que nadie se quedara retrasado. Los hombres cruzaron el puente sobre la corriente; las damas los siguieron.

Después de dejar atrás el molino, los dos grupos llegaron al final de la corriente donde comenzaba el desfiladero, que continuaba en dirección norte. Minerva tuvo, efectivamente, que disuadir a tres damas de su intención de descender al desfiladero para investigar las lagunas que se formaban entre las rocas.

– Sé que no podéis saberlo desde aquí, pero las rocas son terriblemente resbaladizas, y el río traicioneramente profundo.

Señaló el lugar donde el río fluía con fuerza, manando a raudales sobre su lecho de rocas.

– Las últimas semanas ha llovido mucho en los Cheviots, y la corriente será sorprendentemente fuerte. El mayor peligro si os caéis es que seréis golpeadas hasta morir contra las rocas.

Según su experiencia, siempre era mejor ser explícita; las damas soltaron un "oh", y continuaron caminando.

Los hombres seguían por delante; las mujeres se entretuvieron, señalando esto, examinando aquello, pero sin desviarse de la dirección correcta. Minerva se quedó atrás, caminando incluso más lentamente, en su papel de pastora. Finalmente, tuvo un momento para pensar.

Sus pensamientos no eran claros.

Le había sorprendido que Royce quisiera establecer una escuela en la aldea; lo aplaudía por eso. Además, se sentía extrañamente orgullosa de él, de que un Varisey, en tantos sentidos, hubiera tenido esa idea él solo. Se sentía satisfecha por haberlo animado a apartarse del ejemplo de su padre y a seguir su propio camino, sus propias indicaciones; estaban resultando ser muy adecuadas.

Pero no podría estar allí para ver los resultados… y eso la irritaba. La decepción, el rechazo, la agobiaban, como si la recompensa por la que había trabajado y que se merecía se le estuviera negando por un capricho del destino. Además, esa recompensa sería para otra, que no la apreciaría dado que no conocía a Royce.

Su esposa aún era un misterio, y por tanto, algo nebuloso; no podía ponerle un rostro a la mujer, de modo que no podía dirigir su rabia contra ella.

No podía culparla.

Se detuvo ante ese pensamiento.

Sorprendida por la triste emoción a la que acababa de poner un nombre.

Eres absurda, se reprendió a sí misma; siempre había sabido que su esposa llegaría algún día… y que entonces, pronto, ella tendría que marcharse.

Marcharse del lugar que siempre había sido su hogar.

Apretó los labios y apartó ese pensamiento. Las demás estaban muy por delante; habían llegado al final del desfiladero y habían continuado caminando, siguiendo el camino del río hasta prados más abiertos. Levantó la cabeza, tomó aire profundamente y apresuró su paso para alcanzarlas.

No se permitió ningún pensamiento más.

Al norte del desfiladero el río se ensanchaba, en su bajada desde las colinas a través de las fértiles praderas. Era profundo en el centro, y en esa zona corría rápidamente, pero las orillas fluían más tranquilamente.

Había un punto concreto en el que el río rodeaba una curva, y después se extendía en un amplio estanque que era especialmente bueno para la pesca. Los hombres habían descendido la inclinada orilla; dispersándose en una hilera a lo largo del borde del estanque, echaron los cebos en la corriente, y hablaron solo en murmullos mientras esperaban que picaran.

Royce y sus primos (Gordon, Rohan, Phillip, Arthur, Gregory, y Henry) estaban hombro con hombro. Todos altos, de cabello oscuro y atractivos, eran una visión arrebatadora, y reducían al resto de invitados masculinos a un simple contraste.

Las damas se reunieron cerca de ellos. Sabían que tenían que atenuar sus voces; en un distendido grupo, disfrutaron del sol y de la ligera brisa, charlando tranquilamente.

Minerva se unió a ellas. Susannah le preguntó de nuevo si había descubierto a quién había elegido Royce como esposa; Minerva agitó la cabeza, y después se separó un poco del grupo; su ojo había captado un destello de color río arriba.

Desde donde estaban, la tierra se alzaba suavemente; pudo ver otro grupo disfrutando de un agradable día en las orillas corriente arriba.

Una de las familias de granjeros arrendados, junto a las familias de sus trabajadores también; entrecerrando los ojos, vio una bandada de niños jugando junto a la orilla del agua, riéndose y gritando, o eso parecía, mientras jugaban al corre que te pillo. La brisa soplaba en dirección norte, así que no llegaba hasta ella ningún sonido, aunque se preguntó cuántos peces pescarían los hombres con tal cacofonía doscientas yardas río arriba.

Estaba a punto de apartar la mirada cuando una niña que estaba junto a la orilla del río de repente agitó los brazos… y cayó hacia atrás en la corriente. La orilla se había derrumbado bajo sus pies; cayó con un chapuzón. Conteniendo el aliento, Minerva observó, esperando ver algo.

El sombrerito blanco de la niña flotó hasta la superficie, en el centro del río. La corriente había atrapado su vestido; incluso mientras los adultos se apresuraban hasta la orilla, fue arrastrada río abajo, hasta el siguiente codo.

Minerva miró a los hombres.

– ¡Royce!

El duque la miró, instantáneamente alerta.

El ama de llaves señaló río arriba.

– Hay una niña en el agua -Miró de nuevo, y localizó el sombrerito blanco. -Dos codos más arriba. Está en el centro, y la corriente la está arrastrando río abajo muy rápido.

Antes de que la última palabra hubiera abandonado sus labios, Royce estaba dando órdenes. Abandonaron las cañas; sus primos y los demás se reunieron a su alrededor, y después el grupo entero se giró y corrió río abajo.

Royce se detuvo solamente para gritar a Minerva:

– Grita cuando llegue a esa curva -Señaló la última curva antes del estanque, y después corrió tras los demás.

Desde el lugar en el que estaban, las damas lo observaron con horrorizada fascinación. Minerva bajó hasta la orilla tanto como pudo sin perder de vista a la niña. Susannah y dos amigas se unieron a ella, mirando a los hombres.

– ¿Qué están haciendo? -preguntó Susannah.

Minerva echó una rápida mirada río abajo, vio a dónde se dirigían los hombres… Royce justo más allá del estanque, los demás aún corriendo, saltando rocas y escurriéndose sobre zonas húmedas en su camino aún más abajo. Después miró de nuevo a la chica.

– Royce va a colocarse en él saliente más cercano… la atrapará. Pero seguramente perderá el equilibrio al hacerlo (la corriente va con mucha fuerza), y los arrastrará a los dos. Los demás formarán una cadena humana más abajo. Estará lista para atrapar a Royce y a la niña.

Susannah conocía el río; palideció.

Una de sus amigas frunció el ceño.

– ¿Por qué van a intentar cogerlo? Es muy fuerte, seguramente será capaz de…

– Es el desfiladero -Susannah la interrumpió bruscamente. -Oh, Dios. Si no consiguen cogerlo…

Se agarró las faldas del vestido, abandonó la orilla, y comenzó a correr río abajo.

– ¿Qué pasa? -gritó Margaret.

Susannah se giró y gritó algo en respuesta. Minerva dejó de escuchar. La niña, aún forcejeando débilmente, llegó a la curva.

Se giró y miró río abajo.

– ¡Royce! ¡Ya viene!

De pie en las aguas poco profundas alrededor del siguiente codo, solo visible desde donde ella estaba, levantó una mano en respuesta; ya no llevaba la chaqueta, y se metió más profundamente en el río.

Minerva se apresuró por la orilla, y después a lo largo del borde del agua, donde los hombres habían estado. La otra amiga de Susannah, Anne, contuvo su lengua y fue con ella. Minerva corrió, pero la corriente arrastraba a la niña aún más rápido; con sus largas trenzas flotando a cada lado de su pequeña y blanca cara, la pobre niña estaba casi exhausta.

– ¡Aguanta! -gritó Minerva, y rezó por que la niña pudiera oírla. -¡Te cogerán en un minuto!

Se resbaló y casi se cayó; Anne, junto a ella, la cogió y la sujetó, y después ambas siguieron corriendo.

La muñeca de trapo en la que la niña se había convertido recorrió la curva, y se perdió de su vista. Jadeando, Minerva corrió aún más rápido; Anne y ella rodearon el codo a tiempo de ver que Royce, hundido en el agua hasta el pecho aunque se mantenía en un saliente en el lecho del río, se inclinaba a la derecha, y después se impulsaba en esa dirección, al interior de la agitada y rápida corriente; ésta lo atrapó en el mismo momento en el que cogió a la niña y la subió sobre su pecho, y después sobre su hombro derecho, donde su cabeza estaba al menos parcialmente a salvo de las aguas cada vez más turbulentas.

Minerva aminoró el paso, y se llevó los dedos a los labios cuando vio lo que se extendía ante la pareja. El río comenzaba a estrecharse, adquiriendo forma de embudo a medida que se acercaba al desfiladero, con las agitadas aguas batiéndose.

Solo había un punto, otro saliente, donde la pareja, arrastrada río abajo, podría ser atrapada, una única oportunidad antes de que la presión del agua los barriera hasta el desfiladero y una muerte casi segura. En el saliente, los primos Varisey y Debrnigh de Royce estaban uniendo sus brazos, formando una cadena humada, anclada por Henry y Arthur, el más ligero, en la orilla. Ambos agarraban uno de los brazos de Gregory, Gregory tenía su otro brazo enlazado al de Rohan, que a su vez esperaba a que Gordon uniera su brazo al suyo, dejando a Phillip al final.

Minerva se detuvo, y se puso las manos en la boca.

– ¡Rápido! -gritó. -¡Están casi ahí!

Phillip la miró, y después empujó a Gordon hacia Rohan, que agarró uno de los brazos de Gordon, y se metió en la corriente.

El río giró alrededor del saliente, portando a Royce y a su carga a lo largo de la otra orilla de la corriente. Rohan gritó y todos los hombres se estiraron… Phillip gritó a Gordon que se agarrara de su chaqueta. Tan pronto como lo hizo, Phillip se lanzó más allá, estirándose tanto como pudo.

Justo cuando parecía que no iban a poder atrapar a la pareja, el brazo de Royce salió del agua… y agarró el de Phillip. Ambos se sujetaron con fuerza.

– ¡Tirad con fuerza! -gritó Phillip.

El peso que tenían que arrastrar (no solo el de Royce y la niña, sino ahora también el de Phillip, todos empapados) puso a prueba al resto de hombres. Henry y Arthur aseguraron sus pies; ambos tiraron hacia atrás, con una mueca en sus rostros mientras tiraban de sus parientes.

Entonces todo terminó. Royce y Phillip consiguieron poner los pies en el saliente.

Royce se levantó, jadeando, y después agitando la cabeza como un perro, sacó a la niña del agua. Sosteniéndola contra su pecho, caminó, lenta y cuidadosamente, sobre el rocoso lecho. Phillip se incorporó tambaleándose, después lo siguió por la orilla. Extendió la mano y apartó el cabello de la niña de su rostro, dio unas palmaditas a su mejilla… y ella tosió. Débilmente al principio, pero cuando Royce alcanzó la orilla y la colocó de costado, dio unas arcadas, tosió con fuerza, y comenzó a llorar.

Minerva cayó de rodillas junto a ella.

– No pasa nada. Tus padres vienen de camino… estarán aquí muy pronto -Miró a Royce, su pecho se elevaba y caía como un fuelle, y estaba empapado, pero estaba ileso, sin daños. Vivo.

Minerva miró al resto de damas, reunidas en un ansioso nudo en la orilla más arriba. Anne se había colocado junto a ella. Minerva señaló los chales que algunas de las damas llevaban.

– Chales… los de lana.

– Sí, por supuesto -Anne se acercó a ellas y extendió la mano, pidiéndoselos.

Dos damas entregaron sus chales rápidamente, pero Aurelia la desdeñó:

– El mío no.

Royce se había agachado, con las manos sobre sus rodillas. No se molestó en levantar la mirada.

– Aurelia.

Su voz cortaba como un látigo; Aurelia se estremeció. Palideció. Su rostro se descompuso, pero se quitó el chal y se lo tiró a Anne… que lo cogió, se giró y se apresuró en volver junto a Minerva.

El ama de llaves le había quitado el sombrerito a la niña y el delantal empapado, y había estado intentando calentar las pequeñas manos de la niña. Se detuvo para tomar uno de los chales… el de Aurelia, que era el más grande y cálido. Con la ayuda de Anne envolvió a la niña en él con fuerza, y después colocó los demás alrededor de sus manos y pies.

Entonces llegaron los familiares de la niña y el resto del grupo de granjeros; habían tenido que retroceder para cruzar el río por un puente de madera que había más arriba.

– Está bien -exclamó Minerva tan pronto como vio los rostros angustiados de los padres.

Ambos corrieron por la orilla, con los ojos clavados en su niña.

– ¡Mary! -La madre cayó de rodillas frente a Minerva. Colocó una mano cariñosamente en la mejilla de la chiquilla. -¿Cariño?

La niña parpadeó, e intentó mover las manos.

– ¿Mamá?

– Oh, gracias a Dios -La madre atrajo a la niña hasta su regazo. Miró a Minerva, y después a Royce. -Gracias… gracias, su Excelencia. No sé cómo podríamos recompensarle.

Su esposo posó una mano temblorosa sobre la oscura cabeza de su hija.

– Ni yo. Pensábamos que estaba… -Se detuvo, y parpadeó rápidamente. Agitó la cabeza y miró a Royce. Con la voz grave, dijo: -Jamás podré agradecérselo lo suficiente, su Excelencia.

Uno de sus primos había traído la chaqueta de Royce; la había estado usando para secar su rostro.

– Si queréis agradecérmelo, llevadla a casa y haced que entre en calor… después de sacarla de ahí, no quiero que coja un resfriado.

– Sí… sí, lo haremos -La madre se puso de pie con dificultad, con la niña en brazos. Su marido rápidamente cogió a la niña.

– Y puede estar seguro -dijo la madre -de que ninguno de ellos volverá a jugar jamás demasiado cerca de la orilla -Dirigió una severa mirada al grupo de niños, que miraban con los ojos como platos desde la orilla, con sus padres y el resto de adultos detrás.

– Deberías recordarles -dijo Royce -que si lo hacen, no es probable que estemos aquí, en el lugar adecuado, en el momento preciso, para sacarlos.

– Sí. Se lo diremos, puede estar seguro -El padre inclinó la cabeza tan bajo como pudo. -Con su permiso, Excelencia, vamos a llevarla a casa.

Royce se despidió de ellos mientras se alejaban.

La madre suspiró y agitó la cabeza. Intercambió una mirada con Minerva.

– Les hablas y les hablas, pero nunca te escuchan, ¿verdad? -Dicho esto, siguió a su esposo orilla arriba.

Royce los observó mientras se marchaban, vio cómo el resto de granjeros y sus esposas se reunían alrededor de ellos, ofreciéndoles consuelo y apoyo mientras rodeaban a la pareja y a su casi perdida hija.

Junto a él, Minerva se incorporó lentamente. Esperó mientras agradecía a Anne su ayuda, y después preguntó:

– ¿Quiénes eran?

– Los Honeyman. Tienen la granja de Green Side -Hizo una pausa, y después añadió: -Deben haberte visto en la iglesia, pero no creo que te los hubieran presentado antes.

No lo habían hecho. Asintió.

– Volvamos -Estaba empapado hasta los huesos, y no había forma humana de ponerse la chaqueta sobre sus empapadas ropas.

Anne se había reunido con los demás, pero ahora volvió. Rozó el brazo de Minerva.

– Susannah y algunas de las demás damas han vuelto con Phillip… el pobre estaba tiritando. He pensado en adelantarme y advertir al servicio -Aunque era una treintañera, Anne era delgada, esbelta y de pies ligeros.

– Gracias -Minerva apretó ligeramente los dedos de Anne. -Si puedes, dile a Retford que necesitaremos un baño caliente para su Excelencia, y otro para Phillip, y agua caliente para los demás, también.

– Lo haré -Anne miró a Royce, inclinó la cabeza y después se giró y se alejó por la pendiente.

Con Minerva a su lado, Royce comenzó a caminar lentamente.

Mirando a algunas de las damas, que estaban aún pululando por allí inconsecuentemente, con las manos apretadas contra el pecho, exclamando como si el incidente hubiera sobrepasado sus delicados nervios, murmuró:

– Al menos alguna gente mantiene la cabeza fría durante las crisis.

Se refería a Anne. Royce la miró, y sonrió.

– Así es.

Arthur y Henry, junto al resto de invitados que no habían llegado a mojarse, habían vuelto para recoger las cañas y los aparejos.

Mientras Royce y Minerva subían la pendiente, las damas restantes, aparentemente decidiendo que el alboroto había terminado definitivamente, se reagruparon y emprendieron la vuelta al castillo.

Con Minerva caminando a su lado, Royce estaba casi en la retaguardia del grupo, y deseó que pudieran caminar más rápido. Necesitaba seguir moviéndose, o comenzaría a tiritar como Phillip. Ya tenía la piel helada, y el frío estaba introduciéndose en sus huesos.

Margaret lo miró sobre* su hombro un par de veces; Royce asumió que era para asegurarse de que no se desmayaba.

No se sorprendió del todo cuando se separó del grupo y esperó hasta que Minerva y él llegaron hasta ella.

Pero fue a Minerva a quien habló.

– ¿Podemos hablar un momento?

– Sí. Por supuesto.

Minerva se detuvo.

Royce siguió adelante, pero aminoró el paso. No le gustaba la mirada que había visto en los ojos de Margaret, ni su expresión, y mucho menos su tono. Minerva no era una criada, ni siquiera para la familia. No era un familiar pobretón, ni nada por el estilo.

Era su ama de llaves, y mucho más, aunque Margaret no lo supiera aún.

– ¿Sí?

Minerva miró a Margaret, que hasta entonces había permanecido en silencio.

Margaret esperó hasta que Royce dio dos pasos más antes de decir, en un susurro:

– ¿Cómo te atreves? -Había furia y un terrorífico veneno en su voz. -¿Cómo te atreves a poner a todo el ducado en riesgo por el hijo de un granjero?

Royce se detuvo.

– Los Honeyman son los arrendatarios de tu hermano, pero, a pesar de eso, salvar a esa niña era lo correcto.

El duque se giró.

Vio a Margaret tomando aliento. Enrojecida, con los ojos fijos en Minerva, gritó:

– ¡Por una estúpida, por una tonta niña, has arriesgado…!

– Margaret -Royce caminó de vuelta hacia ella.

Margaret se giró para mirarlo.

– ¡Y tú! ¡Tú no eres mejor! ¿Te paraste a pensar un momento en nosotras, en mí, en Aurelia y en Susannah? ¡En tus hermanas! Antes de…

– Ya es suficiente.

Su tono era gélido acero; hizo que ella apretara los puños y se tragara el resto de su retahíla. Se detuvo ante ella, lo suficientemente cerca para que tuviera que levantar la cabeza para mirarlo a la cara… lo suficientemente cerca para que se sintiera intimidada, como debería sentirse.

– No, no he pensado en ti, ni en Aurelia, ni en Susannah… todas tenéis maridos ricos que os mantienen, a pesar de mis continuadas retribuciones. No te he puesto en peligro salvando a esa niña. Su vida estaba en la cuerda floja, y me hubiera sentido tremendamente decepcionado si Minerva no me hubiera avisado. Estaba en disposición de salvarla… a una niña que ha nacido en mis tierras.

Miró el intransigente rostro de su hermana.

– Lo que Minerva hizo estuvo bien. Lo que yo hice estuvo bien. Lo que pareces haber olvidado es que mi gente (incluso las niñas pequeñas y tontas) es mi responsabilidad.

Margaret tomó aire profundamente.

– Papá nunca habría…

– Así es -Esta vez su voz era cortante. -Pero yo no soy papá.

Por un momento, mantuvo a Margaret en silencio con su mirada, y después, lenta y deliberadamente, se giró hacia el castillo.

– Vamos, Minerva.

Rápidamente se puso a su altura, y comenzaron a caminar.

Royce apresuró su paso; el resto de damas no estaban demasiado lejos.

– Necesito quitarme estas ropas mojadas -Habló coloquialmente, intentando dejar la escenita de Margaret atrás, tanto metafórica como físicamente.

Minerva asintió, con los labios apretados.

– Exacto -Pasó un segundo, y después continuó: -En realidad, no sé por qué Margaret no ha podido esperar un poco para chillarme… no es que no fuera a estar cerca. Si realmente estaba preocupada por tu salud, hubiera hecho mejor no retrasándonos -Miró a Royce. -¿Puedes ir más rápido? ¿No deberías correr un poco?

– ¿Por qué?

– Así entrarás en calor -Estaban acercándose al molino. Minerva levantó una mano y empujó su hombro. -Ve por allí… a través del molino. Es más rápido que bajar hasta el puente y cruzar.

Generalmente evitaba tocarlo, aunque ahora seguía empujándolo, así que Royce se desvió hasta el camino pavimentado que guiaba al molino.

– Minerva…

– Tenemos que llegar al castillo para que puedas quitarte esas ropas mojadas y darte un baño caliente lo antes posible -Lo empujó hacia la plancha. -¡Así que muévete!

Royce casi le hizo un saludo militar, pero hizo lo que le ordenó. De Margaret, que no había pensado en nadie más que en ella misma, a Minerva, que estaba totalmente centrada… en él.

En su bienestar.

Le llevó un instante asimilar eso.

La miró mientras, con las manos ahora sobre uno de sus codos, lo apresuraba a salir del molino. Estaba concentrada en el castillo, en llevarlo allí tan rápido como fuera posible. Su intensidad no era solo la de un ama de llaves cumpliendo con su deber; era bastante más.

– No voy a coger una fiebre mortal por un remojón en el río -Intentó aminorar el paso hasta un paseo rápido.

Minerva apretó la mandíbula y le metió prisa.

– Tú no eres médico… no puedes saber eso. El tratamiento prescrito tras la inmersión en un río helado es un baño caliente, y eso es lo que vas a tener. Tu madre nunca me perdonaría si te dejo morir porque no te has tomado algo así con la suficiente seriedad.

Su madre, que nunca había pasado un momento preocupándose por su salud. Los hombres Varisey se supone que deben ser duros, y, efectivamente, lo son. Pero cedió a la petición de Minerva y volvió a caminar rápidamente.

– Estoy tomándomelo en serio.

No tan en serio como ella.

O, como resultó, no tan en serio como su personal de servicio.

En el momento en el que Minerva lo empujó a través de la puerta que daba al ala norte, Trevor se abalanzó sobre él.

– ¡No! -Su ayuda estaba totalmente aterrado. -Otro par de Hobys arruinados… Dos pares en tres días. Y, ¡oh, por Dios! ¡Estás empapado!

Se abstuvo de decir lo que ya sabía.

– ¿Está el baño preparado?

– Eso espero -Trevor intercambió una mirada con Minerva, aún junto a Royce. -Subiré y me aseguraré -Trevor se giró y salió corriendo por las escaleras de la torre.

Royce y Minerva lo siguieron, tomando el atajo hasta sus habitaciones.

Minerva se detuvo en el exterior de la puerta de su salón; él siguió caminando, y la práctica nueva puerta hasta su vestidor y el baño más allá que Hancock, el carpintero del castillo, estaba probando en ese momento.

Hancock asintió.

– La nueva puerta que ordenaste, su Excelencia. Justo a tiempo, parece -Hancock abrió la puerta. -El baño te espera.

Royce asintió.

– Gracias -Miró la puerta mientras entraba en el vestidor, y asintió de nuevo a Hancock. -Es exactamente lo que quería.

Hancock hizo una reverencia, cogió su caja de herramientas y se marchó. Minerva apareció en la puerta… miró con sorpresa la puerta, y después su marco. A continuación miró a Royce.

– Ahora Trevor y los lacayos no tienen que atravesar el dormitorio para llegar a estas habitaciones.

– Oh -Se quedó allí, digiriéndolo, mientras Royce comenzaba la difícil tarea de desatar su empapado pañuelo.

Trevor apareció en la puerta opuesta, desde la que el vapor manó cuando el lacayo vertió el que tenía que ser el último cubo de agua hirviendo en la enorme bañera; si la llenaba más, rebosaría cuando Royce se metiera dentro. El duque hizo una señal al lacayo para que parase.

Su ayuda, mientras tanto, estaba frunciendo el ceño mientras sujetaba dos botellas de cristal.

– ¿Qué sería mejor? ¿Menta, o hierbabuena?

– Menta -Saliendo de su trance, Minerva entró para unirse a Trevor. -Lo que necesitas es menta poleo… es lo mejor para evitar los resfriados -Se detuvo junto a Trevor, dejó que el lacayo se apartara un poco, y después señaló un grupo de botes similares que había sobre una mesa de madera. -Debe estar ahí.

– Menta poleo. Bien -Trevor volvió. -Aquí está. ¿Cuántas gotas? -Entornó los ojos, intentando leer la diminuta etiqueta.

– Aproximadamente una cucharita, quizá dos. Lo suficiente para que puedas olerlo con fuerza.

Trevor quitó el tapón y vertió una pizca de aceite en el agua. Minerva y él olisquearon el vapor. Ambos fruncieron el ceño.

Royce entró en el baño y tiró su pañuelo húmedo, que por fin había conseguido desatar, en el suelo; cayó con un sonoro "¡plaf!", pero ni su ayuda ni su ama de llaves reaccionaron.

Miró anhelante el agua caliente, sintiendo que el hielo se le metía hasta la médula… escuchó a los otros dos discutiendo los beneficios de añadir menta también.

Se sacó el bajo de la camisa de la cintura, desató los cordones en sus puños y cuello, y después miró a su ama de llaves.

– Minerva.

Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

– Vete. Ahora -Cogió el dobladillo de su camisa.

– Oh, sí… por supuesto.

Se quitó la camisa, escuchó el sonido de sus pasos, y después la puerta del baño al cerrarse. Sonrió. Pero le costó trabajo liberarse de los húmedos pliegues de la ropa; Trevor tuvo que ayudarlo… con eso, con las botas, y con sus pantalones, diseñados para que se ajustaran a sus piernas incluso cuando estaban secos.

Por fin desnudo, entró en la bañera, se sentó, y se inclinó hacia atrás, y después se sumergió. Sintió el calor del agua fundiendo lentamente el hielo de su carne. Sintió la calidez penetrando en él.

Sintió la calidez de otro tipo expandiéndose lentamente por su cuerpo.

Con la mirada en la puerta por la que había huido su ama de llaves, se descongeló lentamente.


Muy tarde aquella noche, con el hombro apoyado contra el muro en la oscuridad de una portilla de la galería de la torre, Royce miraba pensativamente la puerta de la habitación de Minerva.

El único pensamiento en su mente era si su preocupación por él era excusa suficiente para lo que estaba a punto de hacer.

Comprendía perfectamente bien por qué la necesidad le acostarse con ella había escalado repentinamente a un nivel que estaba fuera de su control. Jugar con la muerte había tenido aquel efecto: lo había hecho demasiado consciente de su mortalidad, y había encendido su necesidad de vivir, de demostrar que estaba vitalmente vivo del modo más fundamental.

Lo que estaba sintiendo, el modo en el que estaba reaccionando, era totalmente natural, normal, lógico. Era de esperar. No estaba tan seguro de que ella lo viera de ese modo. Pero aquella noche la necesitaba. Y no solo por razones egoístas.

Aunque en el asunto del rescate tenían la razón, también la tenía Margaret. Había aceptado la necesidad de asegurar la sucesión; no podía seguir postergando hablar con Minerva y ganarse su aprobación para ser su esposa.

Para ser la madre de su hijo… el onceavo duque de Wolverstone.

En aquel momento, todos los caminos de su vida conducían a aquel lugar, y lo impulsaban a actuar, a dar el siguiente paso.

El castillo se había quedado en silencio; todos los invitados estaban en la cama, aunque no todos en la propia. En el interior de la torre, solo permanecían Minerva y él; todo el servicio se había retirado hacía mucho. No tenía sentido postergarlo más.

Estaba a punto de apartarse de la pared, se había tensado para dar el primer y aciago paso hacia la puerta, cuando ésta se abrió.

Se detuvo, y a través de la oscuridad, vio que Minerva salía. Estaba aún totalmente vestida; ciñéndose un chal sobre los hombros, miró a la derecha, y después a la izquierda. No lo vio, ya que estaba totalmente inmóvil en las envolventes sombras.

Cerró cuidadosamente la puerta, y se alejó por el pasillo.

Tan silencioso como un fantasma, la siguió.

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