CAPÍTULO 08

Aquella noche, Royce entró en el salón y, tranquilamente, examinó a los invitados que aún quedaban. Sus hermanas se habían quedado, aunque sus maridos se habían marchado; las tres habían decidido, aparentemente, darse un respiro de un par de semanas, aprovechándose de la estructura más libre y menos restrictiva de su hogar de soltero.

Las tres estaban permitiéndose aventuras bajo su techo… Aurelia y Susannah con dos de sus primos, Margaret con el marido de una de sus "amigas", que estaba, además, convenientemente liada con otro de sus primos.

Afortunadamente, él no era responsable en ningún sentido de ellos, ni de sus pecados o matrimonios. Por el momento, al menos, podían hacer lo que quisieran; ellos (sus hermanas, sus primos, y sus distintos amigos) le proporcionaban una tapadera para la seducción de su ama de llaves.

Por eso los toleraba… al menos por ahora. Estaba lo suficientemente tranquilo en su compañía; podía interactuar con ellos o ignorarlos, lo que escogiera.

Algunos habían mencionado que se quedaban para la feria de Alwinton, un par de semanas después. Era una festividad anual de la localidad; su madre a menudo había celebrado fiestas coincidiendo con el suceso. Cuando miró a su alrededor, notó ojos brillantes, mejillas enrojecidas y miradas llenas de significado; parecía que sus hermanas y primos estaban intentando recuperar aquella época juvenil y más despreocupada.

El, por el contrario, estaba intentando capturar a Minerva. Con suerte, la feria y la compañía distraería a sus hermanas de cualquier interés en sus asuntos fuera de lugar.

A pesar de que la frustración que había soportado hasta entonces no había tenido un propósito real, esa frustración aún continuaba. Aunque no duraría demasiado. Se obligo a sí mismo a acatar su disciplina en las pocas horas en las que disfrutaba de su compañía, discutiendo del molino y de otros asuntos del ducado… Adormeciéndola en una sensación de seguridad.

Para que creyera que estaba segura con él. De él.

Nada podía estar más lejos de la verdad, al menos no respecto a su punto de contención actual. Ella iba a terminar en su cama (desnuda) antes o después; estaba decidido a asegurarse de que aquello ocurriera.

La localizó en el centro de un grupo junto a la chimenea; aún llevaba luto, como sus hermanas, aunque el resto de invitadas femeninas habían cambiado el negro por vestidos de color lavanda o gris. Minerva aún brillaba como un faro ante él. Caminó a través de los invitados, dirigiéndose hacia ella.

Minerva lo vio acercarse; continuó sonriendo a Phillip Debraigh, que estaba entreteniendo al grupo con una historia, y se obligó a tomar lentas y profundas inhalaciones y un control más férreo sobre su compostura. Royce se había comportado, sin duda, precisamente como ella había estipulado, durante el resto de la mañana y de la tarde, cuando habían estado abstraídos en la correspondencia y sus dictados. No había razón para imaginar de repentinamente fuera a cambiar de táctica…

De no ser porque ella no creía del todo que él hubiera aceptado su negativa tan fácilmente.

Y por eso se tensaba, y sus pulmones se contraían, cuando él se acercaba. Phillip terminó su relato y se excusó, alejándose para unirse a otro grupo. El círculo se movió, se ajustó, y Royce se colocó a su lado.

Saludó a los demás con su acostumbrado y gélido aire urbano; después, miró a Minerva… y sonrió.

Un auténtico lobo. Que tenía algo planeado estaba totalmente claro por la expresión de sus oscuros ojos.

Los labios de Minerva se curvaron ligeramente, e inclinó la cabeza serenamente en respuesta.

Una de las damas comenzó a contar el último cotilleo de la clase alta.

Con los nervios de punta y los pulmones demasiado tensos, Minerva aprovechó el momento para murmurar:

– Si me disculpáis…

Retrocedió…

Y se detuvo, con los nervios crispados, cuando unos dedos largos y fuertes se cerraron (amablemente, aunque con fuerza) sobre su codo.

Royce se giró hacia ella, con una ceja arqueada.

– ¿Adónde vas?

Lejos de él. Miró la habitación a su alrededor.

– Debería ver si Margaret necesita algo.

– Creía que, como mi ama de llaves, tú debías permanecer a mi lado.

– Si me necesitas.

– Definitivamente, te necesito.

No se atrevió a mirarlo a la cara. Su tono ya era suficientemente malo; el tono de su profunda voz envió un escalofrío por su espalda.

– Bueno, entonces, seguramente, deberías hablar con los primos con los que has pasado menos tiempo. Henry y Arthur, por ejemplo.

La liberó y le hizo una señal para que continuara adelante.

– Tú primero -Caminó a su lado mientras ella se deslizaba a través de los invitados hacia el grupo en el que se encontraban los dos Varisey más jóvenes. Mientras se aproximaban, Royce murmuró: -Pero no intentes escabullirte de mí.

La manifiesta advertencia había cubierto el rostro de Minerva con una sonrisa. Saludó a Henry y Arthur, y permaneció junto a Royce mientras conversaban.

Rápidamente se dio cuenta de por qué había aparecido en el salón media hora antes de la cena… Para poder usar aquel tiempo para torturarla con un millar de pequeños roces. Nada más que los acostumbrados y educados gestos sin importancia que un caballero otorga a una dama, como cogerla del codo, un roce en el brazo, la sensación de su mano pululando por la parte de atrás de su cintura, y después acariciándola ligeramente…

Su pulso saltaba cada vez; cuando Retford apareció, por fin, para anunciar la cena, estaba deseando haber llevado su abanico. Tras el anuncio del mayordomo, miró a Royce, entornando sus ojos. A pesar de que su impasible semblante no se suavizó, se las arregló para expresar con sus ojos una suprema inocencia.

Los ojos de Minerva se convirtieron en dos diminutas líneas.

– No has sido inocente desde que naciste.

El sonrió (un gesto que, para ella, era una mala señal), y la tomó del brazo.

Aplastó desesperadamente su reacción, y señaló a una dama al otro lado de la habitación.

– Deberías acompañar a Caroline Courtney hasta el comedor.

– Lady Courtney puede encontrar su propio acompañante. Esto no es una cena formal -La miró de modo sugerente. -Yo disfrutaré mucho más acompañándote a ti.

Omitió deliberadamente "hasta el comedor", dejando que ella suministrara el contexto… Algo que la parte menos sensible de su mente estaba feliz de hacer. Maldición. Maldito Royce.

Llegaron a la mesa de la cena, y Royce la sentó a la izquierda de su enorme silla. Mientras él mismo tomaba asiento, Minerva aprovechó la oportunidad que le proporcionaba el ruido del resto de sillas al arrastrarse para murmurar:

– Esta estratagema tuya no va a funcionar -Lo miró a los ojos. -No voy a cambiar de idea.

Royce mantuvo su mirada, dejó que pasara un segundo, y después, lentamente, arqueó una ceja.

– ¿Eh?

Minerva apartó la mirada, reprendiéndose a sí misma interiormente. Sabía que era mejor que lanzarle un guante.

Predeciblemente, él lo cogió.

Minerva había pensado que estaría razonablemente segura en la mesa (el número de comensales se había reducido, así que no se sentaban demasiado cerca los unos de los otros), pero ella rápidamente descubrió que no necesitaba tocarla físicamente para afectarla.

Lo único que necesitaba hacer era fijar su mirada sobre su boca mientras sorbía su sopa, o mientras cerraba sus labios sobre un delicado dumpling de pescado; no sabía cómo era posible que le comunicara sus lascivos pensamientos con solo una mirada, pero lo hacía.

Minerva se echó hacia atrás en su silla, se aclaró la garganta y cogió su copa de vino. Tomó un sorbo, sintió su mirada en sus labios, después la sintió bajar mientras tragaba… Como si estuviera siguiendo el recorrido del líquido mientras este se deslizaba por su garganta, y viajaba hasta el interior de su pecho.

Desesperada, se giró hacia el caballero (Gordon Varisey) que estaba sentado a su otro lado, pero este estaba enfrascado en una discusión con Susannah. Al otro lado de la mesa, Caroline (lady Courtney) estaba más interesada en hacer ojitos a Phillip Debraigh que en distraer a su anfitriona.

– ¿Todavía no funciona mi estratagema?

Las suaves y tentadoras palabras se deslizaron por su oído como una caricia; se giró para mirar a Royce mientras este se reclinaba de nuevo en su silla, con la copa de vino en la mano, mientras luchaba para contener un escalofrío, sin tener éxito totalmente.

Su único consuelo es que nadie parecía haberse dado cuenta de la sutil batalla que estaba teniendo lugar en la cabecera de la mesa. Siendo así, entornó los ojos, y sucintamente, declaró:

– Vete al diablo.

Los labios de Royce se curvaron en una sonrisa totalmente genuina, y devastadoramente atractiva. Su mirada se concentró en la de ella, levantó su copa de vino y bebió un trago.

– Espero hacerlo.

Minerva apartó la mirada; no tenía necesidad de ver el brillo del vino tinto en los labios con los que había pasado soñando una buena porción de su adolescencia. Cogió su copa de vino.

Justo cuando él añadía:

– Si no por otra cosa, por lo que me estoy imaginando haciéndote.

Sus dedos fallaron al coger la copa de vino, golpearon el largo cuello de la copa, que se inclinó… Royce la cogió, extendiendo la mano izquierda sobre las manos de Minerva, y después curvándose sobre estas mientras presionaba el cuello contra sus adormecidos dedos.

Su mano descansaba, dura y fuerte, sobre las de ella, hasta que ella cogió la copa, y Royce retiró su mano lentamente, con los dedos acariciando su mano y sus nudillos.

Los pulmones de Minerva se habían paralizado hacía mucho.

Royce se movió, y usó el movimiento para acercarse a ella y murmurar:

– Respira, Minerva.

Lo hizo, tomó aire profundamente… Negándose a notar que, mientras el duque volvía a sentarse correctamente, su mirada había bajado hasta sus pechos, medio expuestos por su vestido de noche.

Para cuando la comida terminó estaba a punto de cometer un asesinato. Se levantó con el resto de damas y siguió a Margaret hasta el salón.

Royce no iba a dejarla en paz. Minerva se había visto perseguida por caballeros (incluso nobles) antes; podía quedarse, sencillamente, en su lugar, segura de su habilidad de truncar cualquier movimiento que él hiciera, porque ella conocía sus límites. Necesitaba escapar mientras pudiera. Royce guiaría a los caballeros de vuelta para que se reunieran con las damas demasiado pronto.

Al llegar al salón, las damas entraron; Minerva se detuvo justo en la puerta, esperando hasta que las demás se acomodaran. Entonces hablaría con Margaret…

– Aquí estás -Susannah deslizó su brazo en el de ella, y tiró de Minerva hacia una esquina de la habitación. -Quería preguntarte una cosa… -Susannah se acercó más. -¿No tienes idea de con qué dama está escribiéndose Royce?

Minerva frunció el ceño.

– ¿Escribiéndose?

– Dijo que anunciaría su matrimonio cuando la dama a la que había elegido aceptara -Susannah se detuvo, y fijó sus ojos (de un castaño más claro que los de su hermano) sobre el rostro de Minerva. -Así que supongo que, si está preguntándole, y ya que ella no está aquí, debe estar escribiéndole.

– Ah, comprendo. Yo no le he visto escribiendo ninguna carta, pero usa a Handley para ocuparse de la mayor parte de su correspondencia, así que yo no tengo por qué saberlo -Para alivio suyo, sobre todo en aquel tema.

– ¿Handley? -Susannah se dio unos golpecitos en el labio con la punta de uno de sus dedos, y después echó un vistazo de reojo a Minerva. -No lo conozco, pero, ¿crees que podríamos convencerlo de que nos contara lo que sabe?

Minerva negó con la cabeza.

– Yo no me molestaría en intentarlo. Aparte de todo lo demás, se lo contaría a Royce -Dudó, y después añadió: -De hecho, todo el personal de servicio de Royce es totalmente leal a él. No encontrarás a nadie que esté dispuesto a conversar sobre sus asuntos privados.

Incluyéndola a ella.

Susannah suspiró.

– Supongo que pronto descubriremos la verdad.

– Así es -Dio una palmadita al brazo de Susannah mientras liberaba el suyo. -Tengo que hablar con Margaret.

Susannah asintió y se alejó para unirse a las demás mientras Minerva se encaminaba hacia Margaret, entronada solemnemente en el sofá frente a la chimenea.

Susannah tenía razón: Royce debía estar teniendo algún tipo de comunicación con la dama a la que había elegido como su duquesa… Ese era un punto que ella no debía olvidar. Típico de los Varisey, mientras esperaba a que su novia accediera a ser suya, intentaba meterse en la cama de su ama de llaves.

Si necesitaba algún recordatorio de lo imprudente que sería dejarse seducir por él, recordar que algún día conocería a la que habría de ser su duquesa le ayudaría a afianzar su resolución.

Realmente no quería conocerla; el pensamiento le tensaba el estómago.

Concentrada de nuevo en sus planes para mantenerse fuera de su alcance, y de su cama, se detuvo junto a Margaret.

– Me duele la cabeza -mintió. -¿Podrías hacer los honores con la bandeja del té?

– Sí, por supuesto -Con aspecto de estar más relajada que cuando su marido estaba presente, Margaret se despidió de ella con un gesto de la mano. -Deberías decirle a Royce que no te haga trabajar tanto, querida. Necesitas tiempo para alguna distracción.

Minerva sonrió y se dirigió hacia la puerta; comprendía perfectamente la "distracción" que Margaret estaba recomendándole… Precisamente una del mismo tipo que el de la que su hermano tenía en mente. ¡Estos Varisey!

No perdió el tiempo; no confiaba en que Royce no abreviara el tiempo de la copa de los hombres, y volviera al salón antes con algún pretexto. Salió de la habitación y se dirigió al vestíbulo delantero, desde donde subió las escaleras principales rápidamente.

No había nadie alrededor. No escuchó el sonido de las voces masculinas; los caballeros debían estar aún en el comedor. Aliviada, entró en la torre, vaciló, y después se dirigió a la sala matinal de la duquesa. Era demasiado temprano para dormir, y su bastidor de bordar estaba allí.

La habitación matinal había sido el territorio personal de la difunta duquesa; sus hijas solo habían entrado allí cuando se las había invitado. Desde su muerte, no habían puesto un pie allí. Los Varisey tenían poco interés en los muertos; nunca se aferraban a los recuerdos.

Aquella habitación encajaba con Minerva. En los últimos tres años, la habitación se había convertido en suya.

Presumiblemente sería así… Hasta que llegara la próxima duquesa.

Abrió la puerta y entró. La habitación estaba a oscuras, pero ella la conocía bien. Caminó hacia la mesa que estaba tras el sofá más cercano, se detuvo, y después volvió a la puerta y la cerró. No tenía sentido arriesgarse.

Sonriendo para sí misma, caminó hasta la mesa junto al sofá, puso la mano en el yesquero y encendió la lámpara. La mecha parpadeó; esperó hasta que ardió establemente, y entonces colocó el cristal en su lugar, ajustó la llama… Y de repente sintió (supo) que no estaba sola. Levantó la mirada de la lámpara y vio… a Royce, sentado con su descuidada postura en el sofá opuesto. Mirándola.

– ¿Qué estás haciendo aquí? -Las palabras acudieron a sus labios mientras su aturdida mente calculaba las opciones.

– Esperándote.

Había cerrado la puerta. Mirándolo a los ojos, tan oscuros, con su mirada decidida y firme, supo que a pesar de que estaba en el sofá más alejado, si intentaba llegar a la puerta, él llegaría allí antes que ella.

– ¿Porqué?

Mantenerlo hablando parecía su única opción.

Asumiendo, por supuesto, que él quisiera hacerlo.

No lo hizo. En lugar de eso, se levantó lentamente.

– Gracias por cerrar la puerta.

– No estaba intentando ayudarte -Lo observó mientras caminaba hacia ella, se tragó su pánico, y se recordó a sí misma que correr no tenía sentido. No hay que darle la espalda a un depredador.

Royce rodeó el sofá, y ella se giró para mirarlo. Se detuvo ante ella, mirando su rostro… Como si estudiara sus rasgos, como si memorizara los detalles.

– Qué fue lo que dijiste… ¿que no ibas a volver a besarme?

Minerva se tensó.

– ¿Qué pasa con eso?

Los labios del duque se movieron de forma mínima.

– Que yo no estoy de acuerdo.

Minerva esperó, tensa a más no poder, a que él la atrapara, a que la besara de nuevo, pero no lo hizo. Se quedó mirándola, observándola, con su intensa mirada, como si aquello fuera algún juego y ese fuera su turno para mover.

Atrapada en su mirada, sintió que el calor se agitaba, que se elevaba entre ellos; desesperada, buscó algún modo de distraerlo.

– ¿Y qué pasa con tu esposa? Se supone que deberías estar preparando el anuncio de tu boda mientras hablamos.

– Estoy negociando. Mientras tanto… -Dio un paso adelante; instintivamente, Minerva dio un paso atrás. -Voy a besarte de nuevo.

Aquello era lo que Minerva temía. Royce dio otro paso, y ella retrocedió de nuevo.

– De hecho -murmuró, acortando la distancia entre ellos, -voy a besarte más de una vez, y quizá más de dos. Y no solo ahora, sino más tarde… Cada vez que quiera hacerlo.

Otro paso adelante de él, otro paso atrás de ella.

– Tengo intención de hacer que besarte sea una costumbre.

Minerva dio otro paso atrás rápidamente mientras él continuaba avanzando. Su mirada bajó hasta sus labios, y después revoloteó hasta sus ojos.

– Voy a pasar bastante tiempo saboreando tus labios, tu boca. Y después…

La espalda de Minerva golpeó la pared. Sorprendida, elevó las manos para mantenerlo apartado de ella.

Suavemente, Royce las cogió, una con cada una de las suyas, y dio un último paso. Sujetando las manos de la chica en la pared, a cada lado de su cabeza, bajó la suya y la miró a los ojos. Mantuvo su mirada implacablemente, desde apenas unos centímetros de distancia.

– Después de eso -Su voz se había hecho más grave, casi como un ronroneo que acariciaba sus sentidos, -voy a pasar incluso más tiempo saboreando el resto de tu cuerpo. Todo tu cuerpo. Cada centímetro de piel, cada hueco, cada curva. Voy a conocerte infinitamente mejor de lo que tú misma te conoces.

Minerva no podía hablar, no podía respirar… No podía pensar.

– Voy a conocerte íntimamente -Royce saboreó la palabra. -Tengo la intención de explorarte hasta que no quede nada más que descubrir… Hasta que sepa lo que te hace jadear, lo que te hace gemir, lo que te hace gritar. Y entonces te lo haré todo a la vez. Frecuentemente.

Tenía la espalda aplastada contra la pared; Royce no estaba apoyándose en ella (aún), pero con los brazos levantados, su chaqueta se había abierto; apenas había un centímetro separando su torso de sus pechos… Y ella podía sentir su calor. Por todo su cuerpo, podía sentir su cercanía, y su insinuada dureza.

Todo lo que su ansioso ser necesitaba para sentirse aliviado.

Pero… Tragó saliva, se obligó a sostener su mirada y elevó la barbilla.

– ¿Por qué estás contándome todo esto?

Sus labios se curvaron. Su mirada bajó hasta sus labios.

– Porque creo que es justo que lo sepas.

Minerva forzó una carcajada. Una sin aliento.

– Los Varisey nunca juegan limpio… ni siquiera estoy segura de que estés "jugando".

Sus labios se curvaron.

– Cierto -Su mirada volvió hasta sus ojos.

Minerva mantuvo su mirada.

– ¿Entonces por qué me lo cuentas?

Levantó una ceja maliciosamente.

– Porque tengo intención de seducirte, y creo que esto ayuda. ¿No está funcionando?

– No.

Sonrió entonces, lentamente, con sus ojos fijos en los de ella. Movió una mano, la giró, y cuando ella siguió su mirada de soslayo, vio que tenía las puntas de sus largos dedos sobre las venas de su muñeca.

– Tu pulso dice otra cosa.

Su absoluta e imperturbable arrogancia envió chispas a su temperamento. Volvió a mirarlo a la cara, y entornó los ojos.

– Eres el más engreído, diabólico, despiadado…

Royce la interrumpió, rodeando sus labios con los suyos, saboreando su furia… Convirtiéndola con implacable y diabólica eficiencia en algo incluso más ardiente.

Algo que fundía sus huesos, con lo que Minerva luchaba, pero sin poder contenerlo; el calor líquido explotó y fluyó en su interior, consumiendo sus intenciones, sus inhibiciones, y todas sus reservas.

Erradicando su sentido común.

Dejando solo ansia (buscando un alivio descarado, explícito) en su estela.

El duro empuje de su lengua, el pesado y firme peso de su cuerpo mientras se acercaba más y aprisionaba su cuerpo contra el muro, era lo único que sus inconscientes sentidos necesitaban. Su lengua se encontró con la de Royce en una flagrante unión; su cuerpo se tensó, no para apartarlo sino, con todos sus sentidos despiertos, para presionarse contra él.

Para unir su ansia con la de ella.

Para alimentar su deseo con el suyo.

Para mezclarse con él hasta que el poder se hiciera demasiado para que ningún de ellos lo soportara.

Esta, ahora, era su única opción; su parte racional se rindió, y la dejó libre para aprovechar el momento, para sacar de él todo lo que pudiera.

Para exprimir cada gota de placer.

Royce no le dio elección.

Ella le dejó incluso menos.

Durante largos minutos, maldiciendo mentalmente, Royce mantuvo sus manos cerradas sobre las de ella, presionándolas contra el muro a cada lado de su cabeza, por la única razón de que no confiaba en sí mismo. Y, teniendo en cuenta cómo estaba ella, extasiada por la pasión, confiaba en ella incluso menos.

Su cuerpo era un cálido cojín femenino presionado contra el suyo, con sus pechos firmes contra su torso, sus largas piernas contra las suyas, tentadoras y provocativas, con la suave tensión de su vientre acariciando su ya hinchada verga, como si le pidiera que se diera prisa en entrar.

Royce no había sabido que ella respondería como lo había hecho… zambulléndose instantáneamente en el fuego. El duque reconoció las llamas, pero con ella la conflagración amenazaba con descontrolarse, con escapar de su control.

Aquel descubrimiento había sido lo suficientemente sorprendente para romper el estanque que la lujuria y el deseo combinados habían reunido… Suficiente para permitirle reafirmar ese elemento esencial. El control, su control, era vital, no solo para él, sino incluso más para ella.

Así que se contuvo, luchó con la tentación, hasta que su mente se alzó sobre la niebla de sus atormentados sentidos.

Entonces, por fin, supo lo que tenía que hacer.

No apaciguó la pasión, la posesión de sus besos… En absoluto. Inclinó su cabeza y, deliberadamente, la apretó con más fuerza, y más profundamente. No le dio cuartel, y no aceptó concesiones.

No se sorprendió totalmente cuando, en lugar de retroceder hacia un punto seguro, lo correspondió, tomando toda su pasión, absorbiéndola, y después devolviéndosela.

Esta vez Royce estaba preparado. Moviéndose contra ella, usó sus caderas para atraparla contra la pared; liberó sus manos, bajó sus brazos, y llevó sus dedos hasta los pequeños botones que corrían desde la parte superior de su vestido negro hasta la cintura.

Estaba tan absorta en el beso, en incitarlo y excitarlo, que no se dio cuenta de que Royce había abierto su vestido. Un movimiento aquí, otro allí, y los nudos del lazo de su camisola estaban desechos. El duque colocó ambas palmas en sus hombros, abriendo el cuerpo del vestido, empujando la delicada tela de su camisola hacia abajo con las manos, para después rodear sus pechos con ellas. Minerva jadeó, temblando literalmente mientras él la poseía descaradamente… Mientras se hacía cargo de nuevo del beso, llenando su boca otra vez, y dejando que su atención pasara a las cálidas y firmes colinas bajo sus manos.

Para hacer lo que deseaba con ellos, saboreando táctilmente la fina piel, usando la punta de uno de sus dedos para recorrer la aureola de cada pezón, y excitándola incluso más.

Entonces cerró las manos de nuevo, sintió que ella tomaba aire y lo contenía mientras jugaba, poseía, amasaba. Minerva se movió, insinuantemente; él sintió que algo en el interior de la joven (en la tensión de su esbelto cuerpo) se relajaba, cambiaba. Sus manos revolotearon hasta colocarse a cada lado de la cabeza de Royce, y después una se deslizó hasta su nuca, con los dedos enredándose en su cabello, aferrándose a él convulsivamente mientras cerraba el dedo y el pulgar sobre sus pezones y los retorcía. Con la otra mano lo acarició suavemente, lo recorrió, y después acunó su mejilla y su mandíbula.

Sujetándolo suavemente.

Primera capitulación. Pero Royce quería mucho más, a pesar de que, aquella noche, no cogería todo lo que quería de ella.

Rompió el beso. Antes de que ella pudiera reaccionar, con su cabeza empujó la de Minerva a un lado, y colocó sus labios sobre el sensible punto junto a su oreja, y después bajó por la larga línea de su garganta, y se detuvo para lamer el punto en su base donde su pulso latía frenéticamente, después bajó más, con sus labios y su boca, con su lengua y sus dientes, reclamando lo que sus manos ya tenían.

Con la cabeza contra la pared y los ojos cerrados, Minerva jadeó y se estremeció; sentía su mente y sus sentidos fragmentarse bajo el asalto de Royce. La sensación de sus duros labios sobre su piel, el húmedo calor de su boca aplicado a sus doloridos pezones, el rudo roce de su lengua, el caliente tormento cuando la succionó, rasgando la prudencia que aún le quedaba y esparciéndola lejos.

La mordisqueó; el placer y el dolor se combinaron brevemente, ardiendo calientemente.

Estaba jadeando, excitada y abandonada, incapaz de pensar, con sus sentidos nublados por una ráfaga de calor; necesidad, deseo y pasión eran un ansia mordiente en su vientre.

Royce se apartó y levantó la cabeza. Sus manos reclamaron sus pechos, sus dedos reemplazaron a sus labios, y continuó jugando, para distraerla mientras estudiaba su rostro a través de la cálida penumbra, evaluándola…

Minerva sintió el peso de su mirada, sintió su dominio, pero no quería abrir los ojos… Levantó los pesados párpados justo lo suficiente para, a través de sus pestañas, verlo mirándola.

Su rostro era más duro, más severo de lo que nunca había sido, con la lujuria y el deseo grabados en sus ya afilados rasgos.

Royce la miró a los ojos.

Pasó un segundo, y entonces una de sus manos dejó su pecho y, con la palma presionada contra su cuerpo, bajó lentamente. Royce mantuvo su mirada mientras, con la mano extendida, se detenía en su cintura para presionar… Entonces esa mano bajó aún más, y el susurro de su vestido fue una evocativa advertencia mientras presionaba sus largos dedos en el hueco entre sus muslos.

Minerva se estremeció, se mordió el labio, y cerró los ojos, y se hubiera tambaleado de no ser porque él la estaba sosteniendo contra el muro.

Sus dedos la acariciaron, y después presionaron con más fuerza, más profundamente; su vestido hizo poco para atenuar el efecto de la caricia íntima. La mano que tenía en su pecho continuaba jugando despreocupadamente, exaltando sus sentidos, aunque la mayor parte de la conciencia que había encerrada en su excitación manaba del lugar que estaba acariciándole entre los muslos.

Minerva liberó su labio, engullendo aliento desesperadamente… sintió que sus dedos la sondeaban, y se clavó los dientes sobre el labio inferior de nuevo mientras sus sentidos literalmente daban vueltas y vueltas.

Royce se inclinó más sobre ella, con una dura cadera andándola mientras sus dedos continuaban acariciando su suave carne. Bajó la cabeza, y le susurró en el oído:

– Gime para mí, Minerva.

Estaba totalmente segura de que no lo haría, de que aquella era una rendición que él no iba a conseguir. Con los ojos aún cerrados, negó con la cabeza.

A pesar de no poder verlo, supo que sus labios se curvaron mientras decía:

– Dame tiempo. Lo harás.

Tenía razón; lo hizo. Y no solo una vez.

Royce sabía demasiado, era demasiado experto, tenía demasiada experiencia, para que ella se mantuviera firme ante él. Sus dedos acariciaron, pellizcaron, sondearon lánguidamente hasta que estuvo total e insensiblemente desesperada por algo que ella no podía comprender totalmente, no hasta que, con su ansiosa aquiescencia, él le levantó las faldas y colocó su mano, sus dedos, piel contra piel, contra su húmeda e hinchada carne.

Entonces lo supo. Entonces descubrió que podía hacerla gemir, que podía hacer que sus sentidos se tensaran aún más, hasta el sensual límite en el que, temblando, esperaran una liberación.

Royce empujó sus dedos, primero uno, luego otro, audazmente, en el interior de su vaina; los introdujo profundamente, y le dio lo que quería.

Más placer, más sensación, más delicia; la penetración íntima, sus duros dedos resbaladizos y su pasión, penetrándola repetitiva y profundamente, llenándola, dirigiéndola y haciéndola gemir.

No había vuelta atrás; sus sentidos, sus nervios, comenzaron a desenredarse.

Royce cerró sus labios sobre los de ella, tomó su alíenlo mientras sus dedos la acariciaban profundamente… y su palabra se hacía pedazos. Minerva se deshizo, sus nervios se fracturaron, el calor y la sensación se fragmentaron, volando a través de su cuerpo, bajando por sus venas como añicos de cristal líquido, llameando caliente y brillante en todas partes bajo su piel, antes de reunirse en su vientre.

Pasaron largos minutos antes de que sus sentidos volvieran. Su primer pensamiento fue que, si no la hubiera besado al final, hubiera gritado.

Entonces se dio cuenta de que Royce había retrocedido, que había retirado su mano de entre sus muslos, y dejado que sus faldas cayeran. Estaba junto a ella, apoyado en la pared con uno de sus hombros. Su otra mano aún acariciaba lánguidamente su pecho desnudo.

Minerva se obligó a abrir los párpados y giró la cabeza para mirarlo. El estaba observando su mano sobre su pecho, pero sintió la mirada de Minerva y levantó los ojos.

Ella miró en el interior de los suyos, y lo que vio… la hizo estremecerse.

Royce no intentó esconder sus intenciones; los dejó vivir en sus ojos, y permitió que ella los viera.

Frunció el ceño. Humedeció sus hinchados labios.

Antes de que pudiera decir nada, Royce se apartó de la pared y se colocó frente a ella; retiró la mano de su pecho y comenzó a abotonar rápidamente los botones que había abierto antes.

El duque sintió su mirada sobre su rostro, pero no la miró, porque sabía sin mirarla lo que estaba pasando por su mente… Que ella estaría llegando a la conclusión, correctamente, de que él estaba jugando un largo juego.

No solo la quería bajo su cuerpo, no solo quería aliviar su dolorosa erección en la suave carne que acababa de explorar y reclamar como suya. La quería en su cama, dispuesta y deseosa. No porque hubiera abrumado sus sentidos hasta el punto de que sabía lo que estaba haciendo. La quería ver extendida sobre sus sábanas, quería que extendiera sus brazos, que separara sus largas piernas, y que lo recibiera en su cuerpo.

Conscientemente. Con conocimiento total de sus acciones, y de sus repercusiones.

Deseaba aquello (su completa, absoluta, inequívoca y deseosa rendición) más de lo que necesitaba un alivio temporal. Tomarla ahora no le proporcionaría ese premio.

Era un estratega, un hombre de tácticas, sobre todo, incluso en aquel ruedo.

Cuando terminó de abotonarle el vestido, la miró a la cara, y descubrió que tenía el ceño fruncido. Estaba seguro de que, cuando llegara la mañana, ella habría calculado su táctica.

Había sido parte de su familia desde que tenía seis años; ahora tenía veintinueve. No había posibilidad de que, en los últimos años, no hubiera tenido algún amante, seguramente, animada por su propia madre.

Lo que significaba que el interludio que acababan de compartir debería haber despertado de nuevo su pasión.

Las mujeres, incluso aquellas con necesidades sexuales tan fuertes como las suyas propias, podían aguantar mucho más tiempo que los hombres sin alivio. Casi como si pudieran hacer que sus pasiones hibernaran.

Pero una vez que volvían a despertar, una vez que la liberación sexual pendía de nuevo ante sus sentidos…

Lo único que tenía que hacer era subir la presión, y ella acudiría a él por voluntad propia.

Guiar y planear el interludio que seguiría le permitió retroceder, escoltarla (aún aturdida y asombrada) desde su habitación a través del pasillo hasta la puerta de su dormitorio.

La abrió y dio un paso atrás.

Minerva se detuvo y lo miró a los ojos.

– No vas a entrar.

Sus labios se curvaron, pero inclinó su cabeza.

– Como desees. Nada más lejos de mi intención que forzarte.

Minerva sintió que sus mejillas ardían. En lo que acababa de pasar, aunque él podría haber sido el instigador, ella había sido igualmente participante. Pero de ninguna manera iba a discutir con la vena cortés que lo había poseído. Tan arrogantemente como pudo, inclinó la cabeza.

– Buenas noches.

– Hasta la próxima vez.

El oscuro murmullo la alcanzó mientras atravesaba la puerta. Se giró y miró atrás. Con decisión, declaró:

– No habrá una próxima vez.

Su suave y oscura risa se deslizó como un pecado sobre su enrojecida piel.

– Buenas noches, Minerva -La miró a los ojos. -Que duermas bien.

Con esto, se alejó, camino de sus aposentos.

Minerva cerró la puerta, y apoyó la espalda contra ella.

Durante un minuto dejó que las sensaciones que él le había proporcionado se reprodujeran de nuevo en su mente.

Sintió de nuevo su poder.

Que el cielo la ayudara… ¿Cómo iba a mantenerse firme ante él?

Más aún, ¿cómo iba a mantenerse firme ante ella misma?

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