Unos minutos antes del amanecer, Minerva volvió sin hacer ruido a su habitación, y tras meterse en la cama, lanzó un largo suspiro. No podía dejar de sonreír. Royce había pasado con creces su prueba. Incluso sin que le pudiera prometer amor eterno, lo que le había prometido le aseguraba más que un consuelo. El he había dado todo lo que ella le había pedido. ¿Y ahora qué?
Todavía no estaba plenamente segura de que lo que ahora había ardido con tanta intensidad entre ellos, no muriera en un futuro. ¿Podría entonces ella aceptar la oferta que él le proponía? ¿O era mejor no arriesgarse?
Ella parpadeó, sintiendo cómo un frío escalofrío recorría su cuerpo, al pensar realmente en la alternativa a aceptar que tenía, que era la de rechazarlo. Darle la espalda a todo lo que podría ser, y marcharse. La idea se le formó por primera vez en su mente, y la verdad se le hizo clara.
– Maldito escocés -dijo dejándose caer en los almohadones. -¡Tenía razón!
¿Por qué había tardado tanto en darse cuenta?
Porque estaba mirando a Royce, y no a mí. Le amo, pensó desde las profundidades de su alma. No importa los síntomas de enamoramiento que él tenga, ahora sé que mi corazón nunca cambiará.
El enamoramiento y la obsesión crecieron hasta convertirse en algo más, algo más poderoso, algo más profundo, sin posibilidad de negarlo, inmutable. Todos los estados por los que pasó no hicieron más que reafirmarla en su postura. Cómoda, esclarecedora, comprensiva… sí, en el fondo, lo amaba, y, tal y como Penny dijo, el amor no era una emoción pasiva. El amor nunca le dejaría abandonarlo y darle de lado, nunca le dejaría comportarse de manera tan cobarde como para no poner su corazón en riesgo.
El amor le exigiría, de hecho, su propio corazón.
Si quería amor, tendría que arriesgarse. Tenía que darlo, y tendría que rendirse ante él.
El camino que le esperaba de repente se le hizo claro como el cristal.
– Su Excelencia, estaré encantada de aceptar su oferta.
Su corazón, literalmente, subía a los cielos al oír sus propias palabras, palabras que creía que nunca iba a pronunciar. Sus labios se curvaron, y se curvaron aún más. Su sonrisa lució gloriosa.
La puerta se abrió. Lucy entró.
– Buenos días, señorita. ¿Preparada para el gran día? Todo el mundo está ya reunido abajo en las escaleras.
– Oh, sí-dijo ella aún sonriendo.
Pero para sus adentros, maldijo. Faltaba un día para los festejos. El único día del año en el que no tendría ni un solo momento de descanso.
O para Royce.
Maldijo de nuevo, y se levantó.
Y así empezó el día, en un torbellino de actividad concerniente a los preparativos. El desayuno fue un bocado en el aire. Royce, de manera muy sabia, se había levantado temprano y había salido. Todos los invitados habían llegado ya. El salón era un mar de charla y saludos. Por supuesto, sus tres mentoras estaban ansiosas de oír sus noticias. Dadas las circunstancias, lo mejor que podía hacer era esbozar de nuevo su radiante sonrisa. Ellas la percibieron, la interpretaron debidamente, y se acercaron.
Letitia le dio un golpecito en el hombro.
– ¡Es maravilloso! Más tarde tienes que contarnos los detalles.
Y más tarde debería ser por fuerza, ya que hacía mucho tiempo que la servidumbre no se ocupaba de un festejo tan multitudinario y el pánico amenazaba en más de un frente.
El té y las tostadas desaparecieron, así que Minerva corrió hacia el salón matinal. Ella y Cranny mantuvieron un ritmo frenético durante una hora, asegurándose de que entre las tareas del día se incluyeran todo lo que necesitaban. El ama de llaves tan solo tuvo un respiro cuando Letitia, Penny y Clarice entraron por la puerta.
– Oh.
Al encontrarse con la brillante mirada de Letitia, Minerva intentó centrar su mente.
– No, no -dijo Letitia, sonriendo y dando a entender con sus manos que no se esforzara. -Por muchas ganas que tengamos de escuchar cada mínimo detalle, ahora está claro que no es el momento. A propósito de eso, veníamos a ofrecerte nuestra ayuda.
Minerva parpadeó, mientras Letitia se sentaba, mirando a Penny y Clarice.
– No hay nada peor -dijo Penny, -que estar sin tener nada que hacer, esperando.
– Especialmente -añadió Clarice, -cuando hay tanto en lo que nuestros talentos pudieran ser de utilidad, digamos, por ejemplo, en la feria -dijo, sentándose en el sofá, -así que dinos, ¿qué hay en vuestra lista en lo que podamos ayudar?
Minerva se percató de sus expresiones de anhelo, y luego miró la lista de tareas.
– Hay varios torneos de tiro con arco, y…
Una vez divididas las tareas, ordenó que trajeran el landó, mientras las otras cogían sus mantillas y los birretes, cogiendo ella misma los suyos y yendo a correr a hablar con Retford. El y ella discutieron diferentes divertimentos para los invitados del castillo, la mayoría de los cuales se quedarían durante todo el día, para luego apresurarse a reunirse con los otros en el salón principal.
De camino a la zona de festejos, que no era otro que el que estaba más allá de la iglesia, concretaron los detalles de las labores que cada una de ellas realizaría. Al llegar al campo, que ya de por sí rebosaba de actividad, intercambiaron miradas, y se pusieron manos a la obra. Incluso delegando labores tal y como hizo, cumpliendo la lista de tareas que se había asignado, organizándolo y discutiéndolo todo, cosa que le llevó horas. La feria de Alwinton era la más grande de la región, donde granjeros de todo el condado venían desde kilómetros de distancia, de más allá de las colinas y los valles de la Frontera, así como viajeros, comerciantes y artesanos que venían desde Edimburgo para vender su género. Además de todo eso, la zona dedicada a la agricultura también era enorme. A pesar de que Penny estaba supervisando los preparativos para las pujas de animales, Minerva había dejado la zona productiva bajo su propia supervisión. Había muchos puestos involucrados, demasiadas rivalidades entre las que mediar.
Luego estaban los regateos. La feria era uno de los eventos en los que las gentes de la Frontera aprovechaba tradicionalmente para prometerse ante un sacerdote, para luego saltar sobre el palo de una escoba y dejar así reflejadas sus intenciones de seguir juntos, viviendo y compartiendo durante el siguiente año, así que Minerva fue en buscar entre aquella algarabía al reverendo Cribthorn.
– Este año tenemos nueve parejas -le comunicó él. -Siempre es una satisfacción ver el comienzo de una nueva familia. Para mí es uno de los placeres de mi trabajo.
Después de confirmar el lugar y el momento en el que iban a tomar lugar las ceremonias, volvió de nuevo a los otros quehaceres. A través de un hueco en medio del bullicio, vio la figura de Royce. Estaba rodeado de una caterva de niños, todos llamándole e intentando captar su atención.
Había estado todo el día ocupado, dirigiendo y, para su asombro, ayudando a varios grupos de hombres que estaban trabajando montando tiendas y carpas, escenarios y postes. A pesar de que entre ellos habían intercambiado multitud de miradas, él evitó acercarse a ella, y así… distraerla.
Aun así, ella seguía sintiendo su mirada, notando incluso cómo a veces pasaba cerca a través del gentío.
Al rato él estaba bastante ocupado absorto en el trabajo, así que ella se permitió darse un respiro y quedarse mirándolo un rato, recreándose en verlo realizar lo que ella se había percatado que eran sus primeras responsabilidades de juventud.
Él no se había olvidado del puente de paso, y por lo tanto, los encargados de Harbottle tampoco. Hancock, el carpintero del castillo, se había desplazado hasta allí para supervisar la reconstrucción, y darle un informe a Royce.
Cada uno de los vecinos, al verlo por primera vez allí, con su porte dirigente, su altura, su capa de perfecto corte, sus pantalones de ante y aquellas botas altas, se quedaban quietos, mirándolo. Durante el rato que ella lo estuvo observando, la señora de Critchley, que venía de más allá de Alwinton, se detuvo, quedándose boquiabierta.
Su padre nunca atendió de aquella manera los festejos, es más, su padre nunca hubiera tan siquiera asistido, y mucho menos ser uno más entre la comunidad. Había sido su gobernante, pero nunca uno de ellos. Royce hubiera gobernado sobre su gente de la misma manera que sus ancestros lo había hecho, pero no de manera tan distante, tan apartada. Ahora, él era uno más entre aquella horda ruidosa que lo rodeaba. Ella ya no necesitaba pensar más sobre las expectativas de él. El sentido del deber que tenía aquel hombre para aquellos a los que gobernaba, para su gente, le mostró todo lo que él había hecho. Era una parte esencial de lo que él era.
Reservado, arrogante, seguro de sí, era un Wolverstone, un señor feudal en toda regla, y utilizando el poder que le había sido concedido por nacimiento, rescribió su papel de señor, de una manera mucho más concienzuda, más fundamental y progresista, de lo que ella nunca hubiera imaginado.
Viéndolo rodeado de niños, o cómo giraba la cabeza para reír un comentario del señor Cribthorn, sintió cómo a su corazón casi le nacían alas.
Ese era el hombre al que ella amaba.
El era quien era, aún con sus fallos, pero lo amaba con todo su corazón.
Tenía que volver a sus quehaceres, así que tuvo que esforzarse por reprimir aquellas emociones que inundaban su interior, para así poder seguir sonriendo mientras cumplía debidamente con sus obligaciones. Así que, con su perenne sonrisa, levantó la cabeza, aspiró profundamente y volvió al gentío, sumergiéndose en todo lo que tenía por delante para hacer.
Más tarde.
Más tarde podría hablar con él, aceptar su oferta, y ofrecerle su corazón, sin reservas.
– Sin duda, es gracias a la ayuda que me habéis otorgado el que pueda volver a casa antes del anochecer, a tiempo para el té.
Aflojándose el delantal, Minerva sonrió a Letitia, Clarice y Penny, todas, al igual que ella, totalmente exhaustas, pero satisfechas con lo que habían realizado durante el día.
– Ha sido un placer para nosotras -contestó Penny. -De hecho, creo que le sugeriré a Charles que se haga con algunas ovejas de ese ganadero, O'Loughlin.
Ella sonrió, pero no mencionó la opción que era Hamish, distraída por el relato de Clarice sobre lo que había visto entre los puestos de artesanía. Para cuando llegaron al castillo, estaba más que segura de que sus ayudantes no habían encontrado sus tareas demasiado onerosas. Desmontando de los coches que las traían de vuelta, entraron en el castillo para unirse al resto en el té de media tarde.
Todas las damas estaban presentes, pero tan solo había un puñado de hombres, ya que la mayoría habían cogido armas y monturas, o las cañas de pescar, y habían desaparecido a primeras horas del día.
– Al final ha sido buena idea animarles a que se fueran -dijo Margaret, -sobre todo, si queremos que nos pidan bailar en la feria de mañana.
Sonriendo para sus adentros, Minerva dejó la reunión y subió por las escaleras principales. No estaba segura de haber acabado con todos los preparativos del castillo en sí, así que fue a verificarlo todo en las listas que había dejado en la habitación matinal de la duquesa.
Había casi alcanzado el pomo de la puerta, cuando ésta se abrió por sí sola.
Royce estaba justo al otro lado.
– Oh, así que aquí estás.
– Acabo de volver, o casi -dijo señalando con un gesto de su cabeza hacia la parte inferior, -acabamos de tomar el té. Todo parece ir como la seda.
– Tal y como se resuelve todo siempre que estás tú como guía -dijo, cogiéndola cariñosamente del brazo, atrayéndola hacia él mientras cerraba la puerta a sus espaldas, -ya que estamos, demos un paseo.
El enlazó su brazo con el de ella, poniendo su mano también sobre la de ella. Mirando a su rostro, tan poco informativo como siempre, mientras ella caminaba a su lado.
– ¿Dónde…?
– Pensé… -dijo, dándole la espalda al torreón, y, sin que el hecho la cogiera por sorpresa, salieron hacia un pequeño corredor que llevaba a sus aposentos.
Pero él se detuvo unos pasos antes de llegar, mirando la pared, y luego tanteándola con la mano, hasta que presionó sobre un punto. Una puerta hacia las almenas del torreón homenaje se abrió en el muro.
– Pensé -volvió a repetir mientras cruzaban la puerta mirándose a los ojos-que una vista del atardecer desde las almenas sería un bonito espectáculo para disfrutarlo.
Ella rió.
– ¿Junto al hecho de la tranquilidad que aquí se respira, y también el hecho de que este sitio sea completamente privado?
¿Tal vez tuviera ahora la mejor oportunidad para hacerle saber su decisión?
– Efectivamente -dijo Royce, conduciéndola a través de las escaleras que habían sido esculpidas en la pared del torreón.
Una vez las hubieron subido por completo, empujaron la puerta de entrada, dejando que la luz entrara, para luego volver a la que había dejado abierta en el corredor, cerrándola. Luego, subiendo las escaleras de tres en tres, Royce volvió a aparecer para reunirse con ella en las almenas del torreón.
Aquellas eran las almenas originales, en la parte más alta del castillo. La vista era espectacular, pero por una larga tradición, tan solo podían ser disfrutadas por la familia, y más particularmente, por aquellos que residían en el castillo. A los invitados nunca se les permitía subir allí, y, durante siglos, los guardias de más confianza de la familia vigilaban el horizonte en busca de la presencia del enemigo.
Allí, la brisa era más fresca que en la parte baja. Acarició y enredó la melena de Minerva, mientras ella se mantenía quieta entre las separaciones que había en las castellanas [5], mirando hacia el norte, más allá de los jardines, el puente, el molino, y el desfiladero.
Cuando él se le aproximó, ella levantó la cabeza, echándose para atrás el pelo.
– Había olvidado el frío que hace aquí. ¿Tienes frío? -dijo poniéndole las manos sobre los hombros.
– No, la verdad es que no.
– Bien, pero por si acaso…
Deslizando sus brazos alrededor de los suyos, él la atrajo hacia sí, dando su espalda contra su pecho, envolviéndola en su calor. Ella suspiró, relajándose en aquel abrazo, casi apoyándose en él, cruzando sus brazos, entrelazando sus manos con las de él mientras miraba al horizonte. La barbilla de él le rozaba la coronilla de su cabeza, mientras que, también, admiraba sus dominios.
Aquel impulso no satisfecho que le había hecho llevarla hasta el mirador de Lord's Seat semanas antes le había provocado ahora llevarla hasta aquellas almenas, por la misma razón.
– Todo lo que ves -dijo él, -hasta donde alcanza tu vista, y las tierras de más allá aún, son mías. Todo lo que permanece bajo nuestros pies, eso también es mío. Mi herencia, bajo mí mandato, bajo mi absoluta autoridad. La gente es mía también, para protegerla, para vigilarla, su bienestar es mi responsabilidad, formando todo parte de un uno.
En ese punto, él tomó una profunda aspiración, y siguió.
– Lo que ves ante ti es parte de lo que será mi vida. Lo que la englobará, y tú ya de por sí eres una parte integral de ella. Esto era lo que quería enseñarte el día que te llevé a Lord's Seat. Esto es todo lo que quería compartir contigo.
Tras decir esto, él se quedó un rato mirando su figura.
– Quiero compartir mi vida entera contigo, no solo la parte material, no solo el trasfondo social y familiar, sino todo esto también.
Tensando sus brazos, y apoyando su mandíbula contra su cabello, encontró las palabras que durante tanto tiempo había buscado.
– Quiero que estés a mi lado para todo, no que seas tan sólo mi duquesa, sino mi compañera, mi ayuda, y mi guía. Te agradeceré que te involucres en cualquier parte de mi vida en la que desees entrar. Si finalmente aceptas ser mi esposa, no solo te otorgaré voluntariamente mi afecto, sino también mi protección, y el derecho de estar a mi lado ante todo. Como mi duquesa, no serás tan solo una adjunta, sino una parte integral del todo, que juntos, podremos llegar a ser.
Minerva no podía borrar la sonrisa de su rostro. El era quien era manipulador hasta los huesos. Había dispuesto ante ella de manera muy elocuente lo que él sabía que sería el mayor atractivo que pudiera ofrecer… pero también era sincero. Total e indiscutiblemente, estaba hablando desde su corazón.
Si necesitaba de más prueba para convencerse, tener fe y seguir adelante, y de que podía aceptar aquel trato y convertirse en duquesa, ya las había conseguido. Todo lo que le había dicho estaba basado en el "afecto". Creyó que sus palabras eran sólidas, tan inamovibles como los cimientos de la torre en la que estaban.
Ella ya sabía que aquella emoción ya vivía, retenida, pero fuerte y llena de vida, en su interior. Para asumir aquel sino, aquel desafío, destino que le ofrecían tan libremente, y que jamás se hubiera atrevido siquiera a imaginar.
Dándole la vuelta, la miró al rostro, fijamente a sus oscuros ojos. Eran tan indescifrables como siempre, pero sus labios se torcieron en una mueca.
– Sé que no debería… que no debería presionarte -dijo sosteniéndole la mirada. -Sé que necesitas tiempo para asimilar todo lo que he dicho, todo lo que ha pasado entre nosotros, pero me gustaría que supieras cuánto significas para mí, para que así, tu deliberación se realizara… de manera completa.
Ella sonrió ante aquello. A pesar de su indudable inteligencia, todavía no se había dado cuenta de que el amor no necesitaba de largas horas de meditación.
Él le devolvió la sonrisa.
– Y ahora, te voy a dejar todo el tiempo del mundo para que decidas. No diré más, no hasta que me digas que quieres volver a hablar sobre este tema.
Bajando su cabeza, acarició muy levemente sus labios con ternura.
No era algo que pretendiera, pero en su tono ella percibió algo que le recordó que, en un hombre como aquel, concederle tiempo era todo un regalo.
Su declaración impactó de lleno en su mente. Aquel presente no solicitado, y totalmente innecesario, merecía sin embargo un reconocimiento. Viendo cómo sus labios se separaban, ella se puso de puntillas, presionando sus labios contra los de él. Estaban solos, nadie podía verlos.
Alzado sus brazos, envolvió su cuello con ellos, apretándose aún más contra él. Las manos de él se deslizaron hasta su cintura, sosteniéndola durante un instante. Luego rió levemente, inclinando su cabeza, y dándole un beso aún más profundo.
Y se dejó caer, en ese placer que era el deseo mutuo.
Por un largo rato, se saborearon el uno al otro, intercambiando la calidez de sus cuerpos, aquel bienestar inherente.
Inmediatamente, el fuego de la pasión se apoderó de ellos.
Ninguno de los dos lo había invocado, pero de repente, las llamas aparecieron, lamiendo lujuriosamente sus cuerpos, tentándolos, atrayéndolos…
Ambos estaban excitados, sintiéndose, viendo cuál era la dirección que tomaba el otro.
Ambos se rindieron, agarrándose, apresándose.
Las manos de él se movieron rápidamente, acariciando su espalda con un toque de seguridad y pasión. Ella hundió sus manos en su pelo, sujetándolo mientras se daban un voraz beso, mientras le exigía más y más.
Amasando sus pechos, besándola lentamente, la aprisionó contra los inquebrantables muros de las almenas.
En necesidad mutua, su sangre hervía, y mientras ella depositaba sus manos en sus ingles, él le levantaba las faldas. La pasión mutua los estaba dejando sin aliento, hambrientos, y mientras él la alzaba, sujetándola contra la piedra, hundiéndose en ella, y luego profundizando aún más.
El placer de ambos los atrapó, respirando a bocanadas, pecho contra tórax, y así se quedaron, paralizados, frente contra frente, compartiendo hasta la misma respiración, mientras sus lujuriosas miradas se cruzaban, bebiendo de la exquisita sensación que producía aquella unión, dejando que los empapara hasta los mismos huesos.
Luego él cerró sus ojos, y rugió, mientras ella gemía, buscando cada uno los labios del otro, dejando que una rendición mutua se batiera sobre ellos, atrapándolos.
Un pequeño chasquido fue toda la advertencia que pudieron percibir.
– ¡Dios mío!
Aquella exclamación fue como si les hubieran tirado un jarro de agua helada sobre ellos.
Al grito le siguieron un coro de suspiros, y otras expresiones de aturdimiento.
Con la cabeza levantada, y la espalda en un rictus, Royce pensó más rápido que nunca en su vida.
Mujeres, damas, y un número indeterminado de personas, estaban apilados en la puerta por la que ellos habían entrado, a unos cuatro metros de distancia.
Alguien los había llevado hasta allí, pero aquello no era ahora mismo su principal preocupación.
Sujeta entre sus brazos, apoyada en una mano que la estaba sujetando por el trasero, y en el hecho de que la tuviera profundamente penetrada, Minerva estaba totalmente rígida. Sus manos estaban cerradas en dos puños en las solapas de él, con su cabeza oculta en su pecho.
El se sentía como si le acabaran de dar un golpe con una maza de combate.
Sus hombros, anchos, impedían que las mujeres que estaban tras él pudieran ver a su acompañante, al menos no su rostro, ni su cuerpo. Lo que sí podrían ver era su recogido, con un delator adorno hecho de espigas blancas, sobre el hombro de él, y aún más irrecusable, las inconfundibles medias que se sujetaban alrededor de los muslos de él.
No habría manera de disimular la situación, en absoluto.
Un beso ya hubiera sido suficientemente malo, pero aquello ya…
Tan solo había una manera de proceder.
Dejando libre a Minerva de su asidero, él se apartó de ella. Dada su envergadura, se precisó de una maniobra que incluso viendo el espectáculo desde atrás, no dejó duda de lo que estaban haciendo. Sus rodillas se deslizaron por sus muslos hasta posarse en el suelo, mientras sus faldas volvían a su sitio.
– No te muevas -le dijo él en un murmullo, abrochándose rápidamente los botones de sus pantalones.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos, totalmente aturdida.
Sin prestarle atención al grupo de personas, él inclinó su cabeza, besándola firmemente, para luego ponerse totalmente firme y encararse a su destino.
Su expresión era fría, su mirada, puro hielo, y con ella, se encaminó hacia el grupo de damas, las cuales tenían los ojos como platos, con una mano en el pecho y una expresión tan pasmada como la de Minerva… excepto la de Susannah. Ella se mantenía atrás del todo, mirando a través de los demás.
Centrándose de nuevo entre aquellas que estaban delante del grupo, compuesto en su mayoría por las hermanas de sus amigos de Londres, respiró hondo, y luego dijo lo que tenía que decir:
– Señoras, la señorita Chesterton acaba de concederme el honor de convertirse en mi esposa.
– ¡Bueno! ¡Es la señorita Chesterton! Fuera lo que fuera que hayan pensado los otros -dijo Caroline Courtney, llena de anhelo, mientras circundaba la mesa de billar, haciendo llegar las nuevas noticias. Con los otros hombres presentes, la mayor parte primos de Royce, él se detuvo, atento mientras Caroline soltaba de manera abrupta y precipitada todos los jugosos detalles de cómo Royce y su ama de llaves habían sido pillados in fraganti en las almenas.
– No hay duda en absoluto -les aseguró. -Todos lo vimos.
El, sin embargo, frunció el ceño al oírla.
– ¿Estáis segura de que Royce ya había decidido casarse con ella?
Caroline se encogió de hombros.
– ¿Quién puede decirlo? Lo decidiera cuando lo decidiera, ella es la elegida para el casamiento.
También suspicaz, Gordon afirmó:
– No puedo creer que Royce se haya dejado atrapar de esa manera -Luego, dándose cuenta de lo que había dicho, enrojeció: -No quiero decir que Minerva no pueda ser una duquesa más que aceptable…
Sonrió, dándole las gracias a Susannah. Por fuera, permaneció tranquilo, para luego volver a la mesa y saborear su victoria.
Las noticias viajarían a Londres tan rápido como el cartero pudiera llevarlas. Tan sólo necesitaba levantar un dedo.
Así que ahora, Royce se iba a casar con su ama de llaves, o se veía forzado a casarse con ella, mejor dicho, y aquello no le gustaba. Y aún peor serían los rumores, los susurros tras las sonrisas sarcásticas, las risas del disimulo, las insanas especulaciones en contra de la duquesa.
Inevitables en la alta sociedad.
Y a Royce, todo aquello tampoco le gustaría en absoluto.
Sonriendo, se inclinó sobre la mesa y golpeó una de las bolas, metiéndola limpiamente en la tronera. Luego se alzó de nuevo, y lentamente, dio un rodeo a la mesa, sopesando las posibilidades.
En la sala matinal de la duquesa, Letitia miraba cómo Minerva iba de un lado a otro.
– Entiendo que fuera la última cosa que quisieras que hubiera pasado, pero créeme, en esas circunstancias, no había nada que pudieras haber hecho.
– Lo sé.
Habló en un tono cortante, luego giró sobre sus talones.
– Estaba allí, y fue horrible.
– Toma -Penny le pasó un vaso con al menos tres dedos de brandy. -Charles asegura que esto suele ayudar -dijo tomando un sorbo del vaso, -y creo que tiene razón.
Minerva cogió el vaso, tomando un largo trago, sintiendo cómo aquel líquido abrasador atravesaba su garganta, pero luego, el calor se extendió por su cuerpo, derritiendo algún témpano de su helada furia.
– ¡Me siento tan inútil! ¡Ni siquiera puedo pensar!
– Viniendo de una Vaux, aquella escena hubiera sobrepasado todas mis capacidades histriónicas.
Letitia también estaba tomándose un brandy a pequeños sorbos. Sacudiendo la cabeza, continuó:
– No había nada que pudieras haber hecho para que no ocurriera lo que ocurrió.
Estando más alterada de lo que nunca hubiera estado nunca, Minerva ni recordaba haber dejado las almenas. Con una voz de la que se hubieran podido ver caer carámbanos de hielo, Royce había hecho saber a las allí congregadas, sin ninguna sutileza, que aquellas almenas, y el torreón entero, eran una zona privada. Inmediatamente, todos se apresuraron a dejar el lugar bajando las escaleras con bastante celeridad. Una vez se fueron, se dio la vuelta, y, tomándola de la mano, la llevó abajo, trayéndola hasta allí.
Ahora ella estaba temblando… de rabia.
Estaba incandescente de furia, pero, como era normal, poco se veía en el exterior. Él la besó ligeramente, apretando su mano.
– Espera aquí-le dijo, para luego marcharse.
Minutos después, Letitia llegó, muy preocupada, dispuesta a darle consuelo y ayudarla. Había sido una persona que la escuchaba cuando Minerva tenía que desahogarse, negándose en redondo a no oír todo lo que ella tenía que contarle, sobre todo, aquel momento supremo cuando ella aceptó a Royce, rindiéndose a su amor.
Penny se había unido a ella hacía tan solo unos minutos, portando una bandeja con una botella de brandy y cuatro vasos. Había escuchado durante un rato, pero ahora había dejado la bandeja en la mesa, y apuró uno de los vasos.
La puerta se abrió, y Clarice entró. Penny le pasó un cuarto vaso. Clarice se lo agradeció asintiéndole con la cabeza, y mientras lo tomaba a sorbos, se sentó en el sofá que estaba frente a Letitia. Ella las miró a los ojos.
– Entre nosotros, Royce, Penny, Jack y yo, y, para más sorpresa, Susannah, creo que hemos logrado aliviar las cosas. Hemos dicho que nosotras tres ya sabíamos de la existencia del compromiso, lo que, dado tu estado esta mañana, y lo que naturalmente le siguió, es verdad, y también hemos dicho que, de hecho, es por lo que estamos aquí, para ser testigos del compromiso ante las grandes damas.
Minerva frunció el entrecejo, y tomó otro sorbo.
– Recuerdo a Royce murmurando algo sobre retorcerle el cuello a Susana. ¿Entonces no fue ella la que llevó a las damas hasta las almenas? Si en verdad fue ella y no lo hace él, lo haré yo misma.
– Sí, lo hizo -dijo Penny, -pero créeme o no, creyó que estaba ayudando. Creía que era la ayudante de Cupido, o algo así-dijo Penny encogiéndose de hombros.
Minerva sonrió.
– Ella y yo estamos ahora mucho más unidas que cuando éramos jóvenes. Siempre nos hemos llevado bien, pero ahora, nuestra conexión ha quedado un poco… distanciada.
Suspirando, se dejó caer al sofá que estaba junto al de Letitia.
– Supongo que eso lo explica todo.
Charles tenía razón. El brandy ayudaba, pero la furia todavía surcaba sus venas. Gracias a Susannah, Royce y ella habían perdido lo que hasta entonces había sido un maravilloso momento.
– ¡Maldición! -dijo enfadada tomando otro sorbo.
Gracias a Dios, el incidente de las almenas y sus consecuencias no habían cambiado nada de aquello. Literalmente, le daba las gracias a Dios por haber podido ordenar sus pensamientos. Si ella no hubiera…
Letitia se puso en pie.
– Tengo que ir a hablar con Royce.
– ¿Sabes? -dijo Clarice. -Siempre he pensado que nuestros maridos lo trataban con un respeto que, en cierto modo, era casi exagerado, como si fuera alguien con más poder, más habilidad, de la que tal vez nadie pudiera tener, pero después de verlo actuar antes, ya no pienso así en absoluto -dijo levantando las cejas.
– ¿Actuó con mucha furia? -preguntó Letitia.
Clarice lo consideró antes de contestar.
– Casi. Fue como si todo el mundo de repente recordara el emblema de la familia Wolverstone, y de que la figura representada tenía dientes.
– Bueno -dijo Penny, -creo que tenía todo el derecho a ponerse así.
– Y puedes apostar a que lo hizo -contestó Letitia, -y ahora soy yo la que tiene que enfrentarse al lobo.
– Está encerrado en su estudio -le dijo Clarice. -Cuidado con sus ladridos.
– Ladrará, pero no creo que vaya a morder. Al menos, a mí no -dijo Letitia antes de detenerse en la puerta. -O al menos, eso espero.
Y con aquel comentario, abandonó la sala.
Minerva miró con gesto preocupado el vaso, ya medio vacío, y luego lo dejó sobre la mesa. Pasado un momento, se levantó y tiró de la campanilla de servicio. Cuando uno de los sirvientes llevó a la sala, le dijo:
– Por favor, informe a lady Margaret, lady Aurelia y lady Susannah que deseo hablar con ellas. Aquí. Ahora.
El criado hizo una reverencia, más baja de lo normal. Seguramente, ya sabría del cambio de papel del ama de llaves. Seguidamente, se retiró.
Atendiendo ahora la inquisitiva mirada de Clarice, Minerva sonrió.
– Creo que es el momento de que me ocupe de mis quehaceres. Aparte de todo, tengo una boda ducal que organizar, y los festejos terminan mañana por la noche.
Royce estaba juntó a la ventana cuando Jeffers entró, anunciando a Letitia, dándose la vuelta cuando ella finalmente entró.
– ¿Qué tal está Minerva?
Letitia arqueó una ceja.
– Bastante alterada, por supuesto.
El enfado que había mantenido a raya, bien aferrado en su interior, surgió ante la confirmación de lo que ya temía.
Se giró de nuevo para mirar sus dominios sin prestarles atención realmente. Después de un rato, en el que Letitia, sabiamente, guardó silencio, él habló:
– Se supone que no debería haber pasado nada de esto.
Cada palabra iba recubierta de una ira fría y cortante.
Aquellas mismas palabras que habían estado resonando en la cabeza de Royce mientras volvía a Wolverstone, después de tantos años.
Cuando volvió a casa, para enterrar a su padre.
Pero en esta ocasión, la ira era aún mayor.
– No puedo creer, ni entender, por qué Susannah ha hecho una cosa como esta, incluso creyendo, tal y como ella afirma, que lo que intentaba hacer era ayudar.
Ese era otro hecho que lo estaba carcomiendo por dentro, he hizo que se pasara una mano nerviosamente por el pelo.
– ¿Pretendía ayudarnos… obligándonos a casarnos?
Letitia vio el temblor de su mano, pero no lo confundió con un gesto de debilidad. Aquello era pura rabia destilada.
Pero no se sentiría así, tan enfadado, tan enfurecido, si no le importaran, profundamente, los sentimientos de Minerva, y si él no albergara de la misma forma sentimientos igualmente profundos.
Ella era una Vaux, una experta en las situaciones emocionales, en leer entre líneas, las pasiones que yacían bajo las apariencias; pero si se atrevía a decirle lo complacida que se sentía al verlo tan alterado, él le arrancaría la cabeza de un bocado.
Además, su labor allí era otra. Levantando su cabeza, preguntó imperiosamente:
– El anuncio… ¿Lo has escrito ya?
Ella esperaba que su tono al menos recondujera su atención.
El siguió mirando el exterior. Pasó un minuto, en el que ella esperó.
– No -dijo después de un rato, -pero lo haré.
– Hazlo -dijo en un tono de voz mucho más suave, -sabes que debe hacerse, y con urgencia.
Dándose cuenta de que él estaba a orillas del mar, dispuesto a surcar un océano tormentoso de sentimientos que, de entre todos los hombres, él era el menos preparado para la tarea, prosiguió:
– Haz que tu secretario lo escriba, y luego muéstraselo a Minerva para que dé su consentimiento. Sea como sea, debe estar camino de Londres esta misma noche.
Él no respondió inmediatamente, pero asintió, de forma cortante.
– Así se hará.
– Bien -dijo mientras hacía una mínima reverencia y se daba la vuelta para salir por la puerta.
Él la miró de una manera conmovedora.
– ¿Puedes decirle a Margaret que ella será la anfitriona esta noche?
Con la mano en el pomo, ella giró su cabeza para mirarlo.
– Claro, por supuesto.
Su pecho sudaba, y por primera vez, la miró a los ojos.
– Dile también a Minerva que iré a verla dentro de poco, una vez que el anuncio haya sido redactado.
Una vez que pudiera controlar su temperamento. Como Vaux, Letitia lo sabía todo sobre el temperamento, percatándose totalmente del significado del movimiento de sus ojos.
– Yo cenaré en mis aposentos -dijo finalmente.
– Yo le haré compañía a ella hasta entonces. Clarice, Jack y Penny saldrán, para asegurarse de que no hay ninguna… charla inapropiada que infunda rumores. Me reuniré con ellas una vez vengáis a por Minerva.
– Gracias.
Volviéndose hacia la puerta, ella sonrió, sabiendo que ahora él no la podía ver.
– Créeme, para mí es todo un placer.
Una vez más, se detuvo con la mano en el pomo.
– Ya hablaremos sobre la boda mañana.
Él le contestó con un gruñido.
Al menos, no fue un bocado. Finalmente, salió de la habitación, cerrando la puerta tras ella. Viendo a los criados de Royce, con sus rostros pálidos como la pared debido al miedo, sonrió de nuevo, esta vez de manera magnificente.
– A pesar de todo esto, todo va a salir muy bien.
Y con aquello, se apresuró a dejar la sala matinal, para contarle a Minerva todo lo que había visto, oído… y deducido.
A Minerva ya se le había pasado gran parte de su enfado para cuando Royce fue a reunirse con ella en el salón matinal. Habiendo hablado con las hermanas de Royce, luego con las damas, para asegurarse de que todos supieran lo decepcionada que estaba con la inadecuada intromisión de Susannah, habiéndose hecho ya sus expectativas como próxima duquesa de Wolverstone, y las pocas repercusiones que todo aquello había traído, ahora se sentía mucho más tranquila y serena, mientras miraba por la ventana, simplemente, supervisando que todo fuera bien en los dominios de Royce.
La mirada de Royce se fijó en ella en el mismo instante en el que abrió la puerta, pero ella no se giró.
Letitia, que estaba sentada en el sofá frente a la puerta, se levantó al verle entrar.
– Ya me iba a ir para abajo -dijo mientras se dirigía a la puerta.
Royce esperó a que saliera, manteniéndole la puerta abierta. Ella posó su mano cariñosamente en su brazo, para luego girarse hacia Minerva.
– Te veré por la mañana.
Aún sin apartar la mirada de la ventana, Minerva asintió, de una manera corta y seca.
Finalmente, Letitia dejó la habitación.
Él cerró la puerta, dudó, y rezó a todos los dioses que le pusieran escuchar, pidiendo que Minerva no se echara a llorar. Las lágrimas femeninas normalmente no le solían afectar, pero las de ella le harían perder el control, destrozando la templanza que hasta ahora había logrado estar guardando, y solo esos dioses sabrían contra qué, o contra quién, arremetería. No contra ella, por supuesto, pero…
Respirando profundamente, reforzando sus defensas, incluso aquellas emocionales que rara vez utilizaba, caminó hasta ponerse a su lado.
Eran las primeras horas de la tarde. Más allá de la ventana, las sombras se extendían, creando un casi transparente baño de color púrpura sobre sus tierras. Con la espalda muy recta, con los brazos cruzados, Minerva contemplaba el panorama, pero él diría que no estaba mirando a ningún lugar en concreto.
Parándose junto a ella, inclinó su cabeza para poder admirar mejor sus facciones. Ella giró su cabeza, y lo miró a los ojos. Su expresión era comedida, serena, y era más de lo que él había esperado. Sus ojos, sin embargo, tenían una mirada inusualmente cortante, dura, más indescifrable de lo que él hubiera podido ver nunca, pero aun así, no pudo percibir ni un atisbo de lágrimas.
Con la mandíbula firme, hizo un leve gesto con la cabeza hacia la puerta.
– Son realmente amables. Me refiero a Letitia, Penny, Clarice y Jack. Estoy segura que mantendrán a todo el mundo en orden para mañana por la mañana.
Su tono era nervioso, casi como el de un hombre de negocios. Determinado. La más firme de las confianzas brillaba tras aquella tranquila fachada. En aquel momento, la confusión se lo tragó. ¿Acaso se sentía… traicionada? ¿Por el destino? ¿Por su hermana, tal vez incluso por las circunstancias? ¿Por él?
El respiró con profundidad.
– Perdona -dijo, mientras sentía cómo su mandíbula se tensaba, -se supone que todo esto no debería haber ocurrido. De todas formas, por mucho que deseáramos que las cosas hubieran ocurrido de otra manera, tenemos que encararnos a la situación tal como es, y hacerlo lo mejor que podamos. Tomar el control, y hacer que trabaje a nuestro favor, y no en nuestra contra.
El, mentalmente, parpadeó aturdido. Ella se comportaba como si se hubieran encontrado con un pequeño bache en el camino. Un desafío al que tuvieran que enfrentarse, y sortear, para luego dejarlo atrás.
No podía ser tan comprensible. Debería sentirse forzada, resentida con aquella situación al menos tanto como él. Seguro que se le estaba pasando algo. El no intentaba ocultar su enfado.
– Estás mucho menos enfadada de lo que había esperado.
Sin embargo, el semblante que reflejaba su rostro era frío y duro, como el acero. Las facciones de él se endurecieron, y la dicción ella se hizo más precisa.
– No estoy complacida, ni mucho menos. Estoy enfadada, casi furiosa, pero no me importa dejar que Susannah se precipite en sus actos y juegue con nuestras vidas.
De repente, él percibió una fuerza que suponía allí, pero que nunca había visto en ella antes. Una fuerza del tipo que solía asociar con lady Osbaldestone, que radiaba directamente de su interior.
– No voy a dejar que Susannah nos quite lo que nosotros, tanto tú como yo, nos merecemos. Sé que no lo entiendes, pero te lo explicaré luego. -Llenos de propósito, Minerva descendió los ojos. -¿Es eso nuestro compromiso?
El miró una hoja de papel que había olvidado que sujetaba entre sus dedos.
– Sí.
Ella extendió su mano, con los dedos temblorosos.
Él le pasó el documento que de una manera minuciosamente genérica había redactado él y Handley.
Dándose la vuelta, se quedó parada justo donde la luz de la tarde la bañaba por completo.
– Royce Henry Varisey, décimo duque de Wolverstone, hijo de Henry Varisey, noveno duque de Wolverstone, y de lady Catherine Debraigh, hija del cuarto conde de Catersham, anuncia su compromiso matrimonial con la señorita Minerva Miranda Chesterton, hija del teniente Michael Chesterton, y de Marjorie Dalkeith.
Ella frunció el ceño.
– Tiene un montón de apartados -dijo ella, con la cara iluminada, devolviéndoselo, -pero por mí está perfecto.
– Entonces, ¿por qué razón, exactamente, no estáis complacida? ¿Qué es lo que pasa y que yo no entiendo?
De pie, delante del enorme ventanal del dormitorio de Royce, divisando las colinas, envueltas por la noche, Minerva dejó que la tensión fuera desapareciendo, finalmente.
Finalmente estaban solos, y finalmente, ella podría hacerle saber sus propios términos, tal y como pretendía.
A petición suya, cenaron en la privacidad de sus aposentos privados. Ella se había ido un momento al dormitorio para permitir así que Jeffers limpiara la mesa y pusiera la habitación en condiciones. Royce la siguió, cerrando la puerta ante el sonido de los platos y la cubertería. Avanzó lentamente hasta ponerse tras ella.
Ella suspiró profundamente.
– Sé que piensas que, manteniéndote aparte, yo me encargaré de la difícil tarea de encararme a nuestros invitados, ávidos de curiosidad, y que acepto no porque me sienta frágil y angustiada, sino porque tu temperamento está siempre tan al borde, que no confío en que tus hermanas, o cualquiera de sus amigos, pudiera hacer o decir algo que lo desatara, y eso no ayudaría a nuestra causa -En ese punto, se giró para mirarlo a la cara. -Sí, nuestra causa. Desde esta mañana, es nuestra causa.
Ella ladeó su cabeza, mirándolo. Cuando se le unió en el salón matinal, su rabia era casi palpable, resonando en las palabras que había grabado en fuego:
Se supone que no debería haber pasado nada de esto.
– Entiendo que te sintieras furioso. Sentirte forzado, atrapado en el matrimonio, no debería importarte, pero te afecta. Porque sabes que a mí sí me importa. Estabas enfurecido por mí; también por ti, pero menos.
Aquel incidente le había otorgado exactamente lo que quería, y para lo que había estado trabajando, que no era otra cosa que el acuerdo matrimonial. Pero en lugar de sentirse complacido, él, todo un noble que pocas veces se disculpaba, se había disculpado abiertamente por algo que no había sido culpa suya. Porque aquello era algo que ella no deseaba, y el protector que había en su interior le decía que debería haber hecho cualquier cosa para evitar que todo aquello se hubiera producido, pero no lo hizo.
Durante todo el día, Minerva tan solo vio en él el amor en activo. Desde el suceso en las almenas, había visto cómo el amor reducía a un hombre acostumbrado a dar órdenes durante toda su vida, a una bestia herida y encabritada.
Mientras una parte femenina muy remarcada de ella se regodeaba de haber vencido a aquel campeón tan impetuoso, también era verdad que había tenido que ir desmontando paulatinamente aquel temperamento tan impetuoso que tenía, en lugar de provocarlo. Había estado esperando a que las cosas se calmaran para cogerlo de un humor en el que fuera más fácil que creyera en lo que ella tenía que decirle.
Ella lo miró a los ojos, tan oscuros e indescifrables como siempre.
– Tenía planeado hablar contigo ahora, ahora que ya ha caído el sol, cuando estuviéramos solos -dijo mirando a su alrededor, -aquí, en tus aposentos.
En aquel momento, lo miró a la cara.
– En tus apartamentos ducales.
Dando un paso adelante, sus ojos se clavaron en los suyos, poniéndole una mano sobre su corazón.
– Te lo iba a decir justo esta mañana, cuando lo decidí… había decidido aceptar tu propuesta, en cuanto me la hicieras, y te lo iba a decir para que te sintieras libre de hacerlo cuando lo creyeras oportuno, sabiendo que yo iba a aceptar.
Pasaron varios minutos. Él mantenía su quietud.
– ¿Esta mañana?
La esperanza estaba batallando con el escepticismo, pero parecía que la esperanza iba ganando. Ella sonrió.
– Puedes preguntarle a Letitia, Clarice o Penny, y te lo confirmarán, puesto que ellas ya lo sabían, y es por eso por lo que no me siento disgustada ni abrumada. No suelo ponerme así nunca. Sí, estoy furiosa, pero contra eso… -dijo marcando aún más su sonrisa, dejando que él dedujera la profundidad de sus palabras, así como la alegría y la seguridad de la que rebosaba su corazón. -Estoy entusiasmada, encantada, extasiada. No me importa lo que haya podido hacer Susannah, ni lo que pueda estar por venir; en realidad, entre nosotros, nada ha cambiado.
Sus manos se deslizaron hacia su cintura. Ella alzó las suyas, para cogerle su cara, y mirar en la profundidad de sus ojos.
– La única cosa que es posible que hayamos perdido es precisamente ese momento, pero tampoco me importa mucho haberlo perdido, o mejor dicho, que nos lo hayan quitado. A partir de esta mañana, en lo que a mí respecta, lo importante somos nosotros, nuestra causa, y desde ese momento, ahora que ya lo sabes, tan sólo habrá una causa: la nuestra. Es la mejor causa que podemos seguir por nuestro bien, por la que dar nuestras vidas, si hiciera falta. Ambos lo sabemos. Desde este momento, dedicaremos nuestra vida a ella, de trabajar por ella, de incluso luchar por ella, por una vida conjunta.
Perdida en sus ojos, ella dejó que pasaran algunos segundos.
– Yo quería, necesitaba, decirte que si era eso lo que querías, que si eso era lo que podías ofrecerme, yo aceptaría sin pensarlo, porque eso es lo que yo quiero también.
Pasaron varios minutos más. Su tórax se hinchó cuando él tomó una larga bocanada.
– Entonces, ¿estás de acuerdo en dejar atrás ese "bache", dejar que pase a la historia, y seguir adelante?
– Sí, eso es exactamente lo que deberíamos hacer.
Él sostuvo su mirada durante un rato, fijándose luego en sus labios, en sus rasgos, sintiéndose cada vez más aliviado y tranquilo. Las manos de ella se posaron en sus hombros. El tomó una de ellas, llevándosela a los labios. Sus ojos aún seguían atrapados en los de Minerva, mientras besaba la yema de sus dedos.
Lentamente.
El instante fue realmente fascinante. Ella no podía apartar su mirada de las llamas que rodeaban los de él.
– Minerva, mi amante, mi dama, mi corazón, ¿te casarás conmigo?
Ella parpadeó una, dos veces, notando cómo su corazón, literalmente, se hinchaba.
– Sí.
Una palabra tan corta, y aun así, sopesó cada gramo de su convencimiento, su resolución, y su disfrute al saberlo. Había más que quería decir. Alzando su otra mano libre, posó sus dedos sobre su delgada mejilla, ligeramente perfilada por los angulosos pómulos de un rostro que mostraba tan poco de su interior, incluso en momentos como este.
Ella sintió su corazón palpitar a un ritmo frenético cuando volvió a fijarse en sus ojos, sonriéndole.
– Me casaré contigo, Royce Varisey, y estaré siempre a tu lado. Criaré a tus hijos, y juntos, nos enfrentaremos a cualquier cosa que el futuro pueda traernos, haciéndolo lo mejor que podamos, por Wolverstone, y por ti.
Él era un Wolverstone, pero aquello no era todo lo que él era. Bajo aquello había un hombre que merecía ser amado. Así que ella lo haría, y dejaría que él lo supiera con tan solo mirarla a los ojos.
Royce estudió aquellas tonalidades otoñales, aquellos dorados brillantes, los apasionados marrones, aquellas misteriosas vetas verdes, sabiendo a la perfección cuánto significaba para él, y él sabía que era el hombre más afortunado del mundo. Lentamente, agachó su rostro hasta el de ella, esperando a que ella se acercara, para luego bajar sus labios hasta los de ella.
Y aquel simple beso selló su pacto.
El sentimiento de amor que siguió aquello reflejó su beso. De manera simple, sin complicaciones, sin disimulos… y sobre todo, ella tenía razón. Nada había cambiado. La pasión, el fervor, el calor, eran los mismos. Si algo más profundo, más amplio, más intenso, nacía a través de la aceptación, de las simples declaraciones que ambos habían realizado, y que los habían unido en mente, cuerpo, corazón y alma, afrontando su futuro, juntos…
Aquello les llevaba a la aventura de afrontar algo nuevo, algo que nunca antes había pasado en su familia, y que no era otra cosa que tener un matrimonio forjado en el amor.
Tumbándose desnuda tras él entre aquellas sábanas de seda escarlata, envolviendo con sus brazos su cuello, mientras se arqueaba incitándolo. Encima de ella, tan caliente y excitado como ella, se deslizó hasta el abrigo de su cuerpo, notando cómo ella se abrazaba a él con fuerza, agarrándose.
Quedándose boquiabierto, y levantando su cabeza, cerró sus ojos, manteniendo el agarre, con los músculos tensos, reprimiéndose mientras luchaba consigo mismo por concederse aquel momento, aquel instante imposible de describir mientras sus cuerpos se enganchaban, aquel instante de flagrante intimidad antes de que comenzara la danza.
De repente, notó que su parte lumbar se deslizaba, soltándose del asidero que él mantenía, cogió una amplia bocanada de aire, y miró hacia abajo. La miró a aquellos ojos dorados que tenía tras las pestañas.
Te quiero.
Quería pronunciar aquellas palabras, estuvo a punto de decirlas, pero no sabía, ni siquiera en ese momento, si verdaderamente las sentía y eran ciertas. El quería que fuera así, pero…
Ella le sonrió, comprendiéndolo. Alzando una de sus manos, lo cogió por la nuca, atrayendo sus labios hacia los suyos, besándolo, como una invitación descarada a que se abandonara.
Él aceptó la invitación, y se dejó ir, dejando que la pasión se apoderara de ellos. Dejó que sus cuerpos se fundieran, rindiéndose al deseo, la necesidad, el hambre.
Abriendo sus ojos, él la miró al rostro, reluciente de pasión, extasiada en su claudicación. Era el rostro de su mujer, su dama, su próxima esposa. Suya para siempre.
Entregada enteramente a él.
Olvidó por completo las preocupaciones del día, dejando que su pasión los cubriera como si fuera una ola, hundiéndolos en las profundidades. Se dejó ir, sellando su pacto.
Y se entregó completamente a ella.