Royce entró en el salón aquella noche más inseguro sobre una mujer de lo que había estado en su vida.
Después de que Hamish se hubiera caído una segunda vez, le había hecho una serie de sugerencias, no todas de broma. Pero, en el momento en que la mirada de Royce aterrizó sobre Minerva, rechazó la tesis principal de Hamish… Que su ama de llaves no era más inmune a él que el resto de las damas, sino que estaba escondiéndole sus reacciones.
¿A él? Juzgar a los demás era uno de sus puntos fuertes, uno que había ejercitado diariamente durante los últimos dieciséis años; ella tenía que poseer el control más increíble para esconderle algo así.
Como si sintiera su mirada, Minerva se giró y lo vio; dejó el grupo con el que había estado conversando y se acercó a él.
– ¿Has visto la lista más detallada de candidatas que te he dejado en tu escritorio?
Su voz era tranquila, serena. Estaba molesta por cómo había tratado su lista inicial.
– Sí -En su tono no había nada perceptible.
Minerva lo miró a los ojos.
– ¿La has leído?
– No.
Sus labios se tensaron, pero no siguió tentando a su suerte. El salón estaba aún cómodamente abarrotado; Royce había pensado que el número de personas que se marcharían sería mayor.
Por un instante, el ama de llaves siguió mirándole a los ojos, después miró alrededor.
Retrocedió, gracias a Dios. Royce no se había dado cuenta antes de lo excitante que era tener una disputa con una dama; ninguna otra se había atrevido antes.
Durante un momento siguió mirándola, dejando que sus ojos, sus sentidos, se deleitaran, y después se aclaró la garganta silenciosamente y siguió su mirada…
– ¡Maldita sea! -murmuró. -¡Todavía están todas aquí!
– ¿Las grandes damas? Te dije que se quedarían hasta el lunes.
– Pensaba que te referías a Therese Osbaldestone, y quizá a Helena y Horaria, no al maldito grupo entero.
Minerva lo miró, y después echó un vistazo a su alrededor.
– Sin embargo, ahí está Retford -Lo miró a los ojos un momento. -Y también tienes a lady Augusta, por supuesto.
– Por supuesto -Se tragó los ácidos comentarios que le ardían en la punta de la lengua; no tenía sentido malgastar energía en algo que no podía cambiar. Además, mientras las grandes damas se quedaran, también lo harían muchos de sus primos, y algunos de los amigos de sus hermanas. Dos de sus tíos y sus esposas estaban aún allí; habían mencionado que se marcharían al día siguiente.
Aún había suficientes caballeros para poder escapar con ellos después de la cena. Hasta entonces, utilizaría sus considerables habilidades en desviar cualquier interrogatorio del tema de su esposa.
Localizó a lady Augusta y se acercó para reclamar su mano. Royce practicó el arte de la evasión durante el resto de la velada. No desapareció, pero se quedó en un segundo plano.
A la mañana siguiente, sorprendió a todo el mundo uniéndose al grupo que iba a la iglesia; ni una de las grandes damas era devota a la religión. Durante el servicio, perdió el tiempo, charlando con el vicario y los asistentes locales, y programando su vuelta para poder llegar al castillo cuando llamaran para el almuerzo.
Fue un anfitrión cordial a través de la comida informal, charlando despreocupadamente sobre los asuntos de la región. Como era un anfitrión considerado, en el instante en que las bandejas se retiraron sugirió un paseo a caballo hasta un salto de agua local.
Su ama de llaves lo miró, pero no dijo nada.
Volvieron a última hora de la tarde. Se las había arreglado para no tener que hablar demasiado; los demás pensaban que, cuando se quedaba callado, estaba meditando sobre la muerte de su padre. No con dolor (porque para eso, hay que poder amar), sino con furia, porque se le hubiera negado su largamente esperada confrontación con su padre.
Caminó con los demás hasta el vestíbulo delantero. Al no ver señal alguna de las grandes damas (ni de su ama de llaves), se separó del resto, y subió las escaleras principales hasta el interior de la torre.
Se dirigió a su estudio. Nadie había mencionado las palabras "matrimonio", "esposa" o "boda" en su presencia en todo el día; se sentía lo suficientemente tranquilo para preguntarse si su ama de llaves le habría dejado otra lista corregida. Si lo había hecho, habría encontrado su segunda lista junto a la primera sobre su vade. Las leería, pero en su momento, no a instancias de un grupo de damas, ni siquiera si éstas eran grandes damas.
Posó la mano sobre el pomo de la puerta del estudio y la abrió, antes de darse cuenta de que Jeffers no estaba en su puesto. No es que tuviera que estar allí cuando Royce no estaba en el estudio, pero aquel hombre tenía un misterioso instinto que parecía decirle cuándo acudiría a aquella habitación. Abrió la puerta, entró…
Y se detuvo. Se había metido en una emboscada.
Siete grandes damas estaban sentadas en semicírculo ante su escritorio, con las sillas cuidadosamente dispuestas de modo que no habría podido verlas, no hasta que hubiera avanzado demasiado para retroceder.
Una sola de ellas (Therese Osbaldestone) giró la cabeza para mirarlo.
– Buenas tardes, Wolverstone. Nos gustaría que pudieras dedicarnos unos minutos de tu tiempo.
No era una pregunta, y había utilizado su título, no su nombre; tenso, inclinó la cabeza.
Therese miró hacia la puerta, donde Jeffers estaba con la espalda contra la pared.
– Puedes retirarte.
Jeffers miró a Royce. Obedeció la orden con un asentimiento brusco.
Mientras la puerta se cerraba silenciosamente a la espalda de Jeffers, Royce caminó hacia delante. Pasó junto a una línea de sillas y rodeó el escritorio, deteniendo su mirada en cada decidido rostro. Horatia, Helena, Therese, Augusta, la princesa Esterhazy, lady Holland y lady Melbourne. Tras las sillas, en un extremo, estaban Letitia y Minerva.
Combinando sus distintos contactos, y con Letitia como representante tanto de los Vaux como de los Dearne, el grupo contaba con el poder colectivo de los peldaños superiores de la clase alta.
Aquellas eran las mujeres más importantes de la sociedad.
Inclinó la cabeza.
– Señoras.
Se sentó, totalmente relajado, y las contempló impasiblemente.
Lady Osbaldestone era su vocal electa.
– Ya he discutido contigo la razón por la que tienes que casarte sin demora -Su mirada de obsidiana bajó hasta el vade, en el que tres folios (con una nueva lista más larga) estaban extendidos. -Hemos unido nuestro conocimiento… Creemos que esa lista incluye a todas las damas a las que deberías considerar para el puesto de duquesa, además de sus antecedentes, su fortuna esperada, y diversa información que hemos pensado que sería de utilidad.
Su mirada se elevó de la lista cuando lo hizo la de Royce; lo miró a los ojos.
– Ahora tienes toda la información que necesitas para elegir a tu esposa, que, como todas hemos intentado recalcar, tiene que ser lo antes posible. Sin embargo, lo que puede que no entiendas es lo que ocurrirá si no actúas inmediatamente. Si la sociedad no tiene noticia pronto de tu desposorio, entonces tú y este castillo seréis propensos a ser asaltados por todas las solteras disponibles en la cristiandad -Golpeó el bastón contra el suelo. -¡Y puedo asegurarte que serán mucho más difíciles de repeler que cualquier ejército!
Con la espalda recta, lo miró a los ojos.
– ¿Eso es lo que quieres? Porque si no actúas, eso es precisamente lo que ocurrirá.
La visión era suficientemente mala para hacerle palidecer, pero… ¿Por qué estaba amenazándolo!
Lady Augusta se movió inquieta, atrayendo su atención.
– Esto no es una amenaza… Al menos, no nuestra. Sin embargo, ocurrirá exactamente lo que dice Therese, a menos que hagamos algo, o, efectivamente, que tú hagas algo para que el anuncio de tu matrimonio sea lo antes posible.
Vaciló, y después continuó, con un tono más conciliador.
– Si tu padre estuviera vivo, las cosas serían distintas. Pero ha muerto, y ahora tú eres Wolverstone, soltero y sin hijos, y sin ningún heredero directo… Tu matrimonio es urgente, pienses lo que pienses. Pero por las razones que ya sabes, esa urgencia se ha hecho extrema. El asunto de la elección de tu esposa se ha hecho ahora crítico. Y mientras nosotras, y otros que también lo saben, ya conozcamos la urgencia, la sociedad por completo lo descubrirá (tu necesidad de una esposa) tarde o temprano.
– Efectivamente -dijo la princesa Esterhazy, con su acentuada voz, -es un milagro que aún no tengas un aluvión de carruajes tras las puertas.
– Es de suponer -dijo Lady Osbaldestone -que esperarán al menos hasta una semana después del funeral.
Royce examinó su rostro, y comprobó también el de las demás; no estaban de broma.
Helena, con sus ojos habitualmente claros ensombrecidos por la preocupación, se inclinó hacia delante.
– Deberíamos dejar claro, quizá, que no estamos metiéndote prisa para que hagas algo que en algún momento no fueras a hacer por voluntad propia. Lo único que cambia es el tiempo -Puso un rostro expresivo. -Tu familia siempre ha visto el matrimonio como un camino para la alianza, para favorecer el ducado. Todos sabemos que los Varisey no se permiten las uniones por amor. Y aunque eso puede no ser del gusto de todas nosotras, no estamos sugiriéndote que cambies tu punto de vista. No. Lo único que estamos diciendo es que debes hacer tu elección… Exactamente la misma elección que ibas a hacer en algún momento, ¿n'estce pas? Sencillamente, la elección tiene que hacerse con mayor rapidez de lo que esperabas, ¿no? -Extendió las manos. -Eso es todo.
¿Todo? Antes de que pudiera responder, Therese señaló las listas.
– Minerva te ha proporcionado nuestras recomendaciones iniciales, pero éstas son más extensas. Nos hemos quebrado la cabeza, y hemos incluido a todas las candidatas potenciales -Lo miró a los ojos. -Ninguna dama de esa lista rechazaría la posibilidad de ser tu duquesa. Soy consciente (todas lo somos) de que te estás viendo obligado a esta situación, y de que estas damas no están presentes para que las conozcas. Sin embargo, teniendo en cuenta la decisión que debes tomar, ninguno de estos hechos es relevante.
Exhaló aire profundamente, mantuvo su mirada, con la suya cargada por el poder que blandía.
– Te sugiero que hagas tu elección entre estas damas… Cualquiera de ellas sería una esposa totalmente aceptable -Se detuvo, y continuó: -No tiene sentido echarte un sermón, a ti menos que a nadie, sobre el concepto del deber. Acepto que sabes incluso más que yo sobre esa virtud. Sea como sea, no hay una razón justificable para que demores una actuación a este respecto -Sus manos se tensaron sobre la cabeza de su bastón. -Hazlo, y todo habrá terminado.
Se levantó, y todas las demás la imitaron. Royce las miró, y después, tensa y lentamente, se incorporó.
Ninguna de ellas era ciega, ninguna era tonta. Todas notaron su estado de ánimo, todas inclinaron las cabezas ante él con un coro de "su Excelencia", se giraron, y se marcharon.
Royce se quedó allí, con el rostro como la piedra, totalmente inexpresivo, con todos los instintos y todas las reacciones rígidamente suprimidos, mirando cómo se marchaban.
Minerva siguió mirándolo. Era la última en la hilera hacia la puerta; intentó quedarse atrás, pero lady Augusta, que iba por delante de ella, retrocedió, la tomó del brazo con fuerza y la arrastró con ella.
Jeffers, en su puesto habitual en el pasillo, extendió la mano y cerró la puerta; mirando por encima de su hombro, Minerva captó un último vistazo de Royce, aún de pie tras su escritorio, mirando su lista.
Vio que sus labios se curvaban en un gruñido insonoro.
Les había advertido que no lo hicieran (la emboscada de las grandes damas), firme y taxativamente, pero no la habían escuchado.
Y entonces había dejado de discutir porque, de repente, no había estado segura de sus razones, de sus motivaciones para no querer que ellas lo presionaran de ese modo.
¿Estaba discutiendo debido a sus crecientes sentimientos por él? ¿Estaba intentando protegerlo? Y si era así, ¿de qué y por qué? ¿O tenía razón al pensar que presentarse en grupo ante él, de aquel modo, sería interpretado por el duque casi con toda seguridad como un ultimátum, lo que era poco prudente, por no decir una mala idea?
Ella ahora sabía la respuesta. Había sido una muy mala idea.
Nadie lo había visto desde aquella reunión en su estudio la tarde anterior. No había bajado a cenar, decidió cenar solo en sus aposentos, y aquella mañana se había levantado al amanecer (eso le habían contado), había desayunado en la cocina, y después había acudido al establo, había cogido a Sable y había desaparecido.
Podía estar en cualquier parte, incluso en Escocia.
Minerva estaba en el vestíbulo delantero rodeada por las maletas y baúles de las grandes damas y supo, por los rostros determinados y obstinados de las mismas mientras se posaban sobre los mencionados baúles y maletas, que pretendían cumplir su promesa de no abandonar aquel lugar hasta que Wolverstone (ninguna de ellas lo llamaba ya por su nombre de pila) les comunicara su decisión.
Llevaban allí sentadas una hora y media completa. Sus carruajes estaban alineados en el patio delantero, preparados para llevarlas a sus destinos pero, si no se marchaban pronto, ninguna llegaría a ninguna de las ciudades principales antes del anochecer, de modo que deberían permanecer allí otra noche. Minerva no sabía si sus temperamentos, o el de ella, lo soportaría; no quería ni pensar en el de Royce.
Su oído era más agudo que el de ellas; escuchó un crujido distante, después un golpe… La puerta del patio oeste abriéndose y cerrándose. Tranquilamente, se giró y se deslizó por el pasillo junto a ella, el único que conducía al ala oeste.
Una vez que estuvo fuera de la vista del vestíbulo delantero, se agarró la falda del vestido y echó a correr.
Giró una esquina a toda velocidad… Y apenas se las arregló para no tropezar con él de nuevo. Su rostro aún era de granito tallado; la miró, y después la rodeó y siguió adelante.
Conteniendo el aliento, Minerva dio la vuelta y se apresuró incluso más para ponerse a su altura.
– Royce… Las grandes damas están esperándote para marcharse.
No aminoró el paso.
– ¿Para qué?
– Para que les comuniques tu decisión.
– ¿Qué decisión?
Minerva lo maldijo mentalmente; su tono de voz era demasiado suave.
– El nombre de la dama que has elegido para que sea tu esposa.
El vestíbulo delantero estaba frente a ellos. Los pasillos portaban las voces; las damas lo habían oído. Se tensaron, se pusieron de pie y lo miraron con expectación.
El miró a Minerva, y después impasiblemente a ellas.
– No.
La palabra era una negativa absoluta e incontestable.
Sin romper el paso, inclinó la cabeza con frialdad mientras pasaba junto a la fuerza femenina reunida de la clase alta.
– Que tengan buen viaje.
Dicho eso, se dirigió a las escaleras principales, las subió rápidamente y desapareció en la galería más allá.
Dejando a Minerva, y a todas las grandes damas, mirándolo.
Prosiguió un momento de asombrado silencio.
Minerva tomó aliento y se giró hacia las grandes damas… Y descubrió que todas las miradas estaban puestas en ella.
Augusta señaló hacia las escaleras.
– ¿Quieres? ¿O lo hacemos nosotras?
– No -No quería que él terminara diciendo algo irrecuperable y alienante de ninguna de ellas; a pesar de todo, iban con buena intención, y su apoyo sería de un valor incalculable (para él, e incluso más para su esposa) en años venideros. Se giró hacia las escaleras. -Yo hablaré con él.
Levantó sus faldas y subió rápidamente, y después se apresuró tras él por el interior de la torre. Necesitaba aprovechar el momento, hablar con Royce en ese instante, y conseguir que hiciera alguna declaración aceptable, o las grandes damas se quedarían. Y se quedarían. Estaban tan decididas como terco era el duque.
Asumió que se habría dirigido al estudio, pero…
– ¡Maldición! -Escuchó sus pasos cambiar la ruta hacia sus aposentos.
Sus aposentos privados; Minerva reconoció la advertencia implícita, pero tenía que ignorarla. No había sido capaz de disuadir a las grandes damas, de modo que allí estaba, persiguiendo a un violento lobo hasta su cueva.
Sin elección.
Royce entró en su salón, y dejó la puerta abierta. Se detuvo en el centro de la alfombra, escuchó con atención, y después soltó una maldición y dejó la puerta abierta; ella aún lo seguía.
Una decisión muy poco acertada.
Todas las turbulentas emociones de la velada anterior, apenas calmadas hasta niveles manejables por su largo paseo a caballo, habían vuelto a la furiosa y agresiva vida con un bramido, al ver a las grandes damas acampadas en su vestíbulo delantero (en sus puertas, metafóricamente), intentando obligarlo a aceptar un matrimonio con una de las candidatas de su infernal lista.
Había examinado la maldita lista. No tenía ni idea de cómo eran personalmente aquellas mujeres (y todas eran significativamente más jóvenes que él), pero cómo… ¿cómo? ¿Cómo podían las grandes damas imaginar que él, simplemente, y con una sangre tan fría, iba a escoger a una, y después pasar el resto de su vida atado a ella, tras condenarla a una vida unida a la suya?
Condenándolos a ambos a vivir (no, a existir), exactamente en el mismo tipo de vida matrimonial que su padre y su madre habían tenido.
No la vida matrimonial de la que disfrutaban sus amigos, no las uniones de apoyo que sus ex compañeros habían forjado, y nada parecido al matrimonio que tenía Hamish.
No. Porque él era Wolverstone tenía que renunciar a una comodidad así, y estaba condenado, en su lugar, a la unión sin amor a la que se entregaba tradicionalmente su familia, únicamente porque ese era el apellido con el que cargaba.
Porque ellos (todos ellos) pensaban que lo conocían, pensaban que, debido a su apellido, sabían qué tipo de hombre era.
El mismo no sabía qué tipo de hombre era en realidad… ¿cómo iban a saberlo ellos?
La incertidumbre se había hecho presa de él en el mismo momento en que se había apartado de la personalidad creada de Dalziel, y después lo había embargado completamente debido a su acceso al título tan inesperadamente, y con tan poca preparación. A los veintidós años había estado totalmente seguro de quién era Royce Henry Varisey, pero si echaba la vista atrás dieciséis años… Ninguna de sus certezas previas encajaba ya con él.
Ya no encajaba con el hombre, con el duque, que había pensado que sería.
El deber, sin embargo, era una luz de guía que siempre había reconocido, y aún lo hacía. Así que lo había intentado. Había pasado toda la noche repasando la lista, intentando obligarse a traspasar la línea, tal como esperaban.
Había fracasado. No podía hacerlo… No podía obligarse a elegir a una mujer a la que no quería.
Y la razón principal por la que no podía hacerlo estaba a punto de entrar en su habitación.
Inhaló profundamente, y después se dejó caer en una de las grandes butacas ante las ventanas, mirando la puerta abierta.
Justo cuando ella entró.
Minerva sabía por su larga experiencia con los Varisey que aquel no era momento para ser cauta, y mucho menos sumisa. La visión con la que se encontraron sus ojos cuando se detuvo en el interior de la habitación ducal (el muro de furia que asaltó sus sentidos) le confirmó que saltaría sobre ella, y la estrangularía, si le daba la oportunidad.
Lo miró con una mirada irritada y exasperada.
– Tienes que tomar una decisión, tómala y comunícala… O dame algo con lo que pueda bajar las escaleras y satisfacer a las damas; si no, no van a marcharse -Cruzó los brazos y lo miró. -Y eso te gustará menos aún.
Siguió un largo silencio. Minerva sabía que Royce usaba los silencios para minarla: no retrocedió un centímetro, y esperó.
Los ojos del duque se entornaron. Finalmente, levantó una oscura y diabólicamente inclinada ceja.
– ¿Realmente tienes interés por explorar Egipto?
Minerva frunció el ceño.
– ¿Qué? -Entonces lo entendió, y apretó los labios. -No intentes cambiar de tema. Que, por si lo has olvidado, es el de tu novia.
Su mirada permanecía fija en su rostro, en sus ojos.
– ¿Por qué estás tan interesada en que declare con quién voy a casarme? -Había bajado la voz, la había suavizado, y su tono se había vuelto extraña e insidiosamente sugerente. -¿Tan ansiosa estás por escapar de Wolverstone y de tus obligaciones, y del resto de cosas de aquí?
La implicación le pinchó en un punto que, hasta ese momento, Minerva no sabía que era sensible. Entró en cólera, tan rápida y completamente que no pudo contenerse.
– Como sabes condenadamente bien -Su voz goteaba rabia, sus ojos, ella lo sabía, serían como carbones ardiendo, -Wolverstone es el único hogar que he conocido. Esta es mi casa. Puede que tú conozcas cada piedra y cada roca, pero yo conozco a cada hombre, a cada mujer y a cada niño de este ducado -Su voz se hizo más grave, vibrando con la emoción. -Conozco las estaciones, y cómo nos afecta cada una de ellas. Conozco cada una de las facetas de las dinámicas de la comunidad del castillo, y cómo se llevan a cabo. Wolverstone ha sido mi vida durante más de veinte años, y la lealtad y el amor hacia él y su gente es lo que me ha mantenido aquí tanto tiempo.
Tomó aire profundamente. Los ojos de Royce cayeron un momento hasta sus pechos, acumulados sobre su escote; indiferente, ella atrapó su mirada mientras la dirigía de nuevo hasta su rostro.
– De modo que no, no estoy ansiosa por marcharme. Preferiría quedarme, pero debo irme.
– ¿Por qué?
Minerva levantó las manos.
– ¡Porque tienes que casarte con una de las damas de esa maldita lista! Y una vez que lo hagas, aquí no habrá sitio para mí.
Si su salida de tono lo había tomado por sorpresa, Minerva no veía ninguna señal de ello; su rostro permanecía impasible, con sus rasgos cincelados en piedra. La única sensación que obtenía al mirarlo era una de implacable e inamovible oposición.
Su mirada pasó de Minerva a la chimenea, siguiendo la larga hilera de esferas armilares que ella había mantenido pulidas y sin polvo. Su mirada descansó en ellas un largo momento, y después murmuró:
– Siempre me has dicho que debo seguir mi propio camino.
Minerva frunció el ceño.
– Este es tu propio camino, el que tú habrías tomado naturalmente… Lo único que ha cambiado es el momento.
Royce la miró; ella lo intentó pero, como siempre, no pudo leer nada en sus oscuros ojos.
– ¿Qué pasa -preguntó, en voz muy baja-si ese no es el camino que yo quiero tomar?
Minerva suspiró a través de sus dientes.
– Royce, deja de poner las cosas difíciles. Sabes que vas a elegir a una de las damas de esa lista. La lista es extensa, diría que completa, de modo que esas son tus opciones. Lo único que tienes que hacer es decirme el nombre, y yo lo llevaré a la planta de abajo, y se lo comunicaré a las grandes damas antes de que decidan irrumpir aquí.
Royce la examinó.
– ¿Qué pasa con tu alternativa?
Le llevó un momento entender a qué se refería, y después levantó las manos, dándole la razón.
– De acuerdo… Dame algo que pueda decirles, y que las satisfaga, en lugar del nombre de tu novia.
– De acuerdo.
Minerva evitó fruncir el ceño. La mirada del duque estaba fija en ella, y parecía que estaba pensando, que las ruedas de su diabólica mente estaban girando.
– Puedes anunciar a las damas de abajo -habló lentamente, con un tono peligrosamente suave, -que ya he decidido con qué dama me casaré. Pueden esperar el anuncio de nuestro matrimonio para dentro de una semana, aproximadamente, cuando la dama a la que he escogido acceda.
Sin apartar los ojos de los del duque, repasó la declaración; esta, efectivamente, satisfaría a las grandes damas. Sonaba sensible, racional… De hecho, exactamente lo que él habría dicho.
Pero… Lo conocía demasiado bien para tomarse sus palabras en serio. Estaba planeando algo, pero no podía imaginarse qué podría ser.
Royce se incorporó antes de que pudiera preguntarle nada. Quitándose la chaqueta, caminó hacia su dormitorio.
– Y ahora, si me disculpas, debo cambiarme.
Minerva frunció el ceño, molesta por su negativa a dejarla asegurarse, pero ya que no tenía elección, así que inclinó la cabeza, se giró y se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
Mientras se aflojaba el pañuelo del cuello, Royce miró la puerta cerrada y entró en su habitación. Ella descubriría pronto la respuesta a su pregunta.