La despertó en algún momento antes del amanecer, con tiempo suficiente para satisfacer sus sentidos y los de ella en una última, breve e intensa unión, y después dejó que se recuperara lo suficiente para ponerse su vestido y volver a su habitación.
Royce se incorporó y la ayudó con el vestido, y después la contempló mientras salía por la puerta de su sala de estar. Hubiera preferido escoltarla hasta su habitación, pero si algún otro estaba volviendo a su cama y la veía, era mejor que la viera sin él.
Era la ama de llaves del castillo; había innumerables razones por las que podría levantarse temprano.
Después de escuchar cómo se desvanecían sus pasos, volvió al dormitorio, y a su cama. Se metió bajo las sábanas sintiendo la persistente calidez de Minerva a su lado, consciente de que su suave perfume lo envolvía todo a su alrededor, cruzó los brazos bajo su cabeza y fijó la mirada en la ventana al otro lado de la habitación.
¿Y ahora qué? Había hecho progresos, reales y definitivos, pero entonces ella lo había bloqueado de un modo que no había sido lo bastante rápido en predecir. Aunque a partir de ahora podía tenerla (y la tendría) en su cama, ya no podía pedirle simplemente que fuera su esposa. No había ningún argumento que tuviera alguna posibilidad de convencerla de que había deseado casarse con ella antes de haber tomado su virginidad. De que no saber que fuera virgen no significaba nada, y que, sin importar cuánto tuviera que esperar, que viera su proposición como un insulto no implicaba que él no fuera a ofrecérselo.
Y ella se negaría. Tajantemente. Y cuanto más la presionara, más se obcecaría.
Tenía que admitir que durante un estúpido momento había considerado usar el viejo argumento de la virginidad y el honor como una posible razón de apoyo para su boda. Debería haberse imaginado cómo iba ella a reaccionar.
Se quedó mirando el vacío mientras el servicio lentamente se despertaba, haciendo malabarismos con las posibilidades, evaluando las posibles tácticas. Si le hubiera pedido matrimonio cuando lo pensó al principio, en lugar de dejar que lo distrajese con su desafío para seducirla primero, no se estaría enfrentando a esta complicación, aunque no tenía sentido lamentarse por lo que no podía ser cambiado.
Solo veía una salida. Tendría que guardar silencio sobre su intención de casarse con ella, y en lugar de eso hacer todo lo que estuviera en su poder para guiarla a la conclusión de que casarse con él era su verdadero y natural destino. Y más aún, su deseado destino.
Una vez que se diera cuenta de eso, le ofrecería la mano, y ella la aceptaría.
Si se aplicaba en la tarea, ¿cuánto podría tardar en conseguirlo? ¿Una semana?
Las grandes damas habían aceptado la semana que originalmente había estipulado rápidamente. Aquella semana ya había pasado, pero dudaba que ninguna de ellas viajara hasta el norte para castigarlo… aún no. Si se demoraba demasiado, alguien acudiría para sermonearle de nuevo y exhortarlo para que pasara a la acción, pero seguramente podía contar con otra semana.
Una semana que dedicaría a convencer a Minerva de que debía ser su duquesa.
Una semana para dejar claro que ya lo era, aunque aún no se hubiera dado cuenta.
Sonrió, justo cuando Trevor entró desde el vestidor.
Su ayuda vio su sonrisa, y vio la cama. Levantó las cejas inquisitoriamente.
Royce no vio ninguna razón para escondérselo.
– Mi ama de llaves… que pronto será tu señora -Fijó su mirada en el rostro de Trevor. -Un hecho que ella no sabe aún, así que nadie debe decírselo.
Trevor sonrió.
– Por supuesto que no, su Excelencia -Su expresión era de total ecuanimidad, y comenzó a recoger las ropas de Royce.
El duque lo estudió.
– No pareces demasiado sorprendido.
Incorporándose, Trevor sacudió la chaqueta de su señor.
– Tiene que elegir una dama, y considerándolo todo me resulta difícil imaginar que alguien pudiera hacerlo mejor que la señorita Chesterton -Se encogió de hombros. -No hay nada por lo que sorprenderse.
Royce suspiró, y salió de la cama.
– Por supuesto, me gustaría conocer cualquier cosa que descubras y que pudiera ser pertinente. ¿Conoces a su doncella?
Doblando el chaleco de Royce, Trevor sonrió.
– Una joven llamada Lucy, su Excelencia.
Anudándose la bata, Royce entornó los ojos ante esa sonrisa.
– Un consejo. Quizá yo me esté acostando con la señora, pero no sería buena idea que tú hicieras lo mismo con la doncella. Colgará tus testículos de un palo… la señora, no la doncella. Y, en esas circunstancias, yo tendría que dejarla hacerlo.
Los ojos de Trevor se abrieron de par en par.
– Lo tendré en cuenta, su Excelencia. Bueno, ¿desea afeitarse?
Minerva se despertó cuando Lucy, su doncella, entró corriendo en la habitación.
Después de dejar a Royce, había vuelto a su habitación sin ver a nadie; se desvistió, se puso el camisón, se cepilló el enmarañado cabello, se metió en la cama… y para su sorpresa, se quedó profundamente dormida.
Bostezó, se desperezó… y sintió punzadas en lugares donde nunca las había sentido antes. Vio cómo Lucy abría las cortinas, y después sacudía su vestido; cuando Lucy se giró hacia el armario, clandestinamente miró la parte delantera de su camisón.
Parpadeo, y después miró a su alrededor.
– El negro con los botones en el escote, Lucy. Déjalo sobre la silla. Me levantaré pronto, pero no tienes que esperar. Puedo ponerme ese vestido sola.
Y la inocente Lucy no necesitaba ver las reveladoras marcas de sus pechos. No quería pensar lo que podría descubrir aún más abajo.
– Le he traído el agua para el baño. ¿Me necesita para algo más, señorita?
– No, gracias, Lucy. Puedes irte y desayunar.
– Gracias, señorita -Con una alegre sonrisa y una reverencia, Lucy se retiró. La puerta se cerró a su espalda.
Minerva exhaló, y se hundió en las colchas, dejando que sus pensamientos viraran a lo que había ocurrido la noche anterior y sus sucesos totalmente inesperados. Que Royce hubiera actuado tan directamente (y que ella hubiera respondido tan definitivamente) nunca se le había pasado por la cabeza. Pero lo había hecho, y ella también, ¿y ahora qué pasaba con ellos?
Siempre había asumido que sería un vigoroso amante. En ese sentido, había excedido sus expectaciones; su ser inexperto nunca había imaginado todo lo que, bajo sus manos, había experimentado. A pesar de su inexperiencia, lo conocía… había sido consciente de su ansia, de la necesidad real que lo había dirigido mientras la tomaba.
Mientras la poseía.
Repetidamente.
Cuando se despertó antes del amanecer la había penetrado desde atrás, y había procedido a demostrarle aún otro modo en el que podía poseerla (su cuerpo, sus sentidos, y su mente) total y completamente, con sus labios en el hueco bajo su oreja. Minerva, sus sentidos, habían sido libres para absorber los matices de su amor.
Que la deseaba, la anhelaba, lo aceptaba sin duda.
Nunca había imaginado ser el foco de ese grado de deseo, tener tanta pasión masculina concentrada en ella; el recuerdo envió un delicioso escalofrío a través de su cuerpo. No podía negar que lo había encontrado profundamente satisfactorio; mentiría si dijera que no estaría contenta de acostarse con él de nuevo.
Si se lo pedía, y lo haría. No había terminado con ella, y Minerva lo sabía; se lo había dejado claro en los momentos finales de esa mañana.
Gracias a Dios había tenido suficiente cerebro para aprovechar la oportunidad y dejar claro que no esperaba ni quería recibir un ofrecimiento suyo.
No había olvidado la otra oferta que tenía que hacer… a la dama que eligiera como su duquesa. No sabía si había hecho una petición formal ya o no, necesitaba asegurarse de que no decidiría usar su virginidad como razón para casarse con ella en algún maquiavélico momento.
Para él, casarse con ella sería preferible a tener que tratar con alguna joven desconocida que supiera poco sobre él.
Ella (Minerva) era una opción cómoda.
No tenía que pensar para saber su respuesta a eso. Sería un marido aceptable para cualquier dama que acepta ni la unión sin amor que él le ofrecía; mientras dicha dama no esperara amor o fidelidad, todo iría bien.
Para sí misma, el amor, real y permanente, era la única moneda por la que intercambiaría su corazón. La extensa experiencia de las uniones de los Varisey había reforzado su postura; su tipo de matrimonio no era para ella. Eludiéndolo, si era necesario resistiéndose activamente, cualquier sugerencia de matrimonio con Royce permanecía siendo un inalterable objetivo; en ese sentido nada había cambiado.
Y, para su inmenso alivio, pasar la noche en su cama no había seducido su corazón convirtiéndolo en amor; sus sentimientos hacia él no habían cambiado en ningún sentido… o solo en el lado lujurioso, no en términos de amor.
Pensando en cómo se sentía ahora respecto a él… frunció el ceño. A pesar de su resistencia, sentía algo más por él… inesperados sentimientos se habían desarrollado desde su regreso. Los sentimientos que la habían hecho entrar en pánico el día anterior, cuando había pensado que podía morir.
Esos nuevos sentimientos habían crecido al verlo con su gente, por sus actitudes y acciones hacia aquellos que estaban a su cuidado. Por todas las decisiones y acciones que lo habían distinguido tan definitivamente de su padre. El placer físico al que la había introducido no la había influenciado tanto como todas esas cosas.
Sin embargo, aunque difería de su padre en muchos sentidos, en lo que se refería a su vida y a su matrimonio, revertiría a ese modelo. Lo había demostrado en su acercamiento a su futura esposa.
Si se dejaba intimidar y se casaba con él, se arriesgaba a enamorarse de él (irrevocablemente, irremisiblemente) y entonces, como Caro Lamb, languidecería, se marchitaría y finalmente se volvería loca cuando él, al no estar enamorada de ella, la dejara por otra. Como inevitablemente ocurriría.
No era tan tonta como para creer que podría cambiarlo a través de su amor. No; si se casaba con él esperaría que se mostrara sumisa mientras él se satisfacía con una interminable sucesión de otras mujeres.
Resopló y, retirando la colcha, sacó los pies de la cama.
– Eso no va a ocurrir.
No importaba lo que sintiera por él, a pesar del modo en el que había evolucionado su encaprichamiento. No importaba qué nuevos aspectos de atracción desarrollara durante las muchas noches que pasaría en su cama, no se enamoraría de él, y por tanto no se casaría con él.
Al menos ambos tenían ya muy claro ese último punto.
Se incorporó y se acercó a la palangana y la jarra que había en su vestidor; vertió agua en la palangana y dejó que sus pensamientos se ordenaran. Tal como estaban ahora las cosas…
Dejó la jarra y miró el agua mientras su inmediato futuro se aclaraba en su mente.
Su aventura con Royce sería breve por necesidad… él se casaría pronto, y después, ella se marcharía. Un par de días, una semana. Dos semanas como mucho.
Demasiado poco tiempo para enamorarse.
Metió las manos en la palangana y se echó agua en la cara, sintiéndose cada vez más optimista. Más alerta que expectante, casi intrigada por lo que le proporcionaría el día… segura y tranquila de que no había ninguna razón por la que no pudiera disfrutar de él de nuevo.
El riesgo era insignificante. Su corazón estaría a salvo.
Lo suficientemente a salvo para que pudiera disfrutar sin preocuparse.
Al atardecer, la expectación se había transformado en impaciencia. Minerva estaba sentada en la sala de música, aparentemente viendo otra obra de teatro de Shakespeare mientras meditaba sobre los defectos de su día.
Un día totalmente normal, sin nada más que los acostumbrados sucesos… lo que era un problema. Había pensado… pero estaba equivocada.
Royce la había llamado a su estudio para su reunión matinal habitual con Handley; excepto por el breve momento en el que entró en la habitación y sus ojos se encontraron, y ambos se habían detenido, sospechaba, al acordarse de repente de la sensación de la piel del otro contra la propia… pero entonces, él parpadeó, bajó la mirada, y ella siguió caminando y se sentó, y él a continuación la trató exactamente igual que lo había hecho el día anterior.
Durante el día se habían encontrado varias veces, y ella estaba convencida de que en algún momento se encontrarían en privado… pero ya no estaba segura de que eso fuera a suceder. Nunca había tenido una aventura antes; no conocía el guión.
El sí, pero estaba sentado dos filas por delante de ella, charlando con Caroline Courtney, que había reclamado la silla junto a él.
Bajo la tapadera de las conversaciones de la cena, le había preguntado si Cranny aún tenía la esencia de pollo que solía administrarles cuando de pequeños habían estado resfriados. Ella no lo sabía con seguridad, pero cuando él le sugirió que iba a mandar un bote a los Honeyman para su hija, se había detenido para ver a la gobernanta antes de unirse al grupo de la sala de música, perdiendo así su oportunidad de sentarse a su lado.
Entornó los ojos y deseó poder ver el interior. ¿Qué estaría pensando? Concretamente, ¿qué pensaba sobre ella? ¿Estaba pensando en ella?
¿O una noche había sido suficiente?
La parte más segura de sí misma se burló de ella descaradamente, pero una parte más vulnerable no podía evitar preguntárselo.
Al final de la obra había aplaudido educadamente, y miró a Royce un instante, después se excusó y se retiró, dejando a Margaret que se ocupara de la bandeja de té. Pudo hacerlo sin pasar la siguiente media hora rodeada por el lascivo grupo con él en la misma habitación, consciente de que su mirada se posaba en ella ocasionalmente, y luchando por alejar la suya de él… mientras cada centímetro de su piel ardía por la anticipación.
Llegó a su habitación, con su mente ocupada por la pregunta "¿Lo hará?", se quitó la ropa, se puso su camisón, se envolvió en su bata y después llamó a Lucy.
Tenía un par de débiles marcas en la parte de arriba de uno de sus muslos que no iba a poder explicar.
Sentada frente a su tocador, estaba cepillándose el cabello cuando Lucy entró.
– Se va a la cama temprano esta noche -Lucy se inclinó para recoger su vestido. -¿No le ha gustado la obra?
Minerva puso una mueca.
– Se están volviendo bastante aburridas… menos mal que la feria comienza la semana que viene, o tendría que buscar otro entretenimiento -Miró a Lucy mientras la doncella se acercaba al armario. -¿Te has enterado de algo?
Abrió el armario, y negó con su oscura cabeza.
– El señor Handley es muy callado… es amable, y me sonríe, pero no habla mucho. Y por supuesto se sienta en la cabecera de la mesa. Trevor está más cerca de mí, y es un buen conversador, pero aunque charla mucho, nunca dice nada, no sé si me entiende.
– Puedo imaginármelo -En realidad no había pensado que Royce empleara a gente que no mantuviera sus secretos.
– Lo único que hemos podido sacarles es que su Excelencia esta aún negociando con la dama a la que ha elegido -Cerró el armario y se giró. -No tenemos ni una pequeña pista sobre qué dama es. Supongo que tendremos que esperar hasta que lo diga.
– Así es -Interiormente, hizo una mueca.
Lucy deshizo la cama, y después volvió y se detuvo junto a ella.
– ¿Necesita algo más, señorita?
– No, gracias, Lucy… puedes irle.
– Gracias, señorita. Buenas noches
Minerva murmuró "Buenas noches", y su mente de nuevo repasó los nombres de la lista de las grandes damas. ¿A cuál habría elegido Royce? ¿A una de las que conocía?
Se sentía tentada de preguntarle a él directamente… sería de ayuda saber la preparación con la que cuenta la chica para saber si iba a tener que ayudarla mucho antes de que pudiera arreglárselas sola. El pensamiento de tener que entregar sus llaves a alguna risueña bobalicona provocó una respuesta muy cercana al asco.
Se incorporó y apagó el candelabro del tocador, dejando solo la vela que ardía junto a su cama. Se cerró la bata y la anudó mientras caminaba hacia la ventana.
Si Royce deseaba pasar la noche con ella, acudiría a su habitación; no había tenido ninguna aventura antes, pero eso lo sabía.
Vendría. O no lo haría.
Quizá había tenido alguna noticia de la familia de la dama a la que había ofrecido matrimonio.
Se cruzó de brazos, y miró el paisaje envuelto por la noche.
Y esperó.
Y dudó.
– ¡Royce!
Se detuvo bajo el arco que guiaba hasta las escaleras de la torre, y dejó caer la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos por la frustración.
Esa había sido la voz de Margaret; podía escucharla jadeando mientras subía las escaleras principales detrás de él, junto a varias damas más.
Conteniendo su temperamento, se giró, y vio que Aurelia estaba con Margaret.
– Estupendo.
Margaret oyó el murmurado sarcasmo mientras subía, pero esto la confundió. El descartó su mirada desconcertada.
– ¿Qué pasa?
Se detuvo a un paso de distancia, miró a Aurelia mientras se unía a ella, y después, cogidas de las manos ante él, lo miraron.
– Queríamos preguntarte si estás de acuerdo en que invitemos a alguna otra gente para la feria.
– Solía ser una de las festividades más importantes del año cuando vivíamos aquí -Aurelia levantó la barbilla, con los ojos fijos en su rostro. -Nos gustaría tener tu permiso para celebrar una fiesta en casa, justo como mamá solía hacer.
Royce miró los duros y arrogantes rostros aristocráticos de sus hermanas; sabía lo que esas sencillas palabras les habían costado. Tener que pedir permiso a su hermano pequeño, a quien siempre habían desaprobado, para celebrar una fiesta en el que había sido su hogar.
Su primer impulso fue decirles que preferiría que se fueran todos los invitados… dejándolo libre para perseguir a Minerva tanto por el día como por la noche. Pero sin importar la visión que tuviera de sus hermanas, aquel había sido su hogar, y no se sentía bien echándolas de allí… lo que significaba que tener a otros era necesario para distraerlas y cubrirse.
Ni Margaret ni Aurelia eran tan observadoras, y aunque Susannah lo era, ni siquiera ella había adivinado la naturaleza de su interés por Minerva. Ella era su ama de llaves; sus hermanas asumían que esta era la razón bajo cada palabra que intercambiaban.
Aurelia estaba impaciente.
– No habíamos pensado invitar más que a diez personas más… los que ya están aquí se quedarán.
– Si tú lo permites -Se apresuró a añadir Margaret.
Los delgados labios de Aurelia se apretaron; inclinó la cabeza.
– Así es. Pensamos…
Aunque era tentador dejarlas continuar con aquella situación tan violenta, prefería escuchar a Minerva jadeando, gimiendo y suspirando. Habló sobre la voz de Aurelia.
– Muy bien.
– ¿Estás de acuerdo? -preguntó Margaret.
– Que sea algo razonable… no más de lo que mamá solía hacer.
– Oh, sí -Los ojos de Aurelia se iluminaron, y su rostro se suavizó.
No quería sentir la chispa de lástima que ardió mientras las miraba; estaban casadas, tenían posición, casas y familias, y aun así estaban buscando… la felicidad. Asintió bruscamente y se giró.
– Hablad con Retford, y después decidle a Minerva lo que queréis hacer. Yo la pondré sobre aviso.
Los agradecimientos de sus hermanas se desvanecieron tras él mientras entraba en la torre y se dirigía a sus habitaciones.
Cuando, más de una hora más tarde, cerró la mano alrededor del pomo de la puerta de Minerva, la frustración lo embargaba. Había asumido que ella había dejado la reunión pronto para poder entrar en sus aposentos sin que la vieran; había esperado encontrarla allí, en su cama, esperando. Mientras atravesaba su sala de estar, la imagen que esperaba ver había llenado su mente…
En lugar de eso, por alguna razón equivocada, se había retirado a su cama. Giró el pomo, entró rápidamente y cerró la puerta. Estaba inclinada contra la ventana, con los brazos cruzados, mirando la noche.
Mientras cruzaba la habitación, Minerva se alejó de la ventana, con una mano apartó la pesada caída de su cabello, y después delicadamente disimuló un bostezo.
– Pensaba que subirías antes.
Se detuvo ante ella; con las manos en las caderas, la miró. Ella parecía tenuemente despeinada, y tenía los ojos entornados por el sueño. Lo único que quería era tenerla entre sus brazos, pero…
– He subido antes -dijo tranquilamente, pero su tono la hizo parpadear. -Esperaba encontrarte en mi cama. Pero no estabas allí. Entonces tuve que esperar a que el resto se fueran a la cama antes de poder venir aquí. Pensaba que había dejado claro qué cama íbamos a usar.
Ella se tensó; lo miró con los ojos entornados.
– Eso fue anoche. Corrígeme si me equivoco -Su dicción contenía la misma precisión aguda que la de él, -pero cuando se tiene una relación ilícita, lo normal es que sea el caballero el que se una a la dama en su habitación. En su cama -Miró su cama, y después lo miró con mordacidad.
Frunció los labios, mantuvo su mirada, y asintió.
– Quizá. En este caso, sin embargo -Caminó suavemente a su alrededor, y la cogió en brazos.
Ella jadeó, se agarró a su chaqueta, pero no se molestó en preguntar a dónde la llevaba cuando se dirigió a la puerta y extendió la mano hacia el pomo.
– ¡Espera! Alguien podría verme.
– Todos están en la cama. En la cama de quien sea -Disfrutando. Cogió el pomo.
– ¡Pero tengo que volver aquí por la mañana! No puedo andar por los pasillos solo con la bata.
Royce miró a su alrededor, y vio la capa que estaba en la esquina. La llevó hasta ella.
– Coge tu capa.
Minerva lo hizo. Antes de que pudiera hacer alguna objeción más la llevó hasta la puerta y atravesó la amplia galena, y después bajó el corto pasillo hasta sus aposentos. Las profundas sombras los ocultaron durante todo el camino; entró en su sala de estar, cerró la puerta a su espalda, y entonces la llevó hasta su dormitorio.
Hasta su cama.
La dejó sobre la colcha dorada y escarlata, y después la miró.
Con los ojos entornados, Minerva frunció el ceño.
– ¿Por qué es tan importante que use tu cama?
– Porque es aquí donde te quiero -Eso era absolutamente verdad… por una vez su instinto más primitivo coincidía con la mejor estrategia.
Minerva escuchó su convicción. Abrió los ojos de par en par.
– ¿Por qué, por el amor de Dios?
Porque éste es tu lugar. En lo que concernía a su ser más primitivo, no había duda de ello, y usar su cama podía subrayar subliminalmente lo que pensaba de ella, que su verdadero lugar era junto a él… un frente en su campaña para imprimir ese verdadero papel en ella. Los sucesos habituales de la vida del castillo ayudarían a esta causa, pero el día había sido desesperanzadoramente tranquilo; había tomado medidas para asegurarse de que el día siguiente fuera distinto. Mientras tanto…
Se descalzó, se quitó la chaqueta y el chaleco, los tiró ambos a un lado, y entonces agarró sus esbeltos tobillos y la atrajo hacia sí hasta que sus rodillas estuvieron en el borde de la cama. Dejando sus pantorrillas y sus pies colgando, atrapó sus piernas entre las suyas y se inclinó sobre ella; colocó sus manos planas a cada lado de sus hombros, y la miró a sus enormes ojos.
– Porque te quiero aquí, desnuda en mi cama, cada noche de ahora en adelante. Y yo siempre consigo lo que quiero.
Minerva abrió la boca, pero él no tenía interés en hablar más. Se abatió sobre ella y cubrió sus labios con los suyos, los capturó, los saboreó detenidamente, y se sumergió en su anhelante boca.
Disfrutando de la bienvenida que no había podido negarle; no importaba lo que pensara, ya era suya. Aunque Royce tenía que esforzarse más de lo que había pensado para conseguir la supremacía; a pesar de su inexperiencia, ella lo desafiaba descaradamente, incluso en aquel campo de batalla en el que nunca había esperado encontrarse con él. Utilizando habilidades que había perfeccionado a través de las décadas, alimentó su deseo, atrajo sus sentidos hasta él, y después los encadenó, los apagó, los sometió a su voluntad.
Porque eran suyos.
Cuando lo hizo se apartó del apasionado intercambio lo suficiente para apoyar su peso en un brazo, con la otra mano apresó el nudo de su bata.
Minerva no podía creerse lo desesperada que estaba… no podía creer que Royce, sin ningún esfuerzo, la hubiera reducido a tal estado de licencioso anhelo, donde el deseo, caliente y urgente, fluía por sus venas; donde la pasión se extendía bajo su piel y ardía más profundamente en su interior.
Esperando entrar en erupción, manar… y atraparla.
Necesitaba sentir las manos de Royce sobre su piel… necesitaba sentir su cuerpo sobre el suyo.
Necesitaba, con una urgente desesperación que no podía descifrar, sentirlo en su interior, enlazado y unido a ella.
Y esa necesidad no era de Royce; era de ella.
Y era una sensación maravillosa.
Era maravilloso entregarse al calor, sin reservas, sin dudas, retorcerse y ayudarlo a quitarle la bata, ayudar a sus inteligentes manos a despojarla de su camisón.
Y entonces se quedó dormida sobre su cama brocada… y de repente sintió una razón bajo su insistencia de tenerla allí.
Sabía qué tipo de noble era en realidad… conocía los impulsos de antiguo señor que aún corrían por sus venas. Sabía, sentía, que siempre, en algún nivel, reconocía la primitiva posesión sexual y la depredación que era una parte innata de él. Desenvuelta como un regalo, desnuda sobre su cama, para su deleite, para que la usara del modo que deseara… un sutil escalofrío la recorrió. Una parte de ella sintió un femenino miedo; el resto, una ilícita excitación.
Royce sintió su conciencia a través del beso, sintió ese evocativo escalofrío; cerró una mano alrededor de su cadera, sujetándola, con su pulgar recorriendo la sensible piel de su estómago. Su piel quemaba, estaba marcada; Minerva sabía que aquella noche la marcaría a fuego incluso más profundamente antes de que la noche hubiera terminado. Que su intención era justo esa.
Su respiración se detuvo. La anticipación y una extraña y ajena necesidad chocaron, y después la atravesaron, tambaleándose y saltando, a través de ella.
Inclinándose más, liberó su cadera, y se apoyó en un codo para sujetar su cabeza entre sus grandes manos mientras la besaba de forma profunda, voraz y hambrienta, convirtiendo su juicio en una tormenta de sensaciones. Tenía que continuar con él; Royce no le daba opción. Tuvo que responder, que corresponder al desafío de su lengua, de sus labios, a la cálida humedad de su boca.
Encerrado con ella en el beso, introdujo los dedos en su cabeza, extendiéndolos y apartándolos de esta, dejando que sus largos cabellos fluyeran a través de sus dedos.
Parecía tan fascinado con la sedosa textura de su pelo como ella lo había estado con el suyo; instintivamente había hundido las manos en su cabello, recorriendo la oscura seda con sus dedos.
Su cuerpo estaba cerca; el de ella lo sintió y reaccionó, y su necesidad creció como un enjambre en su interior; aquella creciente marea era un sólido latido en sus venas. El calor de Royce estaba cerca, aunque atenuado por sus ropas; aún tenía puesta la camisa y los pantalones.
Minerva retiró las manos de su cabello, las deslizó hacia abajo por la larga columna de su garganta, colocó las manos sobre su pecho y las bajó hasta que pudo coger los faldones de su camisa y liberarla de su cinturilla. Cuando lo consiguió, pasó sus manos hacia arriba bajo la tela, con las palmas y los dedos ávidos de la incomparable sensación de su piel, caliente y tentadora sobre las crestas y llanuras de su magnífico pecho.
A punto de ronronear, dejó que sus sentidos se dieran un festín; tenía tiempo, podía saborearlo durante horas, pero aquella compleja, complicada, cada vez más urgente necesidad la abrumaba. La instaba a pasar las manos por debajo de su cinturilla, y a encontrar y liberar los botones que había allí.
Desabrochó solo uno antes de que Royce rompiera el beso, moviéndose suavemente para capturar sus manos, una en cada una de las suyas.
– Después -murmuró la palabra contra la garganta de Minerva, y dejó que sus labios recorrieran su arqueada línea.
Caliente, urgente, la boca de Royce inflamó sus sentidos. Con pequeños besos, captó su atención, y la mantuvo sin esfuerzo con besos que esparció sobre su piel. Aquí, allí, donde quería.
Minerva ya estaba caliente, y dolorida, cuando llegó a sus pechos.
Estaba retorciéndose frenéticamente cuando, después de reclamarlos expertamente, siguió adelante, con sus maliciosos labios bajando para explorar su ombligo, y después aún más bajo, hasta el vértice de sus muslos.
Para cuando se retiró, cogió sus rodillas y las separó, ella estaba ya mucho más allá del pudor; no quería nada más que sentirlo allí, que la tomara, que la poseyera, como quisiera.
Sintió la mirada de Royce en su rostro. Ardiente más allá de toda medida, sintió su dominio, contuvo el aliento y abrió levemente los ojos. Lo suficiente para que él atrapara su mirada, para que ella viera la oscura promesa en las profundidades de los de Royce, y entonces él bajó la mirada, hasta su cuerpo, expuesto, libidinosamente húmedo y ansioso, resbaladizo e hinchado, suplicándole. A él.
Entonces Royce se inclinó, colocó su boca contra su carne y rasgó los nervios que le quedaban, tomando rudamente todo lo que ella le ofrecía, todo lo que tenía en ella… y después pidiendo más.
Gimió, y mientras la segunda ola de inimaginable gloria atravesaba sus venas, gritó su nombre.
A través de las calientes nubes de su liberación, sintió su satisfacción.
La sintió en el roce de sus manos mientras se incorporaba, cogía sus caderas, y la hacía girar sobre su estómago. La atrajo contra él hasta que sus caderas descansaron en el borde de la alta cama.
Inundada por las sensaciones, con la piel sonrojada y húmeda, se preguntó qué… cómo…
Royce se deslizó en su interior desde atrás, profundamente, y después presionó incluso más profundamente. Minerva se estremeció, jadeó, sintió, que sus dedos se cerraban sobre la colcha brocada. El duque agarró sus caderas y la movió, la colocó, y después retrocedió, casi saliendo de su vagina, y empujó de nuevo.
Con fuerza. Más poderosamente.
Su aliento entrecortó en un superficial jadeo; sus dedos se tensaron sobre la colcha. Se retiró y empujó de nuevo; cerró los ojos y gimió. Podía sentirlo completamente en su interior, alto, casi como si estuviera tocándole los pulmones.
Entonces comenzó a poseerla, con rudeza, implacablemente, penetrando profundamente, con fuerza, en su totalmente anhelante cuerpo. En su cuerpo totalmente vencido. Se movió fraccionadamente bajo la fuerza de las constantes embestidas, la sutil aspereza del bordado se convirtió rápidamente en la abrasión atroz contra las cumbres de sus pechos.
Hasta que no pudo acoger más. Las manos de Royce se cerraron alrededor de sus caderas, y la mantuvo cautiva para cada enérgica penetración. Tenía la piel ardiendo, podía sentir su ingle encontrándose con sus nalgas, sentía sus testículos contra la parte de atrás de sus muslos mientras la penetraba más y más profundamente. La áspera tela de sus pantalones erosionaba sus piernas; el borde de su camisa se arremolinaba sobre su espalda desnuda.
Una repentina visión del aspecto que tendrían (ella totalmente desnuda, él casi vestido) tomándola así, explotó en su mente.
Sus sentidos se liberaron. Desenmarañados, fragmentados, se hicieron añicos en una liberación de implosivo calor y tensión.
Continuó penetrándola, y el orgasmo siguió, y siguió… hasta que cayó de la cima con un último jadeo, y el bendito vacío se reunió en ella.
Royce tenía otros planes.
Planes más profundos. Planes que venían de aquel primitivo ser que, respecto a ella, ya no podía seguir negando. Que ya no quería seguir negando.
Cuando ella finalmente se derrumbó, con el cuerpo totalmente laxo, salió de su interior, reunió sus ropas en un segundo, y entonces la levantó. Retiró la colcha, se arrodilló en la cama y la colocó sobre su espalda, con la cabeza y los hombros apoyados en los almohadones.
Aprovechó el momento mientras se colocaba a su lado para deleitarse con la visión… de ella totalmente embelesada, rendida, poseída.
Totalmente suya.
Con ese pensamiento, se alzó sobre ella, separó sus muslos y se colocó entre ellos. La cubrió. Se deslizó en su interior, y después bajó la cabeza, capturó sus labios y se hundió en ella. En su boca, profundamente en su cuerpo, recibido en el interior del abrazo de seda de su ardiente vagina.
Empezó a montarla lentamente, sin prisa, deleitándose ni rada ápice de sensación. En la inexpresable delicia de su cuerpo, en la suave aceptación de su dureza, en los innumerables contrastes entre sus cuerpos mezclados.
Sentía sus nervios tensos, buscando, deseando, necesitando. Su mente estaba abierta, receptiva, abrumadoramente consciente de la amplitud, la profundidad y el increíble poder de la necesidad que crecía y fluía en su interior.
Entonces ella se unió a él.
Con sus pequeñas manos alrededor de su rostro, lo encuadró un momento, y después bajó para extenderlas por sus hombros.
A medida que el ritmo de su inexorable unión crecía, ella se agarró a él, con el cuerpo ondulándose bajo el de él, bailando con un ritmo que era tan antiguo como el tiempo.
Uno que marcaba él, pero ella estaba con él, bailando en el calor y en las llamas, en el titilante fuego de su pasión compartida.
Y aquello era todo lo que había querido que fuera el momento… contemporización y conocimiento, satisfacción y rendición, todo en uno.
Ella era todo lo que necesitaba… su amante, su novia, su esposa.
Su todo.
En el momento en que ambos subieron la última cumbre y encontraron el éxtasis esperándolos, él supo sin ninguna duda que tenía todo lo que necesitaba de la vida entre sus brazos. Por esto, ella era la única mujer para él, una que se sometía a él, que se rendía a él.
Que lo derrotaba.
Ahora y siempre.
La tormenta los atrapó, y él se rindió, también; sus dedos se cerraron sobre los de ella mientras la furia de su unión los apresaba, los hacía balancearse. Los rompió y los vació, y después dejó que sus sentidos lentamente se llenaran de nuevo… con los del otro.
Royce nunca se había sentido tan cerca de ninguna mujer antes, nunca había compartido lo que acababa de compartir con ella, con ninguna otra.
Cuando finalmente reunió suficiente fuerza y voluntad para moverse, se separó de ella y la acogió entre sus brazos, quedándose tranquilo cuando ella acudió inmediatamente, acurrucándose a su lado.
En la oscuridad, rozó sus sienes con los labios.
– Duerme. Te despertaré a tiempo para marcharte.
Su única respuesta fue que la última tensión que aún perduraba se alivió, y después desapareció.
Cerró los ojos y, totalmente establecido en las profundidades de su alma primitiva, dejó que el sueño lo reclamara.