Una armadura como la que ella necesitaba no era fácil de encontrar.
Miró el reloj de la habitación de la duquesa y se dijo a sí misma que solamente tenía que aguantar. Había pasado apenas una hora desde que había dejado a Royce; no podía esconderse para siempre.
Suspiró y se levantó, alisándose su vestido negro. Llevaría sus ropas de luto durante los siguientes tres meses; afortunadamente, el color le sentaba bastante bien.
Era un pequeño consuelo al que aferrarse.
Cogió los documentos que había preparado y se dirigió a la puerta. Royce debería estar en el estudio, ya acomodado; salió al pasillo, esperando haberle dado tiempo suficiente. Gracias a su encaprichamiento por él y a la consecuente observación minuciosa a la que lo había sometido siempre que habían estado en el mismo lugar (lo que abarcaba todo el tiempo que Royce había pasado en Wolverstone o en la mansión de Londres desde que él tenía catorce años, cuando ella se unió a la casa, a los seis años, y se sintió instantáneamente enamorada al posar sus ojos sobre él, hasta que cumplió los veintidós), lo conocía mucho mejor de lo que él seguramente se imaginaba. Y había conocido a su padre incluso mejor; los asuntos que tenían que discutir, las decisiones que Royce tendría que tomar aquel día, y los que siguieran, no serían fáciles, y seguramente tendrían un alto coste emocional.
En el momento del enfrentamiento en White's, Minerva estaba en Londres con su madre; ambas habían escuchado suficientes informes del altercado para tener una idea bastante clara de lo que había ocurrido en realidad, a pesar de las palabras que se dijeran. Dado el desconcierto de Royce al oír que su padre había mudado los aposentos ducales, no estaba totalmente segura de que él (Royce) tuviera una visión tan clara del antiguo debacle como ella. Además de cualquier otra cosa, en aquel momento había estado furioso. Aunque su intelecto era formidable, y su poder de observación por lo general era desconcertantemente preciso, cuando estaba bajo la furia de los Varisey sospechaba que sus facultades más elevadas no trabajaban del todo bien.
Las de su padre, ciertamente, no lo hacían, como aquel día había demostrado.
Sin embargo, era el momento de meterse en la boca del lobo. O, en este caso, de molestar al nuevo lobo en su estudio.
Los pasillos de la enorme casa estaban a menudo tranquilos, pero en ese momento el servicio trabajaba incluso más silenciosamente; ni siquiera sonidos distantes perturbaban la paz.
Caminó tranquilamente a través de aquella artificial quietud.
Había pasado la última hora convenciéndose a sí misma de que el inoportuno resurgimiento de su encaprichamiento había sido debido a la sorpresa… porque él había aparecido de repente y casi la había derribado. Que su reacción se debía únicamente a lo inesperado del sentimiento que habían provocado sus fuertes manos sobre sus hombros… y que después la había levantado, literalmente, de sus pies, y la había apartado.
Y que a continuación había seguido caminando.
Aquel era el punto clave que tenía que recordar… que todo lo que había sentido estaba en su cabeza. Mientras lo mantuviera allí, y él siguiera sin saberlo, todo iría bien. Solo porque su antiguo encaprichamiento (que ella creía muerto) hubiera elegido este tremendamente inconveniente momento para volver a la vida, no significaba que ella tuviera que recrearse en él. Tenía veintinueve años; era demasiado mayor para caprichos. Era, total e innegablemente, demasiado prudente para obsesionarse con un caballero, y menos con un noble (y ella conocía bien la diferencia) como él.
Si Royce llegaba a imaginarse siquiera su susceptibilidad, la usaría sin compasión para sus propios fines, y entonces ella y su misión estarían en graves problemas.
La puerta del estudio estaba justo delante. Jeffers estaba de pie, obedientemente, junto a ella. Al mirar la puerta cerrada, Minerva no se sorprendió del todo al sentir cierta cautela forjándose en su interior. La verdad era que… si fuera libre para hacer lo que quisiera, en lugar de actuar como la obediente ama de llaves de Royce y ayudarlo en su nuevo puesto, se hubiera pasado la tarde escribiendo cartas a sus amigos de la región preguntándoles si sería conveniente que les visitara. Pero no podía marcharse aún… aún no era libre para huir.
Había hecho una promesa… Dos promesas, en realidad, aunque eran la misma, de modo que era como si solo hubiese hecho una. Primero a su madre, cuando ésta murió tres años antes, y había hecho la misma promesa el domingo anterior, a su padre. Le pareció interesante (revelador, de hecho) que dos personas que no habían compartido demasiado durante los últimos veinte años hubieran tenido el mismo deseo al morir. Ambos le habían pedido que ayudara a Royce hasta que estuviera adecuadamente establecido como el siguiente duque de Wolverstone. Lo que pretendían decir con "adecuadamente establecido" estaba bastante claro: querían que se asegurara de que Royce estaba totalmente informado de todos los aspectos que concernían al ducado, y de que entendía y colocaba en su lugar todo lo que se necesitaba para asegurar su posición.
Así que, sobre todo, necesitaba verlo casado.
Este suceso marcaría el final de su deuda con los Varisey. Sabía cuánto les debía, y la obligación que tenía con ellos. Había sido una niña de seis años perdida (no pobre, porque tenía tan buena cuna como ellos, pero no tenía familiares que cuidaran de ella), y ellos se habían hecho cargo de ella, haciéndola una más de la familia en todos los aspectos excepto en el apellido, e incluyéndola de un modo que no tenía derecho a esperar. No lo habían hecho esperando nada de ella a cambio… y esa era una de las razones que la llevaban a cumplir los últimos deseos del duque y la duquesa al dedillo.
Pero, una vez que la esposa de Royce estuviera establecida como su duquesa, y fuera capaz de tomar las riendas que ella manejaba actualmente, su papel allí habría terminado.
Lo que haría a continuación, lo que haría de su vida, era una perspectiva que, hasta la noche del domingo anterior, no había meditado. Aún no tenía ni idea de lo que haría cuando su tiempo en Wolverstone llegara a su fin, pero tenía ahorros más que suficientes para mantenerse en el lujo al que, gracias a los Varisey, estaba ahora acostumbrada, y había un mundo entero más allá de Coquetdale y Londres para explorar. Todas eran excitantes perspectivas que tenía que considerar, pero eso lo haría más tarde.
Justo ahora tenía un lobo (posiblemente magullado, e inclinado a mostrarse agresivo), con el que tratar.
Se detuvo ante la puerta del estudio, saludó a Jeffers con una inclinación de cabeza, llamó una vez, y entró.
Royce estaba sentado detrás del enorme escritorio de roble. La mesa estaba tan limpia que resultaba poco natural, desprovista de los papeles y documentos acordes a lo que se espera del que debe ser el corazón administrativo de una propiedad tan grande. Tenía las palmas de sus manos de largos dedos posadas sobre el escritorio, y levantó la mirada cuando Minerva entró; durante un fugaz instante la chica pensó que parecía… perdido.
Cerró la puerta y caminó sobre la alfombra mirando el documento que tenía en las manos… y habló antes de que él lo hiciera.
– Tienes que aprobar esto -Se detuvo ante el escritorio, y le extendió la hoja de papel. -Es una nota para la Gazette. También tenemos que informar a palacio y a los Lores.
Royce la miró con expresión impasible, y después extendió una mano y cogió la nota. Mientras la leía, Minerva se sentó en una de las sillas ante el escritorio, se colocó bien la falda, y después organizó en su regazo los documentos que había preparado.
El duque se movió, y ella levantó la mirada… Observó cómo cogía una pluma, abría el tintero, la mojaba, y después la aplicaba sobre su nota, tachando lenta y deliberadamente una de las palabras.
Después de secarlo, inspeccionó el resultado y tendió la nota de vuelta a Minerva.
– Saldrá en el periódico con esta corrección.
Había tachado la palabra "amantísimo" en la frase "amantísimo padre de". Minerva contuvo el impulso de elevar las cejas; debería haber anticipado aquello. Los Varisey, como le habían dicho a menudo, y como había quedado demostrado a través de las décadas, no amaban. Podían hervir calderos de emociones en el resto de aspectos, pero ninguno de ellos había afirmado nunca haber sentido amor. Ella asintió.
– Muy bien.
Puso esa hoja de papel en el fondo de su montón, levantó la siguiente, alzó la mirada… y vio que él la estaba mirando enigmáticamente.
– ¿Qué?
– No utilizas "su Excelencia" para dirigirte a mí.
– Tampoco utilizaba "su Excelencia" para dirigirme a tu padre -Minerva dudó, y entonces añadió: -Y no te gustaría que lo hiciera.
El resultado fue un ronroneo casi inhumano, un sonido que se deslizó a través de sus sentidos.
– ¿Tan bien me conoces?
– Muy bien, sí -A pesar de que tenía el corazón en la garganta, Minerva mantuvo un firme control sobre su tono de voz. Le extendió el siguiente documento. -Ahora, para los Lores -Tenía que mantenerlo concentrado y no permitir que la desconcertara; aquella era una táctica que los Varisey usaban para distraer y después coger las riendas.
Después de un momento preñado de significado, Royce extendió la mano y cogió la hoja. Era una notificación para los Lores, y una comunicación para palacio aceptablemente redactada.
Mientras trabajaban, Minerva había sido consciente de que él la había mirado, con su oscura y penetrante mirada, como si estuviera examinándola… minuciosamente.
Con firmeza, había ignorado el efecto que tenía en sus sentidos… y había rezado por que cesara pronto. Tenía que hacerlo, o se volvería loca.
O se derretiría y él lo notaría, y entonces ella se moriría de vergüenza.
– Bien, asumiendo que tus hermanas lleguen mañana, y que la gente de Collier, etcétera, también lo hagan, dado que esperamos que tus tíos y tías lleguen el viernes por la mañana, entonces, si estás de acuerdo, podríamos leer la voluntad el viernes, y así nos quitaríamos eso de encima -Levantó la mirada de sus documentos y arqueó una ceja.
Royce se había desplomado, aparentemente relajado, en la enorme butaca; la miró impasiblemente durante varios largos minutos, y después dijo:
– Podríamos (si estoy de acuerdo) celebrar el funeral el viernes.
– No, no podemos.
Sus cejas se alzaron lentamente.
– ¿No? -Había un rico y positivo exceso de intimidación encerrado en aquella única palabra que había pronunciado suavemente. En este caso, por muchas razones, estaba fuera de lugar.
– No -Minerva lo miró a los ojos, y mantuvo su mirada. -Recuerda el funeral de tu madre… ¿Cuánta gente asistió?
Su inmovilidad era absoluta; su mirada no se apartó de la de ella. Después de otro largo silencio, dijo:
– No lo recuerdo -Su tono era equilibrado, pero Minerva detectó en él una ligera debilidad; honestamente no lo recordaba, porque posiblemente no le gustaba pensar en aquel difícil día.
Estaba desterrado de las tierras de su padre, pero la iglesia y el cementerio de Alwinton estaban en el interior de los límites de Wolverstone, de modo que había cumplido literalmente el decreto de su padre; su mozo había conducido su carruaje hasta el pórtico de la iglesia, y había pisado directamente en suelo santificado.
Ni su padre ni él hablaron con nadie (ni siquiera intercambiaron una mirada) durante el largo servicio y el subsiguiente enterramiento. Que no pudiera recordar cuánta gente había acudido a la iglesia atestiguaba que no había estado mirando a su alrededor; estaba tan afectado que sus facultades, que eran extremadamente observadoras, no habían estado funcionando.
Tranquilamente, Minerva enumeró:
– Asistieron más de doscientos, contando solo a familiares y miembros de la alta sociedad. Para tu padre, ese número aumentará seguramente a trescientos. Habrá representantes del rey, y del Parlamento, además de los familiares y amigos… por no hablar de todos los que querrán sacar ventaja viniendo hasta aquí solo para certificar su conexión, aunque indirecta, con el ducado.
Royce hizo una mueca, y después, en una explosión de movimiento, se sentó.
– ¿Cuándo podría prepararse?
El alivio corrió por las venas de Minerva.
– La noticia de la muerte saldrá en la Gazette el viernes. Mañana, una vez que tus hermanas estén aquí para consultarlas, podríamos enviar la nota sobre el funeral… que entonces saldría en las ediciones del sábado. Siendo realistas, dado que tantos vendrán desde el sur, la fecha más cercana en la que podríamos celebrar el funeral sería el siguiente viernes.
El duque asintió, reacio aunque aceptando.
– El viernes, entonces -Dudó, y después preguntó: -¿Dónde está el cadáver?
– En la casa del hielo [1], como siempre -Sabía que aquello era mejor que sugerirle que viera el cuerpo de su padre; o lo hacía por voluntad propia, o no lo haría. Sería mejor que lo hiciera, pero había algunas áreas en las que, con él, no estaba preparada para perderse; era, sencillamente, demasiado peligroso.
Royce la miró mientras ordenaba los papeles de su regazo… miró su cabello, lustroso y brillante. Se preguntó qué aspecto tendría envolviendo su blanquísima piel, cuando dicha piel estuviera desnuda y sonrosada por la pasión.
Se movió en su silla. Necesitaba desesperadamente una distracción. Estaba a punto de pedir una lista del personal (ella era tan malditamente eficiente que su cordura flaquearía si tenía una en su montoncito de papeles) cuando unas fuertes pisadas se aproximaron a la puerta. Un segundo después ésta se abrió, admitiendo a un majestuoso mayordomo.
La mirada del mayordomo se fijo en él. Aún en el umbral de la puerta, hizo una reverencia.
– Su Excelencia -Se incorporó y volvió a inclinarse más ligeramente hacia Minerva, que se levantó. -Señorita.
Volvió a concentrarse en Royce, que, como Minerva, también se había levantado, entonado por el majestuoso personaje.
– Su Excelencia, mi nombre es Retford. Soy el mayordomo. En nombre de todo el servicio, me gustaría mostrarle nuestras condolencias por la muerte de su padre, y darle nuestra bienvenida en su regreso.
Royce inclinó la cabeza.
– Gracias, Retford. Creo recordar que antes eras asistente. Tu tío siempre te tenía sacando brillo a la plata.
Retford se relajó perceptiblemente.
– Efectivamente, su Excelencia -Miró de nuevo a Minerva. -Me pidió que le informara cuando el almuerzo estuviera listo, señorita.
Royce notó la significativa mirada que se intercambiaron antes de que su ama de llaves dijera:
– Así es, Retford. Gracias. Bajaremos inmediatamente.
Retford hizo una reverencia, y con otro "su Excelencia", se retiró.
Aún de pie, Royce miró a Minerva a los ojos.
– ¿Por qué vamos a bajar inmediatamente?
Ella parpadeó.
– Estoy segura de que tienes hambre -Como él siguió inmóvil, obviamente esperando, continuó: -Y tienes que permitir al servicio que te dé la bienvenida formalmente.
El puso una expresión de horror no totalmente fingida.
– ¿Todo el maldito grupo de criados?
Ella asintió y se giró en dirección a la puerta.
– Hasta el último de ellos. Te darán sus nombres y puestos… ya sabes cómo funciona. Esta es una residencia ducal, después de todo -Lo observó mientras rodeaba el escritorio. -Y si no tienes hambre ahora, te garantizo que tendrás una desesperada necesidad de sustento para cuando hayamos terminado.
Pasó junto a ella y abrió la puerta.
– Estás disfrutando de esto, ¿no? Viéndome sin saber qué hacer.
Mientras la seguía hasta el pasillo, Minerva negó con la cabeza.
– Sabrás qué hacer… yo soy tu ama de llaves. No voy a dejarte solo en un momento así… ese es mi trabajo.
– Ya veo -Sofocó la necesidad de coger su brazo; ella, claramente, no esperaba que él lo hiciera… Ya estaba caminando rápidamente hacia la escalera principal. Se metió las manos en los bolsillos de su pantalón, y fijó la mirada en el suelo ante sus pies. -¿Y cómo, exactamente, te propones hacer tu trabajo?
Susurrándole al oído.
Minerva permaneció justo a su izquierda durante toda la larga línea de entusiastas sirvientes, murmurándole sus nombres y puestos mientras él asentía ante cada uno.
Podría haberlo hecho sin la distracción. Sin la tentación. Sin la constante burla, aunque fuese intencionada, de su ser menos civilizado.
La gobernanta, la señorita Cranshaw (aunque él siempre la había llamado Cranny) se sonrojó cuando él le sonrió y la llamó por su apodo de antaño. Aparte de Retford y Milbourne, no se había encontrado con nadie más desde la última vez que estuvo allí.
Finalmente llegaron al final de la larga fila. Después de que la última doncella de la cocina se hubiera sonrojado y hubiera hecho su reverencia, Retford, que los había seguido desde atrás irradiando aprobación, se adelantó y les hizo pasar con una reverencia al pequeño salón comedor.
Royce se habría acomodado en su silla acostumbrada, a mitad de la mesa, pero Retford se deslizó hasta la enorme silla en la cabecera y la separó… así que continuó y se sentó en el lugar de su padre.
Ahora era el suyo… aquel era un hecho al que tendría que acostumbrarse.
Jeffers sentó a Minerva a su izquierda; a juzgar por el comportamiento del ama de llaves y de Jeffers, aquella era su posición acostumbrada.
Recordó su necesidad de crear distancia entre ambos, recordó su pregunta sobre el servicio, pero ella había dejado sus papeles arriba.
Afortunadamente, tan pronto como colocaron los platos ante ellos y la mayoría de los lacayos se retiraron, ella preguntó:
– Una cosa que Retford, Milbourne, Cranny y yo necesitamos saber es qué personal tienes, y qué miembros de la casa deseas mantener.
Un tema sensible.
– Tengo un ayuda de cámara… Trevor. Estaba conmigo antes.
Minerva entornó los ojos.
– Es menor que tú, ligeramente rechoncho… al menos así era.
Una razonable aunque breve descripción de Trevor.
Miró a Retford, que estaba detrás, a la derecha de Royce; el mayordomo asintió, indicando que él, también, recordaba a Trevor.
– Esto es fortuito, ya que dudo que Walter, el ayuda de tu padre, encajara contigo. Sin embargo, nos deja con el asunto de qué hacer con Walter… El no quiere dejar Wolverstone, ni el servicio de la familia.
– Déjame eso a mí -Royce había aprendido hacía mucho a valorar la experiencia. -Tengo una idea sobre un puesto en el que podría encajar.
– ¿Oh? -Esperó su respuesta, pero al no obtenerla, cuando Royce comenzó a servirse de una bandeja de carnes Irías, frunció el ceño, y después preguntó: -¿Henry aún es tu mozo de cuadras?
Asintió.
– Ya lo he hablado con Milbourne… Henry debería llegar mañana. El seguirá siendo mi mozo personal. El único otro miembro que se unirá a la casa será Handley -Miró a Minerva a los ojos. -Mi secretario.
Royce se había preguntado cómo se tomaría Minerva esa noticia. Un poco para su sorpresa, ella sonrió.
– Excelente. Eso me liberará de ocuparme de tu correspondencia.
– Efectivamente -Era un buen primer paso para evitarla en su órbita diaria. -¿Quién se ocupaba de la correspondencia de mi padre?
– Yo lo hacía. Pero son tantas las comunicaciones que cruzan el escritorio de un duque, y es tanto lo que tengo que supervisar como ama de llaves, que si nos entretenemos un poco, podríamos tener problemas. No siempre me ocupé de las cosas tan eficientemente como me habría gustado.
Royce se sintió aliviado porque ella realmente estuviera preparada para dejar que su correspondencia escapara de sus manos.
– Le diré a Handley que hable contigo si tiene alguna pregunta.
Minerva asintió, absorta mientras pelaba un higo. El duque la observó dar el primer bocado, vio sus labios brillar… rápidamente bajó la mirada hasta la manzana a la que estaba quitándole el corazón.
Cuando volvió a levantar la mirada, ella estaba mirando al otro lado de la mesa, frunciendo el ceño de un modo abstraído. Como si hubiera notado su mirada, le preguntó, aún sin mirarlo:
– ¿Hay alguien más a quien debamos alojar?
Le llevó un momento captar lo que había querido decir; fue la palabra "alojar" la que finalmente le dio la clave, confirmada por el tenue sonrojo que tiñó sus mejillas.
– No -Solo para dejárselo muy claro (y a Retford, también), añadió: -No tengo ninguna amante. Actualmente.
Hizo énfasis en "actualmente" para asegurarse de que ellos lo creían. Examinando rápidamente las posibles eventualidades, añadió:
– Y a menos que os informe de lo contrario, deberéis actuar con la asunción de que esta situación permanece sin cambios.
Las amantes, para él, constituían un peligro seguro, algo que había aprendido antes de haber cumplido los veinte años. Debido a que había sido el heredero de uno de los ducados más acaudalados, sus amantes (debido a sus gustos, inevitablemente elegidas entre la clase alta) habían mostrado una marcada tendencia a desarrollar ideas poco realistas sobre su relación.
Su declaración había picado la curiosidad de Minerva, pero ella simplemente asintió, aún sin mirarlo a los ojos. Terminó de comerse su higo y dejó el cuchillo de la fruta sobre su plato.
El se apartó de la mesa.
– Necesito una lista de los administradores y agentes de cada una de las distintas propiedades.
Minerva se levantó cuando Jeffers le retiró la silla.
– Tengo una lista preparada… la he dejado en mi escritorio. Te la llevaré al estudio.
– ¿Cuáles son tus aposentos?
Ella lo miró mientras se dirigían hacia las escaleras.
– La habitación matinal de la duquesa.
Royce no dijo nada, pero caminó a su lado mientras subían las escaleras y en el interior de la torre, hasta la habitación que, siglos antes, había sido un solárium. Su ventana abalconada daba al suroeste de la torre, sobre el jardín de rosas.
La siguió hasta su habitación y se detuvo justo en el umbral. Mientras ella se acercaba a un buró que estaba colocado contra una de las paredes, examinó la habitación, buscando alguna señal de su madre. Vio los cojines bordados que su madre adoraba bordar colocados despreocupadamente sobre los sofás, pero, excepto eso, la habitación contenía pocas señales más de ella. Era ligera, etérea, claramente femenina, y tenía dos jarrones de flores frescas aromatizando el aire.
Minerva se giró y caminó hacia él, leyendo unas listas. Estaba tan viva, tan anclada en el presente, que dudaba que algún fantasma pudiera persistir a su alrededor.
Ella alzó los ojos, lo miró; él frunció el ceño. Miró el sofá de dos plazas, el único lugar donde podrían sentarse, y después miró a Royce de nuevo.
– Creo que será mejor que examinemos esto en el estudio.
Se sentía incómoda teniéndolo en sus aposentos. Pero tenía razón: el estudio era el emplazamiento más adecuado. Además, allí tenía un escritorio tras el que podía esconder la peor de sus reacciones ante ella.
Se hizo a un lado y le señaló la puerta. La siguió por la galería, pero al no poder apartar su mirada de sus caderas, que se agitaban ligeramente, apresuró el paso para caminar a su lado.
Una vez estuvieron de nuevo en el estudio (una vez más firmemente en sus papeles de duque y ama de llaves) repasó su lista de administradores y agentes, extrayendo de ella todos los detalles que consideró útiles… además de sus nombres y puestos, sus descripciones físicas, y la opinión personal de Minerva sobre cada hombre. Al principio, ella había intentado no pronunciarse en este último aspecto, pero cuando él insistió le proporcionó un exhaustivo y astuto estudio de carácter sobre cada uno de ellos.
Sus antiguos recuerdos de Minerva no eran demasiado detallados; siempre había tenido la impresión de que era una chica prudente que no tenía inclinación al histrionismo ni a los vuelos de imaginación, una chica con los pies firmemente plantados en la tierra. Su madre había confiado en ella incondicionalmente, y por lo que estaba descubriendo, lo mismo había ocurrido con su padre.
Y su padre no confiaba en la gente fácilmente, no más que él mismo.
Para cuando llegaron a la última de sus listas, estaba convencido de que él, también, podría confiar en ella. Incondicionalmente. Lo que era un enorme alivio. Incluso manteniéndola a distancia física, necesitaría su ayuda para pasar los siguientes días, seguramente las siguientes semanas. Posiblemente incluso los siguientes meses. Saber que su lealtad estaba firmemente con el ducado (y, por tanto, también con él, ya que era el duque) era tranquilizador.
Casi como si pudiera confiar en ella para que protegiera su vida.
Y era extraño que un hombre como él tuviera una idea así de una mujer. Sobre todo de una dama como ella.
Subrayando inconscientemente su conclusión, después de reunir de nuevo sus papeles esparcidos, excepto los que él había cogido, Minerva dudó. Cuando Royce la miró y arqueó una ceja, dijo:
– El hombre de negocios de tu padre es Collier… no el mismo Collier de Collier, Collier & Whitticombe, sino su primo.
El entendió su mensaje por su tono de voz.
– Y tú no confías en él.
– No es tanto que no confíe en él como que no creo que sepa demasiado sobre manejar dinero. He visto los rendimientos de las inversiones del ducado y no son impresionantes. Yo consigo resultados significativamente mejores de mis ahorros, que están manejados por otra firma.
Royce asintió.
– Yo tengo mi propio hombre de negocios… Montague, en la ciudad. Consigue unas retribuciones impresionantes. Le pediré que contacte con Collier para que repase los libros, y que más tarde asuma el control.
Minerva sonrió.
– Excelente -Miró las listas que tenía ante él. -Si no me necesitas para nada más…
No deseaba hacerlo, pero tenía que saberlo, y ella era a la única a quien podía preguntar. Se concentró en la pluma que tenía en la mano… era la de su padre.
– ¿Cómo murió mi padre?
Minerva se quedó inmóvil. Royce no levantó la mirada, pero esperó; notaba que ella estaba ordenando sus pensamientos. Después dijo:
– Sufrió un ataque. Estaba en perfecto estado antes (nos reunimos después del desayuno), y después fue a la biblioteca como siempre hacía los domingos por la mañana para leer los periódicos. No sabemos cuándo ocurrió, pero cuando no pidió su tentempié de las once, como invariablemente hacía, el cocinero envió a Jeffers a comprobar lo que ocurría. Jeffers lo encontró en el suelo junto a su escritorio. Había intentado alcanzar el badajo de la campanilla, pero se había derrumbado.
Se detuvo, y después continuó:
– Retford me llamó. Yo me quedé con tu padre mientras enviaban a buscar al doctor y hacían una camilla para llevarlo a su habitación. Pero no aguantó tanto.
Royce levantó la mirada. Sus ojos estaban muy lejos.
– ¿Estabas con él cuando murió?
Minerva asintió.
El duque bajó la mirada, y giró la pluma entre sus dedos.
– ¿Dijo algo?
– Estuvo inconsciente casi hasta el final. Entonces despertó, y preguntó por ti.
– ¿Por mí? -Levantó la mirada. -¿No por mis hermanas?
– No… parecía haberlo olvidado. Pensaba que estabas aquí, en Wolverstone. Yo le dije que no estabas. Murió totalmente en paz… si hubo algún dolor, fue antes de que lo encontráramos.
Royce asintió, sin mirarla a los ojos.
– Gracias -Después de un momento, preguntó: -¿Se lo has contado a los demás?
Ella sabía a quién se refería… a los hijos ilegítimos de su padre.
– Las mujeres están en una u otra de las propiedades, así que les envié cartas ayer. Excepto a O'Loughlin, a quien le envié una nota, los hombres están en paradero desconocido… Les escribiré cuando conozcamos el legado, y tú puedes firmar las cartas -Lo miró. -O podría hacerlo Handley, si lo deseas.
– No. Me gustaría que tú te ocuparas de eso. Tú los conoces… Handley no. Pero déjame a O'Loughlin a mí. No quiero asustar a la oveja perdida.
Ella se levantó.
– No se asustaría, ¿no?
– Lo haría, aunque solo fuera por ganarse mi atención. Yo me ocuparé de él.
– Muy bien. Si no me necesitas para nada más, comenzaré a preparar el funeral, para que cuando lleguen tus hermanas podamos proceder sin dilación.
Royce asintió con brusquedad.
– Dios lo quiera.
El duque escuchó un débil chasquido de lengua mientras ella se dirigía a la puerta. Entonces se marchó, y él pudo, por fin, concentrarse en coger las riendas del ducado.
Pasó las siguientes dos horas repasando las listas de Minerva y las notas que había tomado, y después escribió cartas… breves, apuntes que iban directamente al grano; ya estaba echando de menos a Handley.
Jeffers demostró ser inapreciable, ya que conocía la ruta más rápida para mandar sus comunicaciones a cada uno de sus destinatarios; parecía que necesitaba un lacayo personal, después de todo. A través de Jeffers dispuso una reunión con el administrador de Wolverstone, Falwell, y con Kelso, el agente, a la mañana siguiente; ambos vivían en Harbottle, de modo que tenían que ser llamados.
Después de eso… Una vez que Jeffers se hubo marchado con la última de sus cartas, Royce se detuvo frente a la ventana junto al escritorio, que daba al norte, hacia los Cheviots y la frontera. El desfiladero a través del que corría el Coquet era visible de vez en cuando a través de los árboles. Su cauce había sido cortado en la orilla al norte del castillo, para dirigir el agua hasta el molino del castillo, cuyo tejado de pizarra era lo único visible desde el estudio. Después del molino, el cauce se ampliaba en una corriente ornamental, una serie de estanques y lagos que aminoraban la velocidad del torrente hasta que este se derramaba tranquilamente en el enorme lago artificial al sur del castillo.
Royce siguió la línea del riachuelo, con la mirada fija en el último estanque antes de que la vista quedara cortada por el ala norte del castillo. En su mente, continuó a lo largo de la orilla, hasta donde el río alcanzaba el lago, y después más allá, alrededor de la orilla oeste… Hasta donde la casa del hielo se levantaba junto al agua en un bosquecillo de sauces llorones.
Se quedó allí un rato más, sintiendo más que pensando. Entonces, aceptando lo inevitable, caminó hasta la puerta. Salió y miró a Jeffers.
– Voy a dar un paseo. Si la señorita Chesterton pregunta por mí, dile que la veré en la cena.
– Sí, su Excelencia.
Se giró y comenzó a caminar. Suponía que debía acostumbrarse a aquella fórmula de cortesía, pero… aquello no tendría que haber sido así.
En aquel atardecer, aunque era alegremente tranquilo, notaba algo parecido a la calma antes de una tormenta; después de cenar, mientras estaba sentado en la biblioteca viendo a Minerva bordar, Royce sintió la presión reuniéndose a su alrededor.
Ver el cuerpo de su padre en la casa del hielo no había cambiado nada. Su padre había envejecido, aunque era reconocible el mismo hombre que lo había desterrado (a su único hijo) durante dieciséis años, el mismo hombre de quien había heredado el apellido, el título y las propiedades, su altura y su rudo temperamento, y no mucho más. Aunque el carácter, el temperamento, hacen al hombre; mirando el rostro muerto de su padre, sus duros rasgos incluso fallecido, se preguntó si eran tan distintos realmente. Su padre había sido un déspota despiadado; en su corazón, así era él también.
Hundido en la enorme butaca ante la chimenea, donde un pequeño fuego ardía incongruentemente brillante, sorbió el delicado whisky de malta que Retford le había servido, y simuló que los antiguos y lujosos aunque confortables alrededores lo relajaban.
Incluso si no hubiera sentido la tormenta en su horizonte, tener a su ama de llaves en la misma habitación le garantizaba el no poder relajarse.
Sus ojos parecían incapaces de apartarse demasiado tiempo de ella; su mirada se había posado sobre ella tan pronto como esta se sentó en la silla. Al observarla allí, con los ojos en su labor, mientras la luz de la chimenea iluminaba su cabello recogido y proyectaba un rubor rosado en sus mejillas, se sorprendió de nuevo ante el extraño (e inconveniente) hecho de que ella no se sintiera atraída por él, de que él aparentemente no provocara nada en ella, a pesar de que él se sentía atraído por ella cada vez más.
Se dio cuenta de lo arrogante de aquel pensamiento, aunque en su caso no era más que la verdad. La mayoría de las damas lo encontraban atractivo; él generalmente solo tenía que elegir entre las que se le ofrecían. Hacía una señal con el dedo, y esa dama era suya durante todo el tiempo que la quisiera.
Deseaba a su ama de llaves con una intensidad que lo sorprendía, aunque su desinterés descartaba que pudiera tenerla. Él nunca había perseguido a una mujer, nunca había seducido activamente a una dama, en toda su vida, y a su edad no tenía intención de empezar.
Después de vestirse para cenar (dando las gracias mentalmente a Trevor por haber previsto la necesidad) fue al salón armado con un catecismo diseñado para distraerlos a ambos. Ella se había mostrado dispuesta a ayudarle a recordar las familias locales, tanto de la clase alta como de la burguesía, desde los Alnwick a los Percy, y después prosiguió describiendo los cambios de la sociedad local… quiénes eran ahora los principales creadores de opinión, y qué familias habían desaparecido en la oscuridad. Así ocuparon los minutos antes de que Jeffers los llamara para que acudieran al comedor, y el resto de la cena.
No es que la situación hubiera cambiado mucho; con unos ajustes menores, su visión previa de aquella parte del mundo aún prevalecía.
Cuando Retford retiró los platos, Minerva se levantó con la intención de dejarlo con una solitaria copa de oporto. En lugar de esto, él optó por seguirla hasta la biblioteca, y por el whisky que su padre guardaba allí.
Había decidido prolongar la tortura de estar en su presencia, porque no quería quedarse solo.
Cuando le preguntó por qué usaba la biblioteca en lugar del salón, ella le había comentado que, después de la muerte de su madre, su padre había preferido que ella se sentara con él allí… De repente, al recordar que era él, y no su padre, el que caminaba junto a ella, se había detenido. Antes de que pudiera preguntarle si prefería que se quedara en el salón, Royce le había dicho que tenía que hacerle algunas preguntas más, y le había hecho un gesto para que siguiera.
Cuando llegaron a la biblioteca, se sentaron; mientras Retford le servía el whisky, le preguntó por la casa de Londres. Ese tema no había tardado demasiado en agotarse; excepto el mayordomo, que ya no era Hamilton, todo lo demás era como había supuesto.
Un extrañamente confortable silencio había seguido a continuación; ella era, al parecer, una de esas raras mujeres que no necesitan llenar cada silencio con parloteo.
Al parecer, de nuevo, Minerva había pasado las noches de los tres últimos años sentada con su padre; no era sorprendente que se hubiera acostumbrado a los largos silencios.
Desafortunadamente, aunque el silencio normalmente le hubiera agradado, aquella noche le hacía presa de pensamientos cada vez más ilícitos sobre ella; los cuales, en ese momento, la desnudaban lentamente, desenvolviendo sus curvas, sus esbeltas piernas, e investigando sus huecos.
Todo aquello parecía estar terriblemente mal, y ser casi deshonroso.
Interiormente frunció el ceño… Minerva era la pura imagen del decoro femenino, totalmente inconsciente del dolor que le estaba provocando, con su aguja centelleando mientras trabajaba en una labor del mismo tipo de bordado que su madre había preferido; petit point, creía que se llamaba. Técnicamente, dejarla vivir sin compañía bajo su techo podría considerarse escandaloso, pero teniendo en cuenta su puesto, y el tiempo que llevaba viviendo allí…
– ¿Cuánto tiempo llevas siendo el ama de llaves aquí?
Ella levantó la mirada, y después volvió a su labor.
– Once años. Asumí el cargo cuando cumplí dieciocho años, pero ni tu madre ni tu padre consintieron que se me considerara el ama de llaves, no hasta que cumplí los veinticinco y finalmente aceptaron que no iba a casarme.
– Esperaban que te casaras -Y él también. -¿Por qué no lo hiciste?
Ella levantó la mirada de nuevo, sonriendo con dulzura.
– No es que me faltaran ofertas, pero no consideré que ninguno de los candidatos fuera lo suficientemente bueno para cederle mi mano… ni para cambiar la vida que tenía aquí.
– Entonces, ¿te sientes satisfecha siendo el ama de llaves de Wolverstone?
Sin sorprenderse por la tan manida pregunta, Minerva se encogió de hombros. Hubiera respondido de buena gana cualquier pregunta que él tuviera… cualquier cosa, para obstaculizar el efecto que le provocaba estar sentada junto a él, el efecto que su despreocupada y lánguida postura que era tan esencialmente masculina (hombros anchos contra el alto respaldo de la butaca, antebrazos descansando sobre los reposabrazos acolchados, los largos dedos de una mano jugueteando con un vaso de cristal, sus poderosos muslos separados) estaba teniendo en sus entumecidos sentidos. Sus nervios estaban tan tensos que su presencia los hacía temblar y vibrar como si fueran cuerdas de violín.
– No voy a ser el ama de llaves de este lugar para siempre… cuando te cases, tu duquesa cogerá las riendas, y entonces tengo planeado viajar.
– ¿Viajar? ¿Dónde?
A algún sitio muy lejos de él. Minerva estudió la rosa que acababa de bordar; no recordaba haberlo hecho.
– A Egipto, quizá.
– ¿A Egipto? -No parecía impresionado por su elección. -¿Por qué allí?
– Por las pirámides.
La oscura mirada pensativa que había tenido antes de preguntarle cuándo se había convertido en ama de llaves volvió a su rostro.
– Por lo que he oído, la zona alrededor de las pirámides está en conflicto con las tribus bereberes, bárbaros que no dudarían en asaltar a una dama. No puedes ir allí.
Se imaginó informándole de que siempre había soñado con ser secuestrada por un bárbaro, tirada sobre su hombro y arrastrada hasta el interior de su tienda, donde la dejaría sobre un palé forrado de seda y la violaría a conciencia (por supuesto, él habría sido el bárbaro en cuestión), y después señalándole que él no tenía autoridad sobre adónde iba ella o dejaba de ir. En lugar de eso, le dio una respuesta que a Royce le gustó incluso menos. Sonriendo ligeramente, volvió a su labor.
– Ya veremos.
No, no lo veremos. Ella no iba a ir a ningún sitio cerca de Egipto, ni a ningún otro país lleno de peligros. Royce le dio vueltas a la posibilidad de sermonearla con que sus padres no la habían criado para que tirara su vida por la borda en una aventura equivocada… Pero se sentía inseguro, y como sabía que su respuesta solo serviría para aumentar la tensión, mantuvo sus labios cerrados y se tragó las palabras.
Para su intenso alivio, Minerva deslizó la aguja en la labor, y después la enrolló y la guardó en una bolsa de bordados que aparentemente vivía bajo un extremo de la silla. Se inclinó y volvió a meter la bolsa en su sitio, y después se incorporó y lo miró.
– Voy a retirarme -Se levantó. -No te molestes en levantarte… te veré mañana. Buenas noches.
Royce gruñó un "buenas noches" en respuesta. Sus ojos la siguieron hasta la puerta… mientras luchaba por permanecer en la butaca y dejarla marchar. Su idea sobre Egipto no había ayudado a tranquilizarlo, y había agitado algo primitivo (incluso más primitivo) en su interior. El ansia sexual se convirtió en un dolor tangible cuando la puerta se cerró suavemente tras ella.
Su habitación estaba en la torre, no demasiado lejos de sus nuevos aposentos; a pesar de la siempre creciente tentación, no iba a ir allí.
Ella era su ama de llaves, y él la necesitaba.
Hasta que estuviera sólidamente establecido como duque, con las riendas firmemente en sus manos, Minerva era su fuente de información mejor informada y más fiable. Debía evitarla tanto como fuera posible (Falwell y Kelso le ayudarían con eso), pero aún necesitaría verla, y hablar con ella, diariamente.
La vería durante las comidas, también; aquel era su hogar, después de todo.
Sus padres la habían criado; él tenía la intención de honrar ese acto incluso aunque hubieran fallecido. Aunque no era formalmente una pupila del ducado, Minerva estaba en la misma posición… ¿quizá podía considerarse como in loco parentis [2]?
Eso podría excusar lo protector que se sentía… y que sabía que seguiría sintiéndose.
Sin embargo, tendría que acostumbrarse a tenerla siempre alrededor hasta que, como ella había señalado, se casara.
Eso era algo más que tendría que resolver.
El matrimonio, para él, como para todos los duques de Wolverstone de hecho, y para todos los Varisey, sería un asunto negociado con sangre fría. Los matrimonios de sus familiares y hermanas habían sido así, y habían funcionado como las alianzas que pretendían ser; los hombres tomaban amantes siempre que lo deseaban, y cuando se producían los herederos, las mujeres hacían lo mismo, y las uniones permanecían estables y sus propiedades prosperaban.
Su matrimonio seguiría ese curso. Ni él ni ningún otro Varisey se sentía partidario de la última moda de las uniones por amor, porque, como reconocían todos aquellos que los conocían, los Varisey no sentían amor.
Por supuesto, una vez se hubiera casado, sería libre para buscarse una amante, una de larga duración, una que pudiera mantener a su lado…
El pensamiento revivió todas las fantasías que durante la última hora había intentando suprimir.
Con un gruñido disgustado, vació el líquido ámbar de su vaso, y después lo dejó, se levantó, se ajustó los pantalones, y se dirigió a su cama vacía.