Aquella noche, Royce entró en el salón principal de mal humor; ni él, ni Minerva, ni Trevor, habían conseguido descubrir qué estaba pasando exactamente. El amplio salón estaba abarrotado, no solo por la familia, sino también por la élite de la clase alta, incluidos representantes de la Corona y de los Lores, todos reunidos para el funeral del día siguiente, hablando en susurros mientras esperaban la llamada a cenar.
Royce se detuvo justo en el umbral, y examinó la asamblea… E instantáneamente percibió la respuesta a su necesidad más abrumadora. La dama más poderosa de todas ellas, lady Therese Osbaldestone, estaba sentada entre Helena y Horatia en el sofá ante la chimenea. Podría haber sido una simple baronesa en compañía de duquesas, marquesas y condesas, pero tenía más poder, político y social, que cualquier otra dama de la clase alta.
Más aún, estaba en excelentes términos con las mencionadas duquesas, marquesas y condesas; cualquier cosa que decretase, ellas lo apoyarían. Ahí yacía gran parte de su poder, especialmente sobre la mitad masculina de la sociedad.
Royce siempre la había tratado con respeto. El poder, su consecución y mantenimiento, era algo que él entendía; se había criado en aquel ambiente… Y eso era algo que aquella señora apreciaba.
Debía de haber llegado mientras él estaba fuera montando.
Caminó hasta el sofá, inclinó la cabeza ante sus compañeras y después hacia ella.
– Lady Osbaldestone.
Unos intensos ojos negros (de verdadera obsidiana) se concentraron en su rostro. La dama asintió, intentando leerlo, pero sin conseguirlo.
– Wolverstone.
Era la primera vez que ella lo había llamado así… La primera vez que él sentía el peso del mando sobre sus hombros. Tomó la mano que le ofrecía e hizo una reverencia, con cuidado de no exagerar: ella respetaba a aquellos que conocen su lugar, a los que sabían qué se esperaba de ellos.
– Mis condolencias por la muerte de tu padre. Lamentablemente, es un día que ha de tocarnos a todos, aunque en este caso el momento podría haber sido mejor.
Royce inclinó la cabeza.
Ella murmuró un suave "humph".
– Tenemos que hablar… Más tarde.
El duque respondió con una ligera reverencia.
– Más tarde.
Tragándose su impaciencia, se alejó, dejando que se acercaran a él sus familiares y conocidos, a los que había estado evitando hasta entonces. Sus bienvenidas y condolencias le crispaban los nervios; se sintió aliviado cuando Minerva se unió al círculo a su alrededor y comenzó a distraer a aquellos con los que ya había hablado, haciendo que se alejaran, sutil, aunque efectivamente.
Cuando Retford anunció que la cena estaba servida, Minerva lo miró a los ojos, y susurró mientras pasaba a su lado: "Lady Augusta".
Asumió que se refería a que debía guiarla hasta el comedor; localizó a la marquesa… Aunque sus sentidos, hechizados por Minerva, continuaron siguiéndola. No estaba haciendo nada para atraer su atención. Debido al luto que vestía, debía haberse difuminado en el mar de negro que lo rodeaba; en lugar de eso, ella (solo ella) parecía brillar en su conciencia. Hizo un esfuerzo para apartar su mente de su ama de llaves, se rindió al deber y guió a lady Augusta, mientras intentaba apartar el persistente, elusivo y lascivo aroma femenino de Minerva de su cerebro.
Las conversaciones en el salón se habían callado. Continuando la tendencia, la cena resultó una comida inesperadamente sombría, como si todo el mundo hubiera recordado de pronto por qué estaban allí… Y quién no estaría ya más. Por primera vez desde que vio el cuerpo, se sintió conmovido por la ausencia de su padre, sentado en la gran silla donde su padre solía sentarse, mirando la larga mesa, compartida con más de sesenta personas, y con Margaret sentada en el otro extremo.
Una perspectiva distinta, una que no había tenido previamente.
Su mirada volvió a Minerva, que estaba sentada en el centro de la mesa, frente a Susannah, y rodeada por sus primos. Eran nueve primos, de ambos lados de su familia, Varisey y Debraigh; dado el número de asistentes, no esperaban a sus primas más jóvenes.
Su tío materno, el conde de Catersham, estaba sentado a la derecha de Margaret, mientras la mayor de sus tías paternas, Winifred, condesa de Barraclough, estaba sentada a la izquierda de Royce. Más allá se sentaba su heredero, Lord Edwin Varisey, el tercer hermano de la generación de su abuelo, mientras que a su derecha, cerca de lady Augusta y frente a Edwin, estaba su primo, Gordon Varisey, el hijo mayor del difunto Cameron Varisey, el hermano menor de Edwin; después de Edwin, que no tenía hijos, Gordon era el siguiente en la línea sucesoria del ducado.
Edwin era el clásico petimetre. Gordon era siniestro y adulto, pero estaba lejos de ser un hombre sensato. Ninguno de ellos esperaba heredar el ducado, y hacían bien; a pesar de su resistencia a discutir el tema con todo el mundo, Royce tenía la intención de casarse y engendrar un heredero a quien pudiera pasar el título. Lo que no entendía era por qué necesitaba la ayuda de las grandes damas para conseguir ese objetivo, ni por qué tenía que conseguirlo con tal urgencia.
Afortunadamente, el ambiente de la cena, con las damas de estricto negro, gris o intenso púrpura, sin joyas ni abanicos o volantes, y los caballeros con chaquetas negras, muchos con pañuelos negros también, había suprimido cualquier charla sobre su casamiento. Las conversaciones continuaron siendo en voz baja, constantes, aunque sin risas, ni sonrisas que no fueran melancólicas; frente a él, Augusta, Winifred y Edwin intercambiaban historias sobre su padre, a las que el duque fingía prestar atención.
Cuando se retiraron las bandejas, Margaret se levantó y guió a las damas hasta el salón, dejando a los hombres para que disfrutaran del oporto y el brandy en una relativa paz. Algunas de las formalidades disminuyeron mientras los caballeros se movían para formar grupos a lo largo de la mesa. Los primos de Royce se congregaron en el centro, mientras los hombres mayores gravitaron para flanquear a su tío Catersham en el extremo opuesto.
Sus amigos se unieron a él, ocupando las sillas que las damas, Edwin y Gordon habían dejado libres. Uniéndose a ellos, Devil Cynster, duque de St. Ivés, pasó tras su silla, sujetando brevemente su hombro. Sus pálidos ojos verdes se encontraron con los de Royce cuando levantó la mirada. Devil había perdido a su padre y había sido el sucesor del ducado cuando tenía quince años. Con un asentimiento, Devil continuó adelante, dejando a Royce pensando en que, al menos, él estaba asumiendo la carga a una edad significativamente mayor; sin embargo, Devil había tenido a su tío, George, en quien confiar, y George Cynster era un hombre prudente, culto y capaz.
Devil tomó asiento junto a Christian y se deslizó con facilidad en la camaradería del grupo; todos optaron por whisky, y se quedaron saboreando el humeante licor, intercambiando perezosamente las últimas noticias deportivas y un par de sugerentes cotilleos.
Impaciente por descubrir lo que lady Osbaldestone iba a decirle, tan pronto como fue razonable guió a los caballeros de vuelta al salón. Devil caminó tranquilamente a su lado; se detuvieron justo al entrar en la sala, dejando que el resto de hombres los adelantaran.
Royce examinó la reunión; por las miradas que le dedicaron, muchas conversaciones habían girado en torno al asunto de su esposa.
– Al menos nadie está esperando que tú te cases mañana.
Devil levantó sus negras cejas.
– Es evidente que aún no has hablado con mi madre sobre ese tema.
– Ella te calificó como "recalcitrante".
– Así es. Y tienes que recordar que es francesa, que es la excusa que usa para ser tan extravagante como le place para perseguir su objetivo.
– Aún eres joven -contestó Royce. Devil era seis años más joven que él. -Y tienes una larga serie de aceptables herederos. ¿Por qué tanta prisa?
– Esa es precisamente mi pregunta -ronroneó Devil, con sus ojos verdes fijos sobre alguien de la reunión. Entonces echó una mirada a Royce, con una ceja levantada. -¿Tu ama de llaves…?
Un puño se cernió sobre su corazón. El esfuerzo para no reaccionar (para no gruñir y mostrar sus dientes) casi le robó el aliento. Esperó un segundo, con los ojos clavados en los de Devil, y después, tranquilamente, murmuró:
– No -después de un instante, añadió: -Creo que está comprometida.
– ¿En serio? -Devil mantuvo su mirada un instante más, y después buscó con la mirada a su alrededor… Hasta encontrar a Minerva. -Antes, lo único que hizo fue fruncir el ceño y pedirme que me marchara.
– A diferencia de la mayoría de las mujeres, seguramente hablaba en serio -Royce no pudo evitar añadir: -Si yo fuera tú, le haría caso. Dios sabe que lo haría -Inculcó estas últimas palabras con el suficiente sufrimiento masculino para hacer que Devil sonriera una vez más.
– Ah, bueno… No estaré aquí tanto tiempo.
– La abstinencia, dicen, es buena para el alma.
Devil le echó una mirada como preguntándole a quién pensaba que estaba engañando, y después se unió a la multitud.
Royce lo observó alejarse, y murmuró para sí mismo:
– Sin embargo, la abstinencia es un infierno para el temperamento -Y el suyo era, en principio, peor que el de la mayoría.
Buscando alivio, localizó a lady Osbaldestone, e inmediatamente se hubiera colocado a su lado de no ser por los numerosos invitados que se alinearon para abordarlo.
No eran familia, sino la élite de la clase alta, incluyendo a lord Haworth, representante de la Corona, y lord Hastings, representante de los Lores. No eran gente que pudiera descartar con solo una palabra, ni siquiera con una palabra y una sonrisa; tenía que interactuar, entablar un intercambio social demasiado a menudo impregnado de múltiples significados… Estaba cerca de tropezar socialmente cuando Minerva apareció a su lado, tranquila y serena, con una sonrisa en sus labios, y las pistas que necesitaba preparadas en su lengua.
Después de algunas palabras, se dio cuenta de que ella era hábil en su círculo, y con gratitud, aunque renuente, se aferró a los lazos de su delantal. La alternativa era demasiado condenatoria para permitirse cualquier otra pretensión.
La necesitaba. Así que había apretado sus dientes metafóricamente y había aguantado la abrasión sexual de su cercanía… Era eso, o fracasar socialmente, y estaría condenado si lo hacía. Fracasar en algo nunca había sido una opción para él, aunque aquel ruedo no era uno en el que tuviera experiencia real. Aunque ahora era Wolverstone, la gente esperaba que él asumiera el papel sin más; parecían haber olvidado los dieciséis años que había pasado fuera de sus límites.
Durante la siguiente media hora, Minerva fue su ancla, su guía, su salvadora.
Debido a sus promesas, ella tenía que serlo, o él se hundiría en los bancos de arena sociales, o fracasaría en las afiladas rocas de las conversaciones políticas.
Minerva supervisó los intercambios con la mitad de su cerebro… La otra mitad estaba totalmente consumida por algo parecido al pánico. Una frenética conciencia de lo que pasaría si él rozaba su hombro con su brazo o si, por alguna desconocida razón, la tomaba de la mano. Bajo sus sonrisas, bajo sus rápidas respuestas, había una expectación del desastre que tensaba sus pulmones, dejándola casi sin aliento, con todos los nervios crispados, preparada para saltar con una reacción hipersensible.
En cierto momento, después de excusarse de un grupo en el que la conversación parecía haberse vuelto demasiado aguda para su bien (o para el de ella), él aprovechó el instante de fugaz privacidad para bajar su cabeza y, bajando también la voz, preguntar:
– ¿Mi padre era bueno en esto?
Suprimiendo bruscamente el efecto de la sutil caricia de su aliento sobre su oreja, Minerva le echó una mirada.
– Sí, lo era.
Los labios de Royce se curvaron en una mueca.
– Entonces voy a tener que aprender a manejarme en estas cuestiones, también.
Fue la mirada en sus ojos mientras miraba a su alrededor, más que sus palabras, lo que hizo que Minerva sintiera pena por él; había asumido el duendo sin preparación, había hecho y estaba haciendo un enorme esfuerzo en ese aspecto, y estaba teniendo éxito. Pero aquel ruedo de juegos políticos y sociales era uno que tenía que afrontar, y para ello su exilio (desde los veintidós a los treinta y siete años) lo había dejado incluso menos preparado.
– Ahora eres Wolverstone, así que sí, tendrás que aprender -Minerva estaba segura de que, si se aplicaba (con su increíble intelecto, su excelente memoria y su depurada voluntad) tendría éxito. Para asegurarse de que aceptaba el desafío, añadió: -Y yo no estaré para siempre a tu lado.
Él la miró con unos ojos tan oscuros que Minerva no pudo leer nada en ellos. Después asintió y miró hacia delante mientras la siguiente ola de invitados se aproximaba a ellos.
La siguiente vez que continuaron adelante, Royce murmuró:
– Se me ha pedido que atienda a lady Osbaldestone -La dama estaba conversando con uno de sus primos en el lado de la habitación justo frente a ellos. -Puedo ocuparme de ella si tú mantienes al resto controlados. Necesito hablar con ella a solas.
Minerva lo miró.
– ¿Sobre el asunto de tu esposa?
Royce asintió.
– Ella conoce la razón… Y cuando me postre ante ella, estará encantada de informarme, sin duda.
– En ese caso, ve -Suavemente, se adelantó para interceptar a la siguiente pareja que buscaba una audiencia con el duque.
Lady Osbaldestone lo vio acercarse, y con un par de palabras se despidió de su primo Rohan; con las manos entrelazadas sobre el bastón que en realidad no necesitaba, esperó ante una de las largas ventanas a que él llegara.
Arqueó una ceja cuando Royce se detuvo ante ella.
– Supongo que ya te han informado de la necesidad de que te cases a toda velocidad.
Así es. De varios modos, por muchas de tus conocidas-La miró fijamente a los ojos. -Lo que no comprendo es la razón que hay detrás de tan suprema urgencia.
Lo miró un momento, y después parpadeó. Lo contempló un instante más, y después murmuró:
– Supongo que, tras tu exilio social… Y después de que te hayan llamado para que volvieras… -Comprimió los labios, y entornó los ojos. -Supongo que es concebible que, a pesar de lo omnisciente que se rumorea que eres, no hayas sido alertado sobre los recientes acontecimientos.
– Obviamente no. Te estaría eternamente agradecido si pudieras arrojar algo de luz.
Ella resopló.
– No me estarás agradecido, pero es evidente que alguien silo estará. Considera estos hechos. Primero, Wolverstone es uno de los ducados más ricos de Inglaterra. Segundo, fue creado como un señorío de apoyo. Tercero, tu heredero es Edwin, que ya está apenas a un paso de la vejez, y tras él, Cordón, que aunque sin duda es un heredero legal, sin embargo es lo suficientemente lejano para que pudiera ser desafiado.
Royce frunció el ceño.
– ¿Por quién?
– Efectivamente -Lady Osbaldestone asintió. -La fuente de la amenaza -Sostuvo su mirada. -La Corona.
Los ojos del duque se entornaron.
– ¿Prinny [4]? -Su voz era átona, y su tono de incredulidad.
– Está ahogado por las deudas, y se hunde cada vez más rápido. No te aburriré con los detalles, pero tanto yo como otros hemos oído de fuentes fiables cercanas a nuestro querido príncipe que está desesperado buscando fondos, y que Wolverstone ha sido mencionado, concretamente en el sentido de que, si algo te pasara, Dios no lo quiera, entonces, tal como están las cosas, sería posible presionar por el título y la riqueza que conlleva para que revierta a la Corona como herencia vacante.
Podía comprender el razonamiento, pero…
– Hay una diferencia importante entre que Prinny, o más seguramente, entre que uno de esos alcahuetes cercanos a él, haya hecho tal sugerencia, y que ésta realmente se lleve a cabo, incluso si algo me ocurriera misteriosamente.
Lady Osbaldestone frunció el ceño; algo parecido a una exasperada alarma se mostró brevemente en sus ojos.
– No hagas caso omiso de esto. Si estuvieras casado, Prinny y sus buitres perderían el interés y buscarían en cualquier otra parte, pero mientras no lo estés… -Cerró una mano parecida a una garra sobre su brazo. -Royce, los accidentes ocurren… Y sabes con qué facilidad. Piensa en todos los que están alrededor del Regente, en los que siempre han estado esperando el día en el que se convierta en rey, y en cómo recompensaría a todos aquellos que tengan una deuda con él.
Como continuó mirándola impasiblemente, la dama lo liberó y arqueó una ceja.
– ¿Te ha dicho Haworth algo sobre los comentarios que se han hecho ante el fallecimiento de tu padre?
Royce frunció el ceño.
– Me preguntó si había recibido alguna herida durante mi servicio a la Corona.
– Pensaba que habías servido tras un escritorio en Whitehall.
– No siempre.
Levantó las cejas.
– ¿No? ¿Y quién sabe eso?
– Sólo Prinny y sus consejeros más cercanos.
Ella sabía la respuesta sin que él la pronunciara. Asintió.
– Precisamente. Ten cuidado, Wolverstone. Eso es lo que eres ahora, y tu deber está claro. Tienes que casarte sin demora.
Royce examinó sus ojos, su rostro, durante varios segundos, y después inclinó la cabeza.
– Gracias por advertirme. Se giró y se alejó.
El funeral (el evento que él, y todo el servicio del castillo, habían pasado la semana anterior preparando, y para el que una buena parte de la clase alta había viajado desde Northumbría para asistir) fue algo decepcionante.
Todo transcurrió como la seda. Royce había dispuesto que se diera asiento a Hamish y Molly en la parte delantera de la capilla lateral, frente a aquellos reservados para los miembros más antiguos del servicio y los distintos dignatarios locales. Los vio allí, e intercambiaron asentimientos. La nave de la iglesia estaba llena con la nobleza y la aristocracia; incluso usando los pasillos laterales, apenas había espacio suficiente para todos los visitantes.
La familia estaba repartida por los bancos delanteros a ambos lados del pasillo central. Royce estaba en el centro del primer banco, consciente de que sus hermanas y sus maridos estaban junto a él, y de que las hermanas de su padre y Edwin estaban en el banco que cruzaba el pasillo. A pesar de que las damas llevaban velo, no hubiera podido encontrarse una única lágrima en todas ellas; todos los Varisey vestían sus rostros de piedra, sin mostrar ninguna emoción.
Minerva también llevaba un delicado velo negro. Estaba en el centro del banco una fila más atrás, frente a él. Podía verla, observarla, por el rabillo del ojo. Su tío Catersham y su esposa estaban junto a ella; su tío le había dado a Minerva su otro brazo al entrar en la iglesia, antes de atravesar el pasillo.
Mientras el servicio funerario tenía lugar, notó que la cabeza del ama de llaves permanecía inclinada, y que su mano permanecía tensa sobre un pañuelo… Haciendo afiladas arrugas en el mustio y húmedo cuadrado de lino bordeado de encajes. Su padre había sido un déspota arrogante, un tirano con un temperamento letal. De todos los que había allí, ella había vivido más cerca de él, y se había visto expuesta con mayor frecuencia a sus defectos, pero aun así era la única que realmente lo estaba llorando, la única cuyo dolor era profundamente sentido y sincero.
Aparte, quizá, de él mismo, pero los hombres de su clase nunca lloraban.
Como era habitual, solo los caballeros asistieron al enterramiento en el cementerio de la iglesia mientras una procesión de carruajes llevaba a las damas de vuelta al castillo para el velatorio.
Royce estaba entre los últimos que volvieron; con Miles a su lado, entró en el salón, y descubrió que todo estaba transcurriendo con la misma tranquilidad que el funeral. Retford y el servicio lo tenían todo controlado. Buscó a Minerva, y la encontró cogida del brazo de Letitia, mirando por una ventana, con las cabezas juntas.
Vaciló, y entonces lady Augusta lo llamó y se acercó para escuchar lo que tuviera que decirle. No sabía si las grandes damas habían establecido alguna directriz, pero ninguna había vuelto a mencionar el matrimonio, ni siquiera una candidata elegible -al menos no en su presencia-en ningún momento de aquel día.
Agradecido, circuló, imaginándose que su ama de llaves le diría que debería hacerlo… Añoraba escuchar sus palabras, añoraba tenerla a su lado, dirigiéndolo con delicadeza.
El velatorio no tardó demasiado en disolverse. Algunos invitados, incluidos todos aquellos que tenían que apresurarse en volver a la vida política, habían dispuesto sus partidas a su término; se marcharon cuando sus carruajes fueron anunciados. Se estrecharon las manos, se despidieron, y observó con alivio que sus coches disminuían.
Aquellos que pretendían quedarse (una parte de la clase alta incluyendo a la mayoría de las grandes damas, así como muchos de sus familiares) desaparecieron en grupos de dos o tres, para pasear por los jardines, o para sentarse en grupos y lenta, gradualmente, dejó que sus vidas habituales, que sus usuales intereses, los reclamaran.
Después de despedir al último carruaje, después de ver a Minerva salir a la terraza con Letitia y Rose, Royce escapó a la sala de billar, sin sorprenderse por encontrar a sus amigos, y a Christian y Devil, ya allí.
Jugaron un par de partidas, pero sus corazones no estaban en ello.
Mientras el sol se ponía lentamente, surcando el cielo con serpentinas rojas y violetas, se acomodaron en las confortables butacas junto a la chimenea, salpicando el silencio con el ocasional comentario sobre esto o aquello.
Fue en aquel envolvente y prolongado silencio cuando Devil murmuró por fin:
– Sobre tu boda…
Desplomado sobre una butaca, Royce giró lentamente la cabeza hacia Devil con una mirada imperturbable.
Devil suspiró.
– Sí, lo se… Soy el menos indicado para hablar. Pero George y Catersham tienen que marcharse… Y a ambos, aparentemente, se les ha pedido que te comenten el tema. Ambos me pidieron también que asumiera su encargo. Es extraño, ya lo sé, pero aquí me tienes.
Royce miró a los cinco hombres que estaban acomodados en distintas poses a su alrededor; a todos ellos confiaría su vida. Dejó que su cabeza cayera hacia atrás y fijó su mirada en el techo.
– Lady Osbaldestone me ha contado una historia sobre una hipotética amenaza hacia el título que a las grandes damas se les ha metido en la cabeza que es algo grave… Por lo que creen que debo casarme lo antes posible.
– Diría que la amenaza no es totalmente hipotética.
Fue Christian quien habló; Royce sintió que un escalofrío le recorría la espalda. En ese tema, Christian era quien mejor podía apreciar cómo se sentía Royce sobre tal amenaza. Además, él tenía la mejor información sobre los oscuros hechos que se conjuraban en la capital.
Manteniendo la mirada en el techo, Royce preguntó:
– ¿Alguien más había oído algo de esto?
Todos lo habían hecho. Cada uno había estado esperando un momento para hablar con él en privado, sin saber que los demás tenían advertencias similares que entregar.
Entonces Devil sacó una carta de su bolsillo.
– No tengo ni idea de qué es lo que hay dentro. Montague sabía que iba a venir al norte y me pidió que te la entregara, personalmente, después del funeral. Me especificó que fuera después, lo que parece ser ahora.
Royce tomó la carta y rompió el sello. Los demás se mantuvieron en silencio mientras leía los dos pliegos que contenía. Al llegar al final, dobló las hojas lentamente; mirándolos, les informó:
– Según Montague, Prinny y sus alegres hombres han estado haciendo preguntas sobre cómo efectuar el retorno de un título de señorío y sus propiedades en caso de herencia vacante. Las buenas noticias son que tal maniobra, incluso si se ejecuta con éxito, tardaría cierto número de años en tener efecto, dado que la reclamación obtendría resistencia, y que la vacancia sería impugnada ante los Lores. Y como todos sabemos, la necesidad de Prinny es urgente, y su visión a corto plazo. Sin embargo, apelando a la debida deferencia, la sugerencia de Montague es que sería prudente que mi boda tuviera lugar en los próximos meses, debido a que algunos de los hombres de Prinny no son tan cortos de miras como su maestro.
Royce levantó la cabeza y miró a Christian.
– En tu opinión profesional, ¿estoy en peligro de ser asesinado para reafirmar las arcas de Prinny?
Christian sonrió.
– No. Siendo realistas, para que Prinny reclamara la propiedad a tu muerte necesitaría que pareciera un accidente, y mientras estés en Wolverstone, esto sería casi imposible de organizar -Miró a Royce a los ojos. -Y menos contigo.
Solo Christian y los otros miembros del club Bastión sabían que uno de los roles menos conocidos de Royce en los últimos dieciséis años había sido verdugo secreto para el gobierno; dadas sus habilidades particulares, asesinarlo no sería fácil.
Royce asintió.
– Muy bien… Entonces parece que la amenaza es potencialmente real, pero que el grado de urgencia quizá no es tan enorme como piensan las grandes damas.
– Cierto -Miles miró a los ojos a Royce. -Pero eso no supone una diferencia tan grande, ¿no? Al menos no para las grandes damas.
El día finalmente había llegado a su fin. Minerva tenía un último deber que realizar antes de retirarse a la cama; se sentía exhausta, más emocionalmente agotada de lo que había esperado, y aunque todos los demás se habían retirado a sus habitaciones, se obligó a sí misma a ir a la habitación matinal de la duquesa para coger la carpeta, y después caminó a través de los oscuros pasillos de la torre hasta el estudio.
Estaba a punto de coger el pomo de la puerta cuando se dio cuenta de que alguien estaba en el interior. No se veía luz bajo la puerta, pero la tenue luz de la luna estaba rota por una sombra, una que se movía repetitivamente hacia delante y hacia atrás…
Royce estaba allí. Andando de un lado a otro una vez más.
Enfadado.
Minerva miró la puerta… Y lo supo, sencillamente, como si de algún modo pudiera sentir su estado de ánimo incluso a través del panel de roble. Dudó, sintió el peso del folio en su mano… Levantó la mano libre, tocó una vez, y entonces cogió el pomo, abrió la puerta y entró.
Royce era una densa y oscura sombra ante la ventana sin cortinas. Se giró cuando ella entró.
– Márchate…
Su mirada la golpeó. Sintió su impacto, la oscura intensidad con la que sus ojos se habían clavado en ella. Se dio cuenta de que, gracias a la tenue luz de la luna que entraba por la ventana, él podía verla, sus movimientos, su expresión, mucho mejor de lo que ella podía verlo a él.
Moviéndose con deliberada lentitud, cerró la puerta a su espalda.
Royce se quedó inmóvil.
– ¿Qué es eso? -Su tono era letal, furioso, casi sin contención.
Acunando el folio en sus brazos, resistiendo la necesidad de apretarlo contra su pecho, dijo:
– Lady Osbaldestone me contó la razón por la que las grandes damas creen que necesitas casarte tan pronto como sea posible. Me dijo que también te la había contado a ti.
El asintió lacónicamente.
– Lo hizo.
Minerva podía sentir la profundidad de la rabia que estaba, temporalmente, suprimiendo; para ella, experta como era en el carácter de los Varisey, parecía mayor que la que la situación podría haber provocado.
– Sé que esto debería ser lo último a lo que esperarías enfrentarte, verte obligado a casarte en este momento, pero… -Entornó los ojos, intentando ver su expresión a través de las envolventes sombras. -Esperabas casarte… Casi seguramente antes de un año. Esto adelanta un poco la cuestión, pero materialmente no la cambia tanto, ¿no?
Royce sabía que estaba intentando comprender su furia. Minerva estaba allí, sin el más mínimo miedo cuando la mayoría de los hombres a los que conocía estarían retrocediendo hacia la puerta… Es más, ni siquiera se habrían atrevido a entrar.
Y de todos a los que consideraba amigos, ella era la única que podía entender, que seguramente entendía…
– No es eso -Se giró para mirar por la ventana… A las tierras que era su deber proteger. Mantener. -Considera esto -Escuchó la gravedad en su voz, la amargura, sintió toda su rabia frustrada acumulada; agarró el alféizar con fuerza. -He pasado los últimos dieciséis años de mi vida en el exilio… Un exilio social que acepté que era necesario para poder servir a la Corona, que la Corona me pidió, y que el país necesitaba. Y ahora… En el mismo momento en el que dimito de mi puesto, e inesperadamente heredo el título, descubro que tengo que casarme inmediatamente para proteger ese título, y mi propiedad… De la Corona.
Se detuvo, tomó aliento profundamente, y lo dejó escapar con un "¿Podría ser más irónico?". Tenía que moverse; comenzó a caminar, se giró, y se pasó una mano por el cabello con fiereza.
– ¿Cómo se atreven? ¿Cómo pueden ser tan…? -Las palabras le fallaron; gesticuló bruscamente.
– ¿Desagradecidos? -Minerva terminó su frase.
– ¡Sí! -Aquello era el núcleo que alimentaba su furia. Había servido con lealtad y corrección, ¿y así era como le recompensaban? Se detuvo, y miró el exterior de nuevo.
El silencio descendió.
Pero no era el frío e indiferente silencio vacío al que estaba acostumbrado.
Ella estaba allí con él; aquel silencio tenía una calidez, un consuelo envolvente, que nunca había conocido antes.
Minerva no se había movido; estaba a más de diez pasos de distancia, prudentemente separada de él por el escritorio, pero aún podía sentirla… Como si tan solo por estar allí, escuchándolo y entendiéndolo, estuviera proporcionándole algún bálsamo para su abrasada alma.
Esperó, pero ella no dijo nada, no intentó restarle importancia a lo que había dicho… No hizo ningún comentario que provocara que lanzara su ira (actualmente, la de una bestia rabiosa) sobre ella.
Minerva realmente no sabía qué hacer… Y qué no. Ni cuándo.
Royce estaba a punto de decirle que se marchara, que lo dejara con sus ahora menos angustiados pensamientos, cuando el ama de llaves habló con tono práctico.
– Mañana empezaré a hacer una lista de las candidatas posibles. Mientras las grandes damas estén aquí, y dispuestas a servir de ayuda, podremos también usar su conocimientos.
Era el tipo de comentario que él habría hecho, y pronunciado con la misma inflexión cínica. Inclinó la cabeza.
Esperaba que Minerva se marchara, pero ella dudó… Recordó la carpeta que sostenía entre sus manos justo mientras decía:
– He venido a traerte esto.
Giró la cabeza y la observó caminar hacia delante, y dejar la carpeta sobre su vade. Retrocedió y entrelazó las manos a su espalda.
– Pensé que deberías tenerla tú.
Royce frunció el ceño; dejó la ventana y apartó la butaca para mirar la carpeta negra.
– ¿Qué es esto?
La cogió, abrió la cubierta frontal, y después la movió hasta que la luz de la luna cayó sobre la primera página. La hoja estaba inscrita con su nombre completo, y el título que usaba previamente. Pasó esa página y encontró la siguiente cubierta con secciones cortadas de hojas de periódico, pulcramente metidas, con fechas escritas debajo con una mano que reconoció.
Minerva suspiró, y dijo:
– Lo comenzó tu madre. Solía leer los periódicos después de que tu padre hubiera terminado con ellos. Coleccionaba cualquier noticia que te mencionara.
Aunque los detalles de su labor habían sido secretos, esta, en general, no lo había sido, y él siempre había reclamado reconocimiento para los hombres que habían servido a su lado. Wellington, en concreto, había sido asiduo a mencionar el valor de la información proporcionada, y de la ayuda prestada, por el comando de Dalziel; noticias de elogios cubrían las páginas de la carpeta.
Pasó más páginas. Después de un momento, dijo:
– Ésta es tu letra.
– Yo era su amanuense… Pegaba los recortes y anotaba las fechas.
Royce hizo lo que Minerva había pensado que haría, y pasó las páginas hasta donde terminaban las entradas. Se detuvo.
– Esta es la noticia de la Gazette anunciando el final de mi trabajo. Esto salió… -Dio unos golpecitos a la fecha con el dedo. -Hace dos semanas -La miró. -¿Continuaste después de la muerte de mi madre?
Los ojos de Minerva se habían adaptado a la oscuridad; mantuvo su mirada. Aquella era la parte difícil.
– Tu padre lo sabía -Su rostro se convirtió en piedra, pero… Continuó escuchando. -Creo que siempre lo supo, al menos durante muchos años. Yo era quien guardaba la carpeta, así que sabía cuándo la movían. Alguien la hojeaba… Nadie del servicio. Siempre ocurría tarde, durante la noche. Así que vigilé, y lo descubrí. De vez en cuando, iba a la habitación matinal, muy tarde, se sentaba, y lo hojeaba, leyendo las últimas noticias sobre ti.
Royce bajó la mirada, y ella continuó.
– Después de la muerte de tu madre, insistió en que siguiera actualizándolo. Rodeaba cualquier mención mientras leía el periódico, para que no perdiera ningún artículo relevante.
Un largo silencio prosiguió; el ama de llaves estaba a punto de retroceder y dejarle con el recuerdo de sus padres de sus últimos dieciséis años, cuando dijo, con voz baja y suave:
– Sabía que iba a volver a casa.
Aún estaba mirando abajo. Minerva no podía ver su rostro.
– Sí. Estaba… esperándote -Se detuvo, intentando encontrar las palabras adecuadas. -No sabía cómo te sentirías, pero quería… verte. Estaba… ansioso. Creo que por eso es por lo que se confundió y pensó que estabas aquí, que ya habías llegado, porque había estado viéndote aquí, de nuevo, en su mente.
Se le cerró la garganta. No tenía que decir nada más.
Se obligó a sí misma a murmurar:
– Mañana te traeré la lista, cuando la haya hecho.
Se giró y caminó hacia la puerta sin mirar atrás, dejándolo con los recuerdos de sus padres.
Royce la escuchó marcharse, y a pesar del dolor que fluía a través de él, deseó que se quedara. Aunque si lo hiciera…
Minerva haría su lista, pero solo había una dama que quería en su cama.
Tanteando a su alrededor, encontró su butaca, la acercó, se sentó y miró fijamente la carpeta. En la tranquila oscuridad, nadie podría verlo si lloraba.
A las once de la mañana siguiente Minerva ya había hecho un excelente comienzo en una lista de candidatas potenciales para el puesto de duquesa de Wolverstone.
Sentada en la sala matinal de la duquesa, escribió lo que sabía hasta ese momento de las jóvenes damas, y por qué había sido sugerida cada una en particular.
Se sentía predispuesta, y después de la última noche incluso más, a llevar a cabo el asunto de la boda de Royce tan rápidamente como fuera posible. Lo que sentía por él era ridículo, y ella lo sabía, aunque su encaprichamiento-obsesión no hacía más que crecer y profundizarse. Las manifestaciones físicas (y sus consecuentes dificultades) eran ya suficientemente malas, pero la tensión en su pecho, alrededor de su corazón, el afilado dolor que sintió la pasada noche, no por su difunto padre sino por él, la casi abrumadora urgencia de rodear su maldito escritorio y posar una mano sobre su brazo, de consolarlo… Incluso en el peligroso estado en el que estaba, le hubiera ofrecido consuelo imprudentemente.
– ¡No, no, no, y no! -Apretó los labios y añadió el último nombre que lady Augusta le había sugerido para su lista.
El era un Varisey, y ella, mejor que nadie, sabía lo que eso significaba.
Llamaron a la puerta.
– ¡Adelante! -Levantó la mirada mientras Jeffers entraba en la habitación.
Sonrió.
– Su Excelencia pregunta si podrías atenderlo. En su estudio.
Minerva miró su lista; por el momento estaba completa.
– Sí -Se levantó y la cogió. -Iré ahora mismo.
Jeffers la acompañó a través de la torre, y le abrió la puerta del estudio. Minerva entró y encontró a Royce sentado tras su escritorio, frunciendo el ceño ante el sencillo espacio.
– He hablado con Handley esta mañana… Me ha dicho que, hasta donde él sabe, no hay asuntos pendientes en el ducado. Eso no puede ser verdad.
Handley, su secretario, había llegado a principios de semana, y para su inmenso alivio había demostrado ser un hombre de unos treinta años tremendamente fiable, extremadamente eficiente, ejemplarmente leal; había sido una enorme ayuda durante los preparativos y en el mismo funeral.
– Handley tiene razón -Se sentó en la butaca ante el amplio escritorio. -Nos ocupamos de todos los asuntos pendientes la semana pasada. Como hemos tenido tantos visitantes en el castillo, me pareció prudente limpiar tu escritorio -Miró el vacío en cuestión. -No hay nada que requiera nuestra atención hasta la semana que viene.
Miró la lista que tenía en la mano.
– Excepto, por supuesto, esto -Se la tendió.
Royce dudó, y después, a regañadientes, la cogió.
– ¿Qué es esto?
– Una lista de las candidatas potenciales para el puesto que necesitas cubrir -Le dio un momento para que ojeara la página. -Es solo una lista parcial (aún no he tenido la oportunidad de contrastarla con Helena y Horatia), pero podrías comenzar a considerar a estas damas, por si hay alguna que destaque…
Royce tiró la lista sobre su vade.
– No deseo ocuparme de este tema ahora.
– Pues vas a tener que hacerlo -Tenía que conseguir que se casara para poder escapar. -Aparte de todo lo demás, las grandes damas se quedarán hasta el lunes, y tengo la fuerte sospecha de que esperan oír una declaración tuya antes de marcharse.
– Pueden irse al diablo.
– El diablo no se quedaría con ellas, como bien sabes -Tomó aliento, intentando reunir paciencia. -Royce, sabes que tienes que elegir una esposa. En los próximos días. Sabes por qué -Dejó que su mirada cayera en la lista ante él. -Tienes que empezar con eso.
– Hoy no -Royce la silenció con una mirada, una lo suficientemente poderosa para hacer que ella presionara con fuerza sus labios contra las palabras que él sentía que estaban en su lengua.
La situación era insoportable. Completamente. Royce se sentía tenso, nervioso; su agitación había desarrollado un trasfondo con el que estaba familiarizado… Llevaba sin estar con una mujer demasiado tiempo.
Pero aquel no era, exactamente, el problema. Su problema estaba sentado frente a él, al otro lado de su escritorio, con la intención de sermonearlo sobre la necesidad de elegir a alguna lela estúpida como su esposa. Como la dama que compartiría su cama.
En lugar de ella.
Necesitaba apartarse de ella antes de que su carácter, o su desasosiego (ambos eran igualmente peligrosos) se escapara de sus correas. Antes de que Minerva tuviera éxito al empujarlo hacia ese extremo. Por desgracia, sus amigos y sus esposas se habían marchado aquella mañana; había querido suplicarles que se quedaran, pero no lo había hecho… Todos ellos tenían jóvenes familias esperándolos en casa, y estaban ansiosos por volver.
Devil se había marchado, también, por la Gran Carretera del Norte. Hubiera deseado poder irse él también; habrían cabalgado juntos hasta Londres… Si todo lo que quería, todo lo que necesitaba ahora, no estuviera allí, en Wolverstone.
Una buena parte de lo que quería estaba sentada al otro lado del escritorio, esperando ver lo que él iba a hacer, preparada para contrarrestarlo, para presionarlo con el fin de que hiciera su elección.
Entornó los ojos mientras miraba su rostro.
– ¿Por qué estás tan dispuesta a ayudar a las grandes damas en esta cuestión… -Dejó que su voz se hiciera más suave, y más tranquila, mientras hablaba -incluso contra mis deseos? -La miró fijamente a los ojos, y levantó las cejas. -Tú eres mi ama de llaves, ¿no?
Ella sostuvo su mirada, y después ligeramente, como por instinto, levantó la barbilla.
– Yo soy el ama de llaves de Wolverstone.
El duque era un maestro interrogador; sabía cuándo tocaba una fibra. Lo pensó por un momento, y después, sin alterar la voz, dijo:
– Yo soy Wolverstone, un hecho que pareces haber olvidado, así que, ¿a qué te refieres exactamente?
Salió a la superficie su expresión de pensando-que-decirle; Royce esperó, aparentemente paciente, sabiendo que ella terminaría lo que tenía que terminar.
Finalmente, Minerva tomó aire.
– Hice una promesa… Dos promesas. O mejor dicho, la misma promesa dos veces. Una a tu madre antes de que muriera, y después antes de morir, tu padre me pidió que le hiciera la misma promesa, y yo la hice -Sus ojos, un popurrí de castaños otoñales, sostuvieron los suyos. -Les prometí que te dejaría asentado y adecuadamente establecido como el décimo duque de Wolverstone.
Minerva esperó para escuchar su respuesta a aquello, a su indiscutible excusa para presionarlo a que siguiera el consejo de las grandes damas y escogiera una esposa inmediatamente.
Desde el instante en el que empezó a preguntarle, su rostro (que antes no era tampoco demasiado expresivo) se había convertido en algo imposible de leer. Su expresión era todo piedra, y no revelaba ninguna pista de sus pensamientos, y mucho menos de sus sentimientos.
De repente se apartó del escritorio.
Asombrada, parpadeó, sorprendida por lo repentinamente que se había levantado. Se puso de pie mientras él rodeaba el escritorio.
– Voy a salir a montar.
Aquellas palabras gruñidas la dejaron congelada en el sitio.
Durante un segundo los ojos de Royce, llenos de un oscuro fuego y de una ilegible emoción, la penetraron, y después pasó junto a ella, se apresuró hasta la puerta y desapareció.
Totalmente aturdida, Minerva miró la puerta abierta. Y escuchó cómo sus pasos, enfadados y rápidos, se desvanecían.
Hamish se rió tan fuerte que se cayó del muro. Disgustado, como su hermanastro siguió riéndose, le dio una patada en el hombro.
– Si no paras, tendré que bajar y darte una paliza.
– Oh, sí -Hamish inhaló y se secó las lágrimas de los ojos. -¿Tú y qué ejercito inglés?
Royce lo miró.
– Nosotros siempre ganamos.
– Eso es verdad -Hamish se obligó a contener la alegría. -Vosotros ganáis las guerras, pero no todas las batallas -Se puso de pie, respirando con dificultad; volvió a sentarse junto a Royce con una mano en el costado.
Ambos miraron las colinas.
Hamish agitó su rizada cabeza.
– Aún tengo ganas de reírme… Oh, no por el hecho de que tengas que buscarte una esposa con tanta urgencia (es el tipo de cosas por las que tus ancestros iban a la guerra), sino por la idea de que tú… tú… estés siendo perseguido por todas esas ancianas damas, todas agitando listas y pidiéndote que elijas… hey, muchacho, tienes que admitir que es divertido.
– No desde donde yo estoy sentado. Y por ahora, Minerva es la única que agita una lista -Royce se miró las manos, despreocupadamente entrelazadas sobre sus rodillas. -Pero eso no es lo peor. Elegir una esposa, casarse… Hacerlo todo ahora… Es una irritación. Aunque… No estoy seguro de poder manejar el ducado, y todo lo que conlleva (la sociedad, la política, los negocios, la población) sin Minerva, pero ella no va a quedarse una vez que yo me haya casado.
Hamish frunció el ceño.
– Sería una gran pérdida -Pasó un minuto, y después dijo: -No… No puede ser. Ella es más Wolverstone que tú. Lleva viviendo allí, ¿cuánto? ¿Veinte años? No me la imagino marchándose, no a menos que tú quieras que lo haga.
Royce asintió.
– Eso pensaba yo, pero ahora la conozco mejor. Al principio, cuando volví, me dijo que no sería mi ama de llaves para siempre, que cuando me casara le pasaría las llaves a mi esposa, y ella se marcharía. Eso me pareció razonable en aquel momento, pero desde entonces he descubierto lo importante que es para el ducado, lo mucho que contribuye a su administración incluso fuera del castillo, y lo vital que es para mí… Honestamente, no podría haber sobrevivido a los últimos días sin ella, no socialmente. Hubiera fracasado más de una vez si ella no hubiera estado allí, literalmente a mi lado, para ayudarme a superar el lance -Royce ya le había explicado la desventaja social con la que lo había cargado su exilio.
Miró las colinas, hacia el punto donde estaba el castillo.
– Esta mañana me habló de las promesas que hizo a mis padres en sus lechos de muerte… La promesa de verme establecido como duque, lo que incluía verme apropiadamente casado. Ellos son los que la mantienen aún aquí. Yo pensaba que ella no era reacia a ser mi ama de llaves, y que, si se lo pedía, se quedaría.
Royce había pensado que a Minerva le gustaba ser su ama de llaves, que ella disfrutaba del desafío que suponía para sus habilidades administrativas, pero… Después de descubrir lo de sus promesas, ya no sentía que tuviera ningún peso en ella, en su lealtad, en su… afecto.
Debido a su continuado deseo por ella, y a su continuada falta de deseo por él, la noticia de esta promesa lo había perturbado… Y no estaba acostumbrado a ese tipo de perturbación. Nunca antes había sentido tal vacío, tal desolación en su estómago.
– ¿No crees -sugirió Hamish, mirando hacia Wolverstone él también -que hay una solución más fácil para esto?
– ¿Qué solución?
– ¿No podría el nombre de Minerva abrirse paso en tu lista?
– Podría, pero ni ella ni nadie lo pondrá ahí. La lista de esta mañana contenía a seis jóvenes damas, todas con importantes fortunas y procedentes de las familias más nobles del reino. Minerva es de buena cuna, pero no juega en esa liga, y su fortuna no puede compararse. No es que eso me importe a mí, pero importa a la sociedad, y por tanto a ella, debido a sus malditos votos -Inhalo, y contuvo el aliento. -Pero aparte de eso (y te juro que si te ríes ahora te daré una paliza), ella es una de esas extrañas mujeres que no tienen absolutamente ningún interés por mí.
Desde el rabillo del ojo vio que Hamish se mordía los labios, intentando con todas sus fuerzas que no lo golpeara. Pasó un largo momento muy tenso, y después Hamish inhaló aire profundamente, y lo expulsó.
– Quizá se ha hecho resistente al encanto de los Varisey debido a que lleva tanto tiempo viviendo entre ellos.
Su voz había temblado solo un poco, no lo suficiente para que Royce tomara represalias. Habían pasado décadas desde la última vez que había sentido que tomarse un par de rondas con Hamish (uno de los pocos hombres con los que tenía que esforzarse para ganar) lo harían sentirse mejor. Quizá podría liberar parte de la tensión en su interior.
Esta tensión cantaba en su voz mientras respondía:
– Supongo. Sin embargo, todos estos hechos descartan ese camino fácil… No quiero una novia expiatoria y reacia. Ella no se siente atraída por mí, ella quiere que me case apropiadamente para que pueda marcharse, aunque si se lo ofrezco, en estas circunstancias podría creer, contra todas sus expectaciones e inclinaciones, que tiene que aceptar. No podría soportar eso.
– Oh, no -La expresión de Hamish sugería que él tampoco podría soportarlo.
– Desgraciadamente, su resistencia al encanto de los Varisey descarta el camino no-tan-fácil, también.
Hamish frunció el ceño.
– ¿Cuál es ése?
– Una vez que cubra el puesto de duquesa, seré libre para tomar una amante, una a largo plazo que pueda mantener a mi lado.
– ¿Tienes pensado convertir a Minerva en tu amante?
Royce asintió.
– Sí.
El silencio que siguió no le sorprendió, pero cuando se prolongó, frunció el ceño y miró a Hamish.
– Se supone que deberías cogerme de la oreja y decirme que no puedo tener unos pensamientos tan libidinosos sobre una dama como Minerva Chesterton.
Hamish lo miró, y después se encogió de hombros.
– En ese sentido, ¿quién soy yo para juzgarte? Yo soy yo, tú eres tú, y nuestro padre era otra cosa. Pero… -Inclinó la cabeza y miró hacia Wolverstone. -Es extraño, pero puedo imaginármelo… Que te casaras con una de esas engreídas señoritas de la clase alta, y tuvieras a Minerva como tu amante y ama de llaves.
Royce gruñó.
– Sería perfecto, de no ser porque le soy indiferente.
Hamish frunció el ceño.
– Sobre eso… ¿Lo has intentado?
– ¿Seducirla? No. Piénsalo… Tengo que trabajar junto a ella, necesito interactuar con ella diariamente. Si hago un avance y me rechaza, eso haría que el día a día de ahí en adelante fuera un infierno para ambos. ¿Y qué pasa si, después de eso, se decide a marcharse inmediatamente, a pesar de sus promesas? No puedo arriesgarme a ir por ese camino.
Se movió intranquilo sobre el muro.
– Además, si quieres la honesta verdad, no he seducido a una mujer en toda mi vida… No tengo ni la más mínima idea de cómo hacerlo.
Hamish perdió el equilibrio y se cayó del muro.
¿Dónde estaba Royce? ¿Qué estaría planeando su némesis?
Aunque la mayoría de los invitados se habían marchado -Allardyce, gracias a Dios, entre ellos, -quedaban los suficientes para que se sintiera seguro de tener aún suficiente cobertura, pero la disminución de los invitados debería haber hecho a su primo más fácil de ver… y de seguir.
En la sala de billar con sus primos, jugaba, reía y bromeaba, e interiormente daba vueltas a lo que Royce estaría haciendo. No estaba con Minerva, que se encontraba sentada con las grandes damas, y no estaba en su estudio porque su lacayo no estaba junto a la puerta.
No había querido acudir a Wolverstone, pero ahora que estaba allí, aprovecharía la oportunidad de quedarse más tiempo, entremezclado con el resto de sus primos quienes, junto a las hermanas de Royce, estaban planeando formar un grupo de invitados selectos para sacar provecho del hecho de estar allí, juntos y fuera de la vista de la sociedad, y, más importante, de sus cónyuges.
Aunque su miedo (que si Royce lo veía, si lo miraba demasiado a menudo, aquellos negros ojos suyos que todo lo veían, traspasarían su máscara y verían la verdad) permanecía, la cercanía de su némesis se mantenía siempre bullendo en una parte de su cerebro.
Desde el primer paso que había dado por el largo camino hasta convertirse en el exitoso (y aún vivo) espía traidor que era, había sabido que a quien debía temer sobre todos los demás era a Royce. Porque una vez que Royce lo supiera, lo mataría sin remordimiento. No porque fuera un enemigo, un traidor; no porque hubiera arremetido contra él, sino porque era parte de su familia. Royce no dudaría en borrar una mancha así del escudo familiar.
Royce era mucho más parecido a su padre de lo que él creía.
Durante años había llevado aquel miedo en su interior, un ulcerado carbón que ardía lentamente, y para siempre, haciendo un agujero en sus entrañas.
Aunque ahora la tentación le susurraba. Mientras tantos de sus primos permanecieran en Wolverstone, él, también, se quedaría.
Y durante los años que llevaba viviendo con su miedo, había llegado a conocerlo tan íntimamente que se había dado cuenta de que era, de hecho, un modo de hacer que aquel tormento vivo terminara.
Durante años había pensado que aquello solamente podría terminar con su muerte.
Recientemente, se había dado cuenta de que él podría acabar con la de Royce.