– Hamish O'Loughlin, maldito escocés sarnoso…
¡¿Cómo te atreves a decirle a Royce que me diga que me ama?!
– ¿Huh? -dijo Hamish, levantando la vista de la oveja que estaba examinando.
Cruzando sus brazos sobre su pecho, Minerva empezó a caminar lentamente por el corral.
Hamish estudió detenidamente su rostro.
– ¿No querías oírle decir que te amaba?
– Por supuesto que me hubiera encantado oírle decir que me amaba. ¿Pero cómo iba a decir tal cosa? ¡El es un Varisey, por amor de Dios!
– Hmmm…
Dejando que la oveja escapara, Hamish se aproximó a ella, apoyándose en la cerca.
– Puede que de la misma manera que yo le dije a Moll que la amaba.
– Pero tú eres distinto, tú no has sido…
En ese punto, Minerva se calló, levantó la cabeza, lo miró fijamente y parpadeó varias veces.
Él le devolvió una sonrisa.
– Bueno, piensa en ello, pero ten en cuenta que yo soy tan Varisey como lo es él.
Lila frunció el ceño.
– Pero tú no has sido… -repitió ella, haciendo un gesto con la mano para señalar en dirección al sur, más allá de las colinas.
– ¿Criado en el castillo? Es cierto, pero tal vez precisamente por eso yo nunca creí poder enamorarme, hasta que me encontré con la mujer adecuada -dijo estudiando de nuevo su rostro. -Entonces, no te lo ha dicho, ¿no?
– No, no me lo ha dicho, fue honesto conmigo. Dice que lo intentará, que quiere más de su matrimonio, pero que… -dijo, aspirando en profundidad, -no puede prometerme que me amará, porque no sabe si podrá.
Hamish chasqueó su lengua mostrando su disgusto.
– Sois la pareja perfecta. Tú te has enamorado de él, o al menos, estás a la espera de enamorarte de él, desde hace décadas, y ahora tienes…
– No puedes estar seguro de eso -dijo ella, mirándole.
– Por supuesto que puedo. No es que él me lo haya dicho, pero puedo leer claramente entre líneas, tanto en las suyas como en las tuyas, y al fin y al cabo, estás aquí, ¿no?
Ella pareció enfadarse aún más.
– Exactamente, tal y como pensé -dijo Hamish mientras salía del corral, cerrando la puerta tras de sí. Apoyándose con la espalda contra ésta, se quedó mirándola.
– Ambos necesitáis estudiaros el uno al otro. ¿Qué crees que ha hecho que él llegue siquiera a considerar tener otro tipo de matrimonio? Un matrimonio por amor, ¿no es así como le llaman? ¿Por qué imaginas que lo llaman así?
Ella lo miró aún con el ceño fruncido.
– Haces que suene muy fácil.
Hamish asintió con su gran cabeza.
– Y así es el amor. Simple, directo, y sencillo. Simplemente, pasa. Cuando se complica es cuando piensas demasiado, cuando lo intentas racionalizar, encontrarle un sentido, o diferenciarlo. No funciona así.
Seguidamente se apartó de la puerta y empezó a caminar por el sendero. Ella le siguió.
– Pero si quieres seguir pensando, piensa entonces en esto. El amor aparece sin avisar, a veces, casi como una enfermedad, y como tal, la mejor manera para ver si alguien está contagiado es simplemente observando los síntomas. Conozco a Royce hace más tiempo que tú, y he visto en él todos y cada uno de los síntomas. Puede que no sepa que te ama, pero sí actúa como si lo hiciera.
Finalmente, llegaron al punto donde dejaron a Rangonel. Hamish se detuvo y la miró.
– La verdad es, muchacha, que puede ser que nunca sea capaz de decirte, honesta y deliberadamente, que te ama, pero eso no quiere decir que no lo haga.
Ella sonrió, dándose golpecitos en la sien con un dedo enguantado.
– Tan solo me has dado más cosas en las que pensar.
Hamish sonrió al oír aquello.
– Bueno, si tienes que pensar, lo menos que puedes hacer es pensar en hacer las cosas bien.
Minerva cabalgó rumbo al sur, siguiendo la frontera, y luego a través de las colinas, con tiempo de sobra para pensar en Royce y sus "síntomas", ponderando en lo que Hamish le había dicho.
Mientras le ayudaba con la silla, le recordó que la última duquesa había sido ciegamente fiel, no a su marido, sino a su amante de toda la vida, Sidney Camberwell.
La duquesa y Camberwell habían estado juntos veinte anos. Recordando todo lo que había visto de esa pareja, y pensando en sus "síntomas", llegó a la conclusión de que ambos estaban muy enamorados.
Puede que Hamish tuviera razón. Royce podía amarla, y de hecho, puede que lo hiciera.
Sin embargo, tenía que ordenar sus pensamientos, y pronto, ya que él no bromeaba cuando mencionó a lady Osbaldestone, y esa era la razón por la que había salido a cabalgar. La granja de Hamish le había parecido un destino obvio.
Tómate el tiempo que necesites para pensar.
Conocía a Royce demasiado bien para no saber a qué se refería. Tómate todo el tiempo que necesites para pensar, siempre que termines aceptando ser mi esposa.
Él haría cualquier cosa que estuviera en su mano para asegurarse de que lo haría. De ahora en adelante, se sentiría completamente justificado haciendo lo que hiciera falta para que ella aceptara.
En su caso, "lo que hiciera falta" cubría un amplio campo, y tal y como había demostrado aquella mañana, con resultados desastrosos. Ella había conseguido escapar simplemente porque el sol ya había salido. Si no lo hubiera hecho, todavía estaría a su merced. En público, sin embargo, durante el desayuno, y más tarde en su reunión habitual en su estudio en presencia de Handley y Jeffers, se había comportado con un decoro ejemplar. No podía permitirse fallar en aquello. Mientras que en privado la presionaba para que se decidiera rápidamente en su favor, luego no hacía nada para no levantar sospechas en los demás.
– Por lo que -aseguró a las colinas-le estaré eternamente agradecida. Lo último que necesito es a Margaret, a Aurelia y a Susannah intimidándome. Ni siquiera sé qué lado apoyarían, y contra cuál lucharían.
Aquella era una cuestión interesante, pero también estaba más allá de lo que era el asunto. No le importaba que fuera lo que pensaran, y a Royce aún menos. Por nonagésima vez, volvió a pensar en las razones que le había dado. La mayoría confirmaban lo que ella había percibido la primera vez. Casarse con ella sería la mejor opción para él, especialmente dado su compromiso con Wolverstone y con el ducado al completo. Lo que no encajaba con la conveniencia y el confort que él buscaba era su deseo de tomar otro tipo de matrimonio. Ella no podía poner en duda la realidad de aquello. El había tenido que hacer un esfuerzo para revelarlo, y a ella, aquella sinceridad, le llegó al corazón.
El se había preocupado por ella, a su manera altiva y arrogante. Había conseguido un innegable y seductivo triunfo en ser la única mujer en hacer que un Varisey pensara en algo lejanamente próximo al amor, y especialmente que Royce la reclamara como suya, pero aquello también había sido una maniobra de auto-seducción.
Si al final llegara a amarla, ¿cuánto duraría?
Si él la amaba como ella lo amaba a él…
Al pensar aquello, frunció el ceño ante las orejas de Rangonel.
– A pesar de la opinión de Hamish, todavía tengo mucho en lo que pensar.
Royce estaba en su estudio trabajando en su correspondencia con Handley cuando Jeffers llamó y abrió la puerta. Él miró hacia arriba, arqueando una ceja.
– Tres damas y un caballero acaban de llegar, su Excelencia. Las damas insisten en verle inmediatamente.
El se extrañó ante eso.
– ¿Cómo se llaman?
– La marquesa de Dearne, la condesa de Lostwithiel y lady Clarice Warnefleet, su Excelencia. El caballero es lord Warnefleet.
– ¿El caballero no ha pedido verme también?
– No, su Excelencia. Tan solo las damas.
Aquella era la manera en la que Jack Warnefleet le advertía cuál era el asunto que su esposa y sus dos acompañantes querían discutir.
– Gracias, Jeffers. Deja que pasen las damas, y dile a Retford que se ocupe de que lord Warnefleet se sienta cómodo en la biblioteca.
Cuando la puerta se cerró, miró hacia Handley.
– Tendremos que continuar con esto más tarde. Te haré llamar cuando esté libre.
Handley asintió, recogió todos los papeles, y poniéndose en pie, se marchó. Royce miró cómo la puerta se cerraba. No tenía mucho sentido preguntarse cuál sería el mensaje que Letitia, Penny y Clarice le traían. Pronto lo sabría.
Menos de un minuto después, Jeffers abrió la puerta, y las damas, tres de las siete esposas de sus ex-compañeros del club Bastión, entraron. Levantándose, él respondió a sus reverencias de costumbre, y luego les señaló con un gesto de su mano las sillas que Jeffers había dispuesto para ellas ante la mesa del despacho.
Esperó hasta que estuvieron sentadas, y luego, ordenó a Jeffers que se retirara con un asentimiento de su cabeza, tomando él su propio asiento. Cuando la puerta se cerró, pasó su mirada por los tres contundentes rostros que había ante él.
– Señoritas, permitidme que adivine… Debo el placer de vuestra visita a lady Osbaldestone.
– Y a todas las demás -dijo Letitia, abriendo sus brazos ampliamente, -a todo el panteón de grandes damas.
Royce alzó ambas cejas en asombro.
– Decidme entonces, si es que puedo preguntar… ¿Por qué os han enviado a vosotras tres, concretamente?
Letitia hizo una mueca.
– Estaba visitando a Clarice y Jack Gloucestershire mientras Christian atendía unos asuntos en Londres. Penny vino para estar con nosotras unos cuantos días, y entonces Christian tuvo que atender una llamada de lady Osbaldestone insistiendo en que tenía que reunirme inmediatamente con ella en Londres, en referencia a un asunto de gran importancia.
– Naturalmente -continuó Clarice diciendo, -Letitia tuvo que marcharse, y Penny y yo decidimos que podíamos pasar la semana en Londres, así que decidimos ir también.
– Pero -dijo Penny participando en la historia, -en el momento en que lady Osbaldestone nos vio, hizo que varios emisarios acompañaran a Letitia para llevar un mensaje colectivo de todas las grandes damas hasta tus oídos.
– Creo -continuó Clarice, -que sospechaba que intentarías evitar a Letitia, pero que no serías capaz de evitarnos a las tres.
Clarice miró en ese momento a sus dos acompañantes, que le devolvieron el cumplido, y luego, los tres pares de ojos femeninos se giraron hacia él, con las cejas levantadas.
– ¿Y vuestro mensaje es…?
Fue Letitia quien contestó:
– Con nuestra visita te anunciamos que, a menos que hagas lo que te corresponde, y anuncies quién va a ser tu futura duquesa, tendrás que hacer frente a todo un batallón de carruajes que llegarán ante tus puertas, y, por supuesto, a las ocupantes de estos carruajes, que de ninguna manera son del tipo que podrás despistar con facilidad. La versión del mensaje de su Excelencia la duquesa era mucho más formal, pero básicamente decía eso.
Penny mostró cierta molestia en su gesto.
– De hecho, parece que tienes ya bastante gente hospedada en el castillo, y más que llegarán.
– Mis hermanas van a preparar una fiesta que coincidirá con la feria parroquial. Solía celebrarse como tradición, pero la dejaron de hacer tras la muerte de mi madre. -Mirando a Letitia, continuó: -¿Hay algún límite para esa "amenaza" de las grandes damas?
Letitia miró a Clarice.
– Nos da la impresión de que el límite es hoy mismo -dijo Clarice, abriendo mucho los ojos para hacer notar sus palabras, -o más exactamente, su periodo de gracia expirará cuando una misiva firmada por ti, anunciando tu disconformidad, llegue hasta lady Osbaldestone.
Él posó un dedo sobre su papel secante, dejando que su mirada pasara de nuevo por aquellos rostros. Lady Osbaldestone había elegido bien. Con aquellas tres, la intimidación no funcionaría, y si bien podría haber despistado, subversivamente, a Letitia, con las tres apoyándose las unas a las otras, no tenía ninguna oportunidad.
Con los labios firmemente apretados, asintió.
– Muy bien, podéis informar a ese corro de viejas brujas, que, de hecho, ya he elegido una esposa.
– ¡Excelente! -exclamó Letitia. -Entonces, podrás realizar un anuncio, y así, nosotras podremos volver a Londres.
– Sin embargo -siguió diciendo, como si la mujer no hubiera hablado, -la dama en cuestión aún no ha aceptado mi proposición.
Las tres se lo quedaron mirando fijamente.
Claire fue la primera que recobró el habla.
– ¿Qué es lo que le pasa? ¿Es ciega, es sorda, tal vez muda? ¿Las tres cosas?
Aquello hizo que él soltara una carcajada, y luego negó con la cabeza.
– Al contrario, para mi gusto, es demasiado intuitiva, y por favor, no incluyas esto último en tu informe, le alegrarías el día a su Excelencia. No obstante, un anuncio en la Gazette en este momento podría perjudicar a nuestra meta común.
Las tres damas fijaron sus miradas repletas de intriga sobre él. Royce las consideró impasiblemente.
– ¿Algo más?
– ¿Quién es ella? -exigió saber esta vez Letitia. -No puedes soltarnos un cuento como ese, y no darnos su nombre.
– De hecho, sí que puedo, y vosotras no necesitáis saber su nombre.
Habían hecho sus suposiciones demasiado rápido. Royce confiaba mucho en la inteligencia, tanto de cada una por separado como de todas en grupo. Tanto como confiaba en la de sus esposos.
Penny fue la que finalmente habló:
– Tenemos órdenes de quedarnos aquí, bajo tu techo, hasta que podamos mandar la noticia a la Gazette.
Que permanecieran allí bien podría trabajar en su favor. Al fin y al cabo, sus maridos no diferían, y Minerva estaba deseando poder disfrutar de compañía femenina en la que pudiera confiar, y escuchar consejo, y aquellas tres seguramente estarían más que dispuestas a ayudarla en aquella causa.
Por supuesto, ellas lo verían como una ayuda a Cupido. Mientras tuvieran éxito, a él no le importaba lo que hicieran.
– Sois más que bienvenidas a quedaros y a uniros a la fiesta que mis hermanas están planeando.
Poniéndose en pie, se acercó para tirar de la campanilla de llamada.
– Creo que mi ama de llaves, Minerva Chesterton, no está en estos momentos, pero volverá pronto. Mientras tanto, estoy seguro de que mis criados harán todo lo posible para que os sintáis como en casa.
Las tres le lanzaron una mirada de desconfianza.
Retford llegó, y dio las órdenes para acomodar a las tres nuevas invitadas. Estas se levantaron de sus asientos, con una actitud totalmente altiva y arrogante, y bastante sospechosa.
Royce las acompañó hasta la puerta.
– Dejaré que os acomodéis. Sin duda, Minerva os buscará tan pronto como haya vuelto. Os veré en la cena. Hasta entonces, si me perdonáis, el trabajo me reclama.
Las chicas entrecerraron los ojos, mirándolo fijamente, pero consintieron en seguir a Retford.
Letitia, la última en marcharse, lo miró a los ojos.
– Sabes perfectamente que nunca te dejaremos en paz, hasta que nos digas el secreto insondable que es el nombre de esa mujer.
Imperturbable, Royce les hizo una reverencia. Ellas ya se habían enterado del nombre de la dama antes de que él se sentara a cenar al salón esa misma noche. Con un irritado "¡Humph!", Letitia salió de la habitación.
Cerrando la puerta, volvió a sentarse tras la mesa del despacho.
Y por fin, pudo relajarse. Lady Osbaldestone y las otras arpías le serían de mucha ayuda.
De vuelta de su cabalgada, Minerva entró en el recibidor principal para encontrarse con un apuesto caballero admirando las pinturas que había en las paredes de la sala.
Al oír el sonido de pisadas de botas, el hombre se dio la vuelta, sonriendo encantadoramente.
– ¡Buenos días!
A pesar de su actitud elegantemente campestre, y aquella sonrisa, Minerva pudo percibir una rudeza tras aquella fachada que se le hizo muy familiar.
– ¿Puedo ayudarle?
El inclinó la cabeza.
– Soy Jack Warnefleet, señora.
Minerva miró a su alrededor, preguntándose dónde estaría Retford.
– ¿Acaba de llegar?
– No -dijo sonriendo de nuevo. -Me dejaron en la biblioteca, pero he salido para admirar las pinturas. Mi esposa y dos amigas están arriba, tratando unos asuntos con Dal…, con Wolverstone, arriba en su guarida -dijo, guiñando un ojo. -Pensé que debía salir por si fuera preciso realizar una retirada de emergencia.
Casi lo había llamado Dalziel, lo que significaba que aquel hombre estaba relacionado con Whitehall. Minerva le extendió una mano.
– Yo soy la señorita Chesterton. Soy el ama de llaves.
Él le cogió la mano, inclinándose.
– Encantado, querida. Debo admitir que no tengo ni idea de si nos quedaremos o… -Y ahora miró hacia la parte alta de las escaleras. -Oh, aquí vienen.
Ambos se giraron hacia las tres damas que precedían a Retford bajando las escaleras. Minerva reconoció a Letitia y sonrió. A su lado, Jack Warnefleet murmuró:
– Por el gesto que traen, sospecho que nos vamos a quedar.
No tuvo oportunidad de esperar a preguntarle a qué se refería. Letitia, mirándola, alivió su rostro y vino corriendo a abrazarla.
– Minerva, justo a quien necesitábamos.
Letitia se giró mientras las otras dos damas se les unían.
– No me puedo creer que hayas conocido a lady Clarice… lady Warnefleet para su desgracia, ya que es esposa de ese fracasado -dijo haciendo un gesto con su mano a Jack, quien simplemente sonrió.
– Y ésta es lady Penélope, condesa de Lostwithiel. Su marido, Charles, es otro de los ex camaradas de Royce, como Jack.
Minerva tomó las manos de las otras dos damas.
– Bienvenidas a Wolverstone. Me alegro de que nos acompañéis unos días -dijo, mirando a Retford. -Creo que necesitaremos listas las habitaciones del ala oeste, Retford.
El resto de los invitados estaban hospedados en las habitaciones del ala este y sur, que estaban por tanto ocupadas por completo.
– Enseguida, señorita. Llevaré el equipaje de las damas y el caballero a la planta de arriba.
– Gracias.
Cruzando su brazo con el suyo, Letitia se inclinó sobre ella para hablarle más íntimamente.
– ¿Hay algún lugar donde podamos hablar más en privado?
– Por supuesto -dijo Minerva, y mirando de nuevo a Retford, dijo: -¿Podrías después traer el té a la sala de la duquesa, por favor?
– Ahora mismo, señorita.
Minerva miró a Jack Warnefleet.
– ¿Señor?
El sonrió.
– Llámame Jack, y creo que seguiré a nuestro equipaje, para así saber dónde está nuestra habitación. Os veré en el almuerzo -dijo él.
– Podrá oír claramente el gong de llamada -le aseguró ella.
Inclinando la cabeza hacia todas, empezó a subir las escaleras, siguiendo a los dos criados, quienes estaban cargando con un baúl.
Haciéndoles un gesto con la mano, Minerva también indicó a las damas que la siguieran hacia arriba.
– Vamos, arriba estaremos más cómodas.
En la habitación matinal de la duquesa, se sentaron en unos cómodos sofás. Unos minutos después, Retford entró con una bandeja. Después de servir las tazas de té, y las pastas, Minerva también se sentó, tomó un sorbo de su taza, y miró a Letitia, levantando las cejas.
Letitia dejó su taza en la mesita.
– La razón por la que estamos aquí es que las grandes damas han perdido la paciencia, e insisten en que Royce anuncie de una vez a quién va a desposar -dijo con una sonrisa picara. -Por supuesto, ahora nos dice que la dama a la que se lo ha propuesto aún no ha aceptado. Aparentemente, él tiene sus reservas, pero aun así, se niega a decirnos quién es.
Clavando su brillante mirada en Minerva, le preguntó:
– ¿Tú conoces su nombre?
Minerva no sabía qué decir. Royce le había dicho que se lo diría, pero al parecer no lo había hecho, y no se atrevía a indagar más sobre aquella cuestión.
La mirada de Letitia se empezó a convertir en una de extrañeza, pero fue Clarice la que puso su taza en el platillo y, mirando a la cara de Minerva, dijo:
– ¡Aja! Así que ella. ¡Eres tú! -dijo, alzando las cejas. -Vaya, vaya…
Los ojos de Letitia se abrieron de par en par. Clarice vio la confirmación de su suposición en el rostro de Minerva, y la satisfacción más brillante iluminó su cara.
– ¡Eres tú! ¡Te ha elegido a ti! ¡Bien! Nunca hubiera creído que tendría tanto sentido común.
Levantando la cabeza, Penny dijo:
– No nos estamos equivocando, ¿verdad? ¿Te ha pedido que te conviertas en su esposa?
Minerva sonrió levemente.
– No exactamente… Todavía no, pero sí, quiere que sea su duquesa.
El gesto de duda volvió al rostro de Letitia.
– Por favor, perdonadme si me equivoco, pero siempre he pensado que tú… Bueno, que nunca rechazarías su proposición.
Minerva se quedó mirando a la mujer.
– Por favor, decidme que nunca he sido tan obvia.
– No, no lo has sido, es tan solo la manera en la que prestabas toda tu atención cada vez que alguien lo mencionaba -dijo Letitia, encogiéndose de hombros. -Supongo que me di cuenta porque en ese momento yo me sentía igual respecto a Christian.
Al oír aquello, Minerva se sintió medianamente aliviada.
– Entonces -preguntó Clarice, -¿por qué te sientes tan dubitativa a la hora de aceptar la propuesta?
Minerva miró uno por uno todos los rostros que tenía ante ella.
– Es que es un Varisey.
La cara de Letitia palideció.
– Oh.
– Ah -dijo Penny, con una mueca.
Lentamente, Clarice asintió.
– Ya veo. No quieres ser una atolondrada con más pelo que inteligencia, quieres… -dijo, ahora mirando a las otras dos. -Lo que todas nosotras hemos tenido la suerte de encontrar.
Minerva exhaló.
– Precisamente.
Esa fue una respuesta que las demás comprendieron.
Después de un momento, Penny frunció el ceño.
– Pero aun así, tampoco le has rechazado.
Minerva miró a Penny a los ojos, y, dejando su taza en la mesa, se puso en pie. Pasando entre el sofá, empezó a pasearse por el salón.
– No es tan sencillo.
Dijo aquello a pesar de lo que Hamish pensaba.
Las otras se quedaron mirándola, esperando.
Necesitaba ayuda. Letitia era una antigua amiga, y todas se habían casado por amor, y todas habían comprendido su situación. Deteniéndose, cerró sus ojos brevemente.
– No me importaría enamorarme de él.
– No es cuestión de que te importe o no -murmuró Clarice. -Simplemente, ocurre.
Abriendo los ojos, Minerva inclinó su cabeza.
– Me he dado cuenta -dijo, andado ahora más despacio, -desde que él volvió… bueno, me quería para él, y yo ya tengo veintinueve años. Creía que a lo mejor podría estar cerca de él durante un corto periodo de tiempo, sin poner en riesgo mi corazón, pero me equivoqué.
– ¿Que te equivocaste? -dijo Letitia, negando con pesar la cabeza. -Llevas encaprichada de Royce Varisey durante décadas, ¿y pensaste que podías estar con él, suponiendo que te refieres a compartir su cama, sin enamorarte de él? Mi querida Minerva, eso no solo es estar equivocada.
– No, lo sé. Fui una idiota, pero enamorarme de él no hubiera importado si él no hubiera decidido hacerme su duquesa.
Leticia volvió a fruncir el ceño.
– ¿Y cuándo tomó esa decisión?
– Hace unas semanas. Después de su reunión con las grandes damas en su estudio, pero -Y aquí, Minerva tuvo que hacer un gran esfuerzo para poder continuar, -ese no es el único problema.
Ella continuó paseando por la habitación, ordenando los puntos de su explicación en su mente.
– Siempre había creído que me casaría por amor. Había tenido otras ofertas con anterioridad, una buena cantidad, si se me permite decirlo, pero nunca sentí la más mínima tentación. El matrimonio de mis padres fue por amor, y yo siempre deseé que el mío fuera igual. Al principio, no tenía ni idea de que había llamado la atención de Royce. Pensé que podría, simplemente, ocultar el interés que yo sentía por él, y dedicarme a ser un ama de llaves voluntariosa, para que después su esposa tomara las riendas de todo. Luego, él me quiso, y yo pensé que sería con eso sería suficiente, le aceptaría la propuesta, y que después el amor nacería con el tiempo… pero finalmente, no fue así.
Letitia asintió.
– Puede nacer en cualquier momento.
– Lo he oído, pero nunca lo he creído verdaderamente. Sin embargo, una vez que me he dado cuenta de que lo amo, todavía pienso, ya que el casamiento se tiene que dar en poco tiempo, que yo tendría que marcharme, si no por mi corazón, al menos sí por dignidad. Nunca antes había estado enamorada, y si alguna vez lo estoy de nuevo, nadie más lo sabrá excepto yo.
Minerva aminoró de nuevo su paso, levantando la cabeza.
– Royce me dijo que yo era la dama que quería como duquesa.
– Por supuesto que te lo dijo -dijo Penny.
Minerva asintió.
– Ya lo sé, pero yo siempre he sabido que lo último, lo ultimísimo que yo debería hacer si lo que quiero es un matrimonio por amor, es casarme con Royce, o cualquier Varisey. Ningún matrimonio Varisey en la historia se ha hecho por amor, o de cualquier otra manera en la que el amor estuviera incluido.
Tomando una profunda aspiración, paseó su mirada por la habitación.
– Hasta anoche, creía que si me casaba con Royce, el nuestro sería el típico compromiso Varisey, y él, y todos los demás, toda la alta sociedad, de hecho, esperaría de mí que me mantuviera callada y sumisa, mientras él se dejaba llevar por las tentaciones de cualquier dama elegante.
Con el disgusto en su rostro, Leticia asintió con la cabeza.
– La típica unión Varisey.
Minerva inclinó su cabeza.
– Yo no podría hacer eso. Incluso antes de enamorarme de él, sabía que nunca sería capaz de soportarlo. Saber que él no me amaría como yo lo amaría a él, y que iría de cama en cama, me marchitaría, y luego me haría languidecer, como Caro Lamb.
Las mujeres se miraron las unas a las otras, comprendiendo.
– ¿Qué es lo que pasó anoche? -preguntó Clarice.
Para explicarlo, tuvo que tomar otra profunda inspiración.
– Anoche, Royce me juró que, si aceptaba ser duquesa, él me sería fiel.
Al cabo del momento, Penny habló:
– Ahora veo que todo esto… cambia las cosas.
Clarice hizo una mueca.
– Si no fuera de Royce de quien estuviéramos hablando, os preguntaría si le creéis.
Letitia soltó un resoplido.
– Si él ha dicho que lo hará, más aún habiéndolo jurado, lo hará.
Minerva asintió.
– Exacto. A primera vista, aquello hacía que mi decisión fuera muy fácil de tomar, pero, mientras me iba dando cuenta de la situación cuando tuve tiempo de pensar en ella, si bien con su fidelidad jurada eliminaba uno de los problemas, a su vez creaba otro.
Hundiendo sus dedos en la parte de atrás del sofá, fijó su mirada en la bandeja del té que había en la mesita baja entre los butacones.
– También me dijo que nunca me mentiría, y yo lo acepté. Me dijo que se preocuparía por mí como nadie lo haría, y eso también lo acepté. Pero, ¿qué es lo que pasaría si nos casáramos, y después de unos cuantos años, él no volviera a mi cama?
Minerva alzó la vista, encontrándose con la de Clarice, luego la de Penny, y finalmente, con la de Letitia.
– ¿Cómo se supone que debería sentirme entonces? Sabiendo que nunca más me desearía, pero que a causa de su juramento, estaría allí -dijo, intentando gesticular, -existiendo, pero en abstinencia. El, precisamente, de entre todos los hombres.
En ese momento, no se apresuraron en confortarla.
Al cabo de un rato, Clarice puso un gesto de disgusto. Penny también.
– Si él me amara -dijo Minerva, -este problema no existiría, pero es terriblemente honesto, y no le puedo culpar por ello. El me prometería todo lo que estuviera en su mano, pero no puede prometerme el amor. Simplemente, no puede. De hecho, admitió que ni tan siquiera sabe si tiene amor para dar a nadie.
Clarice habló:
– No es tan raro; de todas formas, no suelen saberlo.
– Lo cual me lleva a preguntar -dijo Letitia, girándose para mirarla, -¿es posible que te ame, pero que aún no lo sepa?
Penny se inclinó hacia delante.
– Si no habías estado enamorada antes… ¿Cómo estás entonces tan segura de que notarías si él lo estuviera?
Minerva se quedó en silencio durante un buen rato.
– Alguien me ha dicho recientemente que el amor es como una enfermedad, y que la mejor manera de saber si alguien está contagiado es mirar los síntomas.
– Un consejo excelente -dijo Clarice.
Penny asintió mostrando su conformidad.
– El amor no es una emoción pasiva, te obliga a hacer cosas que normalmente no harías.
– Te obliga a tomar riesgos que, en otras circunstancias, no tomarías -dijo Letitia, mirando a Minerva, -así que, ¿qué es lo que crees? ¿Es posible que Royce esté enamorado de ti, pero que no lo sepa?
Todo un catálogo de incidentes sin importancia, comentarios, pequeños detalles, y todas esas cosas sobre él que la sorprendieron, corrieron por su mente, pero era el eco del comentario de Hamish el que tenía más peso en todo aquel remolino de pensamientos. ¿Qué era aquello tan fuerte que había hecho reaccionar a un hombre como él? ¿Qué tenía tanta influencia que le había hecho romper una tradición, y buscar, activamente, un tipo de matrimonio diferente? ¿Uno en el que, si ella lo había entendido todo correctamente, incluso podría tener cabida el amor?
– Sí, podría ser.
Si aceptaba ser la duquesa de Royce, desde el instante en el que pronunciara la palabra "Sí", no habría posibilidad de retorno.
El gong del almuerzo interrumpió la discusión con las damas. Ni Royce ni Jack Warnefleet habían aparecido aún, pero sí el resto de los visitantes, haciendo imposible que pudieran continuar con su debate. No en medio de aquel alboroto.
Minerva pasó la mayor parte del almuerzo enumerando mentalmente los síntomas de Royce, que si bien eran indicativos, no eran, ni en solitario, ni en conjunto, totalmente concluyentes.
Retford la entretuvo de vuelta a la habitación matinal. Los otros se le adelantaron mientras ella se desviaba para ver cómo estaba la despensa de bebidas. Después de hablar con Retford, Cranny y Cook, casi por acto reflejo fue a buscar a Trevor. Sonrió al encontrarlo en la sala de planchar, muy ocupado intentando adecentar su pañuelo del cuello. Él la vio al entrar, y rápidamente, escondió la plancha, dándose la vuelta.
– No, no -dijo ella, haciendo un gesto con la mano para que siguiera trabajando, -no te detengas porque yo esté aquí.
Dudando, volvió a coger la plancha del soporte de la pequeña chimenea sobre la que estaba.
– ¿Puedo ayudarla en algo, señorita?
– Pues la verdad es que sí. Seguramente debes saber si hay algo en la forma en la que Royce se comporta conmigo que difiera de la manera en la que se ha comportado con otras damas en el pasado.
El hombre se quedó congelado, sujetando la plancha en mitad del aire. Trevor la miró, y parpadeó varias veces.
La vergüenza se aferró con fuerza en su pecho, así que ella se apresuró a decir:
– Por supuesto, entenderé completamente el hecho de que tu lealtad con su Excelencia te impida contestarme.
– No, no, le puedo contestar libremente -dijo Trevor, parpadeando de nuevo, y con la expresión más aliviada. -Mi respuesta, señorita, es que no sabría decirlo con seguridad.
– Oh -dijo ella, con desilusión. Todo aquel esfuerzo de coraje para nada.
Pero Trevor aún no había terminado de hablar.
– Nunca he sabido de la existencia de otras damas. El duque nunca ha traído a ninguna a casa.
– ¿No?
Su concentración sobre la raya del pañuelo no disminuyó, pero aun así, negó con la cabeza.
– Nunca. Es una regla oficial. Siempre en la cama de ella, nunca en la suya.
Minerva miró al ayuda de cámara durante unos instantes, luego asintió y se dio la vuelta.
– Gracias, Trevor.
– Siempre a su servicio, señora.
– ¡Bien! ¡Eso es bueno!
Sentada sobre el brazo de uno de los sofás, Clarice observaba cómo caminaba Minerva.
– Especialmente, si era tan insistente en usar su cama, y no la tuya.
Letitia y Penny, sentadas en el otro sofá, asintieron, mostrando estar de acuerdo.
– Sí, pero -dijo Minerva, -¿quién dice que eso no era simplemente porque ya me veía como su duquesa? Ya se había hecho a la idea de que yo me casaría con él antes de seducirme, así que va implícito en su carácter el insistir en tratarme como si ya fuera lo que él quiere que sea: su esposa.
Letitia hizo un ruido muy rudo.
– Si Royce decidiera ignorar tus deseos y entregarse plenamente a sus amantes, a los caballos y a las armas, simplemente hubiera mandado una nota a la Gazette, y después te hubiera informado de la imposibilidad de cambiar la situación. Eso sí hubiera sido actuar con carácter. No, sin lugar a dudas, este modo de actuar es bueno, pero -dijo, levantando la mano al ver que Minerva quería decir algo -estoy de acuerdo con las demás: para conseguir tu propósito, necesitas algo más definitivo.
Penny asintió.
– Algo más claro y conciso.
– Algo -dijo con rotundidad Minerva, -que sea más que una simple indicación o sugerencia. Algo que no pueda estar abierto a otras interpretaciones. -Y deteniéndose aquí, alzó sus manos. -En este momento, esto es el equivalente sentimental a estar leyendo hojas de té. Necesito algo que él no pudiera hacer de ninguna de las maneras, a no ser que me amara.
Clarice exhaló el aire entre los dientes.
– Bueno, hay algo que podrías intentar, si fueras jugadora…
Más tarde, aquella misma noche, y después de una reunión final con sus mentoras, Minerva se apresuró en volver a su cuarto. El resto de los invitados se habían retirado hacía algún tiempo. Ella llegaba tarde; Royce se estaría preguntando dónde estaba.
Si le preguntaba dónde había estado, no podría decirle que había estado recibiendo instrucciones en el sutil arte de cómo hacer que un noble le abriera su corazón.
Al llegar a la puerta, la abrió, entrando a toda prisa en su interior, chocándose contra el pecho de él.
Sus manos rodearon sus hombros, intentando evitar que se cayera, mientras que la puerta se cerraba sola tras ella. El la miró con gesto molesto.
– ¿Dónde…?
Ella alzó una mano.
– Si te interesa saberlo, he estado charlando con las esposas de tus amigos.
Minerva se deshizo de su agarre, echándose hacia atrás, y se desabrochó el vestido.
– Ve al dormitorio, te seguiré en cuanto me sea posible.
Él dudó un momento.
Minerva tenía la impresión de que él quería ayudarla con su vestido, pero parecía que no se fiaba de sí mismo. Le despidió con un movimiento de mano.
– ¡Vete! Cuanto antes lo hagas, antes llegaré yo.
La puerta se cerró tras él silenciosamente, al mismo tiempo que Minerva recordaba que tendría que haberle avisado para que no se desnudara.
– ¡Maldita sea! -dijo mientras luchaba con sus lazos, dándose aún más prisa.
No era feliz en absoluto. Había pasado las últimas semanas deambulado de aquí para allá sin ninguna satisfacción real.
A lady Ashton le había llevado más de lo que esperaba el llegar hasta allí, y luego, en lugar de crearle dificultades a Royce, no había hecho la más mínima escenita. Encima, aquella mujer había, aparentemente, aceptado su día de permiso sin tan siquiera coger una pataleta. ¡Demonio, ni siquiera se contrarió!
Eso era una cosa, pero el que lo rechazara a él era otra muy diferente.
Furioso, fue andando hacia el ala oeste, metiéndose entre las sombras del pasillo que llevaba al torreón de homenaje.
El había ido a su habitación suponiendo que, ya que Royce había rechazado compartir la cama de ella, un hecho del que ella se había dado cuenta cuando ante su sutil pinchacito, Susannah había reaccionado. Después de todo aquello, la deliciosa lady Ashton sería mucho más dócil. Tenía una boca con la que había fantaseado desde que había fijado su interés en ella.
En lugar de eso, la encantadora condesa había rehusado dejarle pasar de la puerta. Dijo padecer una migraña, y dejó clara su intención de marcharse al día siguiente, por lo que necesitaba dormir esa misma noche.
El apretó sus dientes. Que le embaucaran de aquella manera con aquellas excusas tan tontas le hacía hervir la sangre. Decidió volver a su habitación a por un buen trago de brandy, pero en realidad necesitaba algo más potente que el alcohol para borrar la afabilidad de lady Ashton.
Ella lo había mirado, y lo había despachado tranquilamente, como si no mereciera sustituir el lugar de Royce.
Para lograr apartarse aquella imagen, necesitaba algo para reemplazarla. La imagen de Susannah, la hermana preferida de Royce, de rodillas ante él. El la miraría desde arriba, primero de frente, luego desde atrás, mientras ella estaba totalmente a sus órdenes. Si la empujaba con la suficiente fuerza, podría hacer que olvidara a la condesa. Imaginando que le haría a la hermana de Royce lo que tenía planeado hacerle a la amante de Royce, cruzó el pasillo. La habitación de Susannah estaba en el ala este.
Pasaba una de las profundas troneras de las murallas de la torre cuando el sonido de una puerta abriéndose apresuradamente le hizo meterse entre las sombras, ocultándose.
Guardando silencio, esperó a que pasara quienquiera que fuera el que hubiera salido por la puerta.
Unos pasos ligeros pasaron junto a él. Era una mujer, con prisa.
Pasó junto a uno de los ventanucos de la tronera, y la luz de la luna acarició su pelo. Era Minerva.
Verla con aquella prisa no le sorprendió, incluso a aquellas horas de la noche. Verla con aquella prisa en camisón, con una capa ligera sobre los hombros, sí lo hizo.
Salió de entre las sombras y la siguió guardando las distancias, deteniendo su respiración cuando ella se dio la vuelta hacia el pequeño pasillo que llegaba a los aposentos ducales. Llegó a la esquina a tiempo de echar un vistazo alrededor y ver cómo abría la puerta hacia la sala de descanso de Royce.
Silenciosamente, la cerró a su espalda.
A pesar de las obvias implicaciones, no podía creerlo. Así que esperó. Esperó para verla salir con Royce, ya que la habría llamado para tratar algo de suma urgencia, pero…
¿En camisón?
Un reloj en alguna parte marcó los cuartos. Se pasó allí mirando la puerta otros quince minutos, pero Minerva no salió de la habitación.
Aquella era la razón por la que Royce había hecho que la condesa se fuera.
– Bien, bien, bien, bien… -dijo, curvando sus labios en una sonrisa. Y con eso, se dio la vuelta, y se encaminó hacia la habitación de Susannah.