La luna llena cabalgaba la noche; Minerva no necesitaba una vela para deslizarse por las escaleras principales y seguir el pasillo del ala oeste hasta la sala de música. Una vez en la planta baja, caminó rápidamente; todos los invitados estaban en la planta de arriba.
Había prestado a Cicely, una prima lejana de Royce, el broche de perlas de su madre para sujetar el chal que Cicely había llevado como la princesa de Francia en la representación de aquella noche de Trabajos de amor perdidos… y había olvidado recuperarlo. El broche tenía un valor incalculable, y mucho más, era uno de los pocos recuerdos que tenía de su madre; no estaba dispuesta a arriesgarse a dejarlo revuelto con el resto de piezas de bisutería de la caja de disfraces, ni siquiera hasta el día siguiente.
No es que se imaginara que alguien pudiera robarlo, pero… no podría dormir hasta que hubiera recuperado el broche.
Llegó a la sala de música, abrió la puerta y entró. La luz de la luna entraba a través de la amplia ventana, llenando el escenario y proporcionando luz más que suficiente. Mientras atravesaba el pasillo entre las hileras de sillas, su mente vagó hasta Royce… y hasta el agudo miedo, de fuerza casi paralizante, que la había atrapado cuando lo había visto en el río, siendo arrastrado junto a la niña lejos del punto donde esperaban los que habrían de rescatarlos.
Durante un cristalino momento, había pensado que iba (que iban) a perderlo. Incluso ahora… Aminoró el paso, cerró los ojos, tomó aire lenta y firmemente. Todo había salido bien. Ahora estaba arriba, a salvo, y la niña estaba en su casa, sin duda arropada y calentita en su cama.
Exhaló y abrió los ojos, y continuó más rápidamente hasta el escenario. El baúl de disfraces estaba en la parte de atrás del ala izquierda. Junto a él había una caja llena de chales, bufandas, pañuelos, mezclados con sables falsos, boinas, una tiara y una corona, y el resto de artículos pequeños que completaban los disfraces.
Se agachó junto a la caja y comenzó a rebuscar entre los materiales, buscando el chal de lentejuelas.
Con las manos y los ojos ocupados, sus pensamientos, provocados por las palabras de Margaret y por los comentarios que a continuación había escuchado, no solo de las damas sino también de algunos de los hombres, deambulando, dándole vueltas a la cuestión de si había hecho bien o no al advertir a Royce del peligro de la niña.
No todos los que habían hecho algún comentario habían esperado que rescatara a la niña, pero ella lo había hecho. Había esperado que él actuara precisamente como lo había hecho… no en los actos concretos, sino en el sentido de que haría todo lo que pudiera para salvar a la niña.
Ella no había esperado que él arriesgara su vida, no hasta el punto de que su muerte fuera una posibilidad real. No creía que Royce lo hubiera previsto, tampoco, pero en tales situaciones nunca hay tiempo para hacer cálculos a sangre fría, para sopesar cada posibilidad.
Cuando te enfrentas a situaciones de vida o muerte, tienes que actuar… y confiar en que tus habilidades te harán salir victorioso. Como lo había hecho Royce. Había dado órdenes a sus primos, y estos lo habían obedecido; ahora quizá cuestionaran la prudencia de su acto, pero en ese momento habían hecho lo que él les había pedido.
Eso era lo que importaba. Para su mente, el resultado final había sido totalmente satisfactorio, aunque de todos los que estaban escaleras arriba, solo ella, Royce y algunos de los demás, veían el asunto bajo tal luz. Los demás pensaban que él, y ella, se habían equivocado.
Por supuesto, no pensarían así si la chica hubiera sido de buena cuna.
Nobleza obliga; los que discrepaban claramente interpretaban la frase de un modo distinto que Royce y ella.
El chal de lentejuelas no estaba en la caja. Frunció el ceño y metió las cosas de nuevo dentro, después levantó la tapa del baúl.
– Aja.
Lo desplegó y, como sospechaba, Cicely había dejado el broche clavado en el chal; lo cogió y se lo metió en el bolsillo. Dejó el chal en el baúl, bajó la tapa, y se levantó.
Justo cuando el sonido de unos pasos resonó en el pasillo más allá de la puerta abierta.
Pasos lentos, firmes, deliberados… los pasos de Royce.
Se detuvieron en el umbral.
Royce normalmente se movía imposiblemente silencioso. ¿Estaba permitiendo que se oyeran sus pasos porque sabía que ella estaba allí? ¿O porque pensaba que no había nadie alrededor que pudiera oírlos?
Se escondió en el fondo del panel; el grueso telón de terciopelo, que estaba cerrado, le daba cobertura extra, y aseguraba que su silueta no se viera recortada por la luz de la luna en el suelo ante el escenario. Deslizó los dedos entre el telón y el panel y echó un vistazo.
Royce estaba en el umbral. Miró la habitación, y después entró lentamente, dejando la puerta abierta.
Tensa, lo miró mientras caminaba por el pasillo central. Se detuvo a mitad de distancia del escenario y se sentó en una silla al final de una hilera; las patas de madera crujieron cuando se movió, y ese nimio sonido resonó en la noche. Extendió las extremidades y entrelazó las manos. Con la cabeza inclinada, parecía estar estudiando sus dedos entrelazados.
Royce pensó (de nuevo) en lo que tenía pensado decir, pero la necesidad era un clamor que llenaba su mente, que la ahogaba, apartando todas sus reservas.
A pesar de su indiferencia, sabía perfectamente bien que había estado a punto de morir aquel día. Había bailado cerca de la Muerte antes; sabía cómo era el roce de sus dedos helados. Se había arrepentido de varias cosas en el momento en el que Phillip parecía estar demasiado lejos.
Su principal arrepentimiento había sido sobre ella. Si hubiera muerto, no habría llegado a conocerla. No solo bíblicamente, sino en un sentido más profundo y amplio, algo que podría poner la mano en el corazón y jurar que nunca había querido antes de ninguna otra mujer.
Esa era otra razón por la que se había decidido a hacerla su esposa. Tendría años para aprender, para explorar, todas sus distintas facetas, su carácter, su cuerpo, su mente.
Aquella tarde, mientras se calentaba en su baño, había pensado en el extraño impulso que había provocado el hecho de que ella lo hubiera obligado a volver deprisa al castillo. Había deseado rodearla con el brazo y aceptar abiertamente su ayuda, apoyarse en ella (no solo físicamente) pero por alguna otra razón, algún otro consuelo. No solo por él, sino por ella, también. Aceptando su ayuda, reconociéndola… le mostraría que la recibía de buen grado, que estaba complacido, que se sentía honrado de que ella se preocupara.
No lo había hecho… porque los hombres como él nunca muestran tal debilidad. A través de su infancia, de sus años en el colegio, a través de la presión social le habían dado forma; él lo sabía, pero eso no significaba que pudiera escapar de sus efectos, a pesar de lo poderoso que era como duque.
Efectivamente, debido a que estaba destinado a ser tal poderoso duque, el condicionamiento incluso se había profundizado.
Y eso, en muchos sentidos, explicaba lo que había ocurrido aquella noche.
Bajo el fluir de sus pensamientos, había estado evaluando, calculando, decidiendo. Tomó aire profundamente, levantó la cabeza y miró a la izquierda del escenario.
– Sal. Sé que estás ahí.
Minerva frunció el ceño y salió de su escondite. Intentó sentirse irritada; en lugar de eso… descubrió que era posible sentirse tremendamente vulnerable e irresistiblemente fascinada simultáneamente.
Bajó del escenario y se dijo a sí misma, a sus descontrolados sentidos, que se concentraran en lo primero y olvidaran lo último. Que se concentraran en todas las razones que tenía para sentirse vulnerable junto a él. Para sentirse vulnerable al acercarse demasiado a él, en cualquier sentido.
Predeciblemente, mientras caminaba con fingida tranquilidad por el pasillo, sus sentidos, saltando con una agitada expectación, ganaron altura. Estar a menos de cuatro pies de él no era una buena idea. Aun así…
La luz de la ventana tras ella cayó sobre Royce, iluminando su rostro mientras, sentado, la miraba.
Había algo en su expresión, generalmente tan poco expresivo. No cansancio, sino más bien resignación… así como una sensación de… tensión emocional.
Tal observación la desconcertó, justo cuando tenía lugar otro desconcertante hecho. Minerva fijó su mirada en sus oscuros ojos.
– ¿Cómo sabías que estaba ahí?
– Estaba en el pasillo junto a su habitación. Te vi salir, y te seguí.
Minerva se detuvo en el pasillo junto a él.
– ¿Por qué?
La luz de la luna no llegaba a sus ojos; estos examinaron su rostro, pero Minerva no pudo leerlos, no más de lo que podía adivinar de sus pensamientos por la cincelada perfección de sus rasgos, aunque estos aún contenían esa tensión, una necesidad, quizá, o un ansia; a medida que el silencio se extendió lo sintió con más claridad… honesto, sincero, directo.
Real.
Un rizo de negro cabello había caído sobre su frente; sin pensarlo, Minerva extendió la mano y lo apartó de su rostro. Con sus dedos seducidos por la rica suavidad, y el matiz sensual, dudó, y después comenzó a retirar la mano.
El la cogió, atrapándola con la suya.
Minerva lo miró a los ojos, sorprendida.
Royce la mantuvo hechizada un largo momento y después, entrelazando sus dedos con los de ella, giró la cabeza y, lenta y deliberadamente, presionó sus labios contra su palma.
El sorprendente calor saltó como una chispa en su interior; el descaradamente íntimo toque la hizo estremecerse.
Royce movió la cabeza; sus labios vagaron hasta su muñeca, para otorgar allí una igualmente íntima caricia de amante.
– Lo siento -Las palabras la alcanzaron en un oscuro susurro mientras sus labios abandonaban su piel. Sus dedos se movieron sobre los de ella, encerrando su mano en la suya. -No pretendía que fuera así, pero… no puedo esperarte más.
Antes de que su cerebro pudiera descifrar el significado de aquellas palabras, y mucho menos reaccionar, Royce se puso de pie y, colocando su hombro contra su cintura, y usando el impulso para elevarla… con un único y suave movimiento la colocó sobre su hombro.
– ¿Qué…? -Desorientada, miró su espalda.
Royce se giró hacia la puerta.
Minerva se agarró a la parte de atrás de su chaqueta.
– Por el amor de Dios, Royce… ¡bájame! -Le hubiera dado una patada, o hubiera intentado bajarse de su duro hombro, pero él pasó un brazo de acero sobre la parte de atrás de sus rodillas, fijándola en su posición.
– Lo haré. Pero estate quieta un par de minutos.
¿Un par de minutos? Ya había salido al pasillo.
Agarrando la parte de atrás de su abrigo con ambas manos, miró a su alrededor, y después se agarró con fuerza cuando comenzó a subir; a través de la penumbra reconoció el vestíbulo ante las escaleras oeste de la torre… y las vio alejarse.
Un terrorífico pensamiento se formó en su mente.
– ¿Adónde me llevas?
– Ya lo sabes. ¿Quieres que te lo diga?
– ¡Sí!
– A mi cama.
– ¡No!
Silencio. No hubo respuesta, ni reconocimiento de ningún tipo.
Llegó a la galería y giró hacia sus habitaciones. Cualquier duda sobre lo que pretendía hacer se había evaporado con lo que había dicho. Se dio cuenta de lo desvalida que estaba; no podría evitar que aquello ocurriera sencillamente porque no sería capaz, no una vez que él la hubiera rodeado con sus brazos y la hubiera besado.
Solo el pensamiento de sus manos (sus inteligentes y maliciosas manos) sobre su piel de nuevo la hizo estremecerse por la anticipación.
Desesperada, se aferró a su espalda, luchando por separarse lo suficiente para conseguir meter aire en sus pulmones.
– ¡Royce, para! -Vertió cada onza de dominio que pudo reunir en su tono de voz. Como no se detuvo, rápidamente continuó. -Si no me bajas en este mismo instante, gritaré.
– Déjame aconsejarte una cosa… nunca amenaces con algo que no estés dispuesta a hacer.
Furiosa, inhaló aire profundamente, lo contuvo… esperó.
Sus zancadas no flaquearon.
Pero entonces se detuvo.
La esperanza ardió… solo para ser sofocada por una oleada de decepción.
Antes de que pudiera descubrir lo que sentía realmente, el había continuado caminando, y después se había girado. Su mirada se posó en la hilera de sus esferas armilares. Estaban en su salita de estar. Su última oportunidad de ser salvada, por cualquier método, murió cuando oyó que la puerta se cerraba.
Esperó, sin aliento, a que la bajara. En lugar de eso caminó hasta la siguiente puerta, la cerró tras ellos y continuó cruzando su dormitorio.
Hasta los pies de su enorme cama con dosel.
Se detuvo y la agarró de la cintura; inclinó su hombro y la bajó suavemente, con sus pechos contra su torso, hasta que sus pies tocaron el suelo.
Ignorando valientemente la súbita precipitación de su pulso, y sus ávidos sentidos, fijó sus ojos entornados en los de Royce, mientras este se incorporaba.
– No puedes hacer esto -Su afirmación era absoluta. -No puedes traerme aquí sin más y -Gesticuló alocadamente -¡violarme!
Era la única palabra en la que pudo pensar que encajaba con la intención que ahora veía en sus ojos.
La examinó un instante, después elevó las manos, encuadrando su rostro. Lo inclinó mientras se acercaba, de modo que sus cuerpos se tocaron, se rozaron mientras, con los ojos fijos en los de ella, inclinaba su cabeza.
– Sí. Puedo.
Su afirmación la desarmó. Sonó con una convicción innata, con la abrumadora confianza que había sido suya de nacimiento.
Cerró los párpados y se preparó para el asalto.
No llegó.
En lugar de eso, él bebió de sus labios, con una suave, tentadora y seductora caricia.
Los labios de Minerva estaban ya hambrientos, y su cuerpo latió con necesidad cuando Royce levantó su cabeza justo lo suficiente para atrapar sus ojos.
– Voy a violarte… a conciencia. Y te garantizo que disfrutarás de cada segundo.
Lo haría; sabía que lo haría. Y ya no sabía ningún modo de evitarlo… Estaba perdiendo rápidamente de vista la razón por la que debería hacerlo. Buscó sus ojos, su rostro. Humedeció sus labios. Miró los de Royce, y no supo qué decir.
Qué respuesta quería expresar.
Mientras lo miraba, él sonrió. Sus labios, delgados, duros, aunque móviles, cuyos extremos se curvaban hacia arriba ligeramente, eran invitadores.
– No tienes que decir nada. Solo tienes que aceptar. Solo tienes que dejar de resistirte… -Susurró las últimas palabras mientras sus labios bajaban hasta los de ella. -Y dejar que ocurra lo que los dos queremos.
Sus labios se cerraron sobre los de Minerva de nuevo, aún suaves, aún persuasivos, aunque el ama de llaves sintió la casi desatada ansia en las manos que acariciaban su rostro. Levantó una mano y la cerró sobre el dorso de una de las de Royce… y supo de corazón que su suavidad era una fachada.
Había dicho violación, y eso era lo que pretendía.
Como para darle la razón, sus labios se endurecieron y se hicieron más firmes; ella sintió su ansia, probó su pasión. Esperaba que él separara sus labios, reclamando su boca sin más invitación… pero de repente controló la pasión que estaba a punto de liberarse.
Lo suficiente para separar sus labios de los de Minerva un centímetro y pedir:
– Si no quieres saber cómo es acostarse conmigo, dilo ahora.
Minerva había soñado con ello, había fantaseado sobre ello, había pasado largas horas preguntándoselo… mirando la rica oscuridad de sus ojos, y el calor que ya ardía en sus profundidades, sabía que no lo rechazaría, que aprovecharía la oportunidad.
– Si no me deseas, dímelo ahora.
Sus palabras chirriaron, profundas y graves.
Sus labios planearon sobre los de ella, esperando una respuesta.
Una de las manos de Minerva yacía sobre su pecho, extendida sobre su corazón; podía sentir su latir pesado y rápido, podía ver en sus ojos, bajo toda aquella pasión, una sencilla necesidad… una que le suplicaba, que la afectó.
Que necesitaba que ella la apaciguara.
Si no me deseas…
El la deseaba.
Levantó la cara, acortando la distancia, y lo besó.
Sintió un fugaz momento de sorpresa, y después asimiló el permiso implícito.
Sus labios se cerraron sobre los de ella… vorazmente. Royce llenó su boca, capturó su lengua y la acarició, apresó sus sentidos, uniéndolos a los suyos. Exigió, demandó; incluso mientras sus manos se apartaban de su rostro y sus brazos se cerraban a su alrededor, como bandas de acero atrayéndola hasta él, encerrándola inflexiblemente contra su duro cuerpo, Royce la atrajo a un cálido intercambio que aumentó rápidamente, en ansia y urgencia, hacia otro plano.
El alimentó su fuego, su pasión, y más. Le dio, presionó en ella, un toque de cruda posesión, un augurio sin disfrazar y sorprendentemente explícito de lo que estaba por venir, de su ansia desatada y de su propia embriagada respuesta.
De su rendición definitiva.
De que en realidad nunca hubo ninguna duda.
El chal se deslizó de sus hombros hasta el suelo. Apenas pudo encontrar algo de prudencia en aquella tormenta de sentimientos, y poco pudo hacer en aquella primera y turbulenta ráfaga de pasión y deseo que había sido provocada por el beso.
Porque aquello era mucho más de lo que había compartido con él antes. Royce había dejado caer las riendas que normalmente sostenía, y había dejado libre su deseo para que la devorara.
Así se sintió ahora, cuando él cerró una mano sobre su pecho. No había nada dulce en su toque; Minerva jadeó a través del beso, sintiendo cómo se arqueaba sin remedio por la caricia… toda posesiva pasión, expertamente ejercida. Sus dedos se cerraron y ella se estremeció, sintió que la palma de la mano de Royce ardía a través de las capas de tela que protegían su piel. Sintió una ardiente ráfaga de deseo, que se combinaba con el de él, se retorcía, subía, y la colmaba.
Y la tomaba. La forzaba. La aplastaba.
En ese instante, Minerva dejó a un lado todas sus reservas y se preparó para disfrutar del momento y de todo lo que este podía proporcionarle. Se liberó para tomar todo lo que él le ofrecía, para deleitarse con cualquier cosa que se pusiera en su camino. Para aprovechar el momento que el destino le había proporcionado para vivir sus sueños… incluso si era solo por una noche.
La decisión resonó en su interior.
Aquello era lo que había deseado toda su vida.
Extendió la mano para atraparlo. Deslizó sus dedos en el cabello de Royce, tensándolos sobre su cráneo… y besándolo. Dejó que su propio deseo creciera y respondiera al de Royce… dejó que su propia pasión fuera libre para responder a la del duque. Para equilibrar la escala tanto como pudiera.
Tanto como fuera posible.
La respuesta de Royce fue tan poderosamente apasionada que hizo que se le erizara la piel. Inclinó la cabeza, profundizando el beso, y tomando completa y absoluta posesión de la boca de Minerva. La mano cerrada sobre su hinchado pecho alivió su presión; la deslizó hacia abajo, sobre su cintura, su cadera, alrededor y abajo para cerrarse, descaradamente posesiva, sobre su trasero.
La levantó hasta colocarla sobre él, hasta que la dura asta de su erección se aplastó contra su pubis. Presa del beso, atrapada en sus brazos, no pudo contener la marea de sensaciones que envió a través de ella cuando, con un deliberado y practicado movimiento de sus caderas, empujó contra ella.
Apenas capaz de respirar, se aferró a él mientras, con ese sencillo y explícito movimiento repetitivo, avivó su fuego hasta que incineró su mente, y después continuó moviéndose deliberadamente contra ella con la cantidad justa de presión para alimentar las llamas… hasta que ella pensó que iba a gritar.
Royce quería estar en su interior, quería hundir su vibrante verga profundamente en su lujurioso cuerpo, sentir su húmeda vagina cerrarse con fuerza a su alrededor y liberar su feroz dolor, después de poseerla totalmente; lo necesitaba más de lo que había necesitado nada en su vida.
El ansia y la necesidad latían en sus venas, agitado y exigente; sería muy fácil levantarle las faldas, levantarla a ella, liberar su miembro y atravesarla… pero mientras la deseara con aquella cegadora urgencia, algún instinto igualmente fuerte, igualmente violento, deseaba demorar el momento. Deseaba hacer que durara… extender la anticipación hasta que ninguno de los dos pudiera más.
Nunca había estado cegado, una mujer nunca lo había reducido a ese estado… su lado más primitivo sabía que la mujer que estaría en sus brazos aquella noche lo haría.
No fue el control lo que le permitió retroceder, no fue nada parecido a un pensamiento lo que lo condujo mientras la bajaba hasta sus pies, atrapando sus sentidos una vez más con sus besos (una unión evocativamente explícita y cada vez más caliente de sus bocas), y la guió alrededor de los pies de la cama.
Un segundo después, las manos de Minerva se apartaron de la cabeza de Royce, se deslizaron hacia abajo sobre sus hombros, y después más aún, hasta llegar hasta los botones de su chaqueta.
Royce tenía curiosidad sobre lo directa que sería ella, sobre lo abiertamente demandante que se mostraría, así que dejó que la desabrochara; cuando Minerva deslizó la mano hacia arriba e intentó quitarle el abrigo de los hombros, él se vio forzado a liberarla para quitárselo él mismo y dejar que cayera mientras encontraba los lazos de su vestido y los desabrochaba.
En ningún momento permitió que ella rompiera el beso… su hambriento, avaricioso y devorador beso. La llevó de nuevo hasta el calor y las llamas, la atrajo contra él mientras apartaba su vestido, deslizaba una palma debajo y encontraba la delicada seda de su camisola como última barrera, separando su mano de la piel.
Un impulso lo aguijoneó para que rasgara la tela; lo constriñó, pero la idea actuó como una espuela. No perdió tiempo y apartó el vestido de sus hombros y por sus brazos, empujándolo sobre sus caderas, dejando que cayera hasta el suelo mientras desataba los lazos en los hombros de su camisola, y la enviaba abajo también.
Levantó la cabeza, contuvo el aliento y retrocedió.
Sorprendida (por su repentinamente expuesto estado, pero incluso más por la pérdida del duro calor y del ansia elemental de su boca), Minerva retrocedió hasta la cama e intentó permanecer vertical mientras sus sentidos giraban.
Estaban concentrados en él, alto, de hombros anchos, de constitución poderosa, atractivo como el pecado y dos veces más peligroso… a un paso de distancia.
Una parte de su mente le decía que corriera; otra sentía que debía tensarse, usar sus manos para cubrirse, al menos hacer alguna demostración de pudor (estaba totalmente desnuda frente a él), pero el calor en sus oscuros ojos mientras examinaban su cuerpo era lo suficientemente caliente para abrasar, para quemar todas sus inhibiciones y dejarla ansiosamente curiosa.
Ansiosamente fascinada.
Extendió la mano hasta el chaleco que ya había abierto, pero el duque la bloqueó, apartando su mano con un gesto que decía "Espera".
Sus ojos no habían abandonado su cuerpo. Su mirada continuó recorriendo sus curvas, la hendidura de su cintura, el destello de sus caderas, las largas y suaves líneas de sus muslos. Se detuvieron, abrasadores, evaluándola, descaradamente posesivos sobre los rizos en la unión de sus muslos.
Después de un momento, su mirada bajó.
Y ella se dio cuenta de que no estaba totalmente desnuda; tenía puestas las ligas, las medias y los zapatos.
Royce se quitó el chaleco y lo dejó caer mientras arrodillaba ante ella. Agarró una cadera desnuda, se inclinó y presionó sus labios en los rizos que había examinado. Minerva sintió que sus entrañas se fundían, y buscó detrás con las manos para apoyarse en la cama, dejó caer su cabeza hacia atrás mientras el calor de sus labios se hundía en ella, y después la lamía con destreza… un habilidoso lamido de su educada lengua sobre su carne más sensible.
Se arqueó, contuvo su aliento… para sofocar un grito. Tomó aire y miró abajo mientras él retrocedía, y se recordó a sí misma que el duque pensaba que tenía experiencia.
Royce no la miró para ver su reacción sino para colocar sus dedos en una liga y bajarla lentamente junto a la media. Inclinó su cabeza mientras lo hacía y con sus labios trazó una línea de pequeños y tentadores besos por la cara interna de su pierna, desde el muslo hasta la rodilla.
Para cuando terminó de quitarle las medias y los zapatos, lo único que la mantenía en pie eran sus brazos.
Tenía los párpados pesados; por debajo de las pestañas observó cómo la miraba y después se incorporaba lentamente.
Quitándose el broche dorado de su pañuelo, lo tiró a la cómoda cercana, y luego deshizo los pliegues, con tensión en sus movimientos. Se lo quitó, desató los nudos de su camisa en el cuello y los puños, y después agarró y tiró del fino lino hacia arriba, para quitárselo.
Revelando su pecho.
A Minerva se le hizo la boca agua. Solo lo había visto antes un momento, en el baño. Sus ojos lo recorrieron, bebiendo en aquella visión, y después se detuvieron deleitándose en cada elemento evocativamente masculino… los amplios y más definidos músculos que se extendían sobre la parte de arriba de su pecho, los esculpidos abultamientos de su abdomen, la banda de rizado cabello negro que manchaba su amplitud, y la línea más estrecha que señalaba abajo y que desaparecía bajo la cinturilla de su pantalón.
Observó el juego de sus músculos bajo su tensa piel mientras él se inclinaba y se quitaba los zapatos y las medias.
Entonces se incorporó, y sus dedos desabrocharon los botones de su pantalón.
Minerva sintió la urgencia de levantar una mano y decirle que parara, atrapada por el pánico. O al menos que aminorara el ritmo y le diera tiempo para prepararse.
Con los ojos sobre el cuerpo de su ama de llaves, el duque se quitó los pantalones y los tiró a un lado, se incorporó y caminó hacia ella.
Su mirada se clavó en su falo, largo, grueso y muy erecto, elevándose desde un nido de vello negro en su ingle; su boca se secó completamente. Su corazón le latía en las orejas, pero él no parecía oírlo.
Como la mayoría de los hombres, Royce no parecía tener concepto de modestia… además, con un cuerpo como el suyo, ¿por qué debería sentir timidez?
Ella se sentía… abrumada.
Royce era todo músculo… y era grande. Definitivamente grande.
Estaba segura de que él sabía lo que estaba (estaban) haciendo, lo que iban a hacer, pero no podía imaginarse como él (aquello) iba a encajar en su interior.
Solo el pensamiento la hizo sentirse mareada.
Se detuvo ante ella, tan cerca como pudo debido a que ella no había desviado su mirada. Minerva no levantó la cabeza, no podía separar sus ojos de aquella impresionante demostración de deseo masculino.
De un deseo que ella le provocaba.
Se lamió los labios, extendió la mano hasta la sólida verga y la envolvió con una mano hasta la mitad de su longitud. Sintió cómo se endurecía bajo su roce.
Sintió que su cuerpo se tensaba, más duro, también, y levantó la mirada a tiempo para ver que cerraba los ojos. Sus dedos no se encontraban, pero ella deslizó la mano hacia abajo, absorbiendo la contradictoria textura del terciopelo sobre el acero, recorriéndola hasta la base, y miró abajo para ver su mano acariciando su vello, y después cambió de dirección, ansiosa por explorar el amplio glande. Royce siseó por el placer cuando ella lo alcanzó, y después lo liberó y recorrió con las puntas de sus dedos sus hinchados contornos.
Royce cogió su mano… con fuerza; cuando Minerva levantó la mirada hasta su rostro, él suavizó su agarre.
– Después -Su voz era un grave gruñido.
Minerva parpadeó.
Royce apretó la mandíbula mientras elevaba la mano de Minerva hasta su hombro.
– Podrás tocarme y sentir todo lo que quieras después. Justo ahora, yo quiero sentirte a ti.
Sus manos se deslizaron alrededor de su cintura hasta su espalda. La separó de la cama… hacia él.
Nada la había preparado para aquella conmoción táctil. Para la sacudida de pura sensación que la atravesó como un rayo, dejando sus nervios agotados, dejándola jadeando, luchando por conseguir meter aire en unos pulmones que estaban cerrados.
¡Era tan atractivo! Su piel la abrasaba, pero tentadora… nunca tenía suficiente. Suficiente de su duro torso contra sus pechos, de su vello rizado erosionando sus pezones ligeramente, de un modo inexplicablemente delicioso. Suficiente de la sensación de la larga longitud de sus muslos de acero contra los suyos, suficiente de la promesa de la rígida verga entre sus muslos, presionada contra su vientre.
La falta de aire casi la hizo desvanecerse, pero el instinto la empujó hacia él mientras sus brazos la rodeaban, un instinto lascivo que hizo que se retorciera contra el duque, buscando instintivamente la mejor postura, deseando el máximo contacto, todo lo posible de su calor masculino.
Quería bañarse en él.
Royce inclinó la cabeza y tomó su boca de nuevo, la llenó, la reclamó, poseyó la deliciosa suavidad justo como pretendía poseer su cuerpo… lentamente, repetitivamente, y a conciencia.
Al fin, la tenía donde la quería: desnuda en sus brazos. El primer pequeño paso para la realización. No tenía que pensar para tener el resto de su campaña adornada en su cerebro; su primitivo instinto ya lo había grabado allí.
La quería desnuda, desvalida, estremeciéndose, gimiendo y suplicando que la tocara.
La quería tumbada, totalmente desnuda, sobre sus sábanas de seda, con los pechos hinchados y erectos, con las marcas de su posesión claras sobre su inmaculada piel.
La quería jadeando, con sus blancos muslos totalmente abiertos, su sexo rosado e hinchado, brillando con invitación mientras le suplicaba que la llenara.
La quería retorciéndose bajo su cuerpo mientras lo hacía.
La quería hasta el orgasmo, pero no hasta que la penetrara… quería que se deshiciera en el momento en el que la envainara. Quería que recordara aquel momento, que se quedara grabado en su memoria sensual… el momento en el que la penetró por primera vez, el momento en el que la llenó, en el que la poseyó.
Era Wolverstone, el todopoderoso e incuestionable señor de sus dominios.
Lo que quería, lo conseguía.
Se aseguraba de ello.
Se aseguró de que, usando sus manos, sus labios y su lengua, despertara cualquier terminación nerviosa que ella poseyera, excitándola, alimentando su hambre, almacenando su deseo, atrayendo su pasión, aunque sin satisfacerlo en lo más mínimo.
Con habilidad, hizo que crecieran, que brotaran, que aumentaran y que la llenaran.
Hasta que, en un estremecedor gemido, ella cogió su mano y la atrajo hasta su pecho. Presionó sus dedos con fuerza contra su firme carne.
– Deja de jugar, malvado.
Royce habría chasqueado la lengua, pero su garganta estaba demasiado tensa por el deseo reprimido; en lugar de eso, hizo lo que le ordenó, y dio una palmada a su pecho, lo amasó evocativamente, y después la recostó sobre la cama para poder usar ambas manos en ella al mismo tiempo.
Hasta que sollozó, y extendió la mano hasta su erección.
El cogió su mano, la sostuvo mientras echaba hacia atrás las mantas de la cama, y después la liberó, la cogió en sus brazos, y la tendió sobre las sábanas de seda escarlata. La dejó en el centro de la cama, con la cabeza sobre los almohadones, y se extendió junto a ella, llevó los labios y la lengua hasta su pecho, y se torturó a sí mismo torturándola a ella.
Cuando empezó a gemir incontrolablemente, con las manos hundidas en su cabello, tirando con fuerza mientras se retorcía y lo sostenía contra ella, Royce bajó, degustando su piel húmeda por la pasión mientras lo hacía, separando sus muslos, acomodándose entre ellos para lamerla ligeramente, y recorriendo su sexo con las puntas de los dedos.
Hasta que, jadeando, Minerva levantó la cabeza, lo miró y, con los ojos brillando por el insaciable deseo, suspiró:
– Por el amor de Dios, tócame bien.
Sus rasgos eran granito, pero, interiormente, sonrió mientras retrocedía. Entonces le dio lo que le había pedido, insertando un dedo, y después dos, en su tensa vagina, profundamente, pero evitando cuidadosamente que obtuviera su liberación.
Minerva se estremeció; respirar era una batalla mientras luchaba por absorber cada lasciva caricia íntima, mientras sus sentidos, totalmente concentrados, absorbidos, atrapaban ávidamente todo lo que podían de cada lento empujón de sus dedos en el interior de su cuerpo… descubriendo que eso nunca era suficiente.
No era suficiente para hacer brotar sus ya liberados sentidos, no era suficiente para llenar el vibrante vacío abierto en su interior.
Minerva sentía toda su piel enardecida. Las llamas de la pasión lamían su interior ávidamente, hambrientas, justo por debajo de su piel; pero sin importar cómo ardiera, el horno en su interior solo llameaba caliente, esperando.
Una parte distante de su mente sabía lo que Royce estaba haciendo… era lo suficientemente consciente para sentirse agradecida; si él iba (y sabía que lo haría) a introducir su hinchado falo en su interior, quería estar tan preparada como fuera humanamente posible.
Pero… Ya estaba mojadísima… y desesperada. Totalmente desesperada por sentir y experimentar todo lo demás. Lo deseaba sobre ella, quería sentir cómo se unía con ella.
Finalmente comprendió lo que guiaba a las mujeres prudentes a desear a un amante como él.
Su cuerpo se retorció bajo las manos del duque. Apenas pudo encontrar aire suficiente para jadear:
– Royce…
Un gemido le expresó el resto de su súplica sin palabras.
Una que él entendió; una que ella entendió de repente que había estado esperando. Royce dejó los dedos enterrados en su sexo, se incorporó, y su largo cuerpo se deslizó sobre el de ella, se apoyó en uno de sus codos, y colocó sus labios entre sus muslos abiertos.
Sacó los dedos de su resbaladiza vagina, colocó la amplia cabeza de su erección entre sus labios, en la entrada, y se colocó sobre ella mirándola a la cara.
Con los ojos entornados miró los ojos oscuros de Royce.
– ¿Me deseas dentro de ti? -Su voz era tan grave que apenas pudo entender las palabras.
Liberó las sábanas que sus manos tenían aferradas, las extendió, y hundió sus dedos en la parte superior de los brazos de Royce, atrayéndolo hacia ella… o intentándolo.
– Sí-susurró. -¡Ahora!
Sus rasgos, grabados por la pasión, no cambiaron, pero Minerva sintió su inmensa satisfacción. Entonces (para su también inmensa satisfacción), la obedeció en ambas peticiones.
Dejó que su cuerpo cayera sobre el de ella, y sus sentidos cantaron con una delirante delicia… todo aquel calor, todo aquel sólido músculo, todo aquel pesado cuerpo clavándola a la cama. Pero entonces bajó la cabeza, y tomó su boca de nuevo, la llenó de nuevo… algo que no había estado esperando y que momentáneamente la distrajo.
Entonces flexionó sus caderas, y nada pudo distraerla de la presión mientras la penetraba (lenta e inexorablemente), y entonces se detuvo.
Minerva casi gritó; gimió, y el sonido quedó atenuado por sus labios cerrados. De repente más desesperada de lo que jamás había pensado que estaría, hundió las uñas en los brazos de Royce, retorciéndose y arqueándose contra él, inclinando sus caderas, intentando acogerlo más profundamente, necesitada, suplicante…
El empujó con fuerza en su interior. La llenó completamente con aquel único embiste.
Y no pudo absorberla toda de una vez. El breve destello de dolor, la abrumadora conmoción de la sensación de tenerlo tan sólido y duro en su interior, la consciencia de que aquello estaba sucediendo realmente… sus sentidos comenzaron a desenredarse.
Royce se quedó inmóvil un largo momento, y entonces se retiró, casi hasta su entrada, y después empujó con más fuerza, incluso más profundamente… y los nervios de Minerva se rompieron. Gritó mientras se hacían añicos; Royce se deleitó con aquel sonido.
Y Minerva se vio arrastrada por una espiral de éxtasis infinito, con sus sentidos expandiéndose y expandiéndose, brillantes, agudos, cristalinos, mientras oleadas de sensaciones, cada vez más intensas, la atravesaban… mientras él llenaba su boca y la reclamaba, mientras su cuerpo se movía sobre el de ella, y el suyo respondía y bailaba bajo el de Royce, respondiendo instintivamente al profundo ritmo mientras la poseía totalmente (mientras la violaba a conciencia) y todas sus entrañas cantaban.
Entonces el éxtasis se hizo más agudo, la cogió por sorpresa y la empujó incluso más alto… el duque gruñó, capturó su lengua con la suya, la acarició, y después la empujó profundamente en su boca mientras se adentraba incluso con mayor fuerza en su cuerpo.
Y Minerva se deshizo de nuevo.
Todos sus sentidos, cada partícula de su conciencia, implosionaron. Se fragmentaron. Agujas de placer tan intensas que parecían estar atravesando sus venas, mezclándose y haciéndola arder bajo su cuerpo, la hicieron agarrarse a él y abrazarlo mientras la penetraba una última vez, incluso más profundamente, y después se tensó, gruñó, se estremeció mientras la liberación lo recorría, tan profunda e intensa como la de ella, dejándolo exhausto y desvalido entre los brazos de Minerva.
Toda la tensión se liberó, desapareció, y se quedaron flotando en un feliz vacío, rodeado por una gloria dorada a la que Minerva no podía dar nombre.
Los atrapó, los acunó, los protegió mientras lentamente volvían a la tierra.
Aquel arrobamiento dorado se filtró en su cuerpo, se extendió por sus venas, por su cuerpo, y se hundió profundamente en su corazón, infundiendo su alma lenta y suavemente.
Royce se había perdido en ella.
Aquello nunca le había ocurrido antes; lo había dejado con cierto sentimiento de cautela.
Algo había cambiado. No sabía qué, pero ella había abierto alguna puerta, lo había guiado por un nuevo camino, y su visión de una actividad de la que llevaba años disfrutando se había visto alterada.
Su experiencia de aquel acto se había visto rescrita, redibujada.
Estaba familiarizado con la satisfacción sexual, pero aquello era mucho más. La liberación que había encontrado en ella, en su interior, era infinitivamente más saciante; la satisfacción que había encontrado con ella había alcanzado su alma.
O eso sentía.
Royce estaba junto a la ventana sin cortinas de su habitación, y miró el exterior, a la noche iluminada por la luna. Levantó el vaso de agua que sostenía, bebió, y deseó que aquel trago pudiera enfriar el aún humeante calor de su interior.
Pero solo una cosa podía hacerlo.
Miró su cama, donde Minerva dormía. Su cabello era un mar dorado rompiendo sobre sus almohadas, su rostro el de una tranquila madona, y uno de sus blancos brazos caía elegantemente sobre la colcha dorada y escarlata que había extendido para que no tuviera frío.
Había memorizado la visión de Minerva desnuda y saciada sobre sus sábanas escarlata antes de taparla. Ella había sangrado bastante al final, apenas un par de hilos en el interior de sus muslos, lo suficiente para confirmar su previo estado inmaculado, pero no, como esperaba, lo suficiente para hacerla dudar sobre aceptarlo sobre ella de nuevo.
Su lado más primitivo estaba deleitado; la deseaba de nuevo, quería despertarla, pero había decidido ser civilizado y darle algo de tiempo para recuperarse. No había estado en su interior demasiado tiempo; su sexo había estado tan increíblemente ceñido que su orgasmo había provocado el de él. Incapaz de mantener el control, no había podido contenerse, pero eso también significaba que no la había penetrado demasiado tiempo; con suerte no estaría demasiado dolorida para dejarle penetrarla de nuevo.
Al menos estaba allí, donde se suponía que debía estar.
Mantenerla allí, asegurarse de que permanecía, era su siguiente paso. Uno que nunca había dado (que nunca había deseado dar) con ninguna otra mujer.
Pero ella era suya. Tenía intención de dejar eso claro (de proponerlo, y ser aceptado) cuando ella se despertara.
Considerando esa proposición, y como sería mejor pronunciarla, su mente volvió a la sorpresa que ella había tenido para él… el pequeño secreto que había estado escondiéndole tan sorprendentemente bien.
Ella nunca había tenido un amante. A pesar de haber estado tan concentrado en ella, a pesar de su experiencia, no había detectado su inexperiencia; en lugar de eso lo había dado por sentado, y se había equivocado.
Hundido en su boca, mientras se unía a ella tanto como era posible, había sido consciente del instante de dolor mientras la penetraba por primera vez; tenía demasiada experiencia para no reconocer cuándo una mujer bajo él se tensaba por el dolor, en lugar de por el placer.
Pero incluso mientras asimilaba el asombroso hecho de que ella hubiera sido virgen, ella había comenzado a tener un orgasmo. Justo lo que él pretendía.
La inesperada oleada de primitivos sentimientos al saber que se había llevado su virginidad, combinada con la intensa satisfacción de saber que había tenido éxito en el último detalle de su plan, lo habían despojado de todo control. Desde ese momento, no había tenido ninguno; había operado solo por instinto… el mismo poderoso y primitivo instinto que incluso ahora rondaba bajo su piel, satisfecho hasta cierto punto aunque aún ansioso de ella.
Apartó sus ojos de la cama e intentó concentrarse en el paisaje bañado por la noche del exterior. Si hubiera sabido que era virgen… no es que tuviera mucha experiencia con vírgenes (solo dos, ambas cuando tenía dieciséis años), pero al menos habría intentado ser menos rudo, menos vigoroso. Dios sabía que no era el hombre más adaptable, aunque… Miró la cama de nuevo, y tomó otro trago de agua.
Como había hecho con él en el resto de circunstancias, al acostarse con Royce, había sabido apañárselas bien.
Bastante bien, de hecho.
El pensamiento trajo a su mente su fascinación anterior por su erección… una fascinación que ahora entendía mejor; ella había querido tocarla, examinarla… el recuerdo de su pequeña mano y sus delicados dedos rodeando su verga tuvo el inevitable efecto.
Apretó la mandíbula y vació su vaso. Más tarde, había dicho; ahora era más tarde.
Ella se despertó antes de que él llegara a la cama. Dejó el vaso vacío en la mesita junto al lecho, la miró a los ojos mientras dejaba que la bata de seda que se había puesto cayera de sus hombros; levantó la colcha, se metió en la cama y se recostó. Ella se deslizó hacia él; esperándolo, Royce levantó un brazo, atrayéndola; ella dudó, y después se dejó, acomodándose indecisa contra él. Royce esperó, evaluando aún las posibles tácticas que podría tomar en la conversación que estaba a punto de iniciar.
Minerva encontró su calor, la solidez de su cuerpo y la calidez que emanaba su musculosa carne, ambas cosas confortantes y atrayentes. Los nervios que había tensado ligeramente se relajaron de nuevo. Minerva se hundió más profundamente en su ligero abrazo; su brazo se tensó a su alrededor, y parecía natural que levantara la cabeza y la acomodara en el hueco bajo su hombro, dejando que su mano descansara sobre su pecho.
Minerva contuvo un impulso de acurrucar su mejilla contra su músculo; él no era de ella, en realidad no… tendría que recordar eso.
Royce apartó un mechón de su cabello de su rostro.
El ama de llaves se preguntó si debía decir algo (algún comentario sobre su actuación, quizá), cuando él habló.
– Deberías haberme dicho que eras virgen.
En el momento en el que estas palabras salieron de sus labios, Royce supo que había escogido la frase incorrecta que decir, la táctica errónea para introducir su proposición.
Minerva se tensó, gradual pero definitivamente, y después levantó la cabeza y entornó los ojos mientras lo miraba.
– Entiende esto, Royce Varisey… No quiero oír ninguna palabra, absolutamente ninguna palabra, sobre matrimonio. Si mencionas esa palabra en relación conmigo, lo consideraré el más inexcusable insulto. Solo porque fuera la protegida de tu madre, y resulte (aunque no es culpa mía ni tuya) que aún fuera virgen, no es razón para que te sientas obligado a pedir mi mano.
Oh, Dios.
– Pero…
– No -Apretó los labios, y señaló la nariz de Royce. -¡Cállate y escucha! No tiene sentido que pidas mi mano (ni siquiera que pienses en ello) porque si lo haces, te rechazaré. Como bien sabes, he disfrutado de este -Se detuvo, y después continuó, gesticulando-… interludio inmensamente, y soy lo suficientemente adulta para asumir la responsabilidad de mis propias acciones, incluso si nuestros actos recientes fueron más tuyos que míos. Sin embargo, contrario a la popular idea equivocada, lo último, lo último que quiere escuchar una dama como yo después de acostarse con un hombre por primera vez es una proposición de matrimonio provocada por una equivocada noción de honor masculina.
Su voz había ganado intensidad. Lo miró con los labios tensos.
– Así que no cometas ese error.
La tensión que había en su cuerpo, recostado parcialmente sobre el de Royce, era del tipo equivocado. Con rasgos impasibles, examinó sus ojos; había cometido un error garrafal, y tenía que hacer una retirada estratégica. Asintió.
– Está bien. No lo haré.
Minerva entornó los ojos incluso más.
– ¿Y no intentarás manipularme?
Royce levantó ambas cejas.
– ¿Manipularte para que te cases conmigo porque me he llevado tu virginidad? -Negó con la cabeza. -Puedo asegurártelo, incluso te lo prometeré con mi honor.
Con los ojos fijos en los de él, Minerva vaciló, como si hubiera detectado la prevaricación en sus palabras. Royce le devolvió firmemente la mirada. Finalmente, la joven pronunció un suave "uhm", y se giró.
– Bien.
Se zafó de sus brazos, y comenzó a forcejear para librarse de las sábanas.
Royce extendió la mano y agarró suavemente su muñeca.
– ¿Qué estás haciendo?
Minerva lo miró.
– Me voy a mi habitación, por supuesto.
Los dedos de Royce se cerraron con fuerza.
– ¿Porqué?
Ella parpadeó.
– ¿No es lo que se supone que debo hacer?
– No -Con los ojos fijos en los de Minerva, metió la mano que sostenía de nuevo bajo las sábanas… hacia donde su erección se alzaba. Cerrando los dedos de Minerva alrededor de su rígida carne, observó que su expresión cambiaba a una de fascinación. -Esto es lo que se supone que tienes que hacer. Lo que se supone que tienes que atender.
Minerva lo miró. Estudió sus ojos, y después asintió.
– Está bien -Se giró hacia él, y cambió su mano derecha por la izquierda, acariciando su longitud con la palma de su mano, mientras se inclinaba hacia el duque. -Si insistes…
Royce se las arregló para afirmar:
– Insisto -Deslizó una mano bajo su nuca y acercó sus labios hasta los suyos. -Insisto en que aprendas todo lo que quieras saber.
Ella tomó su palabra, y lo acarició, tocó, apretó, y recorrió tanto como quiso. La sensualidad inconsciente y descuidada de su rostro mientras, con los ojos cerrados, como para imaginar su longitud, grosor y forma en su mente, exploraba lo que quería, puso su control hasta el límite, y más allá.
Se aferró a su cordura imaginando qué vendría después. Estaba a favor de sentarla sobre él, de penetrarla, y después de enseñarle a montarlo, pero descubrió que carecía de la fuerza necesaria para contrarrestar los impulsos que su inocente caricia estaba provocando. Entonces lo incitó y entró en ignición.
Minerva conectaba con su lado más primitivo mejor que ninguna otra mujer con la que hubiera estado nunca.
Reducido hasta el punto en el que el control era un delgado velo, apartó sus manos, la hizo darse la vuelta, separó sus piernas, la acarició, y la encontró mojada una vez más. Tomando aire profundamente, metió sus caderas entre sus muslos y la penetró (lentamente, lentamente, lentamente, lentamente), firme e inexorable hasta que su aliento quedó estrangulado en su pecho y se arqueó bajo su cuerpo, con un gemido fracturándose en sus labios mientras con un corto embiste final se metía completamente en su interior.
Dejándose caer sobre ella, sujetó su cadera con una mano, encontró su rostro con la otra y, bajando la cabeza, cubrió sus labios con los suyos, llenando su boca y marcando el mismo ritmo con ella que el que había fijado sobre su cuerpo.
Pasó un segundo, y entonces ella estaba con él, con las manos extendidas sobre su espalda, sosteniéndolo, aferrándose a él, con su cuerpo ondulándose, acariciándolo, y sus caderas alzadas para encajar con su ritmo. Liberó su cadera, encontró su rodilla, y la levantó sobre su cadera.
Sin más indicación, ella subió esa rodilla más, y después hizo lo mismo con la otra pierna, abriéndose para que Royce pudiera hundirse en ella con mayor profundidad, sin ninguna limitación que los apartara de su camino cada vez más fuerte, cada vez más rápido, hacia la inconsciencia.
Lo hizo; cuando ella se deshizo bajo él intentó contenerse, extender la unión y tomar más de ella, pero la tentación de volar con ella era demasiado grande… se dejó ir y siguió los pasos del orgasmo de Minerva, hasta que sus sentidos se hicieron añicos en una gloria de clímax.
Rodeado por sus brazos, con ella envuelta por los suyos, y sus corazones latiendo con fuerza, jadeando, volvieron gradualmente a la realidad.
Cuando Minerva se relajó bajo su cuerpo, Royce vio que una sutil sonrisa aparecía en sus labios hinchados por el beso. La visión lo conmovió extrañamente.
La observó hasta que se desvaneció cuando ella se deslizó, saciada, en el sueño.