CAPÍTULO 22

Minerva sintió el pinchazo de la aguja del pañuelo de Phillip, más como una oleada de terror que como otra cosa.

Había intentado no saltar, pero sus músculos se tensaron. Phillip se dio cuenta. La abofeteó, la zarandeó, pero cuando ella se removió, balbuceando, para luego caer de nuevo en estado comatoso, pronunció una obscenidad y se alejó una vez más enfadado.

Había empezado a caminar de nuevo, pero esta vez más cerca, mirándola todo el tiempo.

– Maldita seas cien veces. ¡Despierta de una vez! Quiero que estés despierta para que sepas qué es lo que te estoy haciendo, quiero que ofrezcas resistencia. Quiero oírte gritar mientras me abro paso dentro de ti. Te he traído aquí específicamente para eso, para mantenerte lo suficientemente alejada de la casa, y que el ruido del agua impidiera que nadie oyera ningún tipo de sonido, y así poder disfrutar de tus lloros y súplicas.

»Y de tus gritos, por encima de todo, de tus gritos.

»Quiero ver tus ojos, quiero sentir tu miedo. Quiero que sepas todo lo que te voy a hacer antes de acabar contigo.

De repente, se le acercó mucho para decir lo siguiente.

– No vas a morir rápido.

Ella apartó la cara de su aliento, intentando disimularlo como un gesto de sueño intranquilo.

Él le volvió la cara de nuevo, para mirarla fijamente al rostro.

– Estás simulando estar dormida. ¿No es así, Minerva?

Su tono era de burla, y la abofeteó de nuevo. Luego, nuevamente con un tono burlón, dijo:

– Veamos si te despiertas con esto.

Manoseándole los pechos, buscó con unos dedos que se le clavaban un pezón, rodeándolo. Sus senos eran cálidos y blandos, y ella abrió los ojos, mirando lo que tenía enfrente de ella.

Lo vio inclinado sobre ella, con una rodilla apoyada en la piedra de molino, y sus facciones distorsionadas en una máscara de pura maldad, con la vista puesta fija en donde su mano estaba apretando su carne. Sus ojos estaban encendidos, su otra mano estaba alzada, sosteniendo la aguja.

Ella, reuniendo todas sus fuerzas, lo empujó con ambas manos.

Soltando su pecho, él se echó hacia atrás, riendo triunfante. Antes de que ella pudiera hacer otro movimiento, le agarró el brazo. Tirando de él, la medio levantó, zarandeándola como un muñeco.

– ¡Zorra! Ha llegado la hora de tu castigo.

Ella luchó, pero él la zarandeó de nuevo, y luego la abofeteó.

El chasquido de su palma sobre su mejilla resonó por todo el molino.

Algo cayó al suelo.

Phillip se quedó quieto. Allí de pie, con sus rodillas contra la piedra de molino, sus piernas atrapadas, atadas con el lazo de su vestido de novia, y uno de sus brazos sujeto en una dolorosa presa, ella retuvo la respiración y miró hacia el andamio con cuerdas que unía ambos pisos.

El sonido había venido de la parte oriental baja del molino. En aquella parte del edificio no había puertas. Si alguien se aproximaba sin querer ser visto, debía hacerlo por ahí.

– ¿Royce? -dijo Phillip, esperando a continuación, pero nadie respondió.

Ni tampoco se escuchó nada más.

Él la miró, pero inmediatamente, apartó la vista para mirar hacia arriba, fijándose en la barandilla del andamio que unía las dos plantas. Sus ojos buscaron algún espacio abierto en la parte baja que había más allá.

Minerva notó cómo cambiaba su peso de un pie a otro. No estaba seguro de lo que estaba pasando. Aquello no entraba en su plan.

Ella fijó su mirada y sus sentidos en él, esperando su oportunidad.

Royce estaba en alguna parte de la planta baja. Sus sentidos también le decían que él estaba allí, pero Phillip no podía verlo porque había varias alacenas a lo largo de la barandilla. No lo vería a menos que Royce quisiera que lo viera.

Dándose cuenta aparentemente de esto, Phillip gruñó, cogiendo el brazo de ella con ambas manos. Llevándosela de la piedra de molino, la alzó, con su espalda sobre su tórax. Con una mano, la sostuvo justo en esa posición. La agarraba con tal fuerza que ella apenas podía respirar. Con su otra mano, él rebuscaba en su bolsillo. Cuando ella logró girar la cabeza, vio que estaba sacando una pistola.

La mantuvo abajo, a su lado. Ella sintió en su espalda cómo su pecho se tensaba, al igual que el resto de su cuerpo.

La estaba utilizando de escudo, y ella no podía hacer nada. Sus brazos estaban sujetos en una presa contra su cuerpo. Si ella luchaba, él tan sólo tendría que alzarla. Todo lo que podía hacer era apretar las manos en sus faldas, manteniéndolas tan en alto como pudiera, al menos para que sus pies estuvieran libres, y esperar una oportunidad. Esperar al momento justo.

Phillip estaba murmurando algo. Ella se obligó a concentrarse para escucharle. Nuevamente, hablaba consigo mismo, reestructurando su plan. La ignoraba como si fuera un peón sin escapatoria, sin que le supusiera ninguna amenaza.

– Él está en alguna parte, ahí abajo, pero está bien, no pasa nada. Mientras sepa que yo he sido el causante de la muerte de ella, sigo ganando. Y luego, lo mataré a él.

Él la alzó para llevársela mientras rodeaba la enorme piedra circular.

– Me pondré en la posición idónea, primero le dispararé a ella, y luego la tiraré por el andamio, para que caiga a su lado. Él estará tan conmocionado, ya que no se esperaba eso… habré acabado con todo para cuando ella llegue al suelo.

Su susurrante voz resonaba entre los dos mientras que él seguía desquiciado.

– Luego recargo, y le disparo cuando venga a por mí.

Ella notó que él miraba hacia arriba. Ella miró también en esa dirección, a los enormes postes que sostenían la rueda del molino.

– Él vendrá a por mí, seguro. Puede que no la ame, pero no me dejará ir habiendo matado así a su duquesa. Así que sí, vendrá a por mí, y yo tendré tiempo más que suficiente para recargar y dispararle, antes de que pueda alcanzarme.

Ahora ella percibió un tono triunfante en su voz.

– ¡Sí! ¡Eso es lo que haré! Así que primero, adoptemos posiciones.

Con una renovada confianza, volvió a tensar su brazo, levantando los pies de ella del suelo, y caminó hacia delante, hacia el hueco del andamio.

Minerva se estaba quedando sin tiempo, pero con su brazo reteniéndola en aquella presa, no había nada que pudiera hacer.

Por encima de su cabeza, Phillip seguía murmurando, así que ella apenas podía escucharle.

– Lo suficientemente cerca, pero con tiempo para recargar y disparar.

Ella no podía usar sus brazos, pero seguramente, podría patear lo suficiente para impedir que cargara el arma, o para desviar el disparo. Hiciera lo que hiciese, entonces sólo le quedaría un disparo, solo podría matar a una persona.

Si le disparaba a ella, no podría matar a Royce. Phillip intentó ponerse en posición; ella calculó la distancia, intentando preparar su patada…

Algo pasó rápidamente por delante de ellos, de izquierda a derecha, golpeando el cuerno de la pólvora, lanzándolo por los aires.

Algo golpeó el suelo de madera. Tanto ella como Phillip miraron instintivamente de qué se trataba.

Y entonces ella vio el cuchillo. El cuchillo de Royce.

Como la mayoría de los caballeros, tenía uno, pero él era el único que conocía que siempre lo llevaba consigo.

Un golpe seco hizo que sus cabezas dieran la vuelta.

Royce había saltado a la parte inferior del andamio. Estaba justo delante de ellos, con su mirada fija en el rostro de Phillip.

– Déjala ir, Phillip, es a mí a quien quieres.

Phillip gruñó de nuevo. Echándose hacia atrás, puso la pistola sobre el temporal de Minerva.

– Voy a matarla, y tú vas a ver cómo lo hago.

– Sólo vas a poder realizar un tiro, Phillip. ¿A quién vas a matar, a ella, o a mí?

Phillip se detuvo, balanceándose hacia atrás y hacia delante sobre sus talones, indeciso.

Su pecho sudaba.

Con un rugido, lanzó a Minerva a un lado, apuntando con la pistola a Royce.

– ¡A ti, te voy a matar a ti!

– ¡Corre, Minerva! -dijo Royce sin mirarla. -¡Por la puerta, los otros están fuera esperando!

Y diciendo esto, empezó a subir por el andamio a toda velocidad.

Cayendo a un lado de la piedra de molino, ella rebuscó presa de su nerviosismo por el interior de sus faldas.

Sentada, vio cómo Phillip sujetaba el brazo con el que sostenía la pistola con su otra mano. Su cara relucía con una sonrisa maníaca, riendo, mientras apuntaba al pecho de Royce.

Los dedos de Minerva rozaron el filo de su cuchillo. Ella no pensó, ni tan siquiera parpadeó.

Simplemente, lo lanzó.

El cuchillo se clavó en el cuello de Phillip.

El tosió ahogado, y luego, disparó.

El disparo llenó aquel lugar tan cerrado con una humareda, mientras Phillip daba traspiés.

Minerva se bajó de la piedra de molino. Sus ojos se clavaron en Royce cuando este apareció, deteniéndose ante Phillip, mirando cómo su primo se derrumbaba sobre el suelo. Ella examinó el cuerpo de su amado en un segundo, buscando la herida de bala, y casi se desmayó de alivio al comprobar que no había ninguna. Phillip había errado el disparo.

Minerva volvió a mirar a Phillip al rostro. Tras su máscara, estaba muy aturdido. En aquel instante, ella supo que él no tenía ningunas esperanzas de poder sobrevivir. Podía haber ido a cubrirse, pero en lugar de hacer eso, corrió hacia Phillip para darle a ella el tiempo suficiente para apartarse, y así asegurarse de que Phillip le dispararía a él.

Aspirando profundamente, fue a su encuentro.

Mientras, las puertas del molino se abrieron, y Christian y Miles aparecieron en la parte baja del andamio.

Llegando hasta Royce, puso una mano en su brazo. El la miró entonces a ella, directamente a los ojos, para luego fijarlos en el cuchillo que aún estaba clavado en el cuello de Phillip.

Los demás se reunieron a su alrededor. De entre sus expresiones se deducía una alegría inconmensurable, viendo luego cómo se guardaban de nuevo sus pistolas en las cartucheras y desaparecían los destellos de los cuchillos.

Royce respiró tranquilo, casi incapaz de creer que pudiera hacerlo y que Minerva estuviera a su lado, que pudiera sentirla allí, sana y salva, y que él siguiera vivo para poder sentir su reconfortante abrazo y su presencia vital.

Las emociones que se arremolinaban en su interior eran muy fuertes, pero él consiguió reducir la intensidad, y dejarla para más tarde.

Había una cosa más por hacer.

Algo que tan solo él podía.

Los otros habían formado un círculo a su alrededor. Phillip yacía retorcido, con el cuerpo doblado, y su cabeza no muy lejos del pie de Royce. Aquella herida que le había producido el cuchillo debería haberlo matado, pero por lo visto, no lo había hecho aún.

Royce se agachó a su lado.

– Phillip. ¿Puedes oírme?

Los labios de Phillip se retorcieron.

– Casi te venzo… casi…

Aquellas palabras apenas fueron un susurro, pero en aquel silencio, fueron lo suficientemente audibles.

– Tú eras el traidor, ¿no, Phillip? El que estaba en el Ministerio de Guerra. El único que mandó a Dios sabe cuántos ingleses a la muerte, y a quien los franceses le pagaron con un tesoro que ahora yace en el fondo del Canal.

A pesar de que sus ojos aún permanecían cerrados, los labios de Phillip se cerraron en una blasfema sonrisa.

– Nunca sabrás el éxito tan grande que obtuve.

Sintió cómo Minerva se acercaba, ya que con el rabillo del ojo pudo ver el lazo de marfil de su vestido. El giró la cabeza para hablar con ella.

– No mires.

Phillip respiró en lo que apenas era un siseo, apretando el rostro.

– Duele.

Royce lo miró de nuevo.

– Desgraciadamente, ni la mitad de lo que te mereces.

Y con una maniobra abrupta, le rompió el cuello.

Cuando lo soltó, su rostro se relajó.

Cogiendo el cuchillo, le sacó la hoja del cuello. De la herida tan solo manó un poco de sangre, ya que el corazón de Phillip había dejado de latir.

Limpió la hoja en el pantalón de Phillip, y luego se alzó, poniendo el cuchillo en su cinto.

Minerva le cogió de la mano, entrelazando los dedos con los suyos y apretándolos.

Christian dio un paso adelante, al igual que Miles y Devil Cynster.

– Dejad que nosotros nos ocupemos de esto -dijo Christian.

– Ya te has ocupado lo suficiente de nosotros, deja ahora que te devolvamos el favor.

Hubo un murmullo de apoyo a la propuesta entre todos los miembros del club Bastión.

– No me gusta sonar como una gran dama -dijo Devil, -pero creo que deberías volver a la celebración de tu boda.

Miles miró hacia Rupert y Gerald.

– Gerald y yo nos quedaremos para ayudar; conocemos la zona bastante bien. Lo suficiente como para simular un mortal accidente Supongo que es lo que necesitamos, ¿no?

– Sí -contestaron Rupert, Devil y Christian a la vez.

Rupert miró a Royce a los ojos.

– Minerva y tú tenéis que volver.

Finalmente les hizo caso. Devil, Rupert, Christian, Tony y los dos Jack acompañaron a Royce y a Minerva de vuelta al castillo, dejando a los otros preparando el "accidente" de Phillip. Royce sabía que era lo que harían. El desfiladero era más que conveniente para un caso como ese, y ocultar la herida de un cuchillo como aquel no sería muy difícil, pero apreció mucho el gesto de no determinar los detalles en presencia de Minerva.

Ella se apresuró tras él, con las faldas recogidas en un brazo para poder ir más deprisa.


En el instante en el que el castillo se hizo visible, las damas, a quienes se les había prohibido terminantemente poner un pie en los jardines hasta que sus maridos volviesen, y quienes, por una vez, habían obedecido, rompieron filas y corrieron hacia el norte a su encuentro.

Habían estado turnándose, algunas vigilando, mientras que otras se quedaban en el salón de baile. Letitia, Phoebe, Alice, Penny, Leonora y Alicia habían hecho los turnos de guardia. Rodearon a Minerva, y mientras, fueron dando parte de que todo estaba bajo control y que, a pesar de que las grandes damas sospechaban algo, ninguna había exigido que se le contara qué era lo que sucedía. A continuación, se dieron cuenta de que el vestido de Minerva podría delatarles, así que tendría que cambiarse.

– Y esto -dijo Leonora, -es nuestra excusa perfecta para decir dónde has estado. Este vestido es tan delicado, que nadie se sorprenderá al ver que te has cambiado, incluso a mitad de un desayuno de bodas.

– Pero debemos apresurarnos -dijo Alice, yendo de nuevo hacia la casa. -¡Venga, vamos!

En una nube de sedas y satén, las damas condujeron a Minerva de vuelta a las escaleras de la torre occidental.

Royce y sus compañeros intercambiaron miradas, suspirando luego profundamente, para por último, dirigirse hacia el salón. Deteniéndose ante la puerta, adquirieron expresiones tranquilas y relajadas, y luego, después de que Royce asintiera con la cabeza, los condujo de nuevo hacia los congregados.

Nadie sabía nada, nadie se preguntaba nada. Gradualmente, todos los que estuvieron involucrados en la batida volvieron en joviales grupos de tres o más personas. Las damas trajeron a Minerva de vuelta, lista para dar la explicación de su larga ausencia. Y cuando las grandes damas llegaron a preguntar por qué Royce mantenía a su esposa tan cerca tras él, por qué la rodeaba tanto con el brazo, y por qué ella no se separaba de él, sino que, por el contrario, parecía estar siempre sujeta a su brazo, nadie dio una explicación concreta de nada. La boda, las celebraciones del décimo duque -y duquesa-de Wolverstone, pasaron de una manera alegre, entretenida y, para desgracia de los cotillas, sin ningún incidente destacable.

Un tercio de los invitados se quedaron hasta última hora aquella tarde. Era la tarde antes de que Royce y Minerva desaparecieran, de que cerraran la puerta de su salón al mundo… y finalmente, se evaluaran.

Ella se detuvo en el centro de la habitación, se quedó allí un momento, y entonces inhaló y levantó la cabeza, se giró… y clavó su puño contra el brazo de Royce.

– ¡No te atrevas a hacer algo así nunca más!

Tan inamovible como una roca, e igualmente impasible, solo la miró desde arriba, arqueando una arrogante ceja.

Ella no había terminado. Entornó los ojos, se acercó más a él, y apuntó su nariz con un dedo.

– No te atrevas a fingir que no sabes de lo que te estoy hablando. ¿Qué tipo de maniaco invita a un asesino trastornado a que le dispare?

Durante un largo momento, Royce la miró, y después, con los ojos fijos en los de ella, cogió su mano, la levantó y plantó un beso contra su palma.

– Un maniaco que te ama. Hasta lo más profundo de su frío, endurecido e ignorante corazón.

Los pulmones de Minerva se detuvieron. Examinó los ojos del duque, repasó sus palabras… saboreó la certeza que había resonado en ellas. Entonces tomó una temblorosa inhalación, y asintió.

– Me alegro de que te hayas dado cuenta de eso. Phillip fue útil en ese aspecto, al menos.

Royce sonrió, pero después se puso serio.

– Phillip -Agitó la cabeza, y su expresión se hizo severa. -Sospechaba que el último traidor era alguien a quien conocía, pero…

– Nunca imaginaste que el traidor se hubiera convertido en ello por tu culpa, así que nunca sospechaste de alguien tan cercano -Minerva retrocedió, y con la mano que él sostenía, lo atrajo hacia ella. -Hay más… Phillip despotricó un montón mientras esperaba a que me recuperara. Yo ya lo había hecho, pero fingí estar inconsciente, así que lo oí todo. Ven y siéntate, te lo contaré. Tienes que oírlo.

Royce se hundió en una de las butacas, y atrajo a Minerva hasta su regazo.

– Cuéntame.

Apoyándose contra su pecho, con los brazos del duque a su alrededor, Minerva le relató tanto como podía recordar.

– ¿Así que era la atención de su padre y mi abuelo lo que anhelaba?

– No solo su atención… su apreciación, y el reconocimiento, de que era igual a ti. Se sentía… impotente, en lo que se refería a ellos. No importaba lo que hiciera, ni lo que consiguiera, porque ellos nunca se fijaron en él.

Royce negó con la cabeza.

– Nunca me di cuenta -Hizo una mueca. -Al menos, no de que me alabaran a mí, y no a Phillip, pero yo rara vez estaba allí para oírlos -Agitó la cabeza de nuevo. -Mi tío y mi abuelo estarían horrorizados si supieran que fueron la causa de tales actos de traición.

– Esa era la causa subyacente -Lo corrigió Minerva. -Pero ellos eran totalmente inconscientes… todo formaba parte de la obsesión de Phillip. Él lo tergiversaba en su mente. Nadie puede ser culpado.

Royce arqueó una ceja.

– ¿Ni siquiera yo?

– Tú menos que nadie.

La ferocidad en su tono de voz y en sus ojos cuando giró la cabeza para mirar los suyos, lo consoló.

Minerva frunció el ceño.

– Hay una cosa que me tiene desconcertada… Si Phillip te quería muerto, ¿por qué te rescató del río? Seguramente hubiera sido fácil no cogerte, y entonces tu muerte hubiera sido un triste accidente.

Royce suspiró.

– Pensándolo ahora, creo que tenía intención de dejar que me ahogara. No pudo hacerlo durante el rescate porque todos los demás estaban allí, pero siendo el último de la hilera… -Apretó sus brazos alrededor de Minerva, como si necesitara sujetarse a su calidez, a su presencia física. -En aquel momento, pensé que no iba a ser capaz de alcanzar su mano. Estaba fuera de mi alcance… o eso creí. Desesperado, hice un esfuerzo hercúleo… y me las arreglé para agarrar su muñeca. Y una vez que lo hice, él no podía haberse soltado con facilidad de mí, no sin que resultara obvio. Así que tuvo que tirar de mí. Que perdiera esa oportunidad fue simplemente cuestión de suerte.

Minerva movió la cabeza contra la chaqueta de Royce.

– No. Tú no tenías que morir… él sí. Su tiempo tras ser el último traidor se había agotado.

Royce dejó que su certeza penetrara en su interior, calmándolo, reasegurándolo. Entonces se movió, inquieto.

– A propósito… -Buscó en su bolsillo, y sacó su cuchillo. Lo sacó para que ambos pudieran verlo. -Esto, si no recuerdo mal, una vez fue mío.

Minerva lo cogió y lo giró en sus manos.

– Sí, lo era.

– ¿Por qué diablos lo llevabas hoy, precisamente?

Royce inclinó la cabeza para poder ver su rostro. Los labios de Minerva se curvaron con puro afecto.

– Algo viejo, algo nuevo, algo prestado, algo azul. Tenía la tiara, como algo muy viejo; mi vestido, como algo nuevo; el adorno de la boda de mi madre, como algo prestado; pero no tenía nada azul -Señaló el zafiro de color azul que había en la empuñadura de la daga. -Excepto esto… y parecía encajar extrañamente -Su sonrisa se amplió, y lo miró a los ojos. -Pensaba que lo descubrirías cuando volviéramos aquí para continuar con nuestra celebración.

Royce se rió; no lo habría creído posible después de todo lo que había ocurrido, pero la mirada en los ojos de Minerva (la sencilla sugerencia) lo hizo reír. Volvió a concentrarse en la daga.

– Te la di cuando tenías, ¿cuántos? ¿Nueve años?

– Ocho. Tú tenías dieciséis. Me la diste aquel verano, y me enseñaste a lanzarla.

– Había un soborno involucrado, creo recordar.

Minerva resopló.

– Tú tenías dieciséis años… había una chica involucrada. No era yo.

Royce lo recordó, y sonrió.

– La hija del herrero. Ya me acuerdo.

Minerva miró su sonrisa, esperando… Royce la vio mirándolo, y levantó una ceja arrogantemente divertida. Ella le sonrió… traviesamente.

– Sigue recordando.

Ella lo había observado mientras lo hacía. Su sonrisa flaqueó, y después desapareció.

Con una expresión inescrutable, la miró a los ojos.

– Nunca me contaste cuánto viste en realidad.

Fue su turno de sonreír con cariño ante el recuerdo.

– Lo suficiente -y añadió. -Lo suficiente para saber que tu técnica ha mejorado significativamente desde entonces.

– Eso espero. Fue hace veintiún años.

– ¿Y no has estado viviendo en un monasterio?

Royce ignoró el comentario. Frunció el ceño.

– Otra cosa que no te he preguntado nunca… En esa época, ¿me seguías muy a menudo?

Minerva se encogió de hombros.

– Cuando cabalgabas no… Me habrías visto.

Prosiguió un breve silencio, y después el duque preguntó:

– ¿Con qué frecuencia me espiabas?

Minerva lo miró a la cara, y arqueó una ceja.

– Estás empezando a parecer tan aturdido como estabas en el molino.

La miró a los ojos.

– Es la reacción normal ante la revelación de que soy el único e involuntario responsable de la extensa educación sexual de mi esposa a una edad precoz.

Minerva sonrió.

– No pareces tener ninguna objeción ante el resultado.

Royce vaciló, y después dijo:

– Solo dime una cosa… yo era el único, ¿no?

Ella se rió, y se echó hacia atrás en sus brazos.

– Puede que fuera precoz, pero solo estaba interesada en ti.

El duque suspiró, y la abrazó con fuerza.

– Quizá es el momento de recordarte algunas de las mejoras técnicas que he asimilado a través de los años.

– Uhm… Quizá -Se movió sinuosamente contra él, acariciando su erección con su trasero. -Y quizá podrías incluir algo nuevo, algo más novedoso y atrevido -Él miró sobre su hombro. -Quizá deberías extender mis horizontes.

Su tono hizo de aquello último una imperativa demanda ducal.

Royce se rió y se incorporó, cogiéndola en brazos. La llevó hasta el dormitorio; se detuvo junto a la cama, y la miró.

– Te quiero… te quiero de verdad -Las palabras fueron dulces, de corazón, y estaban llenas de sentimiento… de descubrimiento, de alegría, y de fe. -Incluso cuando te niegas a hacer lo que te digo. Quizá incluso porque te niegas a apartar la mirada, a no ver mi lado violento.

Las palabras de Minerva fueron tan sentidas como las de Royce.

– Amo todo lo que eres… lo bueno, lo malo, y todo lo que hay en el centro -Colocó una palma contra su mejilla, y sonrió mirándolo a los ojos. -Incluso me gusta tu mal carácter.

Royce resopló.

– Debería obligarte a poner eso por escrito.

Minerva se rió, y atrajo su cabeza contra la suya. El duque la besó, y la dejó sobre la cama, sobre la colcha escarlata y dorada.

Suya. Su duquesa.

Su vida. Su todo.


Tarde, mucho más tarde, Minerva estaba desnuda en las sábanas de seda escarlata, observando la última luz desvanecerse en las lejanas colinas. Junto a ella, Royce estaba acostado sobre su espalda, con un brazo metido bajo su cabeza y el otro abrazándola.

Estaba tranquilo, igual que ella. Minerva estaba precisamente donde tenía que estar.

Sus padres, pensó ella, se habrían sentido satisfechos. Había cumplido sus promesas… posiblemente, del modo que ellos siempre habían deseado. La habían conocido bien, y, según había llegado a darse cuenta, habían comprendido a Royce incluso mejor de lo que él creía.

Minerva se agitó, y se acercó más a su musculado cuerpo… un cuerpo que había explorado completamente, y que ahora consideraba totalmente suyo. Con los ojos aún en el lejano paisaje, murmuró:

– Hamish me dijo que el amor era una enfermedad, y que podía saberse quién la tenía buscando los síntomas.

A pesar de que no podía verlo, supo que Royce había sonreído.

– Hamish es, frecuentemente, una fuente de sabiduría. Pero no le cuentes que he dicho eso.

– Te quiero -Una afirmación que ya no era una gran revelación.

– Lo sé.

– ¿Cuándo lo supiste? -Una cosa que ella aún no había descubierto. -Intenté negarlo con todas mis fuerzas, intenté esconderlo… llamarlo de otro modo -Se giró en sus brazos para mirar su rostro. -¿Qué fue lo que hice que te hizo sospechar por primera vez que sentía algo por ti?

– Lo supe… -Bajó su mirada para corresponder sus ojos. -La tarde que llegué aquí, cuando me di cuenta de que habías pulido mis esferas armilares.

Minerva arqueó las cejas, lo consideró, y persistió.

– Y ahora sé que tú sabías que me querías.

– Uhm… -El sonido era un ronroneo.

– Confiésalo… ¿cuándo te diste cuenta por primera vez?

Royce sonrió; sacó el brazo de detrás de su cabeza, cogió un mechón perdido de su cabello, y lo metió cariñosamente tras su oreja.

– Supe que sentía algo, más o menos, desde esa primera noche. Continuó haciéndose más fuerte, pero no me di cuenta, ni siquiera me imaginé, por razones obvias, que eso pudiera ser amor. Pensaba que era… al principio lujuria, después cariño, después un montón de emociones similares conectadas que no estaba acostumbrado a sentir. Aunque sabía lo que eran, y podía darles nombre, no sabía que era el amor lo que me había hecho sentirlas -La miró a los ojos. -Hasta hoy, no he sabido que te amaba… que, sin ninguna duda, daría mi vida por ti.

A pesar de su felicidad, Minerva frunció el ceño.

– A propósito, hablo en serio. Nunca, nunca, vuelvas a hacer eso… de poner tu vida después que la mía. ¿Cómo podría querer vivir yo, si tú murieras? -Entornó los ojos. -Aunque valoro el sentimiento, prométeme que nunca entregarás tu vida a cambio de la mía.

Royce mantuvo su mirada con firmeza, tan serio como ella.

– Si me prometes que no dejarás que te atrape un maniaco asesino.

Minerva pensó, y después asintió.

– Te prometo que lo intentaré.

– Entonces, yo también te prometo que lo intentaré.

Minerva miró sus oscuros ojos, y supo que eso nunca ocurriría.

– ¡Uhm!

Royce hizo una mueca, se inclinó le dio un beso en la nariz.

– Duérmete.

Aquella era una orden que él siempre parecía tener a punto. Como si escuchara sus pensamientos, Minerva suspiró, se acurrucó en el interior de su brazo, con la cabeza sobre su hombro y su mano sobre su corazón.

Royce sintió que se relajaba, sintió la consoladora calidez de su piel contra su cuerpo, casi acariciando al primitivo ser de su interior.

En la ahora tranquila quietud de su mente, pensó que era extraño que, semanas antes, se hubiera apresurado a volver a Wolverstone para enterrar a su padre y asumir el mando del ducado, y se acordó de que las incertidumbres, y la soledad, habían quedado atrás.

Desde entonces, gracias a Minerva, el Destino había posado sus manos sobre él. Ahora podía rendirse; por fin, estaba en paz.

Por fin podía amar, había encontrado el amor, y su amor lo había encontrado a él.

Esto no tendría que haber sido así.

Aquello era lo que había pensado, pero ahora sabía más.

Así era precisamente como tenía que ser.

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