CAPÍTULO 15

Dos noches después, Minerva se deslizó en los aposentos de Royce, y dio las gracias a Trevor por no quedarse nunca esperando. En cuanto a su hábito reciente, había dejado a Royce y al resto del grupo abajo, y se había escabullido… para llegar allí, a sus aposentos, a su cama.

Paseando por el ahora familiar dormitorio, se sorprendió por lo fácilmente que se había asentado su aventura, por lo cómoda que se sentía después de tan poco tiempo con él.

Los últimos días habían pasado en un torbellino de preparativos, tanto para la fiesta en la mansión como para la propia feria. Ya que era la mayor propiedad de la zona, el castillo siempre había sido el primero en donar y participar en la celebración, una asociación que el personal de servicio había mantenido a pesar del interés de sus señores.

Minerva siempre había sacado tiempo para la feria. Celebrada bajo el auspicio de la iglesia local, la feria recaudaba fondos tanto para el mantenimiento de la iglesia como para los numerosos proyectos para las mejoras locales. Unas mejoras en las que el ducado siempre había tenido un interés personal, un acto que Minerva usaba para justificar el gasto de tiempo y bienes que involucraba.

Quitándose el vestido, fue consciente de una inesperada satisfacción. Dada la participación de Margaret, Aurelia y Susannah, las cosas podrían ser mucho peor, pero todo estaba progresando suavemente tanto en el frente de la fiesta como en el de la feria.

Desnuda, con el cabello alrededor de sus hombros, levantó las sábanas escarlata y se deslizó bajo la fría seda. Si era honesta, su satisfacción, la profundidad de esta, tenía una fuente más cercana, más profunda… y más poderosa. Sabía que su aventura solo duraría un poco más (en realidad su tiempo con él ya tenía que haber casi terminado), pero en lugar de hacerla cauta y reticente, este conocimiento de que su oportunidad de experimentar todo lo que tenía estaba estrictamente limitado había servido para incitarla. Estaba decidida a vivir, total y completamente, a abrazar el momento y aprovechar la oportunidad de ser todo lo mujer que podía ser, hasta que el interés de Royce durara. Hasta que él la quisiera.

No sería el suficiente tiempo para que ella se enamorara de él, para que se viera atrapada por una emoción no correspondida. Y si sentía un pinchazo porque nunca tendría la oportunidad de conocer el amor en toda su gloria, lo aceptaría y viviría con ello.

Escuchó que se abría la puerta del salón y se cerraba, escuchó sus pasos sobre el suelo… y entonces él llegó, poderoso y dominante, oscureciendo totalmente el umbral de la habitación sin iluminar. Royce la miró a los ojos; Minerva sintió, más que vio, su sonrisa, su apreciación por la visión de ella desnuda sobre su cama.

Royce caminó hacia el aparador para desvestirse; Minerva se humedeció los labios y esperó. Aquel era uno de los muchos momentos individuales que saboreaba: observar cómo se desvestía, ver su poderoso cuerpo siendo revelado elemento a elemento bajo su hambrienta mirada.

Ofrecido para el deleite de Minerva.

Royce lo sabía. Ella sabía que lo hacía. Aunque nunca le daba ningún otro signo (nunca había un gesto demasiado obvio, o la miraba para ver cómo estaba reaccionando) artificialmente extendía aquel momento hasta que, cuando ya estaba desnudo y se unía a ella en la cama, ella estaba más que desesperada por poner las manos sobre él.

Por sentirlo contra ella, todo aquel glorioso músculo, todos aquellos pesados huesos, para sentir el poder inherente a su enorme estructura.

Para que esta la poseyera, la hiciera añicos, y le proporcionara una delicia desatada y sin límites. Un placer sin restricciones ni tensiones.

Minerva sabía que aquello llegaría cuando Royce, por fin desnudo, cruzara la habitación y levantara las sábanas. Esperó, con la respiración agitada y los nervios tensos, ese momento en el que el colchón se hundía bajo su peso, y se le acercaba, se reunía con ella y sus cuerpos se encontraban.

Piel contra piel, calor contra calor, deseo contra pasión, anhelo contra ansia.

Ella se acercó a él, y Royce la atrajo hacia su cuerpo, casi debajo del suyo mientras se inclinaba sobre ella. La mano de Minerva rozó la mejilla de Royce, dándole la bienvenida, animándolo, reflejando los mensajes que su cuerpo daba mientras se hundía contra el de él, su suavidad amoldándose instintivamente a su dureza, a su mayor peso, amortiguándolo y haciéndole señas con encanto de sirena.

Sin dudar, sin pensar, él se inclinó sobre su boca, y la encontró esperándolo allí, también. Esperando para unirse a él, para encontrarse con Royce y satisfacer todas sus demandas… para desafiarlo, ella lo sabía, con la facilidad con la que lo saciaba sin esfuerzo.

Incluso después de haberla poseído más veces de las que había tenido nunca a otra mujer, Royce aún no había tenido suficiente de ella… no había podido resolver el acertijo de cómo era posible que tenerla se hubiera convertido en un acto tan lleno de dicha.

Por qué este consolaba su alma, tanto la de hombre cómo la de la bestia, la del ser primitivo que moraba en lo más profundo de su interior.

Minerva lo abrazó, y le puso fin; en sus brazos encontró un cielo terrenal.

Al buscarlo de nuevo, retiró la mano de su pecho, la deslizó hacia abajo, atrapó su rodilla y la levantó. Inclinó sus caderas y se introdujo en su interior, y después más profundamente. Acomodado completamente en su interior, se giró y se colocó totalmente sobre ella; envuelto en sus brazos y en las sábanas de su cama, saboreó su boca y su cuerpo, balanceándolos a ambos con lentas y profundas embestidas, llevándolos en una lenta cabalgata al paraíso.

Al final, ella se arqueó debajo de Royce mientras su nombre rasgaba su garganta; el duque enterró su cabeza en la dulce curva de su hombro y se sumió en un largo e intenso orgasmo que lo barrió, y lo barrió.

Después de eso, cuando se hubo recuperado lo suficiente para moverse, se apartó de ella, se colocó a su lado, y la atrajo hasta él, y ella acudió, acurrucándose contra él, con la cabeza sobre su hombro y la manó sobre su pecho, extendida sobre su corazón.

Royce no sabía si Minerva sabía que lo hacía cada noche, que dormía con su mano justo ahí. Con su calidez contra la de él, liberados ya de toda tensión, el duque se hundió más profundamente en el colchón, y dejó que la tranquila alegría que siempre encontraba en ella penetrara lentamente en sus huesos. En su alma.

Y se preguntó, de nuevo, por qué. Por qué lo que encontraba con ella era tan diferente. Y por qué se sentía como se sentía por ella.

Minerva era la mujer que quería como su esposa… así que él la había dejado acercarse, más de lo que se lo había permitido nunca a nadie, y por tanto ella significaba más que ninguna otra persona para él.

Nunca se había sentido tan posesivo con ninguna otra mujer como se sentía con ella. Nunca se había sentido tan consumido, tan concentrado, tan conectado con nadie como lo hacía con ella. Minerva se estaba convirtiendo rápidamente (se había convertido rápidamente) en alguien a quien necesitaba y quería en su vida para siempre…

Lo que sentía por ella, cómo se sentía por ella, era un reflejo de lo que sus amigos sentían por sus esposas.

Dado que era un Varisey de los pies a la cabeza (estaba totalmente seguro de ello), no comprendía cómo era posible, pero lo era. En su corazón de Varisey no aprobaba sus sentimientos por ella más de lo que aprobaría cualquier otra vulnerabilidad; una vulnerabilidad era una debilidad, una grieta en su armadura… un pecado para alguien como él. Pero… en lo más profundo de su interior había un grito que solo había comenzado a reconocer recientemente.

La muerte de su padre había sido el catalizador, el mensaje que le había dejado con Minerva una revelación no pretendida. Si no tenía que ser como su padre en la administración del ducado, quizá no tenía que ser como él en otros aspectos. Después sus amigos llegaron para consolarlo y le recordaron lo que habían encontrado, lo que tenían. Y había visto a sus hermanas, y a sus matrimonios al estilo Varisey… y aquello no era lo que quería. Ya no.

Ahora quería un matrimonio como el que tenían sus amigos. Como el que habían fraguado sus ex-compañeros del club Bastión. Aquel deseo, aquella necesidad, había florecido y crecido durante las últimas noches, e incluso más durante los últimos días, hasta que era un dolor (como un dolor de estómago) registrado en su pecho.

Y en la oscuridad de su cama, en las profundidades de la noche, podía admitir que esa necesidad lo asustaba.

No sabía si podría conseguirlo… si podría mantenerlo cuando llegara a alcanzarlo.

Había pocos campos de batalla en la vida en los que dudara de sí mismo, pero aquel ruedo recién descubierto era uno de ellos.

Aunque lo único que ahora necesitaba por encima de todo era una mujer entre sus brazos que lo amara. Quería lo que sus amigos habían encontrado… Codiciaba su cariñoso afecto más intensamente de lo que deseaba su cuerpo.

Pero si le pedía su amor, y ella se lo daba, ella podría pedir, y esperar, su amor a cambio. Así es como funcionaba el amor; eso lo sabía.

Pero él no sabía si podía amar.

El podía ver hasta ahí, pero no más allá.

Si en lo más profundo de su alma de Varisey, tan profundo que ningún otro Varisey lo hubiera encontrado nunca, estaba escondido el amor, una naciente posibilidad…

Su problema es que no creía que fuera así.


– ¿Señorita?

Minerva levantó la mirada de su escritorio en la sala matinal de la duquesa.

– ¿Sí, Retford?

El mayordomo había entrado y estaba junto a la puerta.

– La condesa Ashton ha llegado, señorita… una de las invitadas de lady Susannah. Desdichadamente, lady Susannah está fuera, montando.

Minerva hizo una mueca interiormente.

– Yo bajaré -Dejó a un lado su pluma y se levantó. Royce había cabalgado hasta la frontera para visitar a Hamish, presumiblemente para discutir de las ovejas y del ganado que iba a venderle; Minerva había esperado aprovechar el tiempo para ponerse al día con su correspondencia, que había dejado de lado últimamente.

Pero el deber la llamaba.

Consultó la lista que había en uno de los extremos de su escritorio, y después se giró hacia la puerta.

– Pondremos a la duquesa en el ala oeste… estoy segura de que Cranny tendrá la habitación preparada. Por favor, pídele que envíe una doncella, ¿o la duquesa ha traído alguna?

– No, señorita -Retford se retiró hacia el pasillo. -Hablaré con la señora Cranshaw.

Retford siguió a Minerva mientras atravesaba el pasillo y bajaba las escaleras principales. En el enorme vestíbulo debajo, una dama, curvilínea y de cabello oscuro, estaba examinando su reflejo en uno de los grandes espejos.

Un sombrero demasiado moderno coronaba la elegante cabeza de lady Ashton. Su vestido era lo último en moda, lujoso y hermosamente cortado en seda color marfil con hilos de seda magenta; sus faldas susurraron mientras, con una despreocupada sonrisa curvando sus delicadamente coloreados labios, la dama se adelantó para encontrarse con Minerva.

Bajando el último peldaño, Minerva sonrió.

– ¿Lady Ashton? Soy la señorita Chesterton… El ama de llaves. Bienvenida al castillo Wolverstone.

– Gracias -Aunque era de altura simular a Minerva, lady Ashton poseía unos rasgos clásicos, una complexión de porcelana y un porte agradable y decidido. -Supongo que Susannah está deambulando por ahí, dejándome para que le importune a usted.

La sonrisa de Minerva se amplió.

– No me importuna, se lo aseguro. Han pasado ya algunos años desde la última vez que el castillo dio una fiesta… el personal está deseando que llegue.

La condesa inclinó la cabeza.

– ¿Una fiesta?

Minerva dudó.

– Sí… ¿No se lo menciono Susannah?

Con una suave sonrisa en los labios, la condesa bajó la mirada.

– No, pero no había razón para que lo hiciera. Ella me ha invitado por otra razón.

– Oh -Minerva no estaba segura de a qué se refería. -Estoy segura de que Susannah le hablará de la fiesta cuando vuelva. Mientras tanto, si me acompaña, le enseñaré su habitación.

La condesa consintió en subir las escaleras junto a Minerva. A la mitad, se dio cuenta de la mirada de soslayo de lady Ashton, y giró la cabeza para mirarla.

La dama sonrió con ironía.

– No he querido preguntar al mayordomo, pero Royce… aunque supongo que debería llamarlo Wolverstone, ¿no es así? ¿Está por aquí?

– Creo que ha salido a cabalgar.

– Ah -La condesa miró hacia delante, y después se encogió de hombros. -Tendrá que hacer frente a que nos encontremos de nuevo con otra gente alrededor, entonces… si lo ve, debería mencionarle que estoy aquí. Susannah me mandó a llamar hace una semana, pero yo no estaba en Londres, así que he tardado más en llegar.

Minerva no estaba segura de qué entender de eso. Se sujetó al hecho más pertinente.

– Conoce a Royce.

La condesa sonrió, y su rostro se transformó en el de una perturbadora seductora.

– Sí, por supuesto -Su voz bajó hasta convertirse en un ronroneo. -Royce y yo nos conocemos muy bien el uno al otro -Echó un vistazo a Minerva. -Estoy segura de que en realidad no le sorprende, querida… ya debe saber cómo es Royce. Y aunque fue Susannah quien me escribió la invitación, dejó claro que me llamaba debido a Royce.

Un frío puño de hierro agarró el corazón de Minerva; la cabeza le daba vueltas.

– Ya… entiendo -La condesa debía ser la dama a la que Royce había elegido. Pero Susannah le había preguntado a Minerva si ella lo sabía… aunque quizá eso fue antes de que Royce pidiera a Susannah que escribiera a la condesa.

Pero ¿por qué Susannah, en lugar de Handley?

Y seguramente la condesa estaba casada… No, no lo estaba; Minerva recordaba haber oído que el conde de Ashton había muerto varios años antes.

Atravesaron el corto pasillo que conducía a los aposentos ducales y el ala oeste. Se detuvo ante la puerta de la habitación que se había asignado a la condesa, cogió aliento sobre la constricción que apretaba su pecho y se giró hacia la dama.

– Si le apetece té, haré que le suban una bandeja. Si no es así, el gong del almuerzo sonará en una hora aproximadamente.

– Creo que esperaré. ¿Wolverstone volverá para el almuerzo?

– No podría decirlo.

– No importa… Esperaré, y lo veré.

– El lacayo subirá su equipaje. Una doncella estará con usted en breve.

– Gracias -Con una inclinación de cabeza y una elegante sonrisa, la condesa abrió la puerta y entró.

Minerva se giró. La cabeza le daba vueltas, pero eso era el último de sus malestares. Se sentía enferma… porque su corazón estaba congelado, y le dolía… y eso no tenía que estar ocurriendo.

Ni Royce ni Susannah ni el resto del grupo regresaron para el almuerzo, por lo que Minerva tuvo que ocuparse sola de la condesa.

No es que fuera una tarea difícil; lady Ashton (Helen, como le pidió que la llamara) era una dama extremadamente bella y sofisticada, con un temperamento y unos modales aún más delicados, y una sonrisa fácil.

Sin importar las circunstancias, sin importar las súbitas agonías de su estúpido, estúpido corazón, sin importar su instintiva inclinación, Minerva encontraba difícil que Helen le disgustara; era, en toda la esencia de la palabra, encantadora.

Al dejar el comedor, Helen sonrió con nostalgia.

– Me pregunto, Minerva, si puedo molestarla y pedirle un recorrido rápido por este enorme edificio, si es que algo así puede ser rápido -Levantó la mirada hacia el techo abovedado del vestíbulo delantero que se abría ante ellas. -Es desalentador considerar…

Se detuvo, echó una mirada a Minerva, y después suspiró.

– Nunca me ha gustado andarme con tapujos, así que seré franca. No tengo ni idea de qué esperar de Royce, y admito que estoy algo nerviosa… lo que ciertamente no es mi estilo.

Minerva frunció el ceño.

– Yo creía… -No estaba segura de qué pensar. Guió el caminó hacia el salón principal.

La condesa caminó junto a ella. Cuando se detuvieron en el interior de la amplia habitación, Helen continuó:

– Asumo que conoce su regla inviolable… la de que nunca pasa más de cinco noches con ninguna dama.

Sin expresión, Minerva negó con la cabeza.

– No lo había oído.

– Le aseguro que es cierto… hay innumerables damas de la clase alta que pueden atestiguar su negativa a pasar de esa cifra, sin importar el aliciente. Cinco noches es todo lo que se permite con cualquier mujer -La condesa hizo una mueca. -Supongo que es un modo de asegurarse de que ninguna se hace ilusiones, podríamos decir, sobre su situación.

Clandestinamente, Minerva contó con sus dedos; la última noche había sido su quinta (y por lo tanto última) noche. Ni siquiera lo había sabido. Sintiéndose mareada, salió al vestíbulo y después guió a la duquesa hacia el comedor.

Helen mantuvo el paso.

– Yo era su amante antes de que dejara Londres… durante solo cuatro noches. Esperaba una quinta, pero entonces desapareció de la ciudad. Más tarde me enteré de la muerte de su padre, y creí que nuestra aventura había terminado… hasta que recibí la nota de Susannah. Ella parecía pensar… y cuando me enteré de lo de las grandes damas, y su decreto… pero no llegó ningún anuncio… -Miró a Minerva. -Bueno, no supe qué pensar -Se encogió de hombros. -Así que aquí estoy, decidida a tomar parte en la contienda por el anillo; si es que hay un anillo, claro. Pero él tiene que casarse, y nosotros nos llevamos lo suficientemente bien… y yo quiero casarme de nuevo. Ashton y yo no estábamos enamorados, pero nos gustábamos. Ahora que ya no lo tengo, podría decir muchas cosas sobre el compañerismo que he descubierto.

Helen se rió cínicamente.

– Por supuesto, todo depende de Royce Varisey, pero creo que debería saber que el resto de alternativas son jovencitas aturdidas.

Guardando sus tambaleantes sentimientos profundamente en su interior, y dando un portazo mental sobre ellos, Minerva se obligó a considerar las palabras de Helen. ¿Y quién era ella para responder por Royce? Por lo que sabía, él podría sentir alguna conexión real con Helen; no era difícil imaginársela en sus brazos, como su duquesa.

Tomó aire, lo contuvo, y después sonrió.

– Si quiere, puedo mostrarle las estancias principales del castillo -Si Royce tenía que casarse con alguien, prefería que fuera con Helen que con alguna joven sin cerebro.


Más tarde, aquella noche, Minerva estaba sentada en el centro de la larga mesa del comedor, conversando alegremente con los que estaban a su alrededor mientras disimuladamente contemplaba cómo Helen brillaba, hervía y cautivaba desde su posición a la izquierda de Royce.

La adorable condesa había usurpado su lugar allí, y parecía que la había desplazado en otros sentidos, también. Royce no le había dedicado una sola mirada desde que había entrado en el salón y había posado sus ojos sobre Helen, una impactante imagen en seda de color rosa.

Sintiéndose sosa y sin gracia en su vestido de luto, se había mantenido junto a la pared y había observado, sin estar ya segura de su posición con Royce, y por tanto, sin saber qué hacer.

Había comenzado su recorrido con Helen pensando que, en el asunto de la esposa de Royce, no había peor candidata que una aturdida joven. Después de una hora escuchando los puntos de vista de Helen sobre el castillo y el ducado, y lo que era más importante, sobre los aldeanos, había revisado esa opinión.

Helen nunca sería la duquesa de Royce en Wolverstone. Además de cualquier otra cosa, no quería. Había asumido que Royce pasaría la mayor parte del tiempo en Londres, pero él ya había declarado que seguiría los pasos de su padre y su abuelo (e incluso de su bisabuelo). Su hogar estaría aquí, y no en la capital.

Cuando se lo mencionó, Helen se encogió de hombros, sonrió y dijo:

– Ya veremos.

Helen no podía pensar que cambiaría la opinión de Royce, lo que había dejado a Minerva preguntándose qué tipo de matrimonio estaba imaginándose Helen… posiblemente uno que también encajara con Royce.

Lo que componía un problema más grave, ya que Helen no tenía absolutamente ningún sentimiento, ni empatía, con el ducado en general, y mucho menos con la gente que lo habitaba. Ya había señalado que había dado por sentado que Minerva se quedaría como ama de llaves. Minerva no lo haría, no podría, pero siempre se había imaginado entregando sus llaves a alguna mujer con corazón, con compasión e interés por el personal de servicio y por la amplia comunidad de la que el castillo era el centro.

Miró la cabecera de la mesa de nuevo, vio a Royce, con una sutil sonrisa, inclinando su cabeza hacia la condesa en respuesta a alguna broma. Forzando su mirada hacia Rohan, sentado frente a ella, sonrió y asintió; no había oído una sola palabra de su última historia. Tenía que dejar de torturarse a sí misma; tenía que ser realista… tan realista como la condesa. Pero ¿qué demandaba la realidad?

En un nivel totalmente terrenal, debía apartarse silenciosamente a un lado y dejar que Helen reclamara a Royce, si él estaba dispuesto. Ella ya había pasado sus cinco noches con él y, a diferencia de ella, Helen podría ser una excelente esposa bajo los parámetros que él fijara para su matrimonio.

En otro nivel, sin embargo, uno basado en las instigaciones emocionales de su imprudente corazón, le gustaría espantar a Helen y que se marchara del castillo; era inadecuada (totalmente inadecuada) para el puesto de esposa de Royce.

Aun cuando se levantó y, con el resto de damas, desfiló tras Margaret hacia la puerta, dejó sus sentidos abiertos… y supo que Royce ni siquiera la había mirado. En la puerta, miró a su espalda brevemente, y vio a la condesa despidiéndose de él; sus oscuros ojos eran solo para ella.

Minerva había tenido sus cinco noches; él ya había olvidado su existencia.

En ese instante, supo que no importaba lo tonto que pudiera pensar que era si aceptaba la transparente invitación de Helen y le ofrecía su corona de duquesa; ella no diría una sola palabra en contra de su decisión.

En ese tema, ya no podía ofrecer una visión imparcial.

Se giró y se preguntó cuánto tiempo tendría que aguantar en el salón hasta que llegara la bandeja del té.

La respuesta fue mucho más de lo que ella quería. Más que suficiente para que le diera tiempo en pensar sobre la injusticia de Royce; por cómo la estaba ignorando, su tiempo con él había llegado a un absoluto final… que él había olvidado decirle. Desalmado.

Minerva no estaba de buen humor, pero se unió a las conversaciones de los demás, que charlaban de esto y de aquello, y escondió su reacción lo mejor que pudo; no tenía sentido dejar que alguien más lo notara o lo sospechara. Ella misma deseaba no tener que pensar sobre eso, poder de algún modo distanciarse de sí misma y de la fuente de su aflicción, pero apenas podía excluir a su propio corazón. Contrario a sus equivocadas esperanzas y creencias, ya no podía fingir que no había llegado a involucrarse con él.

No había otra explicación para el insensibilizante sentimiento que había en lo más profundo de su pecho; no había otra razón para el triste nudo en el que se había convertido ese rebelde órgano.

Era culpa suya, por supuesto, pero eso no haría que el dolor fuera menor. Desde el principio había sido consciente de los peligros de enamorarse (incluso un poquito) de él; no había esperado que ocurriera tan rápidamente, ni siquiera se había dado cuenta de que había pasado.

– Te lo dije, Minerva.

Se concentró en Henry Varisey, que se acercó conspiratoriamente hacia ella.

Tenía la mirada fija en el otro lado de la habitación.

– ¿Crees que la hermosa condesa tiene alguna posibilidad de saber lo que nadie más sabe aún?

Le llevó un momento darse cuenta de que estaba aludiendo al nombre de la novia de Royce. Siguió la mirada de Henry hasta donde Helen estaba colgada del brazo de Royce.

– Le deseo suerte… en ese tema su Excelencia ha tenido la boca tan cerrada como una ostra.

Henry la miró y arqueó una ceja.

– ¿Tú no has oído nada?

– Ni una sola pista.

– Bueno -Incorporándose, Henry miró su espalda en la habitación. -Parece que nuestras esperanzas están en lady Ashton.

Asumiendo que lady Ashton no fuera el nombre en cuestión… Minerva frunció el ceño. Henry, al menos, no veía que Helen tuviera ni siquiera una posibilidad de ser la elegida de Royce.

Al otro lado de la habitación, Royce se obligaba a sí mismo a mantener la mirada sobre Helen Ashton, o sobre cualquier otra persona que estuviera cerca, y no permitir que sus ojos vagaran hacia Minerva, como constantemente querían hacer. Había entrado en el salón antes de la cena, anticipando otra deliciosa noche disfrutando de su ama de llaves, solo para encontrarse cara a cara con Helen. La última mujer a la que esperaba ver.

En su interior maldijo, puso en su cara una expresión serena, y luchó por no buscar ayuda de la única persona en la habitación a la que realmente quería ver. Tenía que ocuparse de Helen primero. Una irritación que no había previsto y que no deseaba; no comprendía por qué demonios había llegado allí antes de que él se enterara.

Susannah. ¿En qué demonios había estado pensando su hermana? Lo descubriría más tarde. Aquella noche, sin embargo, tendría que marcar una delgada línea; Helen y el resto (todos los que sabían que había sido su última amante) esperaban que le prestara atención ahora que estaba allí.

Porque, hasta donde ellos sabían, no había estado con una mujer durante semanas. No había tenido una amante en Wolverstone. Eso era cierto, y aún no la tenía.

Con todo el mundo mirándolo a él y a Helen, si en su lugar miraba a Minerva, alguien se daría cuenta… alguien podría descubrirlo. Mientras trabajaba para convencerla y poder hacer pública su relación, no estaba seguro de tener éxito, y no tenía intención de arriesgar su futuro con ella debido a sus ex amantes.

Así que tendría que dedicarle tiempo hasta que pudiera confirmar el estatus de Helen directamente con ella. Como era la dama de mayor edad entre las presentes, no había tenido más remedio que escoltarla hasta el comedor y sentarla a su izquierda… en cierto sentido una bendición, porque esto había mantenido a Minerva a distancia.

Esperaba (rezaba) porque ella lo entendiera. Al menos una vez que le explicara…

No estaba esperando esa conversación porque, además, Minerva lo conocía muy bien. No se sorprendería al descubrir que Helen había sido su amante, y que ahora era su ex amante. En su mundo, era el ex el que contaba.

Incluso con su atención externa en otra parte, se enteró de cuando Minerva dejó la habitación. Una rápida mirada se lo confirmó, y agudizó la agitación interior que lo impulsaba a seguirla.

Pero primero tenía que dejar las cosas claras con Helen.

Y Susannah. Su hermana pasó junto a Helen; lo miró a los ojos y le hizo un guiño. Escondiendo su reacción tras una expresión tranquila, dejó a Helen conversando con Caroline Courtney; cerró los dedos sobre el codo de Susannah y la llevó con él mientras caminaba un par de pasos.

Una vez que estuvieron lo bastante separados de los demás para poder hablar en privado, la liberó y la miró.

Ella sonrió con infantil delicia.

– Bueno, querido hermano, ¿estás más contento ahora?

En sus ojos leyó sinceridad. Interiormente, suspiró.

– La verdad es que no. Helen y yo nos separamos cuando me marché de Londres.

El rostro de Susannah se abatió casi cómicamente.

– Oh -Parecía totalmente desconcertada. -No tenía ni idea -Echó un vistazo a Helen. -Pensaba…

– Si puedo preguntar, ¿qué es lo que le has dicho exactamente?

– Bueno, que estabas aquí, solo, y que tenías que tomar la temida decisión de con quién casarte, y que si ella venía, quizá podría hacer tu vida más fácil y, bueno… ese tipo de cosas.

Royce gruñó en su interior, y después suspiró entre dientes.

– No importa. Hablaré con ella y lo dejaré todo aclarado.

Al menos ahora sabía que su instinto había sido correcto; Helen no estaba allí solo para compartir una noche de pasión. Gracias a la pobre redacción de Susannah, Helen ahora tenía aspiraciones más altas.

Dejó a Susannah, bastante desanimada, y volvió junto a Helen, pero tuvo que esperar hasta que todos los demás decidieron por fin retirarse para darles un espacio donde pudiera hablar privadamente.

Al abandonar el salón, en la retaguardia del grupo, rozó el brazo de Helen, y le indicó el pasillo que salía del vestíbulo.

– Por aquí.

La condujo hasta la biblioteca.

Pasó a través de la puerta que mantuvo abierta para ella, y se detuvo un momento; tenía demasiada experiencia para no darse cuenta del significado de aquel lugar de reunión. Pero entonces se irguió y siguió caminando. El la siguió y cerró la puerta.

En la repisa de la chimenea había un candelabro encendido; un pequeño fuego ardía alegremente en el hogar. Señaló a Helen la butaca que había junto a la chimenea. Caminó por delante de Royce hasta esta, y después se dio la vuelta para mirarlo, con las manos entrelazadas.

Abrió la boca, pero el duque levantó una mano, deteniendo sus palabras.

– Primero, déjame decirte que me ha sorprendido verte aquí… No tenía ni idea de que Susannah te había escrito -Se detuvo al otro lado de la chimenea, y sostuvo la mirada azul de Helen. -Sin embargo, debido a lo que mi hermana te escribió, entiendo que puedes haber llegado a alguna conclusión errónea. Para dejar las cosas claras… -Se detuvo, y después dejó que sus labios se curvaran cínicamente. -Para ser brutalmente franco, en estos momentos estoy negociando la mano de la dama a la que he elegido para que sea mi duquesa, y no tengo absolutamente ningún interés en ninguna aventura.

Y si había pensado que tenía alguna oportunidad de una conexión más permanente, ahora lo sabía mejor.

Tenía que reconocer que, como había esperado, Helen asimiló la realidad a la perfección. Era una natural superviviente en su mundo. Con los ojos sobre el rostro de Royce, inhaló aire profundamente mientras digería sus palabras, y después inclinó la cabeza, con los labios curvados en una atribulada mueca.

– Dios santo… Qué embarazoso.

– Solo tan embarazoso como deseemos hacerlo. Nadie se sorprenderá si nos separamos amigablemente y seguimos adelante.

Ella pensó, y después asintió.

– Cierto.

– Yo, naturalmente, haré todo lo que esté en mi mano para asegurarme de que no te sientas incomoda mientras estés aquí, y espero que, en el futuro, sigas contemplándome como un amigo -Continuó mirándola, totalmente seguro de que ella entendería la oferta tras sus palabras, y de que la valoraba adecuadamente.

No iba a decepcionarlo. Estaba lejos de ser estúpida, y si no podía tenerlo como amante o marido, entonces tenerlo como un poderoso y bien dispuesto conocido era la mejor opción. De nuevo inclinó la cabeza, esta vez con reverencia más profunda.

– Gracias, su Excelencia -Dudó, y después levantó la cabeza. -Si no es inconveniente para ti, creo que me quedaré un par de días… quizá hasta la fiesta.

Royce sabía que tenía que guardar las apariencias.

– Por supuesto.

Su entrevista llegó a su fin; Royce le señaló la puerta, y la acompañó mientras salía de la habitación.

Se detuvo en el umbral, y esperó hasta que ella lo miró.

– ¿Puedo preguntarte si viniste a Northumbría buscando solo distracción, o…?

Helen sonrió.

– Susannah, aparentemente, creía que yo tenía alguna oportunidad de convertirme en tu duquesa -Lo miró a los ojos. -Si te soy totalmente sincera, yo no lo creía posible.

– Disculpa a Susannah… es más joven que yo y no me conoce tan bien como cree.

Helen se rió.

– Nadie te conoce tan bien como cree -Se detuvo y luego sonrió… con una de sus encantadoramente gloriosas sonrisas. -Buenas noches, Royce. Y buena suerte con tus negociaciones.

Abrió la puerta y salió.

Royce contempló la puerta mientras se cerraba tras Helen; se quedó mirando los paneles, con la mente inmediatamente concentrándose en el único tema que actualmente dominaba su existencia… las negociaciones con la dama que había elegido como su duquesa.

Su campaña para asegurarse de que Minerva decía que sí.


Minerva estaba sola en su cama… una buena cama en la que había dormido confortablemente durante años y años, pero que ahora parecía totalmente deficiente.

Sabía lo que echaba en falta, la carencia que de algún modo hacía imposible que cayera dormida; pero por qué la sencilla presencia de un cuerpo masculino durante un puñado de días debería haber hecho tal impresión en su psique hasta el extremo de que ella (su cuerpo) se inquietara por su ausencia, no podía comprenderlo.

Si su cuerpo estaba inquieto, su mente estaba mucho peor. Tenía que dejar de pensar en todo lo que había descubierto… tenía que dejar de preguntarse si Helen habría tenido ya cinco interludios, o cinco momentos de intimidad; en ambos aspectos ella y Royce ya habían excedido el límite. Aunque quizá él, que era un hombre, solo contaba las noches.

La triste verdad que tenía que aceptar era que, de acuerdo con su inmutable regla (y ahora podía entender por qué él, heredero de un ducado enormemente rico y poderoso, había instituido tal regla), su tiempo con él había llegado a su final.

Menos mal que Helen había llegado, y se lo había explicado; al menos ahora lo sabía.

Se incorporó y golpeó con los puños su almohada, y después se derrumbó y tiró de las mantas sobre sus hombros. Cerró los ojos. Tenía que conseguir dormir un poco.

Intentó recomponer sus rasgos, pero no podían relajarse. Su ceño se negaba a suavizarse.

En su corazón, en sus entrañas, algo parecía estar mal. Terriblemente mal.

El sonido del pestillo de su puerta hizo que abriera los ojos. La puerta se abrió (con bastante violencia) cuando Royce entró en la habitación, y después cerró la puerta silenciosamente.

Se dirigió a la cama. Tras detenerse junto a ella, miró a Minerva; lo único que podía leer de la expresión de Royce era que sus labios estaban apretados, formando una delgada línea.

– Supongo que debería haber esperado esto -Negó con la cabeza y extendió la mano para coger las sábanas.

Tiró. Ella las apretó con las fuerza.

– ¿Qué…?

– Por supuesto, había esperado que mi edicto de que estuvieras en mi cama había sido lo suficientemente fuerte para que lo siguieras, pero parece que no fue así -Su dicción era seca, un indicador claro de que estaba conteniendo su mal carácter. Tiró de las mantas y se las apartó.

Se detuvo y la miró.

– Por el amor de Dios, hemos vuelto a los camisones.

El disgusto de su voz, en otras circunstancias, la habría hecho reírse. Entornó los ojos, y después se giró para escaparse por el otro lado de la cama… pero Royce fue demasiado rápido.

La atrapó, la atrajo hacia él, y después la levantó en sus brazos.

Se dirigió a la puerta.

– ¡Royce!

– Cállate. No estoy de buen humor. Primero Susannah, después Helen, y ahora tú. La misoginia empieza a parecerme tentadora.

Minerva lo miró a la cara, a su expresión decidida, y cerró los labios. Como no podía evitar que él la arrastrara a su habitación, discutiría una vez estuviera allí.

Royce se detuvo junto a su capa.

– Coge la capa.

Minerva lo hizo y rápidamente colocó sus pliegues sobre ella; al menos él se había acordado de eso.

La cogió en brazos, abrió la puerta, la cerró suavemente a su espalda, y después la llevó a través de las sombras hasta sus aposentos, y hasta su dormitorio. Todo el caminó hasta su cama.

Minerva lo paralizó con una pétrea mirada.

– ¿Qué pasa con la condesa?

Royce se detuvo junto a la cama y la miró con ojos duros.

– ¿Qué pasa con ella?

– Es tu amante.

– Ex amante. El ex es importante… define la relación.

– ¿Ella lo sabe?

– Sí, lo sabe. Lo sabía antes de venir aquí, y acabo de confirmarle que la situación no ha cambiado -Sostuvo su mirada firmemente. -¿Alguna pregunta más al respecto?

Minerva parpadeó.

– No. No en este momento.

– Bien -La tiró sobre la cama.

Ella rebotó una vez. Antes de que pudiera agarrarla, Royce le quitó la capa y la tiró al otro lado de la habitación.

Se detuvo, y después retrocedió. Sus manos bajaron hasta los botones de su chaqueta, se quitó los zapatos; con los ojos sobre ella, se quitó la chaqueta y señaló su camisón.

– Quítate eso. Si lo hago yo, no sobrevivirá. Minerva dudó un momento. Si estaba desnuda, y él también, la conversación racional no tendría lugar en su agenda. -Primero… -Minerva… quítate el camisón.

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