Jack encontró su dormitorio (finalmente), pero si bien tenía la casi seguridad de que todavía estaría durmiendo feliz si no hubiera estado tan resuelto a acompañar a Grace en el desayuno, cuando se tendió sobre la colcha con la intención de echar una saludable siesta, no consiguió conciliar el sueño.
Eso lo irritaba tremendamente. Siempre se había enorgullecido de su capacidad para dormirse a voluntad; eso le fue muy útil durante sus años de soldado. Ninguno de sus compañeros lograba arreglárselas para dormir bien, ni en cantidad ni en calidad. Él se dormía en cualquier lugar si tenía tiempo, y sus amigos le envidiaban terriblemente que pudiera apoyarse en un árbol, cerrar los ojos y quedarse dormido antes de tres minutos.
Pero al parecer ese día no era capaz, aun cuando en lugar de un nudoso tronco de árbol tenía el colchón más mullido y cómodo que puede comprar el dinero. Cerró los ojos, hizo sus habituales respiraciones profundas y… nada.
Nada sino Grace.
Le encantaría decir que ella lo atormentaba, pero sería mentira. No era culpa suya que él fuera un idiota. Y, la verdad, no era que estuviera totalmente desesperado por ella (aunque lo estaba, y muy desagradablemente también). No lograba quitársela de la cabeza porque no quería quitársela de la cabeza. Si no pensaba en Grace tendría que comenzar a pensar en otras cosas. En la posibilidad de que él fuera el duque de Wyndham, por ejemplo.
La posibilidad. Bah. Sabía que era cierto. Sus padres estaban casados. Lo único que se necesitaba era localizar el registro de la parroquia.
Cerró los ojos, intentando quitarse de encima la abrumadora sensación de terror que pesaba sobre él. Debería haber mentido y dicho que sus padres no estaban casados. Pero, maldita sea, cuando dijo que lo estaban no sabía cuáles serían las consecuencias. Nadie le había dicho que sería coronado como un maldito duque. Lo único que sabía era que estaba tremendamente furioso con la viuda por haberlo secuestrado y con Wyndham por mirarlo como si fuera algo que hay que meter debajo de la alfombra.
Y entonces va Wyndham y dice, con esa voz zalamera y de superioridad: «¿Sus padres, estaban casados?» Bueno, él ladró la respuesta antes de tomarse un momento para pensar en las consecuencias. Esas personas no eran mejores que él; no tenían ningún derecho a difamar a sus padres.
Pero ya era demasiado tarde. Aunque intentara mentir y retractarse, la viuda no descansaría hasta que hubiera dejado surcada toda Irlanda con sus huellas en busca del documento que certificaba el matrimonio.
Ella deseaba que él heredara, esto estaba muy claro. Era difícil imaginársela queriendo a alguien, pero al parecer había adorado a su segundo hijo.
Su padre.
Y aunque la viuda no había demostrado tenerle ningún afecto especial (y no es que él se hubiera tomado la molestia de hacer o decir algo para impresionarla), estaba claro que lo prefería a él antes que a su otro nieto. No tenía ni idea de qué podría haber ocurrido entre ella y el actual duque, si es que había ocurrido algo. Pero había muy poco afecto entre ellos.
Reconociendo finalmente la derrota y renunciando a la idea de dormir, se levantó y fue a asomarse a la ventana. El sol ya estaba brillante y alto en el cielo, y de pronto se apoderó de él la necesidad de salir al aire libre, o, mejor dicho, fuera de Belgrave. Curioso que uno pudiera sentirse tan encerrado en un edificio tan grande. Pero se sentía y deseaba salir.
Atravesó la habitación y cogió su chaqueta. Se veía satisfactoriamente desaliñada encima del fino atuendo de Wyndham que se había puesto esa mañana. Casi deseó encontrarse con la viuda, para que lo viera con la chaqueta toda polvorienta y desgastada por el uso en las carreteras.
Casi lo deseó, sólo casi.
A pasos largos y rápidos bajó en dirección al vestíbulo de entrada, más o menos el único lugar al que sabía llegar. Sus pasos resonaban desagradablemente sobre el mármol. Todo hacía eco en esa casa. Era demasiado grande, demasiado impersonal, demasiado…
– ¿Thomas?
Se detuvo. Era una voz femenina. No la de Grace. Joven; dudosa de su entorno.
– ¿Es…? Ah, perdone.
Era una chica, de estatura media, rubia, ojos castaños bastante atractivos. Estaba cerca de la puerta del salón al que lo llevaron el día anterior. Tenía las mejillas deliciosamente sonrosadas, con unas cuantas pecas que seguro ella detestaba (todas las mujeres detestan sus pecas, ya lo sabía). Había en ella algo excepcionalmente agradable. Si no estuviera tan obsesionado por Grace, coquetearía con ella.
– Lamento decepcionarla -dijo, sonriendo travieso.
Eso no era coqueteo, era su manera de conversar con todas las damas; la diferencia está en la intención.
– No, no, fue un error mío. Estaba sentada ahí. -Hizo un gesto hacia atrás, hacia un conjunto de sillones-. Cuando le vi pasar me pareció que era el duque.
Tenía que ser la novia, comprendió Jack. Muy interesante; encontró difícil imaginar por qué Wyndham le daba largas a la boda. Se inclinó en una elegante venia.
– Capitán Jack Audley, para servirla, señora.
Hacía tiempo que no se presentaba con su rango militar, pero le pareció que era lo apropiado.
Ella se inclinó en una cortés reverencia.
– Lady Amelia Willoughby.
– La novia de Wyndham.
– ¿Le conoce, entonces? Ah, bueno, claro que le conoce. Es un huésped aquí. Ah, debe de ser su compañero de esgrima.
El día se iba poniendo más interesante por momentos.
– ¿Le habló de mí?
– No mucho -repuso ella.
Pestañeó mirándole un lugar que no eran sus ojos. Él cayó en la cuenta de que le estaba mirando la mejilla, en la que todavía tenía el moretón adquirido en la pelea con su novio el día anterior.
– Ah, esto -dijo aparentado una leve vergüenza-. Se ve mucho peor de lo que es en realidad.
Ella deseó preguntarle cómo se lo hizo; lo vio en sus ojos. ¿Le habría visto el ojo morado a Wyndham? Sin duda eso le habría despertado la curiosidad.
– Dígame, lady Amelia, ¿de qué color está hoy? -preguntó cordialmente.
– ¿Su mejilla? -preguntó ella, algo sorprendida.
– Sí. Los moretones tienden a verse peores con el paso del tiempo, ¿se ha fijado? Ayer era bastante púrpura, casi púrpura regio, mezclado con matices azules. No me lo he mirado en el espejo estas últimas horas. -Giró la cabeza para que ella se lo viera mejor-. ¿Sigue igual de atractivo?
Ella agrandó los ojos, al parecer sin saber qué decir. Él pensó que tal vez no estaba acostumbrada a que los hombres coquetearan con ella. Vergonzoso por parte de Wyndham; le había hecho un muy mal servicio.
– Esto… no -contestó ella entonces-. Yo no lo llamaría atractivo.
Él se rió.
– No tiene pelos en la lengua, ¿eh?
– Creo que esos matices azules de los que estaba tan orgulloso se han vuelto un poco verdes.
– ¿Para hacer juego con mis ojos? -dijo él sonriendo.
– No -dijo ella, al parecer inmune a sus encantos-, no con el púrpura encima. Se ve bastante horrendo.
– ¿Púrpura mezclado con verde hace…?
– Un desastre.
Jack volvió a reírse.
– Es usted encantadora, lady Amelia. Pero no me cabe duda de que su novio le dice eso en todas las ocasiones posibles.
Ella no contestó. Y no podía contestar, lógicamente. Las únicas respuestas posibles eran sí, con lo que revelaría engreimiento, o no, con lo que revelaría la negligencia de Wyndham. Una dama no desea revelar ninguna de esas dos cosas al mundo.
– ¿Le espera a él aquí? -preguntó, diciéndose que era el momento de poner fin a la conversación.
Lady Amelia era encantadora, y no podía negar que sentía cierta diversión por conocerla y hablar con ella sin que lo supiera Wyndham, pero de todos modos se sentía algo tenso por dentro y no veía la hora de salir al aire libre.
– No -repuso ella-, sólo… -Se aclaró la garganta-. He venido a ver a la señorita Eversleigh.
¿A Grace? ¿Y quién podía decir que un hombre no puede tomar aire fresco en un salón? Sólo hay que abrir una ventana.
– ¿Conoce a la señorita Eversleigh? -preguntó lady Amelia.
– Sí. Es muy hermosa.
– Sí. -Guardó silencio un momento, justo el suficiente para que él sintiera curiosidad-. Es muy admirada por todo el mundo.
A él se le ocurrió que podría crearle un problema a Wyndham. Una sencilla frase musitada haría muchísimo: «Tiene que ser difícil para usted, con una dama tan hermosa residiendo aquí en Belgrave». Pero le crearía un problema igual a Grace, y eso no estaba dispuesto a hacerlo. Así pues, se decidió por lo soso y aburrido:
– ¿Se conocen usted y la señorita Eversleigh?
– Sí, o sea, no. Somos más que conocidas. Conozco a Grace desde que éramos niñas. Es muy amiga de mi hermana mayor.
– De usted también, seguro.
– Por supuesto. Pero lo es más de mi hermana. Son de la misma edad, ¿sabe?
– Ah, la triste realidad de la hermana menor.
– ¿Ha tenido esa experiencia?
– No, no -repuso él, sonriendo de oreja a oreja-. Era yo el que no hacía caso de los pegotes.
Recordó su vida con los Audley. Edward era seis meses menor, y Arthur dieciocho meses mayor. Al pobre Arthur no le habían permitido participar en muchas de sus travesuras. Sin embargo, ¿quién se lo iba a imaginar?, fue con Arthur con quien formó los lazos más fuertes después.
Arthur era increíblemente perceptivo; tenían eso en común. Él siempre había sido bueno para interpretar a las personas; tenía que serlo; a veces era su única manera de obtener información. Pero cuando era niño consideraba a Arthur un molesto cachorrito. Sólo cuando los dos estaban estudiando en Portora Royal se dio cuenta de que Arthur lo veía todo también.
Y aunque Arthur nunca le hizo ningún comentario, era consciente de que también lo sabía todo acerca de él.
Pero no era el momento para ponerse sentimental, estando en compañía de una dama encantadora y con la promesa de la llegada de otra en cualquier momento. Así pues, puso en primer lugar pensamientos más felices sobre Arthur y dijo:
– Fui el mayor de la camada. Una posición afortunada, creo. Habría sido muy desgraciado si no hubiera estado al mando.
Lady Amelia sonrió.
– Yo soy la segunda de cinco, así que sé valorar su opinión.
– ¡Cinco! ¿Todas chicas?
– ¿Cómo lo ha sabido?
– No tengo ni idea -repuso él, sinceramente-, sólo que es una imagen muy encantadora. Habría sido una lástima ensuciarla con un chico.
– ¿Siempre tiene pico de plata, capitán Audley?
Él la obsequió con una de sus mejores sonrisas sesgadas.
– A excepción de cuando es de oro.
– ¡Amelia!
Los dos se giraron a mirar. Era Grace, que acababa de entrar en la sala.
– Y señor Audley -dijo ella, mirándolo sorprendida.
– Oh, lo siento -dijo lady Amelia, mirándolo a él-. Creí que era «capitán» Audley.
– Lo soy -dijo él, con un leve encogimiento del hombro-. Depende de mi estado de ánimo. -Miró a Grace y se inclinó en una venia-. Es realmente un privilegio volverla a ver tan pronto, señorita Eversleigh.
Ella se ruborizó. ¿Lo notaría lady Amelia?, pensó él.
– No sabía que estaba aquí -dijo ella después de hacerle la reverencia.
– No hay ningún motivo para que lo supiera. Yo iba en dirección a la puerta para salir a hacer una saludable caminata cuando lady Amelia me salió al paso.
– Creí que era Wyndham -dijo lady Amelia-. ¿No es extrañísimo eso?
– Pues sí -contestó Grace, con aspecto de sentirse muy incómoda.
– Claro que yo no estaba mirando con mucha atención -continuó lady Amelia-, y seguro que eso lo explica. Sólo lo vi por el rabillo del ojo cuando pasó por delante de la puerta abierta.
– Explicado así tiene mucha lógica, ¿verdad? -dijo Jack, mirando a Grace.
– Mucha -repitió Grace, y miró atrás por encima del hombro.
– ¿Espera a alguien, señorita Eversleigh?
– No, sólo pensé que su excelencia podría querer venir a acompañarnos. Esto… dado que está aquí su novia.
– ¿Ha vuelto, entonces? -preguntó Jack-. No lo sabía.
– Eso es lo que me dijeron -dijo Grace, y él tuvo la seguridad de que mentía, aunque no logró imaginarse por qué-. Yo no le he visto.
– Ha estado ausente algún tiempo -dijo Jack.
Grace tragó saliva.
– Creo que debo ir a buscarlo.
– Pero si acaba de llegar aquí.
– De todos modos…
– Lo haremos llamar -dijo él, puesto que de ninguna manera le iba a permitir escapar fácilmente. Por no decir que le hacía ilusión que el duque lo encontrara ahí con Grace y lady Amelia. Atravesó el salón y le dio un tirón al cordón para llamar-. Ya está. Hecho.
Grace sonrió incómoda y se dirigió al sofá.
– Creo que me voy a sentar.
– Yo también -dijo lady Amelia al instante.
Siguió a Grace a toda prisa y se sentó a su lado. Quedaron sentadas muy juntas, tiesas y con aspecto de sentirse incómodas.
– Qué cuadro más atractivo forman las dos -comentó él, porque, francamente, ¿cómo podría no embromarlas?-. Y yo sin mis óleos.
– ¿Pinta, señor Audley? -preguntó lady Amelia.
– Ay de mí, no, pero he estado pensando en tomar unas cuantas clases. Es una actividad noble para un caballero, ¿no les parece?
– Ah, sí, desde luego.
Se hizo un silencio, y lady Amelia le dio un codazo a Grace.
– El señor Audley aprecia muchísimo el arte -soltó Grace.
– Entonces debe de estar disfrutando de su estancia en Belgrave -dijo lady Amelia.
Su cara era el cuadro perfecto de afable interés. Él pensó cuánto tiempo le habría llevado perfeccionar esa expresión. Como hija de un conde, tendría muchísimas obligaciones sociales. Se imaginaba que esa expresión, plácida, inmóvil aunque no hostil, le era muy útil.
– Espero con ilusión el recorrido para ver la colección -contestó-. La señorita Eversleigh ha consentido en enseñármela.
Lady Amelia se giró hacia Grace lo mejor que pudo, tomando en cuenta que estaban casi pegadas.
– Muy amable de tu parte, Grace.
Grace gruñó algo que tal vez pretendía ser una respuesta.
– Pensamos evitar los cupidos -dijo él.
– ¿Cupidos? -repitió lady Amelia.
Grace desvió la cara.
– He descubierto que no me gustan.
Lady Amelia lo miró con una expresión mezcla de irritación e incredulidad.
– ¿Qué tienen los cupidos que no le gustan?
Él se sentó en el brazo del sofá de enfrente.
– ¿No los encuentra algo peligrosos?
– ¿Bebés regordetes?
– Llevan armas letales.
– No son verdaderas flechas.
– ¿Qué le parecen a usted, señorita Eversleigh? -preguntó él, en otro intento de hacerla participar en la conversación.
– No suelo pensar en los cupidos -repuso ella, secamente.
– Sin embargo, hemos hablado de ellos dos veces.
– Porque usted ha sacado el tema.
– Mi vestidor está francamente lleno de ellos -explicó él a lady Amelia.
Esta giró la cara hacia Grace.
– ¿Has estado en su vestidor?
– No con él -dijo Grace, con bastante brusquedad-. Pero lo he visto.
Jack sonrió para su coleto, pensando qué decía de él que le gustara tanto crear problemas.
– Perdón -masculló Grace, avergonzada de su exabrupto.
– Señor Audley -dijo lady Amelia, mirándolo muy resuelta.
– Lady Amelia.
– ¿Sería de muy mala educación si la señorita Eversleigh y yo diéramos una vuelta por el salón?
– Claro que no -dijo él, aunque en la cara de ella veía que sí lo consideraba de mala educación.
Pero no le importaba. Si las damas querían contarse secretos, de ninguna manera él haría algo por estorbarlas. Además, disfrutaba viendo caminar a Grace.
– Gracias por su comprensión -dijo lady Amelia, y acto seguido se cogió del brazo de Grace y se levantó, levantándola a ella-. Siento la necesidad de estirar las piernas, y creo que su paso sería demasiado enérgico para una dama.
Cómo había podido decir eso sin atragantarse con la lengua, no lo sabía. Pero se limitó a sonreír y a observarlas avanzar hacia la ventana, caminando muy juntas, alejándose de él hasta que estuvieron fuera del alcance de sus oídos.